La Montálvez: II-02

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La Montálvez
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Parte II: Capítulo II​
 de José María de Pereda

Todos los informes dados por Manolo Casa-Vieja a su amigo Paco Ballesteros sobre lo ocurrido a los personajes de nuestro relato, desde que los despedimos en el último capítulo de la primera parte de él, eran la pura verdad. En los Apuntes autógrafos que me sirven de guía, constan también, aunque en otra forma menos interesante, por descolorida y difusa; razón por la cual, y por el sabroso aderezo que llevan en el diálogo de los dos amigos, le he reproducido al pie de la letra, con preferencia al otro texto, para llenar un requisito que había de llenarse más temprano o más tarde, y es bien que se haya llenado donde se llenó, porque esa luz de más tendremos para llegar más fácilmente a donde vamos...

Por de pronto, a casa de nuestra amiga la marquesa de Montálvez, que ya no es la indigesta, doliente y envejecida matrona de antes ni vive en el suntuoso principal de la calle de Alcalá, donde tantas veces penetramos el lector y yo: ahora se trata de su hija, la cual, si ha perdido mucho en frescura con el cambio de vida y el roce de los años, ha ganado otros atractivos no menos poderosos con la vigorosa acentuación de sus formas, que ha modificado su belleza, pero sin destruirla, y vive en la calle del Barquillo, desde la fuga del banquero, en otro principal bastante más barato y más pequeño, o mejor dicho, bastante menos caro y menos grande que el de la calle de Alcalá. No hay dentro de aquél el lujo llamativo y hasta charro que hubo dentro de éste; pero, en cambio, hay mayor elegancia y mejor gusto, sin que falte nada de cuanto debe haber, así en cantidad como en estilo, en la morada de una mujer de los vuelos de nuestra heroína.

La cual ha vuelto a adquirir la expresión risueña, el mirar malicioso y el picante gracejo de sus mejores días, señales evidentes de que su espíritu ha recobrado también la serenidad y el vigoroso temple que pasajeras vicisitudes le habían hecho perder; y es la verdad, así como lo es también que esta reconstitución moral irradia sobre el físico de la marquesa ciertas luces de estival hermosura, que justifican bien el elogio que de ella nos hizo Manolo Casa-Vieja; es, en suma, y como diría un distinguido barbián del Sport-Club, «una gran mujer que comienza a ajamonarse, pero sin el menor síntoma de embastecerse».

Aunque con menos estruendo que en la calle de Alcalá, vivía en grande en la del Barquillo. Se quedaba en casa una vez por semana, y otras dos comían con ella algunos amigos. Más de tarde en tarde, y alternando con las de Sagrario y de Leticia, espléndidas soirées en sus salones; turnos en el Real y días de moda en otros teatros, como en tiempos de su madre; y viajes de verano, como entonces, aunque con mayor libertad y mejor aprovechado todo; completa y bien adiestrada servidumbre, dos carruajes serios (landó y berlina) y uno de fantasía, con dos troncos de media sangre; y a este tenor la mesa y el arreo. Un dato que el lector apreciará como mejor le parezca: conserva a su servicio la misma doncella que dormía en el cuarto contiguo a su tocador, en la casa de la calle de Alcalá, aquella noche que se menciona en el último párrafo de la primera parte de esta verídica historia.

En opinión de su mayordomo, tampoco el presupuesto de gastos de la marquesa cabía en el de sus ingresos, aunque los primeros estuvieran reducidos a menos de la mitad de los del tiempo de su padre, porque también habían disminuido los segundos en más de otro tanto; pero o se era o no se era una gran dama de las principalísimas de la corte, o se vivía o no se vivía a la altura de las demás congéneres; pues adelante con los gastos, que ni siquiera era de buen tono eso de apurarse por dinero una mujer de su clase y de su estampa. Además, ella no sabía otra cosa. Eso la habían enseñado, en eso había nacido y en eso tenía que morir. Mirar por la hacienda de vez en cuando; sondar sus llagas, y hasta ver por dónde se la puede hincar el diente sin producir otras nuevas ni enconar las antiguas, menos mal, y eso ya lo hacía ella por la cuenta que le tenía; pero reducirse, pero obscurecerse, pero arrumbarse cuando era viuda, cuando era libre, a lo mejor de la vida, cuando su estrella, cuando su sino o el mismo Lucifer encarnado en las gentes que debieron defenderla y ampararla, la habían arrancado del fondo de su alma, con horribles dolores, el sentimiento del bien, la noción de lo justo y de lo honrado, la conciencia entera..., hasta la idea de Dios, ¡qué locura! En último caso, por donde fueran otras, iría ella; y lo que otras hicieran, lo haría ella también. Todo menos detenerse.

