La Montálvez: II-10
Ángel desapareció del salón del baile aquella noche, pero no de la playa. Al otro día se dejó ver instalado en el mismo hotel en que vivía la marquesa. Habló con Luz en el comedor y en el jardín, y dondequiera que le fue posible y le pareció lícito, y Luz se le presentó a su madre a título de amigo suyo, como «el mejor de sus amigos». Así le calificó.
Se necesitaba tener los ojos muy poco avezados a estudiar fisonomías, escasa luz detrás de ellos, menos mundo y demasiada carga de malicias, para recibir mal a un presentado de aquel corte; y como a la marquesa le sobraban mundo, luces, experiencia, buen gusto y hasta motivos especiales, «el mejor amigo» de su hija fue recibido por ella muy cortés y cariñosamente.
A los pocos días Ángel era también «el mejor amigo de la casa», y el compañero inseparable de Luz y sus amigas en corrillos, fiestas y paseos. No podían pasar las cosas de otro modo con un carácter como el del «guardián del paraíso» de Luz.
«Era un conjunto -escribe la marquesa- de enterezas y formalidades de hombre, de sinceridades de niño y de entusiasmos de artista, envuelto en un cendal de los más nobles y honrados pensamientos; pensamientos que se le leían, aunque callara, como si su cerebro fuera urna de transparente y limpio cristal. Era imposible no franquear todas las puertas de la casa a un huésped como aquél, que llevaba todo su caudal de sentimientos y de ideas a la vista y sin cerrojos.»
Ya conocía la madre el génesis novelesco de la amistad de su hija con él, y había hecho suma gracia a sus malicias de mujer de larga historia; y le conocía porque Luz, que se había arriesgado a declararla lo más, no tenía para qué ocultarla lo menos. Por cierto que se vio la pobre en grandes apuros para pasar con el idilio entre las sonrisas cáusticas de su madre, siguiendo el fantástico camino por donde habían llegado las cosas al punto en que se hallaban.
Pero, idilio o no, el desenlace era un hecho positivo y de una realidad bien simpática para la marquesa, hasta aquellos momentos. En adelante ya vería, según fuera descubriéndose lo mucho que aún ignoraba. Luz le había presentado el mancebo con su nombre y apellido; pero como éste le había sonado poco a fuerza de parecerle vulgar, ya se había olvidado de él, hasta por costumbre de llamar al presentado por su nombre de pila, que tan bien le cuadraba. Y esto era muy poco saber todavía.
Las amigas de Luz y el novio de la mayor, desde la noche del baile se bebían los vientos olfateando noticias del aparecido en el salón, por supuesto que con la mejor de las intenciones; pero nada averiguaban de fundamento, aunque por la playa corrían ya las versiones más estupendas y contradictorias acerca de la procedencia y vicisitudes del novio de Luz; que por esto solo, es decir, por ser el novio de la bañista más hermosa y más visible de cuantas por allí se exhibían, tenía el triste privilegio de atraer sobre sí todos los rigores de la curiosidad desocupada.
Entretanto, él y ella habían ido trocando poco a poco las tintas ideales de sus alegorías, y buscando la comunicación de sus mutuos sentimientos por otros carriles más humanos, aunque menos pintorescos; se amaban a la manera de los mortales del mundo sublunar que se aman de veras, sin afirmarlo a cada instante, pero sin vacilaciones ni recelos, ni ansiedades locas ni exigencias ridículas. Luz hallaba menos cargado de poesía este cuadro de la realidad que el otro de su fantasía; pero, en cambio, le parecía más substancioso, y por ello no se lamentaba del trueque. Verdad es que Ángel sabía mantenerla en tan buena conformidad pintándola a menudo, y para lo porvenir, hasta panoramas enteros, que no por desenvolverse en el prosaico mundo «de cal y canto», dejaban de ser llamativos para la venturosa pareja que había de habitar en ellos.
