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La Montálvez: I-06

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La Montálvez
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Parte I: Capítulo VI

de José María de Pereda

El goce libre y frecuente de estas fiestas y otras semejantes, me enseñó bien pronto que, o no había en el mundo naturalezas de acero para salir sin mella de los combates más rudos, o a mí me había tocado en suerte una de las mejor templadas. Efectivamente: era yo, a pesar de mis pocos años, mucho más serena y menos impresionable entre la baraúnda del comercio galante, de lo que me había imaginado antes de conocer de cerca esas cosas. Aunque no era incombustible por completo, tenía todas las posibles ventajas para jugar con el fuego sin consumirse estúpidamente en él. De lo cual me alegré sobremanera, porque no es la vida de las mujeres «de mundo» tira tan larga, que no importe, ir cediendo a cada paso jirones de ella.»

Mientras se fue dando cuenta de este hallazgo, ocurrieron en su familia muy señalados acontecimientos. El primero fue la muerte de su hermano. El tema de los caprichos de esta infeliz criatura había llegado a lo inverosímil, como su existencia entre el enjambre de enfermedades que la consumían. Antojáronsele cerezas frescas en el mes de Diciembre, y no cabiendo en lo humano adquirirlas así a ningún precio, ni falsificarlas, como se había hecho con tantas otras cosas falsificables en idénticos casos, creció con el obstáculo la fuerza de su empeño, llegó la corajina al paroxismo; y aquel hilillo tenue de vida, a tan duras penas conservado, se quebró de pronto como el de una tela de araña, sin un sonido ni una vibración.

Este suceso, como si se contara con él, ya que no fuera deseado, no arrancó una lágrima siquiera en la familia. Produjo cierta tristeza que parecía nacida del corazón, por lo que toca al marqués y a su mujer. En cuanto a la hija, la dio demasiado en qué pensar la nueva jerarquía en que volvía a colocarla la muerte de su hermano. Por decreto de ella, dejaba de ser simple y desdeñada segundona, y recobraba sus prerrogativas de primogénita y única heredera de los títulos y bienes de la casa, condición de gran monta para ella, desde que sabía, por propia observación, lo que vale y lo que cuesta la vida doméstica y social de las mujeres de su alcurnia. No era de temer ya la sorpresa de un nuevo varón que de la noche a la mañana volviera a despojarla de sus recobradas preeminencias; pero es indudable que las hubiera dado mayor importancia, y por muy distinto motivo que entonces, si el suceso que se las restituía hubiera ocurrido en aquellos tiempos en que las inexplicables injusticias de su madre la tenían relegada a los últimos rincones de la casa. Miseriucas del corazón humano.

Por lo demás, ocurrió lo de costumbre en tales ocasiones: varios días de duelo, más o menos cordial; visitas de íntimos a todas horas del día y de la noche; cumplimientos falsos de amigos cumplimenteros; tertulias reducidísimas y taciturnas, los primeros días, que fueron poco a poco animándose y creciendo; un luto reducido al mínimum de lo que permiten las cláusulas de lo regulado para tales ocasiones; transformación radical del gabinete mortuorio, por renovación de muebles y decorado, etcétera, etc... y a las tres semanas, desaparición completa de toda huella material del breve y doloroso tránsito de aquel desdichado ser por las asperezas de la vida, y absoluto olvido de su nombre en las conversaciones y en la memoria de los vivos.

En el alivio andaban de su luto, harto aliviado desde el primer día, cuando el abuelo, que en virtud de su avanzada edad y de sus incurables padecimientos, había consentido en cambiar su soledad por la compañía de sus hijos, llamando a la nieta a su gabinete una mañana, la dijo con voz entrecortada y sepulcral:

