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La Montálvez: I-16

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La Montálvez
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Parte I: Capítulo XVI

de José María de Pereda

Se sorprendió mucho mi madre cuando entré en su habitación a saludarla. Contaba con hallarme en el temple en que me había despedido de ella la noche antes, y me veía tranquila y sosegada, como si nada me hubiera pasado.

»-¿Has dormido bien? -me preguntó.

»-Muy bien -respondí tan ufana como si fuera verdad.

»-Luego no has meditado...

»-Ha sobrado tiempo para todo.

»-¡Yo he pasado muy mala noche!

»-Y debía ser cierto, porque parecía un cadáver; pero, así y todo, dudo que su noche fuera más mala que la mía. Díjela que lo sentía en el alma, y me preguntó, sonriendo a la fuerza:

»-Y ¿qué has resuelto?

»-Esperar.

»-¿A qué?

»-Alo que resulte del plan que yo también he formado.

»-¡Has formado un plan?

»-¡Yo lo creo! Y ¿por qué no había de formarle?

»-Efectivamente:¿por qué no habías de formarle? Y ¿va a ser obra larga?

»-Pienso que sea muy breve.

»-Más valdrá así.

»Muy poco más que esto hablamos entonces. Antes de almorzar, envié, bajo sobre cerrado, una tarjeta a Pepe Guzmán, con el ruego de que no faltara por la noche a mi casa. Este trámite era del programa formado por mí. Un detalle que recuerdo bien: al escribir en la tarjeta lo poco que necesitaba, anduve tanteando fórmulas hasta encontrar una en que no se diera tratamiento alguno a mi amigo. ¡Y de qué buena gana le hubiera tuteado! Pero la noche antes había quedado nuestra amistad en el punto en que el tú, aunque se impone ya, todavía asoma con mucha timidez a los labios.

»Durante el día me hizo mi madre muchas insinuaciones acerca de la naturaleza de mis planes; raterías que se caían de inocente, para tirarme de la lengua. ¡A buena parte venía!

»Como las horas se me hacían eternas en casa, salí en carruaje con una de mis tías, mientras la otra se quedaba acompañando a mi madre, no sé cuántas veces, a comprar cosas que no necesitaba y a visitar iglesias en que ni rezaba ni leía. Y lo cierto es que mejor estaban mis negocios para encomendados a Dios, que para otra cosa. Pero andaban, a la sazón, mis pensamientos tan a flor de tierra, que no se me ocurrió elevar una súplica al único juez que podía fallar en justicia el pleito que me desvelada.

»En estas idas y venidas, cuidaba mucho de no encontrarme con gentes conocidas, o de fingir que no las había visto, si el encuentro era inevitable. ¡Y cuántas de ellas vi! Parecía que el diablo se empeñaba en ponérmelas delante y que se había encarnado en mi tía; porque, como si no me acompañara para otra cosa, no cesaba de apuntármelas con el dedo, ni de exclamar: «¡Mira Fulano!» «¡Mira Menganita!...» «Casa-Vieja te saluda...» «Agur, Ramiro». ¡La hubiera arrojado por la ventanilla de muy buena gana!

»Llegó la hora de comer, y comí tan poco como la víspera, porque aunque los motivos eran diferentes, la mortificación de las impaciencias que me desganaban era la misma un día que otro. También me encerré en mi tocador en cuanto me levanté de la mesa: igual que el día antes; pero esta vez no fue para estudiar en el espejo afeites ni aliños que me embellecieran, sino para afirmarme en mis ya bien firmes propósitos, dando un repaso mental a lo que me tocaba hacer y decir para cumplimiento de la más delicada e interesante cláusula de mis planes.

»En fin, y viniendo a lo que importa, a la hora acostumbrada llegó Pepe Guzmán a mi casa. Como no era noche de tertulia, había en ella muy poca gente; y yo, sin pararme a considerar si faltaba o no a «las conveniencias», y atenta sólo a lo que me interesaba, le conduje al gabinete mismo en que el banquero «se me había declarado»; elegí un sitio en él donde pudiéramos hablar sin servir de espectáculo a la gente del saloncillo; senteme allí, y roguele a él, con una mirada y un golpecito con la mano en el sillón inmediato, que se sentara también. Sentose; clavó en los míos sus ojos, dulces y elocuentes, como si en ellos quisiera mostrarme estampado todavía el idilio de la noche anterior..., y me encontré sin ánimos para decir la primera palabra. Todas las fuerzas con que contaba para llevar a cabo mis proyectos, me habían faltado de repente. Sentí vibrar y conmoverse dentro de mi algo que era como la luz y el estímulo de la vida, y mis flaquezas de mujer hicieron una de las suyas, llenándome los ojos de lágrimas y el pecho de sollozos, que a duras penas logré sofocar.

