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El cantar del romero: 16

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El cantar del romero
de José Zorrilla


III

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Pasó un año más: van cinco;
y en cinco años dan las cosas
muchas vueltas y cinco años
cambian mucho a las personas.
Don Diego anda muy rumboso
en un buen potro que monta,
haciendo buena figura,
buena vida y buenas compras.
Tiene en su casa de Andrín
emprendidas muchas obras,
y anda adquiriendo pomares
que paga en muy buenas onzas.

Es claro que allá de su hijo
va la suerte viento en popa,
y de allá viene, sin duda,
el buen viento que le sopla.
Mas para poco en Andrín
y por Vidiago no aporta
jamás: dicen que ha comprado
los pastos de las Arriondas
y que está metiendo en ellos
mucho ganado, que exporta
en barcos ingleses por
Gijón y Villaviciosa.

La verdad nadie lo sabe:
los a quienes siempre enoja
y da envidia el bien ajeno,
dicen que anda en trapisondas
de créditos y de plazos
con gentes de baja estofa,
de las cuales tanto riesgo
como ganancia reporta.
Los que con buen ojo y calma
ven de otro modo las cosas,
dicen que con tino y suerte
dinero emplea y coloca
en negocios muy seguros,
cuyo lucro no deshonra;
y que tratando en ganados,
con gente baja se roza
por necesidad; pues es
comercio de gente tosca;
mas que por zafia no es vil,
maleante ni tramposa.

Charla de pueblos pequeños
donde la instrucción es poca,
la curiosidad es mucha
y la gente es habladora.

Como quier que sea, ello es
que la fortuna trasforma
a don Diego, el cual parece
rico, y como tal se porta.
Mas un año ha que don Juan
y él no se ven: si a su novia
escribe Fermín, don Diego
su correspondencia estorba.
Don Juan le busca y no le halla,
le espera y nunca le topa:
aquél no va ya a Vidiago
y a Andrín don Juan ir no osa.
Ello hay algo que uno esconde
y otro busca: y a la corta
o a larga, será fuerza
que se expliquen o que rompan.

Mariquilla se entristece
más cada día, y se enfosca
más don Juan; y ya mal ambos
su incertidumbre soportan.
Andan el padre y la hija,
aquél torvo y ésta sola:
él de su casa a la iglesia,
ella del pueblo a la costa.
Cuando ella tarda, su padre
va a buscarla, y a deshoras
la halla en el bufón cantando
y viendo el agua que arroja.
Él anda alerta y sombrío
como quien algo no logra
concertar, y ella tranquila,
mas en una idea absorta.
Ella ante su relicario
se extasía y reza a solas;
él limpia a solas sus armas
como si tenerlas prontas
le interesara: ella vive
junto al mar con las gaviotas,
y él encerrado en su cuarto
con su afán y sus pistolas.

¿Esperan o desesperan?
No se sabe: de su boca
no sueltan palabra alguna
ni uno ni otro: y jamás logran
saber su intención, por más
que la escudriñan y sondan,
ni el simpático interés,
ni la malicia curiosa.

Pero hay una circunstancia
muy extraña, casi anómala:
según decae, se desmedra
y se envejece y se encorba
don Juan, María embellece
y medra y se desarrolla;
no haciéndose lo que llama
el vulgo una buena moza,
sino afirmando la fina
delineación de sus formas,
según que naturalmente
la niña en mujer se torna.

Tenía al irse Fermín
quince años: pero era toda
espíritu y se nutría
el alma del cuerpo a costa.
Mas la niña diminuta,
en quien la niñez prolonga
con su escasez de estatura
su candidez de paloma,
al sufrir el ya tardío
paso de una edad a otra,
se transfigura y completa;
su vitalidad se colma,
su carne se vigoriza,
su perfil se perfecciona,
sus contornos se modelan
y al modelarse mejoran;
cambiando, en fin, gradualmente
la naturaleza próvida
a la primorosa niña
en una mujer preciosa.

Lo era tanto aquel capricho
del Criador, que si la fórmula
de su creación quisiéramos
hallar, tan sólo esta loca
suposición la planteara:
que fundido en su persona
hubiera Dios el ser doble
de la mujer y la alondra.
Pequeña siempre, mas siempre
como aquella ave canora,
ligera, errante, perdida,
suelta, libre y vagorosa,
era el tipo más poético,
más ideal que en sus hojas
pintan de mujer fantástica
las caballerescas crónicas.

