La Montálvez: II-05
Y como don Santiago no podía levantarse de su asiento sin gran trabajo, no hubo allí quien presentara una silla a la marquesa, la cual se sentó, muy campechana (porque afortunadamente era mujer de gran correa para esos lances), en la que, entre excusas y hasta cabriolas, le ofreció el aturdido reumático desde su potro de tortura.
-¡Oh, señora marquesa! -decía don Santiago, tambaleándose entre el escritorio y el sillón-: si yo hubiera sabido..., si pudiera presumir que esta casa había de ser honrada por usted y no por otra persona de su confianza, yo me habría prevenido, habría esperado, y en la sala, como es de...
-Gracias, gracias, señor de Núñez -respondía atajándole la gran dama, entre sonrisas picarescas-; no tiene usted por qué lamentarse: lo conozco todo; me pongo en todos los casos.
-La rodilla, señora, esta pícara rodilla que no me permite levantarme de pronto, ni andar sin muchísimas dificultades -añadía don Santiago, que todo le parecía débil para excusa de su falta-, y hasta la poca salud de mi esposa (y señalaba hacia ella), que también la impide...
-Nadie ha incurrido aquí en falta más que yo -repuso la marquesa, mirando tan pronto muy risueña hacia el reumático, como con asombro hacia su mujer, que no chistaba-; yo, que he venido a molestar a ustedes sin tener esos inconvenientes en cuenta...
-¡Molestarnos usted, señora marquesa! ¿Cuándo más honrados ni más...?
-Me parece -apuntó aquí la Esfinge con su voz de fantasma- que sin tanto cumplimiento nos entenderíamos mejor y mucho antes.
La marquesa cayó en un nuevo asombro al oír la voz de aquella estatua; y si hubiera sabido con qué mote se la conocía, quizás habría tomado la cosa más en serio, creyéndose transportada a los tiempos fabulosos.
-Tiene razón esta señora -atreviose a decir la dama, sin apartar sus ojos de ella-. Dejémonos de cumplidos y hablemos del asunto que me trae aquí.
-Estoy a las órdenes de la señora marquesa -dijo don Santiago Núñez haciendo una cortesía.
Pero la marquesa no empezaba a hablar, ni concluía de mirar a la Esfinge. Era indudable que la presencia de ésta la contrariaba tanto como la sorprendía.
Conociolo bien pronto doña Ramona, y enderezó a la otra estas palabras, acompañadas de dos saetazos por encima de sus anteojos:
-Yo no estorbo aquí, señora; téngalo usted entendido. Entre mi marido y yo, como no hay pecados, tampoco hay secretos. Somos un alma en dos cuerpos, por la gracia de Dios.
-Mil enhorabuenas -respondió la marquesa entre burlona y picada- por esa felicidad; pero crea usted que no era la cosa para tanto. Verá usted cómo, aunque pecadora, me atrevo a confesar aquí el motivo de mi visita, y sin escándalo de nadie.