Tal era la conducta, tales eran los pensamientos y tales los propósitos de la mujer mundana (en el mejor sentido del vocablo). Ahora vengan aquí todos los fisiólogos de la tierra, y hasta esos otros señores que han dado de poco acá en la flor de empeñarse en convencernos de que los que matan y los que roban, todos los criminales, en fin, son unos pobres locos irresponsables ante las leyes divinas y humanas, porque loco es igualmente el vate que crea y canta, y hasta, por la regla, lo soy yo también mientras me entretengo en emborronar estas hojas; vengan aquí, repito, los unos y los otros señores, y díganme, en presencia del ejemplar exhibido, cómo pueden en una sola pieza una mujer de su temple y una madre como la que a ver vamos.

Ya nos dijo Manolo Casa-Vieja que era de admirar «cómo y lo que quería» a su hija la marquesa de Montálvez; y era de admirar, en efecto. Desde que la vio en el mundo, desde que la tuvo en sus brazos, su primer pensamiento fue el que asaltaría a un infeliz menesteroso metido hasta la cintura en una charca infecta, y a quien le cayera de pronto entre las manos el pan de toda su vida, en un tesoro envuelto en armiños: «Señor, ¿en dónde pondré yo esto para que ni se corrompa ni se me manche?» Ese fue el pensamiento de la marquesa entonces, y ese continuó siendo después a todas horas y todos los días; porque la charca de sus aprensiones no tenía límites, y más se ensanchaba a sus ojos cuanto más andaba por ella y más iba creciendo su hija. ¿Dónde ponerla para que no se la corrompieran o se la mancharan? Y miraba con espanto a su propio hogar, que le parecía lo más cenagoso y lo más profundo de la charca; y todo se le ocurría, menos el fácil recurso de cerrar sus puertas a la peste de afuera, purificarse ella misma arrojando de su cerebro la podredumbre de sus ideas y trocarlas por otras más dignas de aquel purísimo sentimiento que la naturaleza había infundida en su corazón.

Y este es el fenómeno que yo sometería al examen de los susodichos señores, tan dados a compaginar contrasentidos y desembrollar monstruosidades.

En cuanto la niña comenzó a dar claras señales de que ya alboreaba en los limbos de su cabecita la luz de la inteligencia, su misma madre, trayendo a la memoria lo que casi tenía olvidado por desuso, o adquiriéndolo con prolijos afanes donde lo había, la enseñaba a rezar las primeras oraciones que balbuce la infancia en los crepúsculos del sueño, iluminada la mente candorosa con la visión plácida y celeste de la Virgen Purísima y del Ángel de la Guarda. No fiándose de nadie, y mucho menos de su doncella, a costa de imponderables indagaciones y pesquisas adquirió una niñera por el estilo de la que ella había tenido, y a esta niñera encomendó el cuidado incesante de su hija. Ambas habían de vivir en casa, apartadas de todo trato y comercio con la servidumbre de ella, y de todo roce con el ceremonial mundano que en ella se seguía. Y es de advertir que cuando de tarde en tarde visitaba Pepe Guzmán a la marquesa, lejos de tachar por extremado aquel celo de la madre, se le estimulaba con preguntas y advertencias que no suelen hacer los hombres corridos, por el bien del primer rapazuelo con quien topan. También se preocupaba mucho el despreocupado galán con los lodazales y las charcas.

-Es cosa peregrina -le dijo la marquesa en una de estas ocasiones- ver al lobo pidiendo que se encierren las ovejas.

-Pues ya ves que se dan casos -respondió Guzmán.

-Sí, en casos de hartura..., como el de un lobo que yo conozco.

-Lo cual no es exacto.... y bien lo sabes tú.

-Séalo o no, siempre será para mí muy de lamentar que no le tocara a la madre tan buen consejero como el que le ha caído en suerte a la hija.