»Viéndome así Pepe Guzmán, tomó una de mis manos entre las suyas; y envolviéndome en una mirada, que fue para mí lo que el rayo de sol para un cuerpo aterido, díjome con expresión y acento de cariñosa ironía, disimulo evidente de otras impresiones muy distintas:

»-Aquí pasa algo muy grave, por las señas de esas lágrimas después de tu recado de esta mañana... Veamos lo que es...; se entiende, si me es lícito saberlo.

»Rehíceme casi en el acto, por empeñarme en ello, antojándoseme que tenía algo de ridícula aquella crisis histérica; volví a recobrar la resolución perdida; y retirando mi mano de las de Guzmán, con el pretexto de necesitarla para enjugarme los ojos, dueña ya de mi serenidad, enterele de todo lo que ocurría..., de todo no, puesto que omití lo del parecer de mi madre sobre los casamientos por amor.

»-Mientras hablaba, iba observando yo el efecto de mis palabras en el atento escuchante.- También este trámite estaba apuntado en el programa.- Ni un músculo se contrajo en todo su cuerpo, ni el menor gesto alteró la expresión serena de su semblante. Como si se tratara de una historia del otro mundo.

»La que yo le relataba, no podía tener en mis labios más que un objeto solo: el de dársela a conocer como una desventura mía, necesitada del dictamen sesudo y de los consuelos cariñosos y desinteresados de «un buen amigo». Mi derecho no alcanzaba a más..., ni siquiera a disminuir un poco los motivos que yo tenía para sentir allá dentro, muy adentró, el frío de aquella inalterable serenidad, por más que este detalle fuera suceso previsto como posible en mi programa.

»Después que se enteré de todo, me preguntó, sin abandonar su expresión de irónica afabilidad:

»-Y ¿por qué te has apresurado tanto a informarme de ello?

»-Porque es caso de urgencia -respondí-, y necesito un consejo.

»-¿Precisamente el mío?

»-Precisamente el tuyo (¡con qué gusto usaba ya este pronombre!); pero el tuyo sólo, entiéndase.

»-¿Por pura curiosidad?

»-Para seguirle al pie de la letra..., a ojos cerrados, sea cual fuere. Lo he jurado así.

»-¡Pobrecilla, y con qué decisión me lo dice!

»-Como todo cuanto te he dicho y prometido.

»-Mira que si me arguyes de ese modo, vas a hacerme perder la cordura que necesito para que el consejo sea digno de quien me le pide.

»-Pues venga pronto el consejo..., porque no respondo de mí.

»Omito, en obsequio a la brevedad, la ortografía que usábamos mi interlocutor y yo para este lenguaje hablado. De la intención de lo escrito aquí en determinados pasajes, se desprende con harta facilidad.

»Vuelta a enjuiciarse la escena, continuó de este modo Guzmán:

»-Según me has dicho, es grande el empeño de la marquesa...

»-Hasta el entusiasmo.

»-Y tú, por tu parte, sin contar con extraños auxiliares, ¿no has hallado en la repugnancia que la idea de ese casamiento pueda producirte, fuerza de convencimiento y resolución bastantes para resistir?

»-Repugnancia y convencimiento, y fuerza y decisión para resistir tuve, y todo lo empleé inútilmente.

»-No lo entiendo, tratándose de en carácter como el tuyo.

»-Pues con todo eso y algo más, que no es de este momento y me llega muy al alma, me di a cavilar anoche..., ¡qué horas aquéllas, Virgen santa!..., y cavilando sin cesar, y pensando y midiendo, como quería mi madre..., ¡que Dios te libre, de la tentación de pensar demasiado, cuando necesites decidirte pronto y a tu gusto! Yo ya no sé a qué atenerme sobre ciertas cosas; qué se entiende por bueno ni qué por malo; si el error está en mi modo de ver, o en la manera de conducirse los demás; si soy yo la mala cuando pienso que obro bien, o si son ellos los buenos cuando me parecen una canalla; cuál es lo noble ni cuál es lo vil. Decídelo tú, que ves mejor en esas confusiones que a mi me ofuscan; y lo que decidas, eso haré. Ya sabes que lo he jurado.