Don Santiago estaba en ascuas con las crudezas de su mujer, y no sabía cómo disculparlas sin provocar otras más incisivas. Al mismo tiempo, la marquesa, desde que conocía a la Esfinge, ardía en curiosidad de saber de dónde procedían las intimidades de Guzmán con aquella singular familia; pues estaba segura de que a su amigo le sobraba siempre el dinero, y no podían ser necesidades de esta clase los motivos del conocimiento. Hizo en el acto, y como introducción a su particular negocio, la pregunta a don Santiago, y le respondió éste, alegrándose en el alma de que se distrajera por allí el otro tiroteo:
-¡Ah!, el Condesito, como yo le llamo..., porque aunque el conde es su tío, mucho más merece serlo él, hasta por la estampa: ¡guapo mozo! Pues la estimación con que nos honra el señor de Guzmán viene de lejos: nada menos que de su padre con mi principal y tío de mi señora, al cual hizo muchos y muy grandes favores en los tiempos en que comenzaba a vivir por su propia cuenta. Un hermano de nuestro tío había sido muchos años empleado en la casa de los señores de Guzmán..., y de aquí nació lo otro. No era ingrato el favorecido; sabía, además, hacer buen uso de los favores; y con todo ello, la estima del favorecedor llegó hasta una buena amistad, como entre iguales: vea usted, señora marquesa, ¡como entre iguales! Y esta buena amistad del padre la continuó el hijo, don José Celestino Guzmán, el actual Condesito. Como se quedó huérfano siendo un muchacho, y llegó a ser mozo independiente y libre con un caudalazo atroz, se aconsejaba muy a menudo de mi principal para la colocación de sobrantes y otros asuntos por este orden. Andaba yo muy cerca de ellos en esos casos; y como los dos me estimaban en más de lo que yo valía, obligábanme de vez en cuando a meter mi cuchara en la conversación. Tuve la suerte de acertar casi siempre; y ya lo mismo le daba a don Pepito Guzmán encontrarse en la droguería con el principal que con el dependiente, cuando de higos a brevas iba por allá con los motivos de costumbre. Retirose nuestro tío, y se murió bien pronto, y continué yo mereciendo todas las atenciones y hasta la amistad que él había merecido del señor de Guzmán. Muy de tarde en tarde nos vemos, porque son muy distintos los mundos por donde andamos, y él es ya hombre que no necesita para nada los consejos de nadie, y aun puede dárselos sobre todas las cosas a medio Madrid; pero nos honra con una buena amistad, que nosotros le pagamos como se debe. Anteayer me pasó una esquelita diciéndome que usted quizá me necesitaría para tratar de un asunto de intereses conmigo, y que procurara servirla lo mejor que pudiera y como si se tratara de él mismo. ¡Figúrese usted, señora marquesa, si aunque no sea más que por este solo motivo y sin contar lo que usted por sí propia se merece, estaré yo dispuesto a servirla en cuanto esté al alcance de mis posibles!
-¡Gracias mil, señor de Núñez -respondió en seguida la señorona, visiblemente complacida con el candoroso ofrecimiento de aquel pobre hombre, y acaso, acaso, y quizá más, con la espontánea recomendación de su amigo-. Y ahora, sin nuevas digresiones que nos distraigan y le roben a usted el tiempo y a su excelente señora la paciencia, allá va la historia en pocas palabras: Ha habido en mi familia un gran caudal; pero cuando llegó a mis manos ya no lo era tanto. Despilfarros y vicisitudes lo quisieron así. Poseo, sin embargo, lo suficiente para vivir con holgura en la esfera en que he nacido y me han educado; pero no tengo la virtud del ahorro ni otras virtudes que acrecientan los caudales. Antes, soy un poco abierta de mano, y no peco de previsora. Con estos defectos, no es de extrañar que algunas veces resulten desproporciones entre las salidas y los ingresos, como dicen ustedes los hombres de negocios. En estos casos, hay que resignarse al contratiempo o conjurarle de cualquier modo, si la necesidad lo exige. A mí me lo ha exigido varias veces, y siempre me han costado muy caros los conjuros; porque, según me afirman, no debí hacerlos nunca por intermediarios. Me he convencido de que esto es verdad, y estoy resuelta a cambiar de sistema, recorriendo esos trámites por mí misma cuando sean de necesidad. Por si llegaran a serlo de un momento a otro..., y antes de pasar más adelante, quiero advertirle a usted que le doy todos estos pormenores para anticiparme a sus deseos y evitarle el trabajo de inquirirlos, y porque sería una inocentada el empeño de esconderlos cuando no resulta desdoro en confesarlos.
El ex droguero escuchaba con la boca abierta a la hermosa y elegante dama, cuyos donaires y gracejo le tenían cautivo; mientras, la Esfinge la miraba de reojo y a hurtadillas, por no tener a mano lanzón de mayor fuerza para pasarla de parte a parte. La marquesa se enteraba de todo y se deleitaba grandemente con ello. Sin dar tiempo a que don Santiago apuntara las corteses rectificaciones que ya la sagaz interlocutora le había leído entre los labios, continuó así, tras una breve pausa:
-Por si llegara ese caso, repito, de un momento a otro, deseo y necesito saber, señor don Santiago, qué condiciones impone usted para un anticipo a las personas de reconocida responsabilidad, como yo; responsabilidad, se entiende, en inmuebles, como ustedes dicen también, y de cuya existencia, libre y desempeñada, se puede certificar cuando sea necesario.