Cuando la marquesa comenzaba a echar de menos los pormenores que Luz no podía darla sobre la procedencia del «mejor amigo» de ambas, se anticipó el interesado mismo, en una ocasión bien elegida, cuando vino muy a pelo, a sacarla de su apuro, relatándola con noble, sencilla y hasta elegante ingenuidad, su filiación entera y verdadera.
Esto ocurrió una tarde, en la intimidad de una conversación habida en el mirador del gabinete de la marquesa entre ésta, su hija y el relatante, al blando rumor de las ondas que venían a morir, deshaciéndose en ancha faja de espumas, sobre la playa inmediata. He aquí la substancia de su relato:
Ángel era el menor de varios hermanos suyos, a quienes no llegó a conocer, porque murieron siendo muy niños. El temor de que también él se muriera, fue causa de que le guardaran sus padres como oro en paño. Cualquier otro en su lugar se hubiera perdido con lo que se hizo con él por el afán de conservarle. A él le salvó su naturaleza, francamente refractaria a vivir bajo fanales. Nunca fue niño mimoso ni asombradizo, aunque sí muy avaro del calor del hogar y de la familia. No llegó a perdulario, ni con cien leguas; pero rompió muchos zapatos jugando en las plazuelas con otros camaradas; se descalabró bastantes veces, y no volvía a casa, de retorno de la escuela o del paseo, con la ropa más limpia ni más entera que la de cualquier otro muchacho de buenas agallas. Lo que nunca hizo fue negar en casa lo que había hecho en la calle, ni quejarse contra nada ni contra nadie por sucesos de que él solo tenía la culpa. Esta sinceridad le valió nuevas largas de quien tenía derecho para atarle corto; pero él no las quiso, es decir, no usó de ellas, porque le bastaba con las que ya tenía para expansión necesaria de las fuerzas de su temperamento. Cumplió bastante bien con sus deberes escolares. No descolló gran cosa entre sus condiscípulos de primeras y segundas letras, pero tampoco fue de los últimos. Se creía muy en su puesto estando donde estaba, y por eso jamás tuvo celos de los que le precedían, ni miró con desdén a los que iban detrás.
Cuando llegó el momento de elegir una carrera, hubo grandes porfías en su casa. Todo parecía poco para él, y él, entretanto, tenía bien limitadas las ambiciones sobre este particular; no sólo porque era cosa convenida que no necesitaba la carrera para vivir a expensas de ella, sino porque no quería echar sobre su cabeza mayor carga de la que pudiera sufrir con desahogo. Fue siempre un enigma indescifrable para él la convenida claridad de las matemáticas. Excusado era enderezarle por este camino. Aun suponiendo que hubiera sido capaz (que no lo fue) de penetrar los alambicados y abstrusos conceptos de la metafísica, reputaba por perfectamente inútil en la práctica de la vida toda esa jerga filosófica que ha tenido siglos enteros en perpetua disputa a la mitad del mundo sabio, sin que haya quedado más fruto positivo y tangible de tan larga y encarnizada batalla que un rimero de infolios en latín, que van royendo poco a poco los ratones y las polillas. No tenía estómago bastante fuerte ni entrañas del temple necesario para médico, amén de que, como carrera de lujo, la de Medicina le parecía la menos a propósito de todas las carreras. Y así, por este sistema de exclusión, llegó a demostrar a su padre que él no podía ser otra cosa que jurisconsulto, la carrera en que caben todos, los grandes y los pequeños, los listos y los tontos, y los que se buscan el título como puerta para salir a todos los campos de las humanas ambiciones, que no eran pocas a la fecha.
Y se hizo abogado en unos cuantos años de estudiar regularmente y de asistir a cátedra con bastante puntualidad, sin pedir, por iniciativa propia, más vacaciones que las de reglamento, ni perorar en los motines universitarios, ni fomentar huelgas ni manifestaciones escolares de ninguna especie, aunque obligado a servir de comparsa en las que le tocaron en suerte.
