El Lazarillo de Manzanares: 12
Capítulo V
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Puse, pues, mis cosas en orden y, cosiendo en el jubón los dineros que tenía, me fui a Guadalajara, porque tuve siempre deseo de verla. Parecióme tan bien que traté de quedarme allí, y, buscando comodidad, la vine a hallar con un sacristán tuerto. Éste se contentó presto de mí, porque le dije que tenía natural cómodo para aprender con facilidad cualquier cosa. Llevóme a casa, y apenas hube visto a la mujer, cuando dije:
-Vuestro marido tuerto es, mas si vos pisáis derecho, que lo pague yo. Ojos que, si despide la lengua, ellos convidan, negros y dormidos, ¡ello dirá!
Pues vea vuesa merced si dijeron presto.
Luego que me llevó a casa me dijo en lo que había de entender, ansí en ella como en la iglesia. Recibióme bien mi ama y preguntándome cómo me llamaba la respondimos a una mi amo y yo que Lazarillo. Ella se rió y, partiendo de la sala para la alcoba, andando como a primera intención de bailar, me dijo:
-Marido tuerto y Lázaro por criado, ¡muy trabajoso negocio fuera a no estar tan seguro el partido de su dueño!
Él dijo:
-¡Ea habladora, siempre has de mostrar la buena voluntad que tienes a no perder ocasión! -y entrándose a donde iba me dijo-: ¡Buena mujer me ha dado Dios!
Y dijo bien, que Él muy buena se la dio, pero ella muy mala se había hecho. Al fin, señor, que yo entendí aquel día en las cosas domésticas y el siguiente en las de la iglesia. Puse recaudo para decir misa, almorcé media docena de veces y a las diez subimos al coro para oficiar la misa mayor.
Empezaron el introitu mi amo y otros dos clérigos, y yo me apercibí para entonar el órgano, como antes se me había ordenado. Tocó mi amo de suerte que pudiera desazonar a un viudo, ¡véase si era el tañido como quiera, porque el que disgusta quien he dicho, excelentemente sabe el cómo! Acabó con la tecla y fue al facistol, y yo tras él, donde no pude sufrir dejar de cantar, y satisfaciéndome en mi deseo gateé por un quirie arriba. ¡Considérese cuál cantaban ellos, pues no conocieron cómo cantaba yo!, pues fuera de no saber de canto más que tirarle, parecía cuando cantaba tener la boca llena de ochavos. Pero entonaba muy bien el órgano, y no más. Al alzar, cantó mi amo a ello acostumbrado como puntual sacristán, porque se podía tomar a ello con el más estirado del oficio, no en hacerlo mejor, sino en porfiar más.
Acabado esto di vuelta a casa una hora antes que mi amo, donde hallé a la huéspeda la cara hinchada y con muchos cardenales y el brazo en una banda. Miréla alazarilladamente, y como la lengua me dijese que había rodado las escaleras y yo desde que la vi me entendiese mejor con los ojos, les dije:
-«Ojos, decídmelo vos.»
-«Mojicones han sido, me parece -respondieron ellos.»
Partí a hacer sabidor a mi amo de la caída de mi señora la sacristana, y ya no estaba en la iglesia, porque como era costumbre, se venía por la plaza de donde traía alguna fruta o lo que al tiempo era anejo. De manera que cuando volví le hallé en ella, y metiéndole en un abujero sobre que era tan desgraciada y tan sin ventura, que había de ser ama y criada, pues por haber subido a la cocina, que estaba en alto, cayó a la bajada en uno de tantos hoyos como tenía y rodó desde el primero hasta el postrero escalón.
-¡Que no pueda yo con este hombre -repetía muchas veces-, me mude desta casa donde siquiera tenga una vecina con quien conversar y a quien volver los ojos, o si no, hombre del diablo, ved si he tenido quien me vaya a llamar el barbero para sangrarme!
Él estaba temblando y tan cortado que tenía más hundido el ojo con vista que el que estaba sin ella. Fue a llamarle y, asomándose a la ventana, le dijo que trajese el que tenía la tienda al cabo de su misma calle. Él fue a ello, mas no quiso venir, y volviendo a decirlo a casa dio en que no se había de sangrar con otro. Y desde aquí le aplazo a vuesa merced para un cuento, a mi parecer agudo, y pasa de la manera que diré.
La sacristana, mi señora, tenía perdida toda la mala querencia al barbero, el cual, como la sintiese enferma de la voluntad, hallándola sola la derramó los celos por el rostro y cuerpo en cantidad de mojicones, aprovechándose después de la pretina, con que la desconcertó un brazo y acardenaló todo el cuerpo, jurando una y otra vez de no volver para siempre a su amistad, y que dello daba por testigo al tiempo, de que ella estaba harto más sentida que de los golpes recebidos. Y ésta era la causa porque quería que fuese él y no otro el que la sangrase.
Volvió pues el marido a persuadirle fuese a sangrar a su mujer, y salió con ello, cuya paga fue quedarse a comer con mis amos. Y para este convite nos fuimos los dos a la plaza, de donde se trajo un ave, un conejo y más fruta, con lo cual todo yo me vine adelante para que con brevedad se aderezase. Púsose la mesa, comimos todos y fue regalado de los dos. Comióse las pechugas, casi los lomos del conejo y muy poquita fruta, pero menudeaba en lo del bienaventurado que partió la capa con el pobre a más y mejor, de manera que conforme a lo que mis amos bebían, parecía que echaba él el contrapunto, porque ansí como los que le cantan por uno, que dicen los del canto llano, forman siete o ocho puntos estotros, ansí nuestro barbero: por una que bebían ellos, bebía él cuatro. Acabóse la comida tan tarde que yo hube de ir a tañer a vísperas, y tras mí mi amo a cantarlas, o por decir como ello era, a llorarlas.
Lo que yo comía en todas las ocasiones era cosa increíble, porque a estas horas ya había muchachos aguardándome; y porque les dejase probar la mano en las campanas me daban lo que podían haber de sus casas. La campanilla, cuando salía el Santísimo Sacramento, estaba puesta muy cara. Pues, ¿qué me pasaba con las viejas? El pan bendito me pagaban a oro, y al mismo precio que las abriese la iglesia temprano. De manera que, ansí como el otro fue Lazarillo de no comer, fui yo Lazarillo que pude morir de ahíto.
¿Qué le tengo que decir a vuesa merced? No pasaron ocho días que mi ama no me mandase que fuese a visitar al barbero, satisfecha del caudal que en mí halló y usando de la prudencia común en mujeres; trájele a cuestas desde entonces hasta que un día sucedió lo que diré, con lo cual di de mano a la casa del sacristán, porque era grande la desdicha que me seguía en esta materia, siempre negociador de ajenas holguras.
Pasa pues desta manera: mi barbero estuvo algunos días sin ver a mi ama por la necesidad de llegarse a un lugarcillo no lejos de Guadalajara, y como volviese con algunos regalos y se los llevase casi a la hora que mi amo volvía a casa, por poco diera con ellos, por venir ya a comer, a no verle yo antes y avisarlos. Entróse detrás de la cama con harto miedo, tanto por saber vivía ya con algunas sospechas, cuanto porque no era el más animoso del mundo.
Subió mi amo, sentóse en una silla junto a la mesa poniendo en ella un pañuelo con agraz en cuyos brazos mi ama puso las manos brindándole para que jugase con ella, y como él lo hiciese le dijo:
-Mas que te tengo de hacer tuerto de esotro ojo.
Cogió bonitamente un grano grueso y, sin que lo viese, se le reventó en él, de manera que, como le tapó luego con la mano, quedó a escuras. Y yo cogí mi pusilánime barbero y di con él en la sala para que se bajase por las escaleras abajo, que podía muy bien, a no ser tan cobarde que, puesto en ella, se volviese detrás de la cama, de que mi ama y yo quedamos como difuntos, y más cuando me preguntó:
-Lázaro, ¿quién estaba ahí ahora contigo?
Y aquí entra mi papel.
-Nadie, señor -respondí yo-, sino que cuando hay pasión en un ojo, una cosa parecen dos, o si no, dése vuesa merced un pequeño golpe en él y conocerá esta verdad abriéndole después.
Íbalo a poner por ejecución y, para que tuviese más efecto, se llegó mi ama y dijo:
-Mira bobo, no te has de dar recio, sino desta manera -y diole ella que pudiera dejarle a buenas noches, y él se sintió tanto que lo mostró bien con un gran grito.
Entonces cogí mi retraído y le encaminé por las escaleras abajo.
Y él dijo que tenía yo mil razones, porque jurara que había salido por la sala un hombre. Yo le respondí:
-Es lo que le he dicho a vuesa merced, y ansí nadie se ha de arrojar a hacer juicios temerarios porque aunque tengan apariencia de verdad puede ser engañarse; o sino, dígame vuesa merced, le ruego, ¿el que se echa de pechos sobre una tinaja de agua, es el propio que en ella se figura?
-Sí es -respondió él.
-Pues vea cómo se engaña, porque el que estaba arriba se halló boca abajo, y el de abajo boca arriba; luego, no era el propio.
-Digo, hijo Lazarillo, que cada día voy descubriendo en ti que debes serlo de buenos padres, porque veo que sabes leer, escribir y contar, algo de latín y, sobre todo, que tienes muy buenos respectos.
-Vuesa merced me honra y pone de su casa lo que dice, que en mí no hay nada dello -respondí.
Y cierto que tuvo razón en lo que dijo por saber yo esas cosillas, de manera que cuando no hay otros testigos, éstos son casi fidedignos, porque ¿qué padre deja de enseñar sus hijos a leer y escribir? Por lo menos acuérdome ahora que el tiempo que fui agente de aquel miserable colegio de que mi padre fue rector, no hubo mujer en ellas que no fuese parienta de las mejores casas de España, cuyos padres eran el día de entonces grandes señores, sino que una voluntad, y un engaño después, las trajo..., etc.
Mas probáronlo mal, porque queriéndome regalar con unas valonas no hubo entre todas ellas quien supiera hacer las vainicas.