Lanzó entonces la Esfinge una mirada de acero a su marido (que ya contaba con ella), como diciéndole: «Mucho ojo con esta víbora»; y respondió el buen hombre, después de prepararse mucho con algún carraspeo y tres cambios de postura en el sillón:
-Mire usted, señora marquesa: en primer lugar, yo no soy un prestamista... por oficio, ¿me entiende usted?... Corriente. Tengo un piquillo suelto que dedico a descuentos lícitos, quiero decir, sin explotar ahogos ni conflictos de nadie..., servicio por servicio, ni más ni menos. Que ocurre entretanto algo de lo que usted desea: me entero de la calidad del apuro; resulta honrado, puedo sacar de él a la persona; y a la buena de Dios y como entre caballeros, «toma lo que apeteces, y venga el resguardo», con las cláusulas que se establezcan y por un interés que no pasará del seis aunque me ahorquen. Que llega el vencimiento y no hay con qué recoger el testimonio de la deuda. ¿Hay razones que lo justifiquen? ¿El apuro es honrado también? Pues, señor, no he de llevar al pobre hombre a la cárcel, ni le he de malvender la hacienda para cobrarme. O hay buena fe, o no la hay. ¿La hay? Se da una prórroga de dos, de tres meses... o más, si se necesita. El hombre respira, y yo no me ahogo; él se beneficia, y yo no me perjudico. ¿No fuera pecado mortal obrar de otro modo? Pues, señor, lo que yo digo: si el dinero no ha de servir más que para irle amontonando, o para sacar la entraña a mi vecino, vaya a la porra ese metal, que nunca debe ser metralla para nadie. ¿Se va usted enterando, señora marquesa?
Aquí era la marquesa la cautivada, porque cautiva la tenía la noblota ingenuidad del hombrecillo. Juraría entonces que aquella era la primera vez que veía de cerca un corazón de oro. ¡Y en qué cuerpo le hallaba, y de qué retórica se servía!
-¡Siga usted, siga usted!-le dijo la marquesa radiente de curiosidad, y bien sabe Dios que sin pizca de interés por lo que personalmente le alcanzaba en el desusado prospecto de aquel singularísimo prestamista.
-En segundo lugar -continuó don Santiago-, yo no puedo establecer esas condiciones generales por que usted me pregunta, porque, como ya he tenido el honor de manifestarla, el capital que dedico a las operaciones de préstamos es de poca importancia, al paso que son incalculables las atenciones que necesitaría cubrir si no las limitara al tenor de los casos. De modo que según sea lo que se solicita y quien lo solicita, así lo doy o lo niego; y si lo doy, con arreglo a las bases que se establecen entonces de común acuerdo, y según las circunstancias, pero del seis no se pasa nunca, como también he tenido el honor de indicar antes; y esta es la única condición que puede estipularse de antemano.
Por lo demás, y si sólo se mirara el beneficio material, a sacar el redaño al prójimo, crea usted, señora marquesa, que no habría tenaza mejor que el oficio de prestamista sin entrañas. Me he convencido de ello con la experiencia de estas vecindades suyas. ¡Es un espanto lo que sabría usted si contaran estas cuatro paredes la mitad de lo que han visto y oído! Porque aquí se han llorado lástimas de todos los colores, y se han descubierto fregados que tumban de espaldas. ¡Y siempre por el lujo, por el juego y por todos los vicios más abominables! ¡Qué agonías tan congojosas y tan complicadas, y qué pasar por todo las infelices gentes, si yo hubiera sido capaz de aceptarlo por el ansia de recoger onzas de oro mañana, sembrando ochavos morunos de presente! Porque eso hace la usura con los desdichados que se ahogan en apuros. De algunos de ellos me he condolido; y por evitar que otros los robaran, casi me he dejado robar yo a ojos vistas. Pero a los más les he enviado enhoramala, porque no merecían caer en manos de un hombre de bien. Y ¡qué porte el suyo! ¡Qué caballeros tan de punta en blanco!... ¡Y qué señoronas de primer lustre! Y saldrán a la calle con un palmo de hocico y atropellando a la gente menuda, cuando ellos merecían un grillete, y ellas la Galera de Alcalá... Yo sé todas estas cosas al pormenor, porque la misma resistencia mía a servirlos los forzaba a exponer sus miserias sin disfraces, para moverme mejor. ¡A buena parte venían!
En la marquesa se notaban, durante esta parte del relato del buen Núñez, las mismas señales de curiosidad que durante la anterior, pero no tantas de complacencia; y quizás tenía algún parentesco con las causas de esta diferencia, el motivo que la obligó a interrumpir al relatante, aunque muy afable y risueña, en la siguiente forma:
-De manera que si no me precede a mí la recomendación de nuestro amigo el señor Guzmán, Dios sabe a qué presidio destina usted mis pretensiones, después de oír lo que con tanta franqueza le he declarado hace un instante.
Atarugose un poco don Santiago con la observación de la marquesa, y miró hacia su mujer, la cual le socorrió con una ojeada que quería significar: «¡Ahí le duele a la bribona!... ¡Duro en ella!» Por fortuna, no era tan áspero de veta el uno como la otra, y esto libró allí a la elegante dama de que la pusieran entre los dos para pelar. Lejos de ello, don Santiago, temiendo haberse corrido demasiado allá en sus palabras, y reparando por primera vez en que había, aunque remota, alguna semejanza entre los casos maldecidos por él y el caso de la marquesa, se apresuró a responder:
-Nada hay en el relato de usted, mi distinguida y respetable señora, que merezca esa pena tan dura. Gastar en ocasiones un poco más de lo que se puede, no es una virtud, ciertamente; pero tampoco un horror de esos horrores de que yo hablaba. Las cosas en su punto. Conviene distinguir, y es de justicia que se distinga. La recomendación del señor de Guzmán nos ha abreviado el camino, sin duda alguna; pero le aseguro a usted que sin ella hubiéramos llegado también al punto a donde desea llegar la señora marquesa, y le aguarda para recibir sus órdenes este su inútil servidor.
-Acepto de todo corazón la excusa, señor Núñez -respondió la dama con una sonrisa que confirmaba la sinceridad de lo que decía-, hasta como modelo de excusas corteses y delicadas...
La Esfinge cortó aquí los cumplidos con el espadón de su palabra de hierro, y lanzó a su marido otra ojeada con la que le pedía estrecha cuenta de aquellas sus debilidades. La marquesa se dio por entendida con un movimiento de cabeza dirigido a la mujer, tan lleno de donaire como de mala intención, y dijo, volviéndose hacia don Santiago, que estaba en ascuas con las genialidades de aquélla:
-¿Me permite usted que concretemos un poco más el punto de mis pretensiones para que nos entendamos mejor?
-Repito a la señora marquesa que estoy enteramente a sus órdenes.
-Figúrese usted que yo necesitara dentro de ocho días..., mañana..., hoy mismo, una cantidad determinada...
-¿Cuánto? Porque, como he tenido el honor de advertir hace un momento a la señora marquesa...
-Por lo mismo que no lo he olvidado, iba a fijar la cantidad cuanto usted me ha interrumpido. Pongámosla en números redondos: tres mil duros.
-Puedo con ellos, y los tendría usted.
-¿Garantías?
-La firma de la señora marquesa, y nada más, con el plazo que desee y el interés que ella marque, si le parece mucho el seis por ciento.
-¿Y si me viera yo precisada, más adelante, a acudir a usted con idéntico motivo que hoy?
-En ese caso, señora marquesa, sucedería, sobre poco más o menos, lo mismo que está sucediendo ahora.
-¿Y si continuaran mis visitas a esta casa por no cesar los motivos?
-Ya sabe la señora marquesa que, sin la enfermedad que me impide salir de aquí, la hubiera ahorrado yo la molestia de visitarme.
-Muchas gracias, señor Núñez; pero es igual para mi ejemplo que yo le visite a usted, o que usted me visite a mí.
-Concedido.
-¿Y bien?
-En castellano claro y por derecho, señora marquesa, pues creo haber penetrado la intención de usted al hacerme esas preguntas: yo no la he de malvender a usted jamás sus propiedades: en primer lugar, porque no la considero capaz de abusar de mi buena fe hasta el punto de arrastrarme a aquel extremo, y después, porque, aunque lo fuera, tampoco lo conseguiría.
-¿Por qué?
-Porque abusando, abusando... En fin, señora marquesa, ya he tenido el honor de manifestar a usted hasta dónde me interesan las necesidades del prójimo, y desde dónde comienzan a parecerme abominables, y cuál es mi modo de proceder en cada uno de los casos.
-Pues bien, señor Núñez -dijo entonces la dama con inequívoca lealtad-, he querido estirar el ejemplo hasta este límite, porque en eso mismo con que otra dama, por un falso pundonor, se ofendería, hallo yo un goce que jamás he saboreado.
-No me lo explico.
-Ni es fácil, porque entre ustedes, quiero decir, entre las gentes de su condición de usted, lo que yo he encontrado aquí no es un hallazgo.
-Si usted se explicara más, señora marquesa...
-No hay para qué, señor don Santiago. Yo me entiendo bien, y esto sobra para mí. Para usted, bástele la seguridad de que no he de encomendar a la justicia el trabajo de liquidar las cuentas entre ambos. Podré ser gastadora, pero no desagradecida.
La Esfinge la miró entonces con ojos de curiosidad. Parecía sentir temores de hallar algo bueno en aquella mujer. De pronto la preguntó:
-¿Ha perdido usted algún hijo?
Como si estas palabras fueran un rayo que la marquesa hubiera visto sobre la cabeza de Luz, contestó estremeciéndose toda:
-¡Ni Dios lo permita!
-Parece que duele ahí -repuso la Esfinge, bajando otra vez la mirada a su calceta-, y sólo con el supuesto. ¿Cómo será el dolor cuando los hijos se mueran de veras!
-¿Le ha sentido usted, a lo que veo? -se atrevió a decir la marquesa, medio aturdida bajo el peso de aquel inesperado incidente promovido por tan extraño ser.
-Nueve veces, señora -respondió tétrica, sepulcralmente, la Esfinge-; nueve... ¡nueve mil puñaladas! Para las últimas, no había en el corazón un sitio sin una herida ensangrentada.
Ya no le parecía a la marquesa tan fea ni tan extraña aquella mujer. La carga de tales y de tantos dolores lo justificaba todo a sus ojos. Volviolos de pronto a don Santiago, sin atreverse a hacer a ninguno de los dos un a pregunta que se le escapaba de los labios; y como si la hubiera leído allí, dijo el pobre hombre:
-Nos queda un hijo solo... Eso sí: vale, por bueno y por gallardo, los nueve que le han precedido, por mucho que éstos valieran; pero por lo mismo que es solo y vale tanto, ¡qué miedos tan horribles de perderle!
-O de que se pierda, ¿no es verdad?-añadió aquí la marquesa, con un vigor de acento y de mirada que sorprendieron a la Esfinge misma.
-¿Cuántos tiene usted?-la preguntó ésta.
-También uno solo... Una hija.
-Pues no eche usted en olvido -continuó la mujer sombría- que el honor de las hijas depende del buen ejemplo de las madres.
Don Santiago acudió rápidamente a suavizar el efecto que esta nueva aspereza de su terrible mujer pudiera haber causado (y causádole había muy hondo) en la marquesa, dando otro giro al diálogo.
-Pero aún es usted muy joven -expuso con la mejor de las intenciones y el más desastroso de los éxitos.
-Después de haberse casi solemnizado un contrato entre los dos, no debía usted ignorar que... soy viuda.
Esto tuvo que responder la dama, con iguales repugnancias que si descubriera con ello toda la urdimbre de aquel tejido de enormidades que se llamó su casamiento, con sus cenagosos y consiguientes antecedentes.