Siendo abogado a los veintidós años, ya no supo qué hacerse, y por hacer algo tuvo serias tentaciones de abrir su correspondiente estudio; pero no cayó en ellas, en primer lugar, porque con los aires de un largo viaje que hizo por entonces para acabar de convencerse de que en el mundo hay algo más que Madrid y sus afueras (lo cual no quieren creer todavía algunos madrileños), se le modificaron mucho las ideas sobre el bufete de letrado; y, en segundo lugar, porque ya le chisporroteaban en la mente ciertos reflejos de otras regiones más altas y serenas que las del foro; reflejos que, con el roce y continuo trato de personas avezadas a vivir en ellas, llegaron a ser clara luz con la cual descubrió nuevos mundos que le despertaban grandes apetitos en su fantasía, y en los cuales eran desconocidos los procuradores y el papel. sellado.
Felizmente, conservaba Ángel en toda su pureza la buena pasta de sus primeros años. Continuaba conformándose con lo que en buena ley le correspondía, y teniendo por precepto de ella el volverse a su puesto, muy tranquilo, después de malogrársele su intento de valer un poco más, bien convencido de que no todos los viandantes servían para todos los senderos. De otro modo, no hubiera ganado para sustos, contrariedades y descalabros; porque el mozo, en este particular, siempre fue curioso y decidido.
Antojósele que «también él» era poeta, porque era sensible y veía claro en el espacio de las ideas. Allí estaban, y suyas podían ser como de cualquier otro. Decidiose, y se apoderó de unas cuantas que mejor le parecieron. Trabajo inútil. Lo que tan hermoso se le antojó disperso y revoloteando en los cielos de su fantasía, entre manos profanas no era más que un puñado de cosas descoloradas y deformes. Le faltaba el arte con que vestirlas para que fueran la expresión exacta de lo concebido en la mente, y esto no era ser poeta.
Ya siendo estudiante se había creído capaz de ser pintor, porque sentía y amaba a la naturaleza, y tributaba admiración y hasta saboreaba las obras de los grandes maestros. Además, la herramienta de este oficio le parecía de mayores recursos y más entretenida que la pluma, Otro desengaño. ¡Siempre la idea desfigurada y confusa entre la obscuridad de un arte deficiente! La misma dificultad con los colores que con las palabras. Cuanto más trabajaba para dar relieve a las formas de su pensamiento, más le desvanecía y le ahogaba entre la balumba de las frases huecas o de los colores resobados. Esto no era ser artista.
Otro en su lugar no se habría dado por vencido en estas luchas, y hubiera inundado de coplas y de monigotes a España entera, para ofrecernos en cada disgusto un testimonio de que él era tan poeta y tan pintor como los mejores, o de que si no lo era todavía, lo iría siendo poco a poco; pero Ángel, para honra suya y tranquilidad de los españoles incautos, aprovechó las caídas para estimar el valor de lo que a él le estaba vedado, y empleó las fuerzas que otro hubiera gastado en odiar a los que eran lo que él no podía ser, en admirarlos quieta y sosegadamente, porque sabían expresar las más altas ideas con los procedimientos más sencillos. Y esto era ser poeta y ser artista.
Antes que en pintor, había querido picar en músico; y en este intento, aunque no llegó a dominar el arte, sacó mejores frutos que en los otros: tenía paciencia, mucha maña y buen gusto, y el piano era un almacén de sonidos hechos. De este modo, si no creaba, cuando menos se divertía extrayendo del depósito las notas, concertadas por el orden que se le señalaba en un papel. Llegó a ser un regular pianista.
Después de su fracaso de poeta, quedábale el recurso de la prosa, que parece ser el prado del concejo para todos los aficionados a retozar en los campos acotados de las letras, y aun de las artes, las pedestres inclusive. Ángel no llevaba a tal extremo sus aprensiones, porque esto no cabía en un mozo de tan buen sentido; pero muy cerca le andaba cuando consideraba el caso desde lejos. Por de pronto, creía que sin las trabas del metro y de la rima, el ropaje de la idea era mucho más fácil de cortar. En la prosa, el arte, si arte se necesitaba para manejarla bien, era llanote y campechano; las pruebas abundaban, al decir de las gentes, de que en España bastaba querer para convertirse un zapatero en literato distinguido; y esto no sería del todo exacto por lo tocante a los zapateros; pero podía serlo por lo tocante a él, que había cultivado la inteligencia, conocía bastante bien la lengua en que pensaba, y hasta sabía distinguir los libros escritos con arte de los emplantillados por zapateros.
Y se atrevió con una novela, cuyo asunto vela bastante claro en su cabeza. Cuestión de coger aquellos personajes, decir cómo eran, dónde vivían y de qué modo; de qué pie cojeaba cada uno, y moverlos de acá para allá, lo mismo que se mueven las gentes en el mundo, al compás de sus necesidades y según lo pidan sus virtudes o sus pasiones. Nada más sencillo ni hacedero. No se lo parecería tanto sí se tratara en la novela de cosas del otro jueves: de laberintos de sucesos, de lances inesperados, de sorpresas deslumbradoras y espantables, obra para la cual se exige una fuerza inventiva de todos los demonios, y hasta un acopio de auxiliares mecánicos que no se hallan ni se construyen en los talleres de un novelista cualquiera.
La armazón de la novela de Ángel era la siguiente: un comerciante muy rico tenía una mujer muy guapa, la cual mujer era, además, ligera de cascos. De este matrimonio nació una hija que llegó a ser moza, sin que, su madre se recatara de ella todo lo que debía para entregarse a sus liviandades, que iban de mal en peor y al cabo llegaron a matar de pesadumbre y de vergüenza al pobre comerciante. A la hija la pretendió un abogadete poco aprensivo; la pretendida le quiso y llegó a casarse con él; al poco tiempo de casada la galanteó un coronel muy guapo: a ella le gustaba mucho el coronel, que era mejor mozo que su marido; y porque le gustaba y estaba muy hecha a considerar, en el ejemplo de su madre, que el ser mujer casada no impide enamorarse de otro más, aceptó los galanteos del coronel, el cual desorejó en un duelo al abogado ofendido, por habérsele quejado éste de la ofensa. Cuando se cansó del coronel, amó a un ingeniero civil, y después del ingeniero a un periodista, y así sucesivamente hasta un torero de fama; porque el público llevaba una cuenta minuciosa de todas esas prodigalidades amorosas, aunque la pródiga pensaba que nadie se las veía. Con este caso bien podía darse a entender, sin declararlo con la pluma, que, sin un milagro de Dios, de madre mala no puede nacer hija buena, porque aun sin contar con lo que influye en las inclinaciones de las segundas el mal ejemplo de las primeras, hay quien cree que los vicios se heredan como las escrófulas y la tisis. Pero la esposa del abogado tuvo también una hija, y ésta hija era guapa y parecía muy buena. Por de pronto, se había educado de muy distinta manera que su madre: lejos de ella y del ruido de los escándalos. De esta chica se enamoraba un forastero, ignorante de todo lo que pasaba y había pasado en aquella familia; el forastero era guapo mozo, muy honrado y sumamente noble y sencillo de carácter, por todo lo cual la chica llegaba a quererle con todo su corazón... Y aquí entraba la dificultad que había sumido al autor en grandes dudas. ¿Qué hacía con la pareja de enamorados? ¿Conservaba al novio en su ignorancia y los casaba, exponiéndole por toda su vida a la conmiseración ultrajante del público, que estaba en autos, cuando no a más graves peligros si la cabra tiraba al monte a lo mejor? ¿Le enteraba de todo? Y en este caso, ¿qué hacía el pobre muchacho después de poner en horrible lucha a su corazón con sus naturales repugnancias? ¿Renunciaba a la hija, que era buena, por los pecados que había cometido su madre? Y en caso afirmativo, ¿disculpaba su resolución con la verdad? procediendo así, ¿qué hacia ella? ¿Le culpaba a él, o culpaba a su madre? ¿La mataban el dolor y la vergüenza, o se resignaba y vivía? No había lucha ni vacilaciones en el novio después de descubrir lo que ignoraba, y entraba con todas, porque su amor le cegaba: ¿era su papel, en este supuesto, más airoso que el de casado en la ignorancia de lo que ahora conocía? ¿Salía buena su mujer, o salía mala? ¿Cuál era lo más natural, lo más humano, lo verdadero, teniendo en cuenta que su obra no había de ser un libro de tesis, sino la exposición amena de algunos sucesos arrancados de la realidad de la vida?