Una palidez muy suave
que apenas la descolora,
la da entre el nácar y el ópalo
una tinta deliciosa:
y más que nunca atractiva,
más que nunca encantadora,
con su apostura de sílfide
pensativa y melancólica,
con su acento de sirena,
sus grandes ojos de corza,
su andar gracioso de antílope,
y su tristeza de tórtola,
tiene el aire de una ondina
que, abandonando las ondas
del mar, por algún misterio
entre los hombres se aloja;
de un ángel que desterrado
del cielo en humana forma
espera a cumplir su pena
para volver a la gloria.

Marica, todos los días
va a vagar entre las rocas
donde el mar por el bufón
ruge y la comarca asorda.
Aquel lugar, consagrado
de su amor a las memorias,
la trae como una vorágine;
su tenacidad monómana
la lleva allí; y allí el viento
la curte, el agua la moja,
los pies la hieren las piedras,
la enfría el cuerpo la ropa,
y allí va y vuelve sin tregua,
descuidada, imprevisora,
sin razón de sí, arrastrada
por recia impulsión recóndita
de sí misma, y de algún sino
por fuerza dominadora,
como va a la sierpe el pájaro
y a la luz la mariposa.

Y ya, al ver como va y viene,
cómo vuelve y cómo torna
alrededor de aquel silo,
cuya embocadura cóncava
parece que habla con ella,
o que ella por allí evoca
algún ser que la responde,
alguna visión ignota
de ignota mitología,
una ficción incolora,
invisible e impalpable,
un espíritu, una sombra,
una voz, una fuerza…, algo
cuya atracción misteriosa
inevitable, fatídica,
un día tal vez la sorba…
ya nadie la denomina
cuando la llama o la nombra
Marifina y Mariperla,
sino sólo Mariposa;
y allí a veces la acompaña
su padre, y pasan las horas
él sintiendo, ella cantando
su fe y esperanzas locas.

De los pueblos en contorno
la gente murmuradora,
quién sin piedad, quién con lástima,
quién con pena y quién con mofa,
comenta, critica o siente
constancia tan extremosa,
a la par calificándola
de extravagante y heroica;
mas todos al par lamentan
que una mujer tan preciosa
se pierda por esperanzas,
que sin esperanza forja.

La fama de su hermosura,
de su constancia la historia
y su canción del romero
ya popular y famosa,
su nombre han por muchas leguas
extendido a la redonda,
y a verla vienen de lejos
los que de su fe se asombran.
Y ni en recuerdo de vivos,
ni en cuento de muertos consta
que se haya visto en Asturias
mujer más fascinadora,
¡Ay!, ni más fatal tampoco,
porque los que se enamoran
de ella, o a los cielos claman
o en el infierno se arrojan.

El hijo de un naviero
riquísimo de Santoña,
ciego por ella, a su padre
se la pidió por esposa.
Era el mozo más galán
que hubo entre la gente moza
de la Montaña, y el alma
más amante y generosa.
Marica le vió, le oyó,
comprendió su pasión honda
y la nobleza de su alma;
mas le dijo, desdeñosa:
«—Yo amo a otro: amar es dar
a quien se ama el alma toda.
¿Con qué alma he de amaros ya?
No tengo más que una sola.»
El mancebo, no pudiendo
domar su pasión fogosa,
se metió fraile, diciéndose:
«—O ella o Dios… ¡si Él me perdona!»

Un inglés, a quien en Londres
el spleen inglés acosa,
tan cargado de guineas
que de ellas la cuenta ignora,
que de hastío en todas partes
nadando en oro se ahoga,
y que harto de sus palacios
anda en una nave propia
buscando un ser que le impida
echarse al cuello una soga,
la vió al cruzar por Vidiago
examinando sus costas.
Ella andaba por las breñas
del bufón: apercibióla
él con su anteojo de mar;
un rayo de sol que dora,
sobre el cielo destacándola,
su silueta luminosa,
se la presentó como hada
de una leyenda de Escocia.

Imagen de una esperanza
mayor cuanto más incógnita,
echó detrás de ella, echando
del barco a la mar su góndola.
Desembarcó, tomó lenguas,
dió con ella, contemplóla;
quién era indagó, vagó
contemplándola horas y horas
como un niño el vuelo inquieto
de una leve mariposa…
y se cegó, y por el ángel
de su salvación tomóla.