-Me muero, sin remedio, antes del mediodía. Adviértelo en tu casa del modo menos estrepitoso que puedas, y hazme el favor de mandar que venga un cura para confesarme... y por si no tengo tiempo para advertírtelo después..., escúchame ahora unos instantes... A pesar de las sangrías espantosas hechas a mi bolsillo por tu madre, todavía os dejo una gran fortuna, como veréis por el testamento cerrado, cuya copia hallaréis en mi pupitre. Convencido de que tan pronto como echen la zarpa a ese caudal, la insensatez de tu padre y la loca vanidad de tu madre han de despilfarrarlo en cuatro días, he procurado dejar a salvo, en beneficio tuyo, cuanto la absurda ley vigente me permite... Pero si he de decirte lo que siento, no fío de tu cordura mucho más que de la de tus padres. La única ventaja que les sacas es que tienes mejor entendimiento que ellos. Lo que llevas visto de ese mundo que tanto os seduce, te habrá enseñado a conocer lo que vale el dinero para andar por él triunfando, y lo que importa a los mundanos no arruinarse. Esto es lo que quiero que no olvides y encomiendo a tu buen entendimiento, para que hagas, por egoísmo siquiera, lo que no me atrevo a esperar de tu virtud... Porque, hija mía, yo te quiero mucho, muchísimo, mucho más de lo que puedes imaginarte; pero con todo lo que te quiero, en lo tocante a pompas y chapucerías mundanas, ya te lo he dicho, no fío gran cosa de la veta que sacas, ni del aire que llevas por el camino que sigues... Perdona la franqueza, que a ella me obligan el amor que te tengo y el trance en que me hallo... Y ahora, un beso... ¡el último, hija mía! ¡Y que Dios haga el milagro de infundir con él, en lo más hondo de tu corazón, los sentimientos que llenan el mío en este instante!

Jamás habían vertido los ojos de la joven lágrimas tan cordiales ni tan copiosas como las que entonces corrieron a lo largo de sus mejillas, ni su pecho se había sentido agitado por tan hondas impresiones como las que la dominaban mientras el amoroso anciano estampaba en su frente, inclinada hasta tocar su boca, un beso trémulo, convulsivo, frío como la losa de un sepulcro.

Y todo sucedió como él lo había dispuesto y vaticinado: se confesé a las once, comulgó a las once y media, y se murió antes de las doce.

¡Cuánto lloró Verónica aquel día, y al siguiente, y con qué fervor rezó por el alma del muerto, y con qué sinceridad prometió a su memoria grabar en el corazón sus últimas advertencias, y ajustar a ellas todos los actos de su vida!

Tardó mucho en acostumbrarse a contemplar con ojos enjutos y corazón tranquilo, la soledad y el silencio de aquel gabinete en que tantas caricias y tan repetidos testimonios de entrañable amor había recibido del doliente octogenario. De todo lo cual se deduce que quería de veras a su abuelo.

La marquesa, cuyos males la impedían entregarse por entero a los rigores de la pesadumbre que le correspondía por la muerte de su padre, se asombraba de las lágrimas y de las tristezas de su hija, y la conjuraba, en frase dura y seca casi siempre, a que se volviera a lo suyo, «dejándose de gazmoñerías sentimentales, que ya chocaban a las gentes».

-¡Dichosa ella! -solía decir el marqués, interviniendo en el caso algunas veces, mientras se paseaba por el gabinete, con las manos en los bolsillos, las cejas y los labios contraídos, la cabeza humillada y los ojos chispeantes, derramando la mirada, que quería ser triste, por los dibujos de la alfombra-. ¡Dichosa ella, que está en la edad de las grandes impresiones, y puede llorar para desahogo del corazón oprimido! Llora, llora, hija mía; que con las lágrimas se honra a los muertos y se cumple con las leyes de Dios y de la Naturaleza. ¡Ay de nosotros, que, sintiendo tanto como tú, no podemos llorar!

Y en esto miraba con el rabillo del ojo a su mujer, que le respondía con un gesto de aire colado.

La herencia fue pingüe de veras. Cortijos en Andalucía, dehesas en Extremadura, casas en Madrid, papel del Estado, acciones del Banco de España..., de todo había mucho y bueno, libre y desempeñado.

Un día se hizo el recuento, y resultó que las rentas de este caudal pasaban de cuarenta mil duros. Con ellos, y lo que quedaba de los bienes del marqués y de la dote de la marquesa, se podía calcular la renta en un millón de reales. Verónica había sido mejorada en tercio y quinto, y esta mejora estaba asegurada, entre el cuerpo de bienes, con cuantas ligaduras eran de apetecer, según la sabia y cariñosa previsión de su abuelo.

Muy pocas horas después de hecho este cálculo, fue cuando a la marquesa se le ocurrió caer en la cuenta de que con la muerte de su padre y de su hijo, aquella casa que habitaba tanto tiempo hacía, en la calle de Hortaleza, le parecía un cementerio sombrío: veía a las «queridas prendas» de su corazón, doloridas y agonizando, en cada rincón, en cada mueble y a cada instante; su espíritu, tan combatido por los males del cuerpo y por las tristezas del alma, no estaba para grandes pruebas, y le era indispensable «salir de allí... a cualquiera parte».