-Pues mira, y a propósito de buenos consejos: no dejes de sacarla de aquí en cuanto tenga edad para ello. Tienes la casa demasiado llena de lobos..., empezando por ti, para que pueda vivir en ella sin dar con alguno esa inocente corderilla. Créeme: estos aires no son los mejores para hacer sangre honrada a los niños.

-¡Ah, si yo pudiera hacer correr los años a mi gusto!

-Pero en tu mano está purificar los aires, que es lo mismo.

-¡Tunante!

-¿Por qué me lo llamas?

-Porque lo eres..., con algo más que no quiero llamarte ahora, porque te lo está llamando la conciencia con mejor derecho.

-¡Injusta! Y ahora, en castigo de tus durezas, mándala venir para que yo la dé un beso.

-¿De lobo?

-Corriente; pero con el corazón entre los labios.

-¡Que no pudiera acabar yo de aborrecerte!

Y vino la niña. Luz se llamaba, y jamás hubo nombre mejor colocado. Todo era luz en aquella criatura: un rayo de sol de primavera sobre un vaso de cristal lleno de rosas y azucenas; luz de las glorias de Murillo, henchidas de ángeles con cabelleras de oro y blancas alitas transparentes; luz irradiaban sus ojos azules; luz sus mejillas nacaradas; luz sus rizadas guedejas rubias; luz los húmedos corales de sus labios sonrientes; luz las mutiladas palabras de su fresca boca; luz el argentino timbre de su voz infantil; y una aureola de luz del amanecer de un día de mayo era la indescriptible expresión de angélica inocencia, de dulce ingenuidad que resultaba del conjunto de todas las perfecciones de aquella cabeza, colocada sobre un cuerpecito que parecía delineado por las hadas de los cuentos orientales.

Guzmán se quedó extático delante de la hermosa criatura: devorábala con los ojos como si no se atreviera a tocarla. Al fin, la tomó en sus brazos; separó después los dorados rizos que caían sobre su frente, y estampó en ella un beso en que debió tomar el corazón mayor parte que los labios, por lo que fue de sonoro, de apretado... y de repetido. Después pidió a Luz que le besara a él; y Luz, buscando lo más despejado de barbas en la mejilla más cercana a su boca, besó allí una, dos y hasta tres veces, y hasta mil hubiera besado sin satisfacer todavía el deseo del cortesano Guzmán, que más que de ello tenía entonces, por su cara dulzona y zarandeando la niña en el aire, de padrazo ramplón del vulgo pedestre. Por último, lejos de soltar a Luz, corrió a ponerse con ella delante de un espejo. La marquesa, que sin decir una palabra, aunque expresando un libro entero con los ojos, había estado muy atenta a la escena de los besos, en cuanto vio lo que estaba haciendo Guzmán, le quitó la niña de sus brazos; llamó a la niñera y se la entregó para que la sacara de allí. Tanto miedo tenía a una imprudencia de su amigo.

Cuando estuvo a solas con él, le dijo:

-De lo que tú buscabas en el espejo, va quedando ya muy poco, y me alegro.

-Te equivocas también en eso: queda todo lo que cabe entre lo divino y lo humano, entre el cielo y la tierra. ¡Qué criatura, Nica! Dios debe de habértela dado, o para tu gloria, o para tu castigo. Cuida de elegir a tiempo y lo mejor.

-¡Miren el diablo metido a fraile!

-Hasta en el diablo cabe un buen consejo.

-¡Pregúntamelo a mí, consejero diabólico! Pero cuando a mí me tuesten por ese pecado, ¿qué será de tu pellejo?

-Dime tú, entre tanto, ¿por qué te alegrabas de que fuera borrándose aquella supuesta semejanza?

-Porque en cuanto desaparezca del todo, me será más fácil aborrecerte.

-Y ¿por qué deseas aborrecerme?

-Porque es de necesidad que yo te aborrezca.

-No será por el estorbo que te hago.

-Pero sobra con el daño que me has hecho.

-Es mayor el beneficio que me debes, si sabes utilizarle. Con que, en buena justicia, no puedes aborrecerme, aunque llegues a olvidarme.

-¡Eso sí que no es tan fácil, embustero, como lo ha sido para ti!

-¡Ojalá tuvieras razón!

-Pero no será el milagro obra mía.

-Y en este ejemplo, ¿qué más da el tronco que la rama? Todo es árbol.

No solían profundizar mucho más que esto las breves conversaciones entre la marquesa y Guzmán, en las pocas visitas que éste la hacía. Jamás le había dirigido ella un cargo serio y formal, con tantos motivos como tenía para hacérsele, ni él la había dado las menores señales de estar arrepentido, ni de creerse culpable siquiera: al principio, por entereza y altivez de la una, y por malicias y conveniencias del otro; después, porque caídas las cosas del lado a que se habían inclinado entonces, ¡y caídas tan abajo!, el uno y la otra tenían grandes motivos para no volver los ojos hacia atrás, y frescura sobrada para tratar el caso medio en broma, cuando el caso llegaba por si sólo a clavárseles en la lengua.

Es muy difícil de presumir qué conducta hubiera seguido Guzmán con la marquesa si, al verse ésta viuda y libre, se hubiera contenido en los límites que parecían trazarle sus honrados antecedentes, aquel amor nobilísimo y extremado que sentía por su hija, y el sentimiento que la movía a defenderla de la peste de su propia casa. Pero está fuera de duda que sus desatinados vuelos por el ancho espacio de su recién adquirida libertad, y aquellas «muy contadas», pero nuevas fragilidades de que hablaba Casa-Vieja a su amigo Ballesteros, desencantaron de tal modo a Guzmán, que sin el vínculo (también mencionado por el displicente orador del Sport-Club) que le dejaba ligado por el corazón a la marquesa, hubiera llegado muy pronto hasta olvidarse de ella.

Por eso se trataban en la tessitura que hemos visto. Quizás quedaba en ella mayor cantidad de chispas de aquel fuego sacro de otros tiempos, que en él, en quien sólo había un puñado de cenizas calientes; pero en los dos era el mismo el propósito de no intimar gran cosa en el trato, no solamente porque así convenía a los fines pudibundos de la madre en cuanto se relacionaba con la hija, sino por recíproco impulso de las respectivas conciencias, a cual más remordida y desencantada. Guzmán iba allí a lo que hemos visto, y nada más; y eso porque sentía en su alma cierto extraño apetito que no se calmaba sino con aquel sencillo manjar, que él pagaba, no siéndole permitidos mayores lujos, con los más caros y caprichosos juguetes que hallaba en Madrid o en cualquiera parte del mundo por donde anduviera.

Tomando pretexto del ardiente amor de la marquesa a su hija, solía en ocasión oportuna extender sus discretas advertencias al capítulo de los gastos ruinosos.

-Eres una manirrota -la decía-, como toda tu casta, y vas a dejar a tu hija en la miseria, después de quererla tanto, o te falta juicio, o te sobra amor. Elige.

-Me falta juicio -respondió la marquesa.

-Pues recóbrale.

-Que me le devuelva quien me enseñó a perderle. No te canses en predicarme, porque por donde quiera que tomes el punto, estás desautorizado para ello.

-Déjate de cuchufletas, y atente a lo que te importa. El gastar más de lo que se tiene, obliga a malvender lo que queda..., y algo más que no se recobra con nada. Yo no tengo derecho para aconsejarte que te pongas a ración, porque de lo tuyo gastas; pero sí para recomendarte que no te dejes robar de usureros y de cómplices suyos, que quizás comen de tu pan. Esto se consigue siempre que se quiere.

Respondía ella que todo se arreglaría del mejor modo posible; y con otra cuchufleta, más o menos punzante para su amigo, daba por terminada su conversación con él.

-Entretanto, iba creciendo la niña, y con ello los sobresaltos de la madre; porque, a mayor inteligencia, correspondían mayores riesgos en aquel semillero de peligros. A Sagrario y a Leticia las temía de lumbre; y cada vez que una de ellas sentaba a Luz sobre sus rodillas para besarla, resonaban los besos en sus oídos como el chapoteo de las ondas cenagosas, y hasta veía la tersa y pura frente de la niña salpicada del fango de la charca.

Cuando Luz llegó a tener siete años, su madre no pudo esperar más. ¡Eran tan precoces la inteligencia y el juicio en aquella criatura! Había que decidirse a sacarla de casa. ¿A dónde? Bien pensado lo tenía ella. A un colegio..., que no fuera colegio precisamente, donde se la guardaran, por de pronto, durante el día, y la enseñaran lo que ella dispusiera, más por entretenimiento que por cultivo; donde hallara un cariño y unos cuidados y unas compañías que sustituyeran, en todo lo posible, el amor y el amparo de su madre, y, sobre todo, donde no corriera los riesgos que la amenazaban en su propio hogar.

Pero ¿querría la niña? ¿Podría, aunque quisiera, aclimatarse a aquel extraño modo de vivir?

Por de pronto, quiso, sin revelar esfuerzos de voluntad ni violencias del espíritu; y buscando entonces su madre con perseverancia, halló cuanto creía necesitar, y bien cerca de su casa. Parecíale que se quedaba sin corazón cuando llegó la hora de salir de ella con su hija, por más que sólo debían estar separadas, por algún tiempo, durante el día; pero no era esto lo que la apenaba, sino la idea de lo extraño, de lo desconocido para la pobre Luz, que jamás había volado fuera del nido materno sin la sombra y el amparo de las alas de su madre. Y ¿qué valía este sacrificio comparado con los que tendría que hacer después? ¡Adelante, y con los ojos cerrados, que para otras empresas mayores y más negras los había cerrado también!

Todo cuanto tenía que prevenir y encarecer sobre el carácter y necesidades de la educanda, se lo había prevenido y encarecido ya cien veces a la señora bajo cuya dirección, amparo y vigilancia iba a ponerse Luz. Pues todavía, después de entregársela, la llamó aparte para decirla una vez más:

-No me la atosiguen, no la atareen demasiado. Pocos libros, poca gramática por ahora..., es mejor el Catecismo, pero bien explicado..., hasta que conozca a Dios, al verdadero Dios, al Dios de los pobres; al Dios que los riñe, los castiga y los premia según sus leyes inmortales, que no se mudan ni se corrompen como las leyes del Dios de ciertos personajes. Que no sepa aquí en qué mundo ha nacido, ni cómo es ese mundo, ni qué vida hacen las gentes en él. Búsquenla para amigas y compañeras las niñas más humildes de nacimiento y de carácter; no para que ella se crezca a su lado, sino para que sufra el contagio de sus pensamientos y de sus obras, hasta que las imite y las iguale. Todo lo demás lo hará ella por sí sola, porque es incapaz de obra mala ni de torpe pensamiento... Pero puede morirse... ¡Dios misericordioso, lo que me duele hasta suponerlo!..., o, cuando menos, puede enfermar, si su naturaleza de ángel no encuentra aquí lo que necesita para vivir risueña... Pues bien: el jugo, el rocío de esa azucena, es el amor, el cariño siquiera. ¡Que no le falte un solo momento!

Y cariño y amor tuvo Luz en aquella casa, y vida tan acomodada a sus inclinaciones, y amistades y compañías tan de su gusto, perfectamente ajustado a los deseos de la marquesa, que, mucho antes de lo que ésta pensaba, logró que se quedara en el colegio como educanda interna. Ella la visitaba casi todos los días, y eran muy contados los en que la sacaba para comer en casa, pero solas las dos a la mesa.

Cuando Luz vivía a su lado, tenía que llevarla consigo en sus viajes de veraneo, por no saber dónde dejarla más segura. Pero esta atadura cortaba sus vuelos de peregrina elegante, y dejaba su paladar de cortesana a media miel. Ahora sería muy distinto el caso. Con el seguro refugio de su hija, era ella más libre para ese y otros menesteres de su vida; y mañana, cuando Luz necesitara otro refugio más lejano y por largo tiempo, lo sería más aún.

Apunto estas reflexiones, porque son las primeras que la marquesa se hizo en cuanto dejó de padecer con el recelo de que su hija no llegara a aclimatarse a la vida de colegiala. Cotéjense estos pensamientos de madre cariñosa con aquellos otros de mujer desjuiciada; considérese que son dos eslabones gemelos de una misma cadena de ideas, y vuelvan a venir aquí los fisiólogos de marras para apuntar este nuevo fenómeno en su libro de curiosidades psicológicas.

