El Lazarillo de Manzanares: 22

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Capítulo XV[editar]

Cómo puso escuela de muchachos. Cuenta lo que entre un médico y un valiente pasó


Heme aquí, vuesa merced, gracias a Dios fuera de la cárcel, desenamorado, con algunos dineros que me dio el canónigo, entendido en las cosas del mundo y con intento de escarmentar, que es lo mejor. Deseará saber qué camino seguí luego, pues dígosele: yo sabía leer y escribir muy bien y contar mejor, y latín más que medianamente, porque como he dicho, me lo enseñó con curiosidad el ermitaño. Díjele a mi amo que me ayudase para poner una escuela; hízolo; alquilé una casa en la parrochia de San Pedro, entre la de un valiente y un médico, puse encima un rótulo que decía mi nombre y cómo enseñaba también latín, y a lo uno y a lo otro iba a sus casas. Y como me hiciesen otras grandes ventajas en todo lo que yo quería enseñar, me acordé de aquel mi antiguo maestro que me dijo que Ulises no fue valiente, sino astuto, y que cualquier hombre había de mostrar su ingenio no en igualar al que le hacía ventajas, sino en echalle el pie delante en la medra, por cuya lición hize un hábito de tercero y me puse un rosario al cuello, con lo cual y con no ser del lugar me llevé todos los muchachos de Sevilla.

Ahora, ¿no es donoso engaño y en general en todos que crean que los naturales de sus tierras ignoran lo que profesan?, y por lo menos, ¿han visto que si han errado en algo han acertado en mucho, y que los estranjeros que vienen a ellas las aciertan todas sólo con sus dichos dellos? Y ansí las fortunas son para estraños, particularmente casamientos, y más si un hombre habla algarabía y nació en Génova o Italia, ¡allí es ello! Todos se despeñan con sus hijas y haciendas, y más si el concierto ha de pasar por mano de las madres, que creen lo que ellos las dicen como si el hacienda que prometen viniese en lo prometido.

Al fin que, como digo, empecé a alicionar mis muchachos; y ahora digo que cuando respondió un loco preguntándole en qué tanto tiempo lo sería otro, que según le diesen ellos la priesa, que no habló del que con éstos trata, porque éste, desde el día que intentó el tal menester ya lo está. El dinero que ganaba casi es cosa increíble, porque como mis trazas eran más, era el augmento muchísimo, ansí que no se concertaba conmigo nada, ni yo recebí ningún muchacho igualándole primero, antes por la mesma causa no quedaba en mi casa; y éste era uno de los valientes ardides, porque cuando mucho me dieran por cada uno cuatro reales al mes, y si lo contase de espacio los interesaba yo doblados cada semana; fuera de que no se tenía por buen padre el que no me regalaba, que era otra ganancia aparte.

Díjele a vuesa merced que puse escuela entre la casa de un valiente y un médico; pues no le quiero privar de un cuento a mi parecer si no el más gracioso de los que en este discurso hubiere leído, no el más frío, y pasa ansí:

Presentaron al dicho médico un cuero de vino muy bueno, de cuyos amores el criado vivía con mucho desasosiego, y como no hallase modo para darle siquiera un beso le halló para sacar a quien dar muchos, si sus intentos llegaran al fin deseado, porque como el sobredicho cuero tuviese de aposento el que la cebada ocupaba -en el cual estaba el pozo-, se entró por ella con la herrada en el brazo, y llenándola de vino salió a tiempo que su amo entraba.

-¿Qué llevas ahí? -le preguntó.

Y él dijo que la comida y bebida de la mula.

-Ansí, pues anda, que gustaré de verla comer.

Llegó el mozo al pesebre, puso en él la herrada, bebió lo que en ella había y salióse luego el dueño diciendo:

-Ensíllamela en comiendo, que he de ir fuera.

Salió, y entonces creí que había mulas que bailaban la zarabanda, porque como se le hubiese subido el calor al celebro, empezó a poner por obra los efectos de la embriaguez. Iba a caerse y apeóse el médico, que no fue poca fortuna poder antes, creyendo que la mula se moría, a quien el criado, como quien tan bien sabía la causa del accidente, dijo que no tuviese pena, que a otra mula del dueño a quien antes había servido la sucedió lo propio, y que aunque era mal de muerte escapó por acudir con brevedad con la medicina, y que lo mismo sería de la suya si no tardasen en aplicársela.

-Parte corriendo a buscarle -dijo el médico, y poniéndolo por ejecución el lacayo se vio con el valiente, de quien era muy apasionado, y contándole lo que pasaba habló a otro conocido suyo que, fingiéndose el que la curó dijo que haría lo propio con aquélla, mas que había de ser dándole cien reales ante todas cosas.

Dióselos él y trecientos también diera, porque la mula era la mejor que se hallaba en la ciudad y él estaba muy apasionado; llevósela poco a poco aunque cayéndose, y entrándola en una caballeriza la regaron la barriga con agua fresca y dieron a beber, con lo cual pudo volver luego a su dueño, y si se dejó de hacer fue porque la cura tuviese calidad.

A la noche fue el lacayo por la parte de sus dineros y no tan sólo no los llevó sino que burlaron dél, de que enfadado y colérico dio parte a su amo del caso, y él ante la justicia una querella del valiente, por lo cual fue preso. Y visitándose salieron a plaza interlocutores, mula, médico, lