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La Montálvez: I-11

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La Montálvez
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Parte I: Capítulo XI

de José María de Pereda

A todo esto, el invierno se había acabado; los salones se cerraban; las tertulias se deshacían; en el Real había terminado su temporada la compañía de celebridades italianas, cuyos gorgoritos había pagado la gente rica con sumas increíbles, y las que querían aparentar que también lo eran, con el fondo del baúl, las rebañaduras de la despensa y con algo más sagrado que no se recobra jamás una vez que se ha vendido; y «el mundo elegante», sin salones, sin tertulias y sin Real, dispersábase errabundo y como desorientado, a tomar el sol, como los simples mortales, por las encrucijadas del Retiro y los amplios arrecifes del Prado y de la Fuente Castellana; paréntesis de hastío en la alegre vida de las gentonas pudientes, que sólo había de durar el tiempo preciso para que el calorcillo primaveral templara el ambiente serrano y se bebiera las charcas del camino por donde habían de ir desfilando aquéllas en busca de sus costosas, pero entonadas, residencias de verano.

La familia que más lo necesitaba, al decir de ella misma; la que saldría la primera de todas de Madrid, era la de nuestro amigo el marqués de Montálvez. Lo de la marquesa se iba agravando por momentos, hasta el punto de poner en mucha alarma a su marido y a su hija. Había serias discrepancias entre los doctores más sonados de Madrid sobre si aquellos dolores lentos, profundos y angustiosos, eran simplemente neurálgicos o reumáticos, o acusaban la presencia de un cáncer inextirpable, por lo cual era de suma urgencia que la enferma saliera a tomar estas aguas, aquellos aires y los gases de más allá; y como lo uno estaba en el Pirineo francés, y lo otro en Suiza, y en Alemania y en los confines del mundo lo restante, y, además, era de rigor una detenida consulta con las celebridades médicas de París, la expedición resultaba larga, doblemente por las precauciones y comodidades que exigía el estado lamentable de la marquesa, cuyo médico de cabecera, un hombrecillo ya viejo y de gran experiencia, que la quería mucho, porque casi la había visto nacer, la aconsejaba que tuviera juicio, pues ya estaba en edad de ello; que se quedara quietecita en su casa, limpiándola antes de ruidos y de bambolla; que se acostara tempranito y se levantara tarde; que se curara de la maña inocente de disimular sus vanidades con exigencias de la necesidad, y que no tentara a Dios metiéndose en aventuras como la que iba a acometer, porque ese era precisamente el camino más breve que podía elegir para irse por la posta al otro mundo. ¡Como si callara! Se trazó el itinerario, se dispuso y se comenzó el arreglo de la impedimenta, ¡que ya tenía que ver!, y hasta se fijó día para la salida de Madrid.

Algunos antes llamó el marqués a su despacho a Simón, el hombre de su confianza, su administrador general e intendente. Dos palabras sobre este personaje:

Era manchego, y estaba al servicio del marqués desde algunos años antes que éste se casara. Empezó de groom, con su chaquetilla listada de menudos y apretados botones, sus botas de montar y su gorra de librea. Después fue lacayo, y luego criado exclusivamente; más tarde, ayuda de cámara, y, por último, administrador de lo de adentro y de lo de afuera; porque era listo como una pimienta, previsor y complaciente hasta lo increíble, y en breve tiempo aprendió lo que no sabía para el delicado cargo que le iba a confiar el marqués. Llegó a pintar la letra y a sacar en el aire las cuentas más complicadas. Si bien lo hacía en la administración de los mermados bienes del marqués soltero, mejor lo hizo con ellos y los puntales del marqués recién casado, y muchísimo mejor con el diluvio de caudales que inundó la casa a la muerte del ex contratista de carreteras y suministros. Era mozo que se crecía con los obstáculos. El marqués le admiraba y se dormía en la confianza que tenía en él, y hasta la marquesa le distinguía con inusitados testimonios de su aprecio. Tanto, que cuando el administrador insinuó sus deseos de casarse con la doncella más mimadita de la casa, no solamente lo aplaudió aquella señora, sino que dotó rumbosamente a la novia y fue su madrina de casamiento. El marqués no estimaba tanto al espabilado Simón por su destreza en el desempeño del cargo que ejercía, como por el talento singular que mostraba para oírle y atenderle, para pescarle los detalles más finos de sus peroraciones a destajo, y hasta para moverle a extenderlas y elevarlas. Como que llegó a tomarle como piedra de toque de la ley de su elocuencia, ensayando con él, bajo el disfraz de motivos de tres al cuarto, por salvar las convenientes distancias jerárquicas, entonaciones, actitudes y arranques que pensaba ostentar, en toda su verdadera aplicación y pompa, en el teatro de sus hazañas políticas.

En la ocasión en que aparece en el despacho del marqués, aún no había cumplido el medio siglo. Era delgado, de mediana estatura, de ojos pequeños y alegres, ligeramente moreno, de cara larga y algo afilada, no mucha frente, y corto y espeso el pelo gris de su cabeza. Vestía un traje obscuro, muy modesto y muy limpio, y tenía toda la barba afeitada. Nada más insignificante que aquel hombre, a la simple vista: parecía un mozo de café. A la sazón, iban sus negocios particulares en próspera fortuna. Su mujer era una hormiguita, que traficaba en todo lo imaginable; y él, con los sueldos ahorrados, otros gajes lícitos de su empleo, y el óbolo de su hacendosa compañera, podía destinar un capitalito modesto a préstamos sin usura, pero bien garantidos. Y así iba tirando el pobre y adquiriendo una finquita hoy, y mañana unas acciones del Banco de España «por una casualidad», y al otro día una hipoteca «de lance». Nada, que había que quererle y admirarle, en cuanto se le oía hablar de estas cosas que le pasaban a él.

Y basta del sirviente; no vayamos a pecar de descortesía con su aristocrático señor, que nos espera en su despacho. El despacho del marqués era regularmente amplio, severamente vestido, severamente puesto y severamente alumbrado por la dulce y severa luz del Norte. Maderas de raíz de nogal con filetes negros, y cuero cordobés con grandes clavos de níkel; armarios llenos de libros regularmente grandes, lujosa y severamente encuadernados; cortinones de color de café con rica y severa pasamanería; alfombra persa de severos colores; coronas de marqués en cada paño y en cada mueble; algunos cuadros al óleo, de tan severo gusto, que costaba trabajo descifrar el asunto de ellos debajo de la pátina que los obscurecía..., y así sucesivamente. Entre tanto, ni una hilacha por los suelos, ni un mueble fuera de su sitio, ni un papel ni un cachivache desarreglado encima de la mesa-ministro, detrás de la cual se arrellanaba el marqués en un sillón de una severidad de líneas intachable.

Verdaderamente valía mucho más la urna que el santo. Bien mirado, en ropas menores, digámoslo así, el marqués estaba ya hecho una ruina. Sin los retoques y aparatosos arreos con que se presentaba en público; envuelto el cuerpo en holgada bata de cachemira; cubierta la amplísima calva con un gorro griego; descuidados los blancos mechones de pelo lacio que sobresalían por debajo del gorro y por encima de las orejas; sin afeitar todavía, y mal tapadas las arrugas del pescuezo por el cuello escotado de su camisa de dormir, ¡cuán diferente era aquel marqués del marqués del salón de Conferencias del Congreso, y de sus propios salones de recibir, y de todos los salones de la aristocrática comunión a que pertenecía! Digo en cuanto a su físico; porque en lo tocante a lo demás, el hombre averiado y caduco del rincón doméstico, era el mismo personaje ostentoso de la vía pública y de los grandes salones. Refiérome a la prosopopeya y a la solemnidad.

Bien sabido se lo tenía el avisado Simón, y por eso le hizo la misma reverencia al entrar en su despacho y verle solo allí, que si le hallara acompañado del Presidente de las Cortes.

Dejole el marqués que se doblara cuanto podía dar de sí su elástico y bien educado espinazo, y le dijo, cuando le vio casi derecho y tan cerca como lo permitía el debido respeto:

-Necesito, Simón, para dentro de cuatro días, diez mil duros disponibles en poder de mi banquero de París.

-Con permiso de Vuecencia -respondió el apoderado, mansa y respetuosamente-, no es el plazo tan desahogado como convendría para una cantidad de esa consideración.

-En plazos más cortos has sabido facilitarme sumas mayores -le replicó el marqués, en tono suave, pero con visos de exigente.

-Es la pura verdad, señor -observó Simón, entendiendo bien el acento de su amo-, que he tenido esa honra muchas veces; y por lo mismo, me he creído obligado a hacer a Vuecencia, con el respeto debido, esa ligera indicación... Porque, si Vuecencia me lo permite, me atreveré a manifestarle que ciertos caminos, cuanto más se pisan y se frecuentan, más intransitables se ponen.

