La Montálvez: I-17

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La Montálvez
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Parte I: Capítulo XVII

de José María de Pereda

Según lo convenido con mi madre, al otro día, en cuanto el banquero llegó, salí yo sola a recibirle. En la penumbra del salón, donde aguardaba, parecía el hombre una noche de verano: de tal modo relucían y titilaban sobre él verdaderas constelaciones de pedrería, hasta con su caminito de Santiago; que bien podía desempeñar este papel allí la enorme leontina de oro entretejido que trepaba por el hemisferio de su estómago. Además, apestaba el salón a patchouli y a pomada de geranio. No sé qué cara me puso, aunque me lo imagino, ni recuerdo en qué términos me saludé, ni las palabras con que yo le respondí. Sólo tengo presente lo que pasé después, estando los dos sentados, frente a frente, aunque con cerca de dos varas de alfombra de por medio; y lo que pasó dio principio en la siguiente forma, palabra más o menos:

»-Anteanoche -le dije, sin pararme a disimular la repugnancia con que abordaba aquel asunto- me insinuó usted ciertos propósitos...

»-Tuve, en efecto, esa dicha -me interrumpió, bastante desentonado por las emociones que debía de sentir en aquel instante.

»-Poco después acudió usted con las mismas cuitas a mi madre, sin aguardar a que yo le respondiera, como se lo tenía prometido.

»-No creí que se estoorbaran lo uno y lo otro.

»-Mal creído. Pero, en fin, ya está hecho. Y ahora, asómbrese usted: he resuelto despachar su pretensión... favorablemente.

»Es imposible pintar aquí las cosas que hizo y las finezas que me enderezó mi pretendiente, al oírme hablar en aquellos términos. Le faltó muy poco para darme las gracias de rodillas.

»-Todavía no -le dije conteniéndole-. Hay que deslindar antes los campos, y poner cada cosa en su sitio y a la necesaria claridad. Para ello, yo le hablaré a usted con toda la que piden las circunstancias, y usted no será menos explícito conmigo, en la inteligencia de que, siéndole o no, lo que aquí establezcamos ha de ser en adelante la ley de nuestra vida común.

»-Leyes son siempre para mí hasta los menoores deseos de usted. ¿Qué mayor dicha, qué mayor...?

»-Muchas gracias, y óigame ahora: usted es hombre que tiene vicios, no muy buena fama, y ya pasó de mozo algunos años hace... No se moleste usted en hacerme reparos, porque es perfectamente demostrable todo esto que afirmo.

»-Siga usted.

»-Sigo, y continúo afirmando que un hombre con todos esos contrapesos, por poco entendimiento que tenga, no puede creerse merecedor del cariño ni de la lealtad de una mujer como yo.

»-Repare usted que, sin hacer las debidas salvedades... y tal y demás, resuulta eso..., ¿cómo lo diré?, un poco... vamos... exxxtremaaado.

»-Resultará lo que usted quiera; pero hay que oírlo. Por consiguiente, al pedir usted mi mano, no espera, no puede esperar, que le dé con ella ese cariño, ni las llaves de mi corazón, ni el derecho de preguntarme siquiera por lo que yo tenga encerrado en él.

»-Lo que yo pido -díjome aquí el banquero, con una serenidad y un aplomo que no dejó de sorprenderme en él-, lo único a que aspiro, y usted no podrá negarme, porque no tengo yo la culpa de que no sea la envoooltura digna del tribuuto que la he tendido a usted con alma y vida... y tal y demás, es que lo pooco o muucho que me conceda sea de buena voluntad; porque, bien mirado el caaso, yo no he puesto a naaadie un puñal en el pecho para que se acepte lo que he ofrecido a caambio... de lo que usted quiera darme... y tal y demás.

»-Cierto; pero la misma gravedad de ese... caso, y el singular aspecto que presenta para mí, y hasta las mutuas conveniencias, no lo dude usted, me obligan a ser desengañada, sin temor de pecar de dura, con un hombre que con tan poco se conforma en negocio de tan grande entidad... En substancia, y para concluir, señor don Mauricio: yo acepto su mano de usted, con la terminante condición de que he de tener en usted la menor cantidad posible... de marido, con todos los privilegios e inmunidades que de este hecho se desprendan en beneficio de la libertad e independencia compatibles con el rango que ocupo en la sociedad, y con mis gustos e inclinaciones.

»Creí sorprender una sonrisa extraña en los resecos labios de mi pretendiente; el cual, y mientras se tiraba de la patilla derecha con mayor suavidad de la que podía esperarse de su naturaleza espasmódica, me dijo:

»-Y en virtud de esa condición tan... tan adsooluuta y exxteeensa, ¿no me sería permitido añadirla, antes de aceptarla, siquiera una salvedad..., pedir ciertas garaaantías?...

»-Doy, y no es poco, la de mi buena educación. ¿Le satisface a usted?

»-Como la mejor escritura púuublica -me respondió tendiéndome la manaza, que no rechacé porque fingí tomar el suceso como señal de despedida, y aproveché tan buena coyuntura para levantarme y dar por terminada la conferencia.

»-Para lo que falta que hacer -dije entonces-, entiéndase usted con mi madre..., que siente mucho no poder recibirle hoy.

»-De manera -preguntome él, muy cerca ya de la puerta del salón, poniéndose otra vez tierno y pegajoso-, que esto es ya cosa resueelta?

»-Enteramente resuelta.

-Y... ¿para cuáaando..., si no peco de...?

»-Para mañana, si fuera posible. Y sírvale a usted de gobierno, por lo que pueda importarle.

»No oí lo que me dijo en demostración de su contento, porque mientras un criado que había acudido a mi llamada le entregaba en el vestíbulo el sombrero y el bastón, yo buscaba, retrocediendo por el estrado, el camino del gabinete de mi madre, para darla cuenta del definitivo resultado de mis planes.

»Asombrose al conocerle, y no era para menos; pero le aplaudió de buena gana. Llevábamos aún medio aliviado el luto por mi padre, y la rogué que no fuera esto un estorbo para aplazar las bodas. Otro motivo de asombro para mi madre.

»Sin detenerme a sacarla de él con explicaciones que no eran del caso... ni muy fáciles de dar, salí del gabinete y me encerré en el mío... ¡a batallar de nuevo contra vestigios y fantasmas!... ¡Ociosas y bien excusadas mortificaciones!...

»Sagrario, Leticia, mi madre, Pepe Guzmán, todos mis «dulces enemigos» estaban complacidos ya. Ya estaba extendida mi respectiva patente de corso. De un momento a otro me la pondrían en la mano, y comenzaría a verse con qué «hígados» contaba yo para servirme de ella. Porque, si no era para esto, ¿para qué me la daban? Pepe Guzmán, en quien menos debía desconfiar yo, podría engañarme en cuanto a la sinceridad de su exposición de motivos; pero no en cuanto a la intención práctica de su consejo. Si éste no tenía el alcance que yo pensaba, era preciso convenir en que a mi consejero le faltaba el sentido común; y cabía dudar del corazón de aquel hombre, pero no de su gran entendimiento. Volví a poner toda la luz de mi discurso sobre esta mancha de su conducta conmigo; deseaba conocerla en toda su extensión para «indignarme» contra él: desesperado recurso de náufrago entre las bascas de su agonía; extender los desfallecidos brazos en busca de un asidero que no han de hallar; gastar las últimas fuerzas en inútiles tentativas, para hundirse primero. Eso me pasaba a mí: cuanto más me agitaba, más me hundía; cuanto más examinaba la mancha, menor la encontraba. Con el trabajo que empleaba en engrandecerla, acabé por borrarla... Y ¿por qué no? ¿Qué quitaba ni qué ponía en la intensidad de la pasión de Pepe Guzmán, un detalle de más o de menos sobre el modo de legalizarla ante las gentes? No había que confundir los impulsos del corazón con las rutinas sociales. Si lo principal era entre nosotros conservar vivo el fuego sacro, yo no tenía por qué escandalizarme de que él necesitara, para alimentar el que había en su corazón, ritos y procedimientos distintos de los que yo hubiera preferido.

