La Montálvez: II-06
Resabios de mis buenos tiempos de doncella pudorosa; algo que queda todavía en el fondo, entre las cenizas. Pues no pensaba yo que fuera tanto como para brotar al primer choque. Y ello es poco, pero molesto cuando aparece. Ya se irá apagando también..., porque señales de lo contrario no deben de ser. ¡A buen tiempo!... Sin embargo, no me resignaría a que ese pobre hombre me apuntara en su libro verde con suficientes motivos. ¡Vea usted cómo puede haber un grano de arena que cierre el paso a una mujer que nunca se ha detenido delante de una montaña!... Es raro eso... Pero ¡qué criatura aquélla! Yo he visto algo semejante en el teatro saliendo por escotillón, envuelto en un sudario... Un espectro. Eso es ella, con su misma lividez y con la misma voz y el mismo miedo que infunde. Y ¡qué ojos los suyos! Me parecía que con la mirada me iba sacando todas las ignominias de mi vida para arrojármelas al rostro entre maldiciones. Y el caso es que este temor me tenía sobresaltada. De este ser no me habló Pepe Guzmán. Y será capaz de decirme, cuando yo se le mencione a él, que es un saco de virtudes; y acaso tenga razón... ¿Cómo habrán podido amalgamarse dos naturalezas tan opuestas entre sí, como la del espectro y la de su marido, para formar un matrimonio ejemplar?... Porque yo vi señales de que aquél lo es. Otro caso raro... para mí, que no sé leer más que en un libro... Lo que no ofrece duda es que hasta en las personas que se creen más despreocupadas hay un fondo sensible que llega a lo romántico... Yo lo había observado en el público que se convierte en fiera en la plaza de toros, y se enternece en el teatro con las dulcedumbres de una comedia ejemplar. Hoy lo he experimentado en mi propia. A poco más que me apuren, me confieso de todas mis culpas delante de don Santiago Núñez, y arrojo mis arreos mundano! a los pies de su mujer... Y ahora casi me asombro de aquella flaqueza. ¡Qué contrastes tan raros!... ¿Cuándo estará en lo suyo la pícara condición humana? Porque tampoco tiene duda que somos masa dispuesta para todo; y hasta el espectro debe de ser de la misma opinión, cuando me dijo que «el honor de las hijas depende del buen ejemplo de las madres». Me parece que fue esto lo que me dijo. Lo recuerdo bien, porque me dolió muy adentro... Otro caso raro: somos del mismo parecer el espectro y yo en lo tocante a la educación de los hijos; nos espantan igualmente los temores de sus extravíos, y usamos procederes diametralmente opuestos en el modo de vivir. Sin embargo, me parece que aquí la lógica está con ella más que conmigo... y Dios también... Pero ¿no se ha convenido en que somos «barro frágil», y en que a la edad y a las circunstancias (¡pícaras circunstancias!) hay que darles lo que les pertenece, y dispensarlas por lo que se llevan de más? Pues he ahí mi caso. Yo vivo como vivo y soy lo que soy, porque no puedo ni debo vivir ni ser de otra manera. Por este lado me arrastran las «circunstancias» y las inclinaciones, obra de ellas; y por este lado me dejo arrastrar... hasta donde me lleven. Nada de ello impide que yo reconozca las ventajas que tienen otros caminos sobre este camino mío: bien a la vista está que no cabe punto de comparación entre una madre como yo y otra madre de esas que pueden hablar delante de un matrimonio honrado, sin sonrojarse, de los secretos de su hogar, y ofrecerse a sus propias hijas por modelo de conducta. Yo no puedo hacer nada de esto, y bien sabe Dios las angustias que me ha costado hoy en casa del espectro, y las que me cuesta en la mía a cada hora, desde que vino mi hija a ella..., pero ¿qué remedio tiene? El barro y las circunstancias lo piden así... y adelante con la vida hasta que no se pueda con ella. Por fortuna, o por desgracia, no voy sola por estos derroteros.»
Así discurría, sobre poco más o menos, la marquesa de Montálvez dos horas después de salir de casa de don Santiago Núñez, mientras se desnudaba... para vestirse otra vez con mejores galas, antes de sentarse a la mesa, porque aquella noche le correspondía el turno en el Real, cuya temporada había de concluir pronto; con lo que se declara que había empezado ya la primavera, húmeda y desapacible, por más señas.
