El cantar del romero: 23
V
[editar]Pasó aquel y el otro día:
pasó Fermín uno en cama;
y el ver que lo que tenía
decir a nadie quería,
de todos la atención llama.
Quísole el doctor pulsar,
y hablarle a solas el cura:
mas fué inútil porfiar,
él no quiso confesar
pecado ni calentura.
La tercera noche, estando
los cinco de sobremesa,
así diálogo entablando
con su padre, y así dando
a los cinco gran sorpresa,
dijo Fermín: –Me voy.
D. DIEGO. ¿Cuándo?
FERMÍN. Mañana.
D. DIEGO. ¿Por qué tal priesa?
FER. No quiero estar aquí más.
D. DIEGO. Pero, ¿por qué?
FER. Porque no.
D. DIEGO. Pero, ¿tan mal aquí estás?
FER. Muy mal.
D.DIEGO. Pero, ¿a dónde vas
y por qué así?
FER. ¡Qué sé yo!
mas he de irme sin remedio
de aquí.
D. DIEGO. Pues ¿qué te da tedio
aquí? ¿Es el país? ¿La gente…,
yo?
FER. Nadie absolutamente:
mas me voy.
D. DIEGO. Pero, ¿no hay medio
de enmendar lo que te enoja,
de apartar lo que te estorbe?
FER. Padre, doblemos la hoja:
no es causa que está en el orbe.
D.DIEGO. ¡Dios!
FER. Él es.
D. DIEGO. ¿Quién es?
FER. No sé:
pero me ahuyenta de aquí,
y aquí jamás volveré:
y es… ¡que no sé dónde iré
que no venga tras de mí!
Y sin pasar adelante
ni dar datos más exactos,
Fermín se cubrió el semblante:
quedando ante él, un instante,
los demás estupefactos.
Pero todos consolándole
a porfía y apremiándole
para que hablara, así, al fin,
a los cuatro, que escuchándole
callaban, dijo Fermín:
«Llegando junto al bufón
distraído antes de ayer,
oí que en el socavón
entonaba su canción
la voz de… aquella mujer.»
—Alucinación mental,
dijo el médico. —¡Misterio!,
dijo el cura. —Oíste mal,
dijo don Diego. —No tal,
dijo Fermín: y muy serio
dijo don Blas: —Lo fatal
es que en ningún cementerio
tiene nicho sepulcral.
A esta observación siniestra
que estremeció a los demás,
dijo el doctor: —¿Quién demuestra
que no es aberración vuestra?
Y Fermín dijo: —Es que hay más.
—¡Más!, dijeron a la vez
todos: y echaron la mano
a su copa de Jerez,
el primero el escribano
y tras él todos. —¡Pardiez!,
exclamó el médico, que era
un poco materialista,
y que fué en su edad primera
militar y calavera
y muy bravo y muy bromista:
¡Pardiez!, ahoguemos en vino
toda la superstición
que tenga en su corazón
cada cual, y no de tino
nos saque una aberración.
Fermín bien puede afirmar
que oyó su voz, y en conciencia
creerlo; pero la ciencia
sabe que puede turbar
la pasión su inteligencia,
y curarle es mi deber,
si adolece. —Sí, doctor;
dijo Fermín; si eso hacer
podéis, me haréis el mayor
bien: mas no vais a poder.
—Lo veremos; mas bebamos:
bebed, Fermín, también vos.
Y dijo el cura: —Seamos
cristianos buenos, y oigamos
con fe en la ciencia y en Dios.
Bebieron, pero discretos,
como quien muy sobre sí
quiere estar y los objetos
ver bien; y atentos y quietos
todos, Fermín habló así:
«Mi repentina partida
obedece a una razón,
que por la mía perdida
no puede ser comprendida,
mas sí por mi corazón.
Oíd sin interrumpir.
Ya van dos noches que al ir
a acostarme, en cuanto dejo
la bujía ante el espejo,
aquel grande de vestir,
comienzo a oír su cantar,
y comienza a aparecer
poco a poco y a crecer
tras del cristal y saltar
fuera de él… una mujer.
¡Ella, sí!, viene trayendo,
de su canto al triste son,
su relicario; y entiendo
que viene por él pidiendo
la cruz de su redención.
—¿Muerta o viva?
—No lo puedo
dudar: muerta. ¿Quién la evoca?
No lo sé: yo retrocedo
ante ella, y ella me toca
aquí el pecho con un dedo.
Le siento y me aterroriza:
que el cabello se me eriza
siento y que un frío glacial
la vida me paraliza,
y caigo en sopor letal.
No sé más; en mí al volver,
mientras que recobro el ser,
allá en el cerebro hueco
aún del cantar siento el eco,
mas no hallo ya a la mujer.»
Fermín calló, y cada cual
al caso aplicó el criterio
que tenía, bien o mal.
—Alucinación mental,
repitió el doctor. —Misterio!,
repitió el cura. —¡Fatal
signo es, repitió muy serio
don Blas, ver el cementerio
sin su nicho sepulcral.
Y quedó bajo el imperio
de la duda cuestión tal;
y ¿quién sabe en qué hemisferio
tendrá solución final?
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Tras el relato aflictivo,
por un intervalo corto
cada cual, no sin motivo,
quedó mustio y pensativo
y de lo escuchado absorto.
Fermín, apenado y mudo,
de aquella consulta espera
contra pesar tan agudo
un consejo concienzudo,
un lenitivo cualquiera.
Don Diego permanecía
afligido y cabizbajo:
el ceño el doctor fruncía,
y su inquietud contenía
don Blas con mucho trabajo.
El cura, cristiano viejo,
que cree en Dios a pies juntillas,
sobre aquello del espejo
a Dios le pide consejo
mirando al cielo a hurtadillas.
El doctor, interrumpiendo
de todos las reflexiones
y las suyas resumiendo,
dijo, por fin, exponiendo
su opinión, estas razones:
«Por un repentino quiebro
dado por el corazón,
se ha efectuado en el cerebro
sensible perturbación.
Hay una alucinación
que desde él a la retina
pasa y que la determina
acción que del alma viene;
mas para el alma no tiene
remedios la medicina.
Por esta noche, dormir;
don Gil y yo velaremos
aquí; y mientras aquí estemos,
la mujer no ha de venir.
La decisión de partir
mañana es buena: mudar
lo más pronto de lugar;
y pues allá está el deber:
¡al mar!, porque esa mujer
se ve que no pasa el mar.
Bebed y brindad, Fermín,
por la de allá y por los hijos;
si los pensamientos fijos
tenéis allá… aquí dió fin.
Bebed un poco: el magín
necesita algún vigor,
y el estómago calor
contra la debilidad
que exalta la idealidad;
con que… ¡al mar el viejo amor!
Así habló el doctor Eguía
y apuró la copa entera;
y mientras Fermín bebía
otra de añejo madera,
le miraba y sonreía;
y por su anterior monólogo,
se ve que era un buen fisiólogo
y hombre de mundo y de práctica:
mas el cura, que es buen teólogo,
le secundó con más táctica.
Fuése a Fermín y le dijo
con cariño: «Fermín, hijo,
el doctor dice muy bien:
mas confía en Dios también,
que es lo primero y lo fijo.
Oye: pues eso que ves,
ser o visión, te le ofrece,
que la tomes me parece
su relicario y la des
tu cruz; mas bueno es que estés
muy sobre ti; si es palpable
realidad, ásela y que hable;
si es fantasma, es imposible
que pueda prenda tangible
traerte un ente impalpable.
Si es cierta la tradición
y es su alma, en cambiando prenda
se irá: pero a que se venda
fuérzala si no es visión.
Realidad, pues, o ilusión
de extravío cerebral,
ten fe y a su encuentro sal;
porque diabólico o santo,
hay que romper el encanto
de esa aparición fatal.
Vamos, Fermín, hijo mío:
entra en tu aposento ahora
y por un rato, una hora,
busca un entretenimiento:
no te acuestes al momento,
lee… o escribe a tu mujer
frente al espejo: si el ser
te se aparece, la puerta
no cierres; desde aquí, alerta,
nosotros… la hemos de ver.
¿Te avienes a esto?
FERMÍN. Me avengo.
EL CURA. Pues en Dios tu fe coloca.
¿Tienes tu cruz?
FER. Sí la tengo.
EL CURA. ¿Dónde?
FER. Aquí.
EL CURA. ¿Donde te toca
su dedo?
FER. Sí.
EL CURA. Pues me atengo
a Dios y a la tradición.
FER. ¡Creéis que es…
EL CURA. Ten corazón:
aunque sea, en cuanto tienda
la mano, cambia de prenda:
fe rota, rota la unión.»
Y mientras esto decía
y al cuarto a Fermín llevaba,
el doctor les escuchaba
y oyéndolos sonreía.
El médico en Dios creía,
pero no en la tradición;
y a que era alucinación
y no visión atenido,
decía: «¡Bah!», una vez ido
él… ¿quién piensa en tal visión?