»¡Ay, si llegaran a caer estos papeles en manos de una mujer de espíritu cristiano, que no olvide que voy pintando a la luz de aquellos negros días, y discurriendo al tenor de las leyes por que me gobernaba entonces!

»Pero ¡qué misterioso engranaje!, ¡qué mecanismo tan singular el de la máquina de las ideas! ¡De qué modo tan extraño se eslabonan en el cerebro las negras con las blancas, las tristes con las risueñas, las fúnebres con las cómicas! A mí se me ocurrió de pronto, entre la lobreguez de mis cavilaciones, que nuestro poeta Aljófar, cuando supiera lo que iba a suceder en breve, compondría una nueva variante (allá para sus adentros, porque al público no se atrevería a ofrecérsela) sobre la socorrida metáfora de la flor y la babosa. Yo sería la flor, por supuesto; flor nacida para «lucir sus colores y derramar sus aromas junto al enamorado clavel...» Y a propósito: ¿no se le había ocurrido a éste, quiero decir, a Pepe Guzmán, la misma o parecida comparación poética, con todas sus consecuencias realistas? Cierto que el banquero sería la menor cantidad posible de babosa; pero, al cabo, sería babosa, con su diente asqueroso y su estela repulsiva...; ¡Vaya si se le habría ocurrido! Y, ocurriéndosele, ¿qué habría pensado de esos rastros que las babosas dejan sobre las flores si no se madruga a recogerlas?... ¡Oh, qué diabólica idea se enredó con esta otra, de repente, y penetró en mi discurso, como ladrón artero en casa mal cerrada! ¡Cómo se revolvía entre las demás, y rebuscaba los escondrijos para saquearme el repuesto y hacerse dueña y señora de mi juicio!... Y ¡qué recio voceaba, allá dentro, muy adentro!... Y ¡qué afanes los míos para acallar sus voces, como si temiera que las ondas del aire las llevaran hasta él! ¡Desdichada de mí si las oía, o el diablo le inspiraba igual idea!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Por la noche hablé con Pepe Guzmán, según lo convenido entre los dos. Le di cuenta de lo acordado con el banquero y con mi madre; y como mi resolución era más poderosa que mis fuerzas, los desfallecimientos de éstas se reflejaban demasiado en el ritmo de mis palabras y hasta en el color de mi rostro. Estimó mis torturas, ponderó mi heroísmo, ensalzó mi lealtad; pero no se compadeció de mí en aquellos decisivos instantes, en los cuales aún era posible imprimir nuevos rumbos a mi destino, cuando no lo intentó siquiera. Lejos de ello, y para mantenerme en los que él mismo me había trazado, desplegó nuevas pompas de su singular dialéctica, y encendió nuevas llamas con las cuales le costó bien escaso trabajo quemar los pobres restos de las alas con que aún pretendía yo volar por los espacios de mi deseo.

»Aquí debía darse por terminada nuestra entrevista; la última, por decreto de «el bien parecer», y hasta por conveniencia mía. En adelante, por lo menos hasta que la amarga copa se apurara, nos trataríamos como «buenos amigos» delante de las gentes... y nada más. De esto comencé a hablarle, cuando el demonio puso en sus labios una frase que me pareció el primer eslabón de la cadena a cuyo extremo había de salir engarzada la infernal idea; aquella que tanto me atormentaba en mi cerebro por el solo temor de que cupiera en el de mi enemigo.

»Y salió, ¡Virgen María! ¡Qué momento aquel! Ciega, insensible para cuanto me rodeaba, sólo veía y oía lo que pasaba dentro de mí. El corazón, fuera de sus quicios, me aporreaba el pecho, y sus golpes me parecían llamadas de medroso desamparado; sentíalos repercutir en lo más profundo de mi cabeza, y llamaradas de fiebre subían a caldearme las mejillas; estremecíanse todas las fibras de mi cuerpo, y veladuras fantásticas iban turbando la clara luz de mis ojos, al compás de los latidos del corazón.