-Todo lo que tú quieras, Simón, todo lo que tú quieras; pero no se trata ahora de esas cosas, sino de hacer lo que té he dicho en el plazo que te he marcado.

-Vuecencia será servido en ese mandato como en todos lo que se digne manifestarme; pero creo, salvo el mejor parecer de Vuecencia, que es de alguna necesidad poner en su conocimiento las dificultades que hay que vencer para dar ahora cumplimiento a los deseos naturalísimos de Vuecencia.

-No veo esa necesidad, Simón. ¿Dónde está ella? O se puede, o no se puede: has dicho que sí... Pues huelgan los comentarios.

-Pero, con permiso de Vuecencia, supongo yo que esas dificultades que hoy pueden vencerse, a costa de grandes esfuerzos, en un caso idéntico sean invencibles mañana.

-¿Y qué?

-Que en un extremo así, convendría estar al tanto de ciertos antecedentes, para no extrañar...

-¡Para no extrañar!...

-Para no atribuir a falta de celo en el administrador (pongo por caso, con el respeto debido) lo que es obra de... vamos, de la marcha natural..., supongamos, de la cosa misma.

-Pues no te entiendo, Simón.

-Recordará Vuecencia que en varias ocasiones he solicitado el honor de que me permitiera explicarle, manifestarle..., vamos, ponerle a la vista el estado verdadero... de las cosas, como quien dice.

-Cierto. ¿Y qué?

-Que Vuecencia ha tenido siempre la bondad de desatender mis ruegos.

-En lo que te he dado, Simón, la mayor prueba que puedo darte de mi absoluta confianza en la administración de mis caudales.

-Precisamente, señor, del deseo de corresponder dignamente a la inmerecida honra que me dispensa Vuecencia en esa prueba, nace el empeño de enterarle...

-¡De enterarme!... ¿Y de qué, buen Simón? ¿De que no van mis negocios en próspera fortuna? ¿De que este cortijo, y la otra casa, y tales acciones no valen lo que valían, porque los arrendamientos, y el inquilinato, y el estado general de los negocios, y el aspecto alarmante de la política así lo disponen?... ¿No es esto? ¿Ves cómo yo penetro con una sola mirada hasta el interior de las cosas, y vivo en perfecto conocimiento de ellas, sin que nadie se tome, el trabajo de pesarlas y de medirlas delante de mí? ¿Y qué le vamos a hacer si el cuadro no es tan risueño como tú y yo deseáramos? Pues paciencia, Simón, paciencia, y aguardemos días mejores, que ya vendrán. Felizmente, mi caudal no es de apariencia: es sólido y es abundante, a Dios gracias, y da para todo; quiero decir, para aguardar los vivificantes calores del estío, bien a cubierto de los mortíferos hielos invernales.

-Si no he comprendido mal el símil de Vuecencia, ese es precisamente el punto en que tengo la desgracia de discrepar de su sabio parecer.

-¿A ver cómo?

-Vuecencia sabe que sus caudales no son los que eran algunos años hace; que han disminuido..., que...

-Adelante, Simón.

-Pero desconoce el detalle, el estado en que se encuentra lo que queda de ellos; porque, si se me permite manifestarlo, los gastos de la casa y las quiebras habidas en ciertos negocios no han guardado la debida proporción con la merma de los haberes. El hacer dinero en ciertas ocasiones, cuesta más caro que en lo ordinario; y esta carestía se aumenta según que las necesidades se van haciendo más visibles y más frecuentes..., porque bien sabe Vuecencia que la usura es desconfiada, y hay que satisfacerla, y..., vamos, que abusa más de lo que debiera. Así sucede que va Vuecencia a tapar un agujero, y para taparle se forma otro; y tapa éste, y resulta otro más grande; y, tapa aquí y destapa allá, piérdese algo el buen tino, y al menor descuido salta una criba entera, que, créalo Vuecencia, no es la mejor capa para esperar un hombre, abrigado con ella, los calores del verano; sobre todo, si dan en apretar mucho, como aquí sucede, los fríos del invierno.

-No basta la buena intención que a ti te guía, mi fiel Simón, para fallar, con el acierto debido, pleitos de determinada naturaleza...

-Es la pura verdad, señor; pero cuando los números hablan... Si donde hay veinte disponibles se gastan cuarenta, resulta una falta de otros veinte.

-Si no te conociera, pensaría que llevabas tu atrevimiento hasta el extremo de intentar ponerme a ración...

-¡Señor!...