-Aplaudo esos alientos -me dijo Guzmán entonces, sonriendo, pero no tan impávido como aparentaba-, porque, o yo me equivoco mucho, o has de necesitarlos muy pronto. Y vamos ahora al consejo. Un enamorado de estos de la turba multa, digámoslo así, de pensamientos levantados y cristianos procederes, al oír a su dama llorar cuitas como las que tú me has confiado, y al pedirle ella el consejo que tú me has pedido, tocaría el cielo con las manos; la negaría hasta el derecho de dudar en tal conflicto, porque entre la exigencia del tirano y los mandatos del amor, nunca vacilan los que bien aman, y acabaría la escena por decidirse ella a arrostrar el hambre, las mazmorras y aun la muerte, antes que consentir en ser de otro, y por jurarla él, viéndola tan firme y tan constante, que con los dientes sabría arrancar los clavos mismos de las puertas que la encerraran. Pero en nuestro mundo, hija mía, pasan las cosas de muy distinto modo que en el mundo de aquellos inocentes: hay otros móviles y otros fines, otras luces y otros horizontes; y tú y yo, si bien nos miramos, en nada nos parecemos a los enamorados de mi ejemplo... En virtud de lo cual (que yo te explanaré, si lo deseas), y en vista de lo que arrojan los autos de tu pleito, es mi parecer, hijo de mi larga observación en ese linaje de conflictos, y muy principalmente del interés que tengo en tu felicidad, tan eslabonada con la mía, que te avengas a los deseos de tu madre y aceptes la rica mano que te ofrece don Mauricio.

»¡Esto si que no estaba previsto en mi programa! Que Guzmán no me abriera las puertas de su casa al saber lo que me ocurría, previsto como posible lo tenía yo; pero que él mismo me empujara hacia la casa del banquero, eso ya no cupo en mis presunciones. Pues bueno: con este desencanto y todo, que me dolió como una puñalada en el corazón, no sentí esas sublevaciones de la «dignidad ofendida», que tanto juegan en las pasiones de teatro. Sería así la calidad del hechizo con que me había fascinado aquel hombre; sería un milagro de la fe con que le oía, o un contagio de la peste que respiraba..., yo no sé lo que sería; pero así sucedió, y así lo confieso, aunque se tenga el caso por absurdo... ¡Absurdo! ¡Como si hubiera algo con lógica en los enredos de la farsa de nuestra vida!

»Conoció el desengañado consejero la honda impresión que produjo su descarnado consejo, y acudió solícito a templarla, a intentarlo, mejor dicho, con una detenida exposición de razonamientos que me es imposible reproducir aquí al pie de la letra, por falta de memoria para tanta minuciosidad; pero cuya substancia, que recuerdo bien, y no debe omitirse en este pasaje de la historia de mi vida, era la siguiente:

»Si el matrimonio no fuera más que una carga de sacrificios y un palenque de proezas, donde un caballero demostrara a cada instante la firmeza del amor que sentía por su dama, él, Pepe Guzmán, por remate de nuestro idilio de la víspera, con lo que acababa de contarle yo o sin ello, se hubiera apresurado a implorar de mí el mismo favor que con tan rendidas ansias había implorado el banquero para sí. Pero no había que olvidar quién era yo y quién era Pepe Guzmán; en qué medio nos habíamos formado; a qué costumbres estábamos hechos; qué mecanismo era el de nuestro mundo, y por qué leyes se regía. Y teniendo esto presente, ni él ni yo podíamos desconocer que había en aquella patriarcal unión, por las condiciones esenciales de ella, un riesgo gravísimo en que indefectiblemente habíamos de caer nosotros. Si tomábamos el trance por lo serio, con todo su formulario de procedimientos ejemplares y virtuosos, el hastío era inevitable. Si por huir de él faltábamos a aquellas santas reglas de los perfectos casados, y conveníamos en que cada cual campase por sus gustos e inclinaciones, apuntarían entre nosotros las desconfianzas y las discordias, y con ellas los resabios groseros de la bestia, que, aunque se tapan y se doman, no se extirpan con la educación de la inteligencia. En ambos casos, el desprestigio de un cónyuge a los ojos del otro, y, por consiguiente, el desamor y la antipatía, cosa de muy mal gusto; y nosotros, nacidos para caer de muy alto en la locura de escalar el cielo, no debíamos morir de aquella prosaica y terrena enfermedad.