»Nada pensé, nada dije, nada respondí. Toda la noción que me quedó de mi propia existencia, la invertí en recoger de aquella escombrera a que instantáneamente habían quedado reducidas vida y alma, los alientos necesarios para apartarme de allí. Y eso hice a duras penas.

»Pasé un día, dos y tres, sin pensar en nada, a fuerza de pensar mucho que no me interesaba, para no caer en las fauces de los pensamientos que temía. Durante aquella batalla, y hecho ya público el proyecto de mis bodas, al suplicio de ella se añadió el más insoportable de consolarme del forzoso alejamiento de Pepe Guzmán, con las tiernas finezas del banquero, señor legal de mis preferencias y atenciones, y las incisivas enhorabuenas de mis amigos y conocidos. Todo esto era superior a mis fuerzas. Pedí, rogué a mi madre que, si no había modo de vivir en nuestra casa sin la tiranía de aquellos testigos de mi tortura, anticipara todavía más el suceso que era la causa fundamental de ella. Y mi madre no comprendía cómo buscaba yo el remedio contra las hieles de una pócima sin fin, apresurándome a beberla; pero yo sí lo comprendía.

»Entre tanto, iba agotándose el caudal de pensamientos que cabían en mi cabeza, y a cuyo amparo acudía para defenderme del que tanto me espantaba y más me perseguía cuanto mayores eran mis mortificaciones... y más largas las ausencias de Guzmán. ¡Tal despilfarro hacía yo de ellos, sobre todo en las largas horas de mis desvelos! Ya no sabía en qué pensar, y entregaba el discurso a lo primero que se me entraba por las mientes.

»Una noche, por remate de la larga cadena de ideas incongruentes que había estado arrastrando, di en una bien extraña ocurrencia: la de hacer una imaginaria excursión por los interiores entenebrecidos de mi propia casa. ¡Qué grande era para la poca gente que la habitábamos! Además de grande, estaba muy mal ocupada por nosotras. Entre el dormitorio de mi madre y el mío, había dos salones, un pasadizo y mi cuarto de tocador. Mi madre se recogía antes que nadie, y quedaba al cuidado de una antigua sirvienta, vieja ya, muy fiel, pero muy dormilona. Cerca de mí, en un cuartito contiguo al tocador por un lado, y por otro al vestíbulo de ingreso a la casa, dormía mi doncella, muchacha muy leal, muy cariñosa, capaz de arrojarse por mí por el balcón a la calle; pero alegrilla de ojos y demasiado lista. El resto de la servidumbre ocupaba un sotabanco que mi padre había alquilado con este objeto, en su horror instintivo al tufo y al desaseo de la plebe. De manera que para dos parejas de mujeres tan separadas una de otra, aquella casa, durante las altas horas de las noches de invierno, en las que escasean los ruidos de la calle, con la espesura de las alfombras en el suelo y la abundancia de macizos cortinones que apagaban el rumor de las pisadas y hasta el sonido de la voz, era un completo páramo con su muda e imponente soledad. Un hombre mal intencionado podía ocultarse muy fácilmente... en el cuarto de mi doncella, por ejemplo, en el instante de disolverse la tertulia, cuando es menos notado cualquier movimiento y menos extraña la presencia de una persona; salir de su escondrijo en hora conveniente; hacer lo que se había propuesto, y aguardar en otro escondite a que los criados bajaran del sotabanco, abrieran las puertas, después de abierta la de la calle, y largarse a ella muy tranquilo. ¡Pues si la doncella estuviera de acuerdo con el ladrón!... ¡Qué espanto! Era precisó tratar de que durmiera abajo un criado, y, sobre todo, de aproximar mucho más mi dormitorio al de mi madre. Las cuatro mujeres reunidas sabríamos defendernos mejor de cualquier peligro... ¡Gran miedo pasé aquella noche!

»Pero ¿hasta dónde alcanzaban las raíces de estas ideas? ¿De dónde vendrían las semillas que las produjeron? Porque en el mundo moral, lo mismo que en el físico, nada nace de la nada, y cada cosa engendra su semejante.

»Aquellas preguntas y esta reflexión me hice entonces también, y sin respuesta se quedaron, quizás por ignorancia, o acaso por repugnarme ahondar en la materia con el análisis.