Y como lo pensó lo hizo la marquesa durante los tres años, bien corridos, que pasó su hija en aquel colegio de Madrid. Recorrió medio mundo, sin más trabas ni cortapisas que las instintivas repugnancias de su naturaleza, que no era del temple de la de Sagrario.

En sus últimas excursiones a Francia había buscado mucho, y hallado al fin, en una de sus ciudades, más nombradas, otro refugio donde guardar su tesoro por largo tiempo, cuando le sacara del escondite de Madrid.

Esta ocasión se iba acercando por instantes. Luz había cumplido ya los diez años, y necesitaba completar su educación... y alejarse mucho de su casa, hasta que, determinado y bien definido su carácter, y en completo desarrollo su inteligencia, cultivada en sano terreno, hallara en sí misma la posible fortaleza para luchar contra el enemigo que la aguardaba en el mundo de su madre. Porque ésta, lejos de curarse de sus aprensiones, cada día las agrandaba en su imaginación. En Luz, por raro y singular capricho de la naturaleza, se iban desenvolviendo a un mismo tiempo las bellezas del cuerpo y las del alma: todo crecía en ella con prodigioso equilibrio, sin descomponerse ni desfigurarse. La marquesa no podía considerarlo sin admiración, pero tampoco sin miedo. ¿Hasta dónde podía llegar aquella criatura? ¡Qué flor, y en qué terreno!

Acordada hasta la fecha del viaje con la niña a Francia, la marquesa, por una sucesión de pensamientos muy lógica, volvió su consideración al estado de su hacienda. Había que resolverse a mirar por ella con mayor detenimiento que hasta allí. Las advertencias de Guzmán sobre este caso le parecían muy atendibles. Hablaría con él y se acomodaría a sus dictámenes.

Llegada muy pronto esta ocasión, Guzmán insistió en que el mayordomo sempiterno era la mayor sanguijuela que había en casa.

-¿Cómo se explican entonces sus resistencias a proporcionarme extraordinarios cuando se los pido?

-Creyendo que esas resistencias son la capa con que se encubre para hacer su juego a mansalva. Ponderando mucho las dificultades, se justifican las innecesarias hipotecas, que han sido vuestra ruina y la de todos los perdularios. Para obtener cuatro en el momento, se hipoteca una cosa que vale doce o diez y seis. Llega el vencimiento; no hay con qué pagar lo prestado (lo cual sucede siempre que quieren los mayordomos, con la disculpa de los dispendios de sus señores), y se vende la hipoteca al desbarate. Esto es lo que se buscaba. Ya tiene el prestamista una finquita que vale doce o diez y seis, por poco más de cuatro; la cual finquita se distribuye después, en partes proporcionales, entre el que preparó el negocio y el que le remató; es decir, entre el mayordomo y el usurero...; más claro: entre Simón y su cómplice.

-Pero se le descubrirla el juego hecho así, por la prenda misma.

-No hay tal. Simón tomará su parte en dinero, para invertirlo en lo que mejor le parezca... Por eso es hoy más rico que tú.

-Pero un ladrón, si eso fuera cierto.

-¡Psch!; no sé yo hasta qué punto obliga a serlo la ocasión en que se le está poniendo en esta casa tantos Años hace. Sea lo que fuere, y ya que no te resignas a no gastar más que tus rentas, ni te sea fácil desprenderte por ahora de ese hombre, a cuya mano estás hecha, es indispensable, ante todo, que sepas lo que tienes y lo que debes; y después, que cuando necesites dinero, te le dé un prestamista honrado, entendiéndote con él directamente y con la garantía de tu crédito.

-¿Y hay prestamistas honrados?

-Pocos, y yo conozco uno de ellos.

-Pues venga ese.

Guzmán sacó de su cartera una tarjeta; escribió con lápiz al respaldo de ella el nombre y las señas del domicilio del sujeto, y se la entregó a su amiga, diciéndola:

-Ahí está.

La marquesa leyó: «Don Santiago Núñez. Imperial, 15, 2º, derecha». Después dijo a su amigo:

-Está bien. Pues ahora voy a comenzar... por el principio. Las cosas, o hacerlas bien, o no hacerlas.

Y mandó llamar a Simón.

Se marchó Guzmán, y entró a muy poco rato el mayordomo.


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