Apunto este detalle, porque sólo aguardaba la marquesa a que el tiempo sentara para emprender el viaje a Francia con su hija. Todo lo tenía dispuesto y preparado ya para marchar a cualquier hora, y Luz esperaba el recado en su colegio. No debía volver a casa ya sino para entrar por una puerta y salir por otra, como suele decirse.
La marquesa había elegido esa estación del año, porque se prestaba mejor que otra a sus intentos.
No había motivo racional ya para dejar a Luz en Madrid un verano entero, ni su madre podía resignarse a pasarle en la calle del Barquillo, ni tampoco a viajar con el estorbo peligroso de su hija; y como a ésta lo mismo le importaba entrar en el nuevo colegio con la primavera que con el otoño, la marquesa había preferido la primavera, de la cual pensaba hacer algo como prólogo de su excursión de verano; excursión planeada hasta la nimiedad, durante el invierno, con Leticia y con Sagrario, que habían de representar grandes papeles en ella.
Y llegó el día esperado; y la marquesa recogió su tesoro del escondite de Madrid, y le trasladó al otro escondite que le tenía preparado en Francia. Y al guardián de allí, casi los mismos encarecimientos y advertencias que al guardián de acá. No era ya prudente ni posible sostener a Luz en completa ignorancia de su categoría social; pero, en cambio, convenía redoblar el empeño para que desconociera los usos y más salientes costumbres de la clase. Que se habituara a considerarlos sometidos a las reglas generales de la ordinaria vida social; y de este modo, cuando no pudiera evitarse que los conociera, por sí misma, sería obra fácil convencerla de que todo lo malo que la sorprendía por inesperado, era excepción de la regla; y con esto bastaba, por de pronto. Las demás advertencias, ya lo he dicho, como en Madrid: pocas retóricas, buena moral, escogidas amistades, «el Dios de los pobres» y un buen equilibrio entre la salud del cuerpo y la del alma. Otra variante que se me olvidaba: no fue tan penosa la despedida de la madre en Francia como lo había sido en Madrid, después de encerrar a su hija. Cuatro años de separación la habían ido acostumbrando a vivir lejos de ella con sosiego.
Cumplido este importante negocio, a París con la doncella, con la de marras. Un mes pasó allí. ¿Qué hizo? Contra su costumbre, está poco explícita la marquesa en este pasaje de sus Apuntes: acaso porque la materia no daba de sí para cosa mejor; quizás por todo lo contrario. De todas maneras, es de extrañar este laconismo de nuestra heroína, que sabe entretener la pluma en asuntos bien insignificantes, y no se muerde la lengua cuando tiene que declarar faltas enormes. Pero en materia de escrúpulos, ¡hay tantas rarezas incomprensibles!
Quien pudiera sacarnos de la duda era su doncella; pero ni la conozco, ni existe, que yo sepa, la historia de su vida y milagros.
Lo único que hace saber terminantemente la marquesa, es que al acabarse mayo llegó Sagrario a París, según lo convenido entre ambas; que pasaron juntas quince días en aquella capital, «bien disfrutados» (textual), y que se fueron después a Viena para reunirse con Leticia, según lo convenido también.
Y vean ustedes otra prueba que yo creo tener de que lo de París no sería cosa mayor, por lo mismo que se lo callaba la marquesa, en la despreocupación con que da cuenta, aunque no minuciosa, de todas las restantes aventuras de su viaje desde que se reunieron las tres amigas en la capital de Austria. Allí se pertrecharon, como quien dice, de nuevos alientos y propósitos, y de allí salieron para hacer una verdadera razzia por todo lo más cogolludo de la Europa elegante, unas veces juntas, otras separadas, según «las circunstancias y las necesidades»; pero siempre en cabal inteligencia, como divisiones aguerridas y bien disciplinadas de un mismo ejército. ¿Por qué fue Viena el punto de partida, y no París, verbigracia? ¿Por qué se reunieron las tres aventureras en aquella ciudad austriaca y no en esta francesa? La marquesa culpa de esta singularidad, que no la desagradó, a la caprichosa y siempre impenetrable Leticia.