Dejando estas dudas sin aclarar por de pronto, y muy confiado en que la fuerza misma de las cosas al tratar de ellas le daría resueltas las dificultades, comenzó a escribir la novela... ¡Otra sorpresa más y un nuevo desengaño! Con saberse todo el Diccionario de la Lengua y conocer al dedillo personas y lugares, los retratos y pinturas de ellos, más que cuadros de color, le resultaban inventarios de escribano. También allí hacia falta el arte, y mucho arte; porque hasta que lo tocó con las manos no pudo convencerse de que lo más sencillo y trivial a la simple vista, lo que estamos contemplando a todas horas, porque vivimos entre ello, es lo más difícil de pintar en un libro.
Entonces arrojó la pluma pecadora y se curó de toda tentación de meterla en donde no la llamaran; pero, en cambio, fue desde aquel momento un devoto, hasta lo místico, del arte en todas sus verdaderas manifestaciones, sin temores ni barruntos de que pudiera incurrir jamás en el feo vicio de profanarle con atrevimientos de aficionado, y con la lícita vanidad de ser el único español que, pudiendo, no había molestado a la paciencia pública con una sola «muestra de su menguado ingenio».
Yo no sé si parecerá bien a los lectores de cierta contextura, que un mozo como Ángel les fuera con aquellas puerilidades y estas retóricas a dos señoronas de Madrid que estaban pasando una temporada en una playa de baños, y entretenidas en ver desde el mirador de una fonda cómo rompían las olas del mar, allí cerca; pero, poniéndome en el peor de los casos, quiero que consideren aquellos caballeros que de todo se puede hablar con señoras, por aburridas que estén, hasta del teorema de Sturm, que es la materia más desabrida que yo conozco; porque el peligro de cansar al prójimo no está en lo que se le cuente, sino en el modo de contárselo, y puedo certificar que el relato de Ángel, por lo fresco, por lo natural, ingenuo y desenfadado, fue oído por las damas sin desperdiciar punto ni coma. Por otra parte, ¿de qué había de hablar en aquella ocasión un mozo sin historia, a dos mujeres que estaban interesadas en conocer hasta su modo de dormir?
¡Vaya si les iba cautivando la atención! Tenía que leer la cara de la marquesa, particularmente cuando el relatante expuso el plan de su malograda novela y apuntó las dudas que le asaltaron en lo más interesante. No parecía sino que se había ideado para ella ¡Qué demonio de chico, por dónde había ido a tomar el punto; y de qué manera tan fácil podía llegar a ser un hecho la ficción aquella, sin haberse escrito todavía, y a resolverse en su casa, por la marcha fatal de los sucesos, la dificultad que no había acertado a resolver él en sus especulaciones imaginativas! ¡Tendría que ver eso!
Luz, aunque nada temía por este lado, no por ello se interesaba menos que su madre en los relatos de Ángel. Veíale entre ellos adelantar rápidamente en su ya comenzada metamorfosis de ente ideal en hombre vivo y efectivo, y no la desilusionaba pizca la realidad que se iba descubriendo.