-¡No te sobresaltes, que ya hice la merecida salvedad; pero no insistas en ese tema, porque las necesidades domésticas y sociales de una familia tan conspicua como la mía, y las de un hombre como yo, no pueden sujetarse al régimen admitido para el común de las gentes, ni al criterio de un sencillo y honrado administrador como tú...

-Las palabras y los deseos de Vuecencia -dijo aquí el aludido, plegándose casi en dos mitades iguales- son órdenes y enseñanzas para este su humilde servidor; pero como, por lo mismo, le debo toda la verdad de lo poco que se me alcanza, quisiera advertir a Vuecencia, con el debido respeto, que no me refería tanto a lo que pudiera llamarse gastos de representación de esta ilustre familia, cuyo necesario esplendor eso y mucho más reclama, cuanto a otros independientes de ellos, y que no son los que menos agujeros han abierto en la criba a que tuve el honor de referirme antes.

-¿A qué otros gastos te refieres?

-A los grandes desembolsos que le han costado a Vuecencia los negocios que ha emprendido en compañía de don Mauricio Ibáñez...

-¡Bah!..., gajes del oficio, Simón: hay que estar a las duras y a las maduras.

-Cierto; pero a Vuecencia siempre le han tocado las duras.

-También a él...

-Pero ese es su oficio; aquí cae y allí se levanta: de eso vive; al paso que Vuecencia...

-¿Otro consejito, Simón?

-¡Dios me libre de la tentación de cometer ese nuevo pecado! Sólo que pensaba yo que en ese punto, bien cabía, sin ofensa de los respetos que debo, una indicación...

-Y ¿cuál es?

-Que sería más de sentir que el dinero perdido por Vuecencia, como socio del banquero en determinados casos, el que pudiera perder en la misma compañía, de muy distinta manera.

-¿Qué quieres decirme, Simón?

-Que estoy muy bien enterado de que en el señor don Mauricio no es oro todo lo que reluce.

-¿Estás en tu juicio! ¡El banquero de más crédito de todos los banqueros de España! ¡El hombre que abarca los negocios más vastos y complicados; que manda en el Ministerio de Hacienda como en su propia casa!

-Pues ese que manda en el Ministerio de Hacienda (¡y así va ella!) no tiene los asuntos tan limpios y desembarazados como creen las gentes y deseara él.

- ¡Cómo puede ser eso?...

-Será, con permiso de Vuecencia, porque el diablo reclame lo suyo, o por otra causa; pero ello es. Y cómo el que se ahoga se agarra a lo primero que alcanza con las manos, y Vuecencia tiene poca práctica para esos fregados, porque ha nacido para cosas más altas y más nobles..., cumplo con un deber, hasta de conciencia, dándole respetuosamente este aviso.

-Tú has pisado hoy malas yerbas, Simón... Ya hablaremos oportunamente de esas y otras cosas, con la necesaria tranquilidad. Ahora cumple el encargo que te he dado, y nada más. Cabalmente me hallas hoy en la peor de las condiciones para ocuparme en negocios que me obliguen a fatigar la cabeza con discursos ni con preocupaciones.

-¿Se encuentra mal Vuecencia?

-No muy bien: he sentido un fuerte desvanecimiento al levantarme... y anoche había sentido otro al acostarme.

-Debilidades del estómago...

-Eso creo yo... Pero resérvalo, de todos modos. No he querido decir nada a la marquesa, por no alarmarla. ¡Ah, los frutos del ambiente de esa condenada casa de locos ambiciosos e intrigantes! ¿Qué han de sacar de ella los hombres desinteresados y conciliadores como yo, sino grandes desencantos y trastornos cerebrales? ¡No sabes con qué ansia aguardo el momento de salir a respirar aires libres y más sanos, fuera de la atmósfera candente en que nos abrasamos aquí los desdichados a quienes el patriotismo obliga a encadenar hasta sus afectos más íntimos al presidio de los negocios del Estado!... Tienes mi permiso para retirarte, Simón... ¡Ah!, se me olvidaba..., y vaya la noticia por lo que has de gozarte en ella, no porque yo le dé la menor importancia, ni deje de considerar el suceso como un tardío acto de desagravio, por parte del desagradecido Gobierno: lo de mi senaduría es cosa acordada, al fin.

-Reciba Vuecencia por anticipado la más humilde, pero la más cordial de las felicitaciones.

-Esas, para la patria, Simón, que tan necesitada está de reparaciones de esa índole, aunque te suene el reparo a vanagloria. De todas suertes, gracias por la cariñosa enhorabuena... y Dios te guarde.

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