El hecho es que de allí salieron, como pudieron haber salido de otro punto cualquiera, y que nunca como entonces pudo decirse con mayores visos de verdad, que por donde iban no dejaban títere con cabeza. Y yo creo que esto debe entenderse, siquiera en la mayor parte de las ocasiones, en el mejor de los sentidos; quiero decir, en él menos candente de cuantos quepan en la malicia del lector. Porque, según parece, hubo grandes estragos donde no son de temer los de cierto género. Los machuchos cancilleres, los estirados diplomáticos, los ministros desposeídos, los grandes agitadores expatriados, todo lo más alto, en fin, y lo más serio de las notabilidades europeas que abrevaba en lo selecto de las aguas de nuestro continente, sintió, en más o en menos, el influjo diabólico del paso de los tres astros errantes; y es sabido que si no volvieron a Madrid con una reata de celebridades de tal calibre por tiro de su carro triunfal, fue porque no se les puso en el moño la ocurrencia.
De la índole de estos estragos deduzco yo que sólo se trataba, por las causantes, de una ostentación o alarde de travesura, nada increíble en tres mujeres hermosas, sin el freno del escrúpulo y en lo mejor de la vida.
En Ems, ya muy avanzado el verano, se halló la marquesa con Pepe Guzmán. No le gustó el hallazgo cosa maldita.
-A mi paso por Francia -la dijo sin preámbulos- he visto a Luz.
-¡La has visto?-exclamó la marquesa sin poder disimular la impresión desagradable que éste súbito recuerdo de su hija la produjo en la conciencia.
-La he visto, sí. ¡Qué hermosa, qué angelical está!... Me preguntó si sabía por dónde andabas; si estarías ya en Madrid; si te vería pronto yo...
-Y tú ¿qué la respondiste?
-Yo la respondí..., no lo recuerdo exactamente, porque estaba oyendo desde allí el ruido de tus ligerezas imperdonables, y temía que Luz le oyera también...
-¿Es cierto que le has oído?
-¿Pues de qué le conocería, si no?
-¡Qué temeridades, Dios mío! ¿Por qué hará una estas cosas! -exclamó entonces la dama sinceramente espantada de su propia labor. De pronto se trocó su espanto en ira, y lanzó a la faz de su amigo estas frases:
-¡Y pensar que yo no había nacido para eso!, ¡que estoy en ello porque a ello me han arrastrado contra mi voluntad, y que la única persona que me pide cuentas de mi caída sea la que más fuerte me empujó para caer!
-¿Eso es un cargo para mí?
-Es un cargo para ti, porque no puede ser otra cosa cada grito que me arranca esta herida hecha por tu mano, y que no acaba nunca de cicatrizarse.
-¡Ay de ti y de tu hija inocente el día en que esa herida no te duela!
-¿Qué quieres decirme, consejero de Satanás?
-Que no cabe avenencia entre tus inquietudes de madre cariñosa y tus... locuras de mujer mundana; y que tienes que decidirte pronto por lo mejor, en la inteligencia de que ambas cosas dentro de ti no han de tardar en producir el mismo fruto que si te decidieras por lo más malo.
-¿Qué fruto?
-El que más temes, Nica.... y el que acaso mereces por castigo.
-¡Por castigo!... ¡Y me lo dices con una frescura como si tú no le merecieras más ejemplar todavía!
-¿Quién sabe si le estoy sufriendo ya!
-¡Tú!
-¿Crees posible que suceda lo que temo sin que resultemos castigados los dos?
-¡Siempre egoísta!... Vete, déjame en paz, y que suceda lo que Dios quiera.
-Esto significa que te espanta la verdad, y me alegro de ello.
-Di que me repugna en tus labios, y estarás en lo justo.
-Pero, al fin, siempre será verdad, y conviene que la reconozcas de vez en cuando.
Y este fue el único tropiezo que halló la marquesa de Montálvez aquel verano en el ancho, florido y dilatado campo de sus travesuras y regocijos de buen tono.
En París se separó de sus dos amigas; hizo na visita a Luz en su refugio, y gran acopio en ella de excelentes propósitos de enmienda, que se le entibiaron mucho con los aires del amino hacia su casa; y entró en Madrid, en septiembre, tan tranquila y sosegada como si no hubiera roto un plato durante el verano ni en todos los días de su vida.