El cantar del romero: 10
II
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Su padre, hombre acaudalado,
noble y rico, en cuya raza
ni hay de bastardía traza
ni siervo que haya pechado,
tiene a su puerta un blasón
con casco de lambrequines,
y un par de buenos rocines
con silla y caparazón.
Tiene en un arca dos cruces
en el servicio ganadas,
y un par de buenas espadas
con un buen par de arcabuces.
Tiene de onzas españolas
un ciento siempre en un saco,
y cuando monta en su jaco
lleva un buen par de pistolas.
Orgulloso de su nombre
y haber con el Rey andado,
anda siempre bien portado
y se las echa de hombre.
Mas no se venga a juzgar
por tal porte y atavío,
que era altanero y bravío
ni mal quisto en el lugar.
La gente de Asturias toda
por antigua hace cabeza,
blasona de alta nobleza,
fe sin tacha y sangre goda:
mas como el tiempo la escuda
y Covadonga la abona,
con buen derecho blasona
de cristiana y linajuda.
Y cada villa y lugar,
de alta nobleza con fueros,
tiene en estos caballeros
Garcías del Castañar.
Por eso este labrador
en Vidiago acaudalado,
andaba un poco engallado
y puesto en puntos de honor.
Especie de quijotismo
o pueril fanfarronada,
sólo por darse adoptada
satisfacción a sí mismo,
esto era costumbre en él,
por decoro personal
de hombre que hizo y no muy mal
en la corte su papel;
pero era el hombre mejor
de aquella parroquia entera,
capaz de hacer a cualquiera
sin vacilar un favor.
Cedía, carácter vivo,
a geniales prontitudes;
mas tenía las virtudes
de franco y caritativo:
con que, para todos franca
su casa a puertas abiertas,
tal vez no había en sus puertas
llave, cerrojo ni tranca:
de modo que armado andar,
era no más, a mi ver,
afán de dar a entender
que podía armas usar.
Y en aquella tierra honrada,
de robos y desafueros
exenta, en los caballeros
era un adorno la espada.
Y ese hidalgo, que tenía
Noriega por apellido,
era un modelo cumplido
de lealtad e hidalguía.
De cariño de ordinario
más que de respeto objeto,
capaz de imponer respeto
era a cualquier temerario:
mas benévolo y cordial,
se igualaba con cualquiera,
y su vida íntima era
sencilla y patriarcal.
Viudo y cobrando sus rentas
de feudos y arrendamientos,
tenía un libro de asientos
y unos cuadernos de cuentas.
Las hacía ante testigos
con buenos datos e informes,
mas sus colonos conformes
quedaban con él y amigos:
y cuando a alguno tenía
atrasos que demandar,
«amigo, debo mirar
por Marica» –le decía.
Marica era su pasión
única y última: era
la que le ocupaba entera
la existencia: su razón
por ella se alucinaba,
su autoridad se rendía
y ante su antojo cedía
su resolución más brava.
El más motivado exceso
de indignación o de enojo
sosegaba ella a su antojo
con un cariño o un beso.
Fiada en su pequeñez,
se sentaba en sus rodillas
a brinco, de las ardillas
con la gentil rapidez;
y con infantil codicia
y con frases tan sabrosas,
le decía tantas cosas,
le hacía tanta caricia,
que él, trémulo de placer,
en sus brazos la cogía,
y a besos se la comía
sin poderse contener:
y otra existencia mejor
no acertaba a concebir,
que la de dejarse ir
tras aquel raudal de amor.
Aquella niña preciosa,
a quien llamaban al verla
tan hermosa, Mariperla,
Marifina y Mariposa,
era, pues, reina en su casa:
y entraba en ella y salía
con su capricho por guía
y su voluntad por tasa.
Su padre, que una fe ciega
tenía en ella, porque
bastaba a su buena fe
ser su hija y ser Noriega,
le dejaba a gusto hacer:
y nada hay por qué extrañar
en tal tiempo y tal lugar
tal modo de proceder;
pues saber es menester
que entre la gente asturiana
anda la mujer cristiana
como cristiana mujer:
que allí el siervo y el señor,
los pobres como los ricos,
tienen a honra desde chicos
el tener fe en el honor:
y, en fin, que cien años ha
no estaba aún nuestra España
de malicia y de cizaña
sembrada como hoy está.
Así que aquella Marica
hija de don Juan Noriega,
entre la gente labriega
andaba, aunque noble y rica:
y aunque de casa faltaba
dos o tres horas a veces,
se iba a orar o a coger nueces
ninguno la preguntaba.
Y todo el mundo sabía…
lo que el lector saber puede,
si osa seguir todavía
leyendo lo que sucede
en esta leyenda mía.