»Muy bien dicha me pareció la parrafada, pero muy poco conveniente para mí, que era la mosca de estos ditirambos de la araña. Aun acomodándome a ciegas a los propósitos que se transparentaban en la disertación; aun dando por bueno y por elevado (¡que no era poco dar!) todo lo que por elevado y por bueno daba él, ¿cómo se compaginaban aquellas sublimidades que me predicaba, con la prosa del banquero, que me ofrecía como una necesidad? No le apuró gran cosa el reparo...;verdad es que, quizás por llamar mi atención hacia otra parte más risueña, puso, como introito de su réplica, la extensa genealogía de su amor, con entretenidos comentarios sobre las diferencias esenciales entre el modo de nacer y desarrollarse la pasión que le había vencido, y los agradables entretenimientos que hasta entonces habían sido la única necesidad de su corazón; y como si hubiera adivinado mis «curiosidades» y se anticipara a satisfacer mis deseos, él mismo trajo a la colada algunas historias que a mí me interesaba conocer en toda su verdad: pecadillos sin malicia las más de ellas; rumores sin fundamento serio las restantes, como lo de Leticia, por ejemplo... Pues le creí, así como suena..., ¡yo, que tantas veces me había reído del candor de otras mujeres en casos parecidos!... Si no hay que darle vueltas: el corazón humano, «que nunca se engaña», es un odre henchido de equivocaciones en cuanto se apasiona un poco.

»Con esto, cuando llegó la ocasión de replicar a mi reparo, ya estaba yo mejor dispuesta a comulgar con ruedas de molino. ¡Bien lo sabía él! Despachose a su gusto derrochando primores de sofistería apasionada, esbozando proyectos, suavizando asperezas, dulcificando amargores..., en suma, exponiendo y sustentando, pero con nuevas razones y los más peregrinos vislumbres, la sempiterna teoría..., la de Sagrario, la de Leticia, la de mi propia madre; la que, desde la noche anterior, sentía yo en el aire que respiraba y en los rumores que oía. Sólo faltaba que me la repitiera él, y ya me la había repetido, sin que tampoco al oírla yo brotar de sus labios, trémulos por la pasión, saltaran a mi rostro «las lavas del volcán de mi dignidad ofendida». El mal espíritu me ataba de pies y manos para que fueran inútiles mis instintivas, resistencias.

»-¿Esa es tu última palabra? -pregunté, por conclusión, a Pepe Guzmán-. ¿Te ratificas en ella? ¿Estás bien seguro de que el consejo que me has dado es el que yo debo seguir?

»-Es mi última palabra -me respondió con la mayor entereza-; en ella me ratifico, y estoy seguro de que el consejo que te he dado es el que nos conviene que sigas.

»-Pues yo voy a cumplir mi juramento de seguirle al pie de la letra-, dije levantándome de pronto y sin saber si lo que sentía dentro del pecho entonces era el impulso de la decisión que me arrastraba, o el latir de un corazón dilacerado.

»Con la vehemencia con que se toman siempre las grandes resoluciones que pueden fracasar si se meditan mucho, entré en el saloncillo y busqué a don Mauricio, que con otras personas estaba haciendo la tertulia a mi madre en el gabinete frontero al en que yo había conversado con Pepe Guzmán. Me curaba muy poco de que pudiera llevar en la cara las huellas de la tempestad que aún no se había calmado dentro de mí; me era indiferente que mi casi encierro con aquél hubiera o no chocado a los demás tertulianos..., ¡pues podían venírseme con melindres de beata los que me estaban enseñando a pactar con el demonio para venderle la conciencia! Yo no veía más que los fantasmas de mi pesadilla, y, por el momento, a aquel hombre ridículo que acompañaba a mi madre. ¡Cielo santo! Por allí tenía que pasar yo para llegar a donde mi destino me arrastraba; y pasar por allí, por aquel, hombre, aunque no fuera más que pasar de largo, era, para una mujer de mi estómago, ir al patio de una cárcel, a la picota, a los cubiles del circo..., a las fieras mismas.

»Llaméle aparte en la primera ocasión de ello que tuve, y le cité para el día siguiente, después del almuerzo. Lo inusitado de la cita y de la hora, movió en alto grado su curiosidad. Intentó satisfacer siquiera una parte de ella, echándome memoriales de un dulzor empalagoso; pero no me di por entendida.

»Al despedir más tarde a Pepe Guzmán, le encargué mucho que no faltara la noche siguiente, para darle cuenta minuciosa del cumplimiento de uno de los trámites más importantes de mi plan.

»Por último, al retirarse mi madre a su habitación, la advertí lo de la cita al banquero. Preguntome ansiosa que para qué, y me excusé de complacerla, recordándola nuestro convenio de no descubrirla mi plan hasta que estuviera ejecutado. En hablando a solas con el banquero, lo estaría... en lo que a ella le interesaba. Algo que llevaba yo bien a la vista en mi actitud, y, sobre todo, en mi cara, debió de darla a entender hacia qué lado me inclinaba en el asunto que tanto me había recomendado ella, porque no insistió en la pregunta y se despidió de mí muy afectuosa.

»En seguida me encerré yo en mi dormitorio... a velar, a padecer, a aturdirme con el pensamiento volteando entre las ondas de la tempestad que ya no me cabía en la cabeza.

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