El cantar del romero: 01
El cantar del romero (leyenda en verso)
[editar]El 27 de septiembre de 1882, harto de andar en Madrid tras de mi todavía no acordada y prometida pensión; harto de zarzuelas sin música y sin poesía, de toros muertos a volapié después de diez pases de pecho, diez de telón, diez arrastrados y diez y siete incalificables, por celebridades taurómacas, para quienes fueron niños de teta desde Romero y Costillares hasta Montes y el Chiclanero; harto de los berridos de gañotillo, los meneos de lupanar y los salvajes pataleos de lo que se llama cante y baile flamenco; harto de todo el gárrulo ruido de discursos, y guitarreos y del ardillesco movimiento y bárbaro tecnicismo de lo chulo que hoy priva, y harto, en fin, de timadores, espadistas y rateros sueltos, todo lo cual compone la espuma del vicio tolerado por la justicia y mimado y celebrado y caído en gracia por los que creen que la gracia constituye la base del carácter de nuestro pueblo y que los españoles somos el más gracioso del universo, me acordé de una invitación que de tiempo atrás me tenía hecha mi amigo Manuel Madrid, de ir a pasar unas semanas en su solariega de Asturias, me salí de Madrid sin decir esta boca es mía, y del tren de Santander descendí en Torrelavega, donde atrapé la vetusta diligencia de Santander a Oviedo, y en el pescante de tan desvencijado vehículo di conmigo en Vidiago, lugarejo que por mitad divide el camino real pocos kilómetros antes de cruzar a Llanes.
En Vidiago tenía mi amigo su casa; y desde el primer día de mi estancia en ella, comenzó a gustarme la pintoresca situación del pueblecito de Vidiago, entre las montañas y el mar, cuyo móvil y azulado lomo, cuya espuma y cuyo rumor se percibían desde los balcones de mi aposento. En cuanto el tiempo nos lo permitió, comenzó mi amigo a darse el placer de enseñarme su tierra, y yo a encantarme recorriendo aquellos montes cuajados de seculares encinas y robustísimos castaños, aquellos maizales sonorosos, tendidos como tapices en las hondanadas de los valles, aquellas rocas escarpadas y cortadas a pico sobre aquel mar rara vez en calma y aquellos horizontes rematados por un lado en el círculo del agua y por el otro en apilados montes cuyas espaldas parece que guarden los embreñados Picos de Europa. Desde lo alto de aquellos derrumbaderos, veíamos el puertecito en miniatura de Llanes, patria y solar de los Posada Herrera, los peñascos de Covadonga, las avanzadas rocas que resguardan la regeneradora Comillas, hoy viuda de su opulento regenerador, y hasta la punta en que se destaca el faro de Santander sobre el giganseco mogote de Santoña, envuelta en la bruma, último término de tan inmenso cuadro.
Allí respiré, a pleno pulmón, un aire vivificador, perfumado con el olor de las agrias manzanas, los acres nogales y los frescos castaños, y cargado de las salinas emanaciones del mar. Comenzó mi amigo a mostrarme los fenómenos geológicos de aquellos peñascos cuajados con hierro y carbón de piedra, aquellos páramos de riquísimos pastos y aquellos pueblecillos metidos entre árboles, cuyas casas blancas diseminadas sin orden entre su verdura parecen, desde lejos, palomas anidadas y corderos recostados entre la yerba. Aquella paz tranquila de la campesina vida, sin robos y sin quimeras, aquel continuo y pausado paso de las carretas chirrionas de ruedas sin rayos, aquellos cantares melancólicos de los pastores y las labradoras que limpian los maizales y recogen las mazorcas, aquellas frescas y rollizas muchachas, coloradas como las manzanas de sus pomares, aquellos viejos con sus monteras de pico y con sus ruidosas almadreñas, aquella gente franca y cordial que me saludaba sonriendo, sin asombrarse de mi legendaria perilla ni de mi facha tan diferente de su pintoresco traje, me trajo más de una vez a los ojos lágrimas de envidia a su vida pacífica y patriarcal.