El marqués, que «estaba en todo», como él decía, asintió inmediatamente al reparo de su mujer; y como comprendía muy bien «la situación de las cosas», añadió que era de urgente necesidad tomar otra casa de mejores horizontes, de más luz, de más aire, más capaz y más alegre. Debía pensarse hasta en un hotel en Recoletos o la Castellana; pero sólo pensarse por entonces. Entre tanto...

Entre tanto, se alquiló un vastísimo principal en la calle de Alcalá, por la miseria de tres mil duros al año; y como no era cosa de ir a habitarle tal como lo habían dejado los últimos inquilinos, ni de trasladar a él los muebles de la calle de Hortaleza, tan llenos de tristes recuerdos, y tan pasados de moda los más de ellos, hubo necesidad de hacer obra en la nueva casa y de encargar el necesario y conveniente ajuar para ella. En lo tocante a la obra, una vez acordada, o hacerla útil, o no hacerla. Cada inquilino tiene sus necesidades y sus gustos, y los de la marquesa eran distintos en todo, por las trazas, de los de las gentes que habían precedido a su familia en la casa de la calle de Alcalá. En la cual había muchos gabinetes con un solo salón; y precisamente necesitaba ella, por razón de aire y de holgura, tan indispensables para su salud, muchos salones y pocos gabinetes, comedor amplísimo y vestíbulos desahogados. A este fin, no quedó un tabique en pie; se encargó el plano de la nueva obra a un arquitecto; y como en el piso había tela en que cortar, todo se hizo al gusto de la marquesa, que halló en estos entretenimientos ocasión de invertir las largas e insípidas horas que traen consigo la esclavitud y la tristeza de un luto rigoroso, como el que la familia vestía entonces.

Aplaudían los amigos de la casa el gusto y la esplendidez de la marquesa, a quien atribuían exclusivamente la dirección de todo aquello, mientras la interrogaban con un gesto, por no atreverse a ser más explícitos con la lengua, al recorrer una verdadera serie de salones fastuosamente decorados. Respondía ella con otro gesto que, cuando menos, significaba que había comprendido la pregunta; y algo parecido le ocurría a su marido con los hombres políticos, que casi le formaban un cortejo diariamente desde lo de la herencia, y poco más o menos le sucedía a la hija con sus amigas; sólo que éstas eran más claras en el preguntar, y ella menos encogida en el responder, por lo mismo que estaba bien persuadida del destino de aquellos despilfarros, desde que su madre apuntó en la calle de Hortaleza la necesidad de vivir en casa de mayor calibre.

Al fin se terminaron las obras y el luto; invadieron la nueva casa mueblistas y tapiceros; llenáronse suelos, paredes y techos de ricas alfombras, de espejos colosales, de cuadros y tapices valiosísimos, de arañas estupendas y de muebles caprichosos; llovieron esculturas y monigotes por todos los rincones y tableros de mesas y veladores; atestáronse de primorosas y artísticas vajillas los aparadores del comedor, que era un bosque de roble tallado y un bazar de porcelanas, bronces y cristalería, tapizado de cuero cordobés; no quedó cortinón de vestíbulo ni de puerta de tránsito sin su correspondiente escudo nobiliario; y cuando ya estuvo todo en su punto y sazón, y la servidumbre arreglada a las exigencias del nuevo domicilio, y cada criado en su puesto y convenientemente vestido, y la cocina humeando, con su jefe bien enmandilado y mejor retribuido, con su traílla de marmitones y ayudantes, en un lujoso landó, arrastrado por dos briosos alazanes ingleses, y conducido por un cochero colosal, envuelto el cuerpo en un océano de paño gris, y media cara y los hombros en otro mar de pieles erizadas, guantes por el estilo y alto sombrero con cucarda por coronamiento de esta silueta de oso polar, llevando a su izquierda, como su reflejo en más reducidas proporciones, el correspondiente lacayo, se trasladó la familia al flamante albergue, dejando en el otro lo poco que quedaba de los ya casi borrados recuerdos que habían sido la disculpa de la mudanza, y hasta el polvo de las suelas del calzado.

Todo este boato, con el apéndice de otro a su consonancia en cuadras y cocheras, costó mucho más de cincuenta mil duros; y me consta que por no haber tanto dinero disponible en casa, se vendieron papeles que lo valían, prefiriendo el marqués sacar esta primera cucharada del ollón de la herencia, a someterse a la tiranía de la usura, y sobre todo, al bochorno de inaugurar con una deuda aquella nueva y esplendente fase de su vida social.

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