»Lo primero que al otro día me dijo mi madre fue que si persistía yo en mis deseos de que se anticipara la boda, estaba en su mano complacerme. Respondila que sí, cerrándome el camino a toda reflexión. Por la noche estuvo Guzmán en mi casa. ¡Qué daño me hacían sus estudiados y convenidos alejamientos de mí! Al despedirse, deslizó en mi mano un papel en muchos dobleces, que yo guardé con ansiedad de avaro, para entretener lo más triste de mis incurables desvelos, con el regalo de su contenido, fuera el que fuese, aunque casi le adivinaba.

»Llegó la hora, y desplegué la carta temblándome las manos. Era muy extensa, y estaba escrita en un papel muy tenue y con la letra muy apretada. Comencé a leerla, y al punto di con lo que yo más me temía...: la idea, ¡la diabólica idea! Allí estaba, saltándome a los ojos como chispa de volcán. Toda la carta no era otra cosa que el aliño estimulante en que venía preparada. ¡Qué astucia de Satanás! Rompí el papel en cien pedazos..., ¡como si con este pobre recurso borrara su contenido de mi memoria, y la voz del que le había estampado allí no resonara en mis oídos, ni el fulgor de su mirada penetrase por mis ojos hasta el fondo del corazón!

»El incendio se produjo otra vez; pero las fuerzas de mi discurso para huir de él por las callejuelas de extraños pensamientos estaban agotadas ya. Resolvime a contemplar el peligro cara a cara y a defenderme de él en mi última trinchera..., es decir, a poner el caso en tela de juicio.

»Valiéndome de un símil harto viejo, pero que me es aquí muy necesario para hacerme comprender más fácilmente, en aquella suprema ocasión me encontraba sobre el borde de un precipicio, sola, sin alientos para retroceder y comenzando a sentirme dominada por el vértigo de los abismos. Todos cuantos en el mundo tenían obligación de socorrerme, me habían empujado para colocarme allí: nada podía esperar de ellos; a lo lejos, sólo veía curiosos que se asombraban de mis resistencias y se reían de mis vacilaciones; abajo, en el fondo del precipicio, la algazara de las mujeres que me habían precedido en la caída; en derredor de mí, envolviéndome, asfixiándome como anillos de serpiente, una atmósfera de insanos elementos, narcótica, enervante; sobre la atmósfera, sobre mí, sobre el mundo entero, allá en lo Alto, donde debía de existir un código de moral como yo le presentía cuando me dejaba gobernar por mis propios instintos, inclinados a lo menos corrompido, ya que no a lo más honrado..., nada tampoco que viniera en mi auxilio... El Dios que a mí me habían hecho conocer en mi casa era «un caballero anciano, de muy buena sociedad»; algo serio por razón de su jerarquía, pero muy fino, muy complaciente y de una moral muy elástica; dispuesto siempre a incomodarse con la gente de poco más o menos, pero incapaz de faltar en lo más mínimo a las señoras del gran mundo que le honraban confesándole de vez en cuando y en los ratitos que las dejaban libres sus devaneos de hembras «eximias» del género humano...; un señor, en fin, por el estilo de mi difunto padre, aunque quizás no tan elocuente ni de tan distinguido porte como él... ¡Y nadie ni nada más a donde volver los ojos!

»Y, entretanto, al aceptar las reflexiones de mi madre y el consejo de Pepe Guzmán, ¿no había suscrito yo, implícitamente, un contrato de deslealtades y perjurios por el resto de mi vida? Y la que estaba resuelta a lo más, ¿por qué se detenía ante lo menos?

»Sobre estos ejes rodó todavía largo rato la desquiciada máquina de mi discurso..., hasta dar conmigo y con él en las negras profundidades del abismo.

»¡Oh, qué sola, qué triste y qué desamparada me vi!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Veinticuatro horas después se realizaba en mi casa, por primera vez, lo más temeroso de mi imaginaria excursión por los interiores de ella; sólo que no era un ladrón de caudales el hombre que se escondía por la noche en el cuarto contiguo al de mi doncella y se escapaba al amanecer.»

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