Nadie más expuesto a hacer
una apreciación errónea
de la realidad, que un alma
positivista y filósofa.
El hastío de la vida,
la saciedad de su prosa
no llevan más que a cambiar
la verdad en paradoja.
El hombre es carne y espíritu;
quien al espíritu ahoga
en la carne, vive y medra
en la realidad, y goza
de la vida real: mas tarde
o temprano se ilusiona
de algo espiritual, y de algo
su espíritu se enamora.
Mas como a la realidad
al traerlo se equivoca,
cuando se le huye el espíritu
ve que la verdad es otra.
La verdad es Dios; espíritu,
luz de quien nuestra alma brota:
y el espíritu es el fuego,
y la materia la escoria.

Compró el inglés una casa
en Vidiago y amueblóla;
se instaló en ella, ofrecióse
a don Juan: sin ceremonia
le recibió éste en la suya,
y cordialmente ofreciósela.
Trabaron amistad ambos;
Marica, siempre obsequiosa
con el inglés, platicaba
con él, sin la más remota
sospecha de su intención,
porque era a fe la persona
mejor del mundo: hasta que él,
con la más noble y honrosa
buena fe, y una franqueza
y expansión merecedoras
del respeto más sincero,
pero en frase algo estrambótica
por su sintaxis inglesa
en su palabra española,
pidió a Marica, diciendo:

«Su hija de usté perla en concha,
señor don Juan; yo cubrirla
de diamantes de Golconda.
Yo tengo muchos: he visto
de Asia, América y Europa
todas las mujeres: ni una
me hizo pestañear: ahora
yo he visto y amo a su hija:
la araña ella, yo la mosca;
si quiere ser mi mujer,
yo muy rico; y no me importa,
si ella me quiere, vivir
aquí o en Constantinopla.

Yo muy noble, solo y libre;
gentleman con las señoras,
la mía reina en mi casa,
mi casa templo de honra,
yo inglés del honor esclavo:
vean si les acomoda.»

Y este inglés, joven, buen mozo,
de pura raza sajona,
tipo de una lealtad
que en hidalgos atesora
cuantas buenas cualidades
en un país culto abonan
al hombre civilizado,
para esposo era una joya.
Como la de aquel inglés
creó Dios almas muy pocas;
mas bebió en la agua del Támesis
el esplín que le devora.
Sólo una mujer podía
salvarle de esa diabólica
enfermedad suicida,
que al rico inglés emponzoña.

Marica le vió con lástima
pedirla… (¡horrible limosna
del millonario hastiado
sobre el oro que amillona!)
la vida, el ser, la esperanza,
la fe, la salvación póstuma,
que ha de perder si sin ella
se vuelve a su isla brumosa.
La pobre niña, cuya alma
de aquella al volcán se asoma,
ve que en su lava no puede
echar de agua ni una gota.
«Milord, le dijo, imposible:
buscad de otro árbol la sombra:
sondar vuestra alma me espanta,
dejarla así me desola;
pero yo tengo la mía
encadenada con otra,
y no sé qué va a ser de ella
si Dios y él me abandonan.»

Comprendió el inglés que había
dado con la mujer sola
digna de él; mas que era estrella
que no tenía su órbita
dentro de la suya: y trémulo,
balbuciente, con zozobra
febril, exclamó:«¡Imposible.
Imposible!… ¿y una argolla
de esa cadena que os ata
nada hay ni nadie que rompa?
—Nadie, milord: lo que se ata
ante Dios, sólo Él lo corta.
—¿Y si el azar lo rompiera?
—Mi vida fuera la rota.
Quedó el inglés sin poder
el afán que le sofoca
dominar…: mas dominándose
al fin, dijo con voz ronca:
—Me vuelvo a Londres.
                   —Volveos
a Dios, le dijo angustiosa
ella a su ver; mas resuelto
dijo él: «–No: volvamos hoja.»
Y con corrección británica
saludándola, volvióla
la espalda y partió. Marica
por él sintió una congoja
profunda y dijo: «¡Que Dios
tenga de él misericordia!»

Ante estas dos negativas
quedóse la gente atónita:
y cuando lo supo, dijo
don Diego: «¡Vaya una tonta!»




Leyenda en verso: I

Introducción - El bufón de Vidiago: I - II - III - IV - V - VI - VII

Primera parte - Ida: I - II - III - IV - V

Segunda parte - Mariposa: I - II - III - IV - V

Tercera parte - Vuelta: I - II - III - IV - V - VI - VII