Siguiendo el mozo su historia, dijo que entre sus tentativas de poeta y de novelista fue cuando conoció a Luz, al salir ésta un domingo de las Calatravas. Se metió en el carruaje que la aguardaba en frente, y desapareció calle abajo. Ángel sólo tuvo tiempo para admirarla y para saber su nombre. Le oyó pronunciar en un corrillo de desocupados que la conocían. Otra vez la vio en un teatro, al cual había él llegado a última hora. Ninguna de las pocas personas a quienes pudo preguntar sabían quién era. Esto no debía extrañar a la marquesa. Su mundo estaba muy lejos del mundo de Ángel, y los amigos de éste eran muy contados, porque muy pocos eran también los que se avenían a su manera provinciana de vivir en la corte.
Y no volvió a ver a Luz; pero lejos de borrársele su imagen en la memoria, más se ahondaban sus trazos cada día al calor del pensamiento, que no se apartaba de ella un solo instante. Llegó a creer que en aquel señorío que el recuerdo de Luz había hecho de su corazón y de su fantasía, había algo de inspiración sobrehumana. Aceptolo así; y con ando a esta idea todos los entusiasmos que cabían en su alma virgen, llegó a convertirla en culto fervoroso y apasionado. Esto podría tener sus puntas de romántico y sus lados de inocente; pero así era la verdad, y verdad muy agradable para él. Tenía ciega fe en que había de hallar a Luz algún día, y en que, después de hallada, no había de desconocerle. Y salió a buscarla, sin impaciencias, por aquel camino que eligió a la casualidad. Apenas llegó, oyó hablar de ella y hasta supo cuál era su linaje. No se desanimó al conocerle, ni dudó que aquella Luz de que hablaban pudiera ser otra Luz que ella. Y así sucedió.
Lo demás no tenía para qué referirlo, porque ya lo sabía Luz... y su madre también.
A estos informes particularísimos de su persona añadió algunos otros que pudieran llamarse de familia.
Su padre era un bendito de Dios, y su madre otra que tal, en el fondo, pero algo más áspera y sombría en las formas. El uno y la otra no vivían ya sino por él y para él. No querían que se contagiara de la vida que ellos hacían, modesta y retirada; les gustaba que fuera más corriente y algo mundano, y al mismo tiempo temían verle muy metido en el mundo por los peligros que soñaban en él, particularmente su madre, que era demasiado recelosa y aprensiva. Ángel procuraba acomodarse a este tira y afloja a que querían someterle, y lo conseguía sin gran esfuerzo, porque tenía todo lo suficiente para sus necesidades mundanas, escogiendo entre lo mucho lícito y honrado que en el mundo había.
Por aquellos temores, más llevaderos en el padre que en la madre, ansiaban los dos porque el hijo tropezara pronto con su media naranja. Solamente viéndole casado, y bien casado, se atreverían a conceptuarle seguro.
Y aquí se calló el relatante, porque ya no tenía más que decir, a su juicioso entender. Sin embargo, la marquesa echaba de menos un detalle de gran monta allí; detalle que si Ángel no le había omitido, ella le había olvidado ya. En la duda, le preguntó con dulcísima afabilidad:
-¿Cómo dijo usted -porque soy muy flaca de memoria para nombres- que se llamaba su padre?
Y Ángel, que tampoco se acordaba si lo había dicho o no, y temiendo en este último caso que se atribuyera la omisión a un motivo que no cabía en la nobleza de su alma, aceptó con gusto la fórmula que le dio en su pregunta la marquesa, para responder cuanto podía venir allí muy al caso, sin que se tomara en mal sentido la respuesta:
-Santiago Núñez, antiguo droguero de la calle de la Cruz, y hoy dedicado a negocios de pasatiempo, en la calle Imperial, 15, segundo, derecha, que es la casa de ustedes, con permiso de mi padre, que no desautorizará mi ofrecimiento.