-¡Bestia de mí!-exclamó el sencillo burgalés, dándose con las dos manos en la frente-. ¡Pues no me había olvidado?... Perdone usted, señora marquesa, esta distracción, que, bien mirada, no es de extrañar. En oyendo hablar de hijos, ya está todo en mi cabeza patas arriba.
«¡Viuda y con ese pelaje y la vida que trae!...», dijo en sus adentros la Esfinge (que no había caído tampoco en lo olvidado por su marido, y no estaba tan obligada como él a recordarlo), y enviando el dicho a la marquesa en una mirada fulminante.
La marquesa había perdido el tino ya. No salía de un bochorno sin verse presa de otro mayor. Pensaba haber dado de improviso en la charca de sus pesadillas, y que aquel empecatado matrimonio se deleitaba en zambullirla en lo más hediondo de ella. Y era de admirar que el caso, con tanto como le dolía, no la indignaba contra nadie. ¿Por qué echar la culpa a quien no la tenía? La culpa estaba en ella, en ella sola, y el peso de esa culpa era lo que la turbaba y remordía. En aquel instante hubiera trocado su belleza, su juventud, sus galas y los encantos de su mundo, por la fealdad y la tristeza y la soledad de la Esfinge, si con todo esto le daba también el sosiego de su conciencia. Porque era una triste gracia que una señorona como ella lo pudiera todo, menos hablar de cosas tan triviales delante de un matrimonio de drogueros, sin caérsele la cara de vergüenza.
Por salir cuanto antes de esta mortificación, se levantó rápidamente de su asiento, y dijo con aire de querer echar el asunto hacia otra parte:
-Es harto triste esta materia, que a ustedes les trae muy amargos recuerdos y a mí muy negros temores. Dejémoslo aquí, si les parece; y pues que no me sobra el tiempo tampoco, tenga el señor don Santiago la bondad de decirme en qué quedamos de nuestro negocio.
-Pues en lo dicho, señora marquesa, si usted no dispone otras bases más a su gusto.
-Yo acepto cuantas usted estime por buenas y equitativas.
-Pues el día en que usted necesite el dinero, me pasa una esquelita por persona de su confianza, diciendo cuánto y por qué tiempo; le envío yo la suma en efectivo con el documento para que tenga usted la bondad de firmarle; me le devuelve después... y santas pascuas. No necesita usted incomodarse.
-Es usted un hombre incomparable, señor don Santiago; y yo nunca pagaré bastante a nuestro amigo el señor Guzmán el favor de habérmele dado a conocer.
-No haga la señora marquesa, a fuerza de elogios, que tenga yo que echarlos a mala parte. Estoy acostumbrado a mucho menos.
-Pues no le dan a usted lo que merece; y le juro que no le digo más que lo que siento. Deme ahora su mano por despedida... Gracias. Y perdone si se la oprimo tan de veras, porque nunca se ha creído tan honrada la de esta su buena amiga.
En seguida, y mientras quedaba el droguero como fascinado, con los ojos muy abiertos y la mano en el aire, volviose hacia la Esfinge; la hizo una elegante reverencia; y, sin acabar de enderezar el talle, salió por donde había entrado, acompañada de unos cuantos campanillazos que se oyeron, en virtud de otros tantos tirones que dio a un cordón la Esfinge desde su asiento, para que abrieran la puerta de la escalera; de un sin fin de excusas del complaciente Núñez, y de estas pocas palabras entre dientes, con que la droguera contestó al saludo.
-... serrrvir a usted.
En cuanto se quedaron solos don Santiago y su mujer, se levantó ésta y abrió las vidrieras del balcón.
-¿Qué haces, alma de Dios?-preguntola el pobre hombre, a quien asustaban entonces los aires colados.
-Purificar esto. ¿No hueles la peste?
-Tienes grandes virtudes, Ramona -la dijo su marido cubriendo la rodilla enferma con el faldón del gabán-; pero en ciertas debilidades, eres incorregible... y tremenda.