Poco a poco fuí sondando aquella capa de poesía y al apercibirme de la realidad que bajo de ella fermentaba, lamenté que el error, la preocupación y la rutinaria costumbre les impidiera convertir su pintoresca tierruca en el más rico paraíso. Si el progreso y el confort modernos hiciesen de Asturias una Suiza española, y aquellos sombríos y opulentos hijos de Albión pudieran, como lo desean, venir a ella como vienen sus barcos a sus puertos seguros de hallar albergue cómodo, sería aquélla una deliciosa jira de veraneo; y allí se quedaran tal vez y a la larga, a pesar de la moda y de la ruleta, los centenes españoles que se quedan en Biarritz y en Spa en compañía de las inglesas esterlinas.
Pero dos manías tiene aquella buena gente, que contribuyen a su pobreza y despoblación. Una es la de ser cosecheros de un maíz que les cuesta doble del que les costara el importado de américa, en lugar de volver a ser ganaderos como sus abuelos, y otra la de enviar a sus hijos a hacerse millonarios a Cuba y a Méjico; de donde vuelven tales, uno de cada diez mil, ricos, tres o cuatro y los demás, o se casan allá, o mueren víctimas del trabajo o de los vicios, en aquel país del oro y de las fiebres, de las locas especulaciones y los desatinados, inútiles e inconcebibles despilfarros.
El ejemplo de algunos, cuyo trabajo coronó allá de oro la fortuna, hace que cuantos tienen hijos allá les envíen casi niños y en ellos funden la esperanza de una riqueza que rara vez logran. ¡Cuántas madres ya viejas se me han lamentado de que sus ingratos hijos no las envían ya ni lo suficiente para vivir en la más sórdida estrechez! Pero ¿saben, acaso, aquellas madres si viven los hijos de cuya ingratitud se quejan? Y entre tanto, ¿en quién esperan tantas mujeres sin marido para seguir poblando aquella madre tierra, la mitad de cuyos hijos se echan al mar mientras la otra mitad tiene que acudir a la voz de la patria que para soldados se los pide?
Basta de esto: por más que me apesaren y me importen los errores de mi patria, cúmpleme a mí solamente, trovador vagabundo del siglo XIX, convertir en poéticas leyendas sus glorias y desventuras. De las breves relaciones que anteceden, tiene origen mi Cantar del Romero: la voz de una muchacha me la hizo concebir al son de su pandero, y la vista de un fenómeno natural, del que en aquellas costas llaman un bufón, me la hizo determinar y extenderla en este libro. Escribíle yo con el solo intento de dejarle inédito para deleite de aquel amigo mío, que rarísima vez lee versos, y de aquellas muchachas que el cantar del romero me cantaron y a quienes yo quería que en mi ausencia se le leyeran unos hermanos Bustamante, a los cuales quiero yo mucho y que aquellas muchachas cantadoras me reunían para que sus cantares estudiara.
Pero al salir de Vidiago me detuvo en Torrelavega y me hospedó en su casa el propietario de El Cántabro, don Genaro o Perogordo, a quien en Méjico conocí y donde por mí no dudó ponerse lealmente de mi parte en un trance un tanto difícil. Español de corazón, allá sacó sin miedo la cara y hoy sigue lidiando en su Cántabro por los intereses de España, y a mi paso por Torrelavega, se prendó por ceguedad de amigo de mi leyenda, ofreciéndose a imprimirla. Por fin, en Santander, don José M.ª de Pereda, escritor notabilísimo, a quien puede llamarse Walter Scott de la Montaña, con quien hice allí conocimiento y con cuyas obras me he familiarizado hasta tenerlas por solaz continuo, y alguna a la cabecera de mi cama para ahuyentar de noche las visiones de mis tristes recuerdos y acallar los remordimientos de mi insomne conciencia, se empeñó en que la diera a luz, para hacerme la honra de pedirme su manuscrito.
He aquí la historia de mi Cantar del Romero y la razón de por qué la he dado a luz: y si llegara a hacerse popular en Asturias, y si por su lectura pudiera corregirse su gente de la manía de la emigración a América, y mi amigo de Vidiago no olvidarme y Pereda encontrar mi leyenda impresa tan a su gusto como le pareció, en la rápida lectura de mi manuscrito, bastará para que yo no me arrepienta de haberla impreso.
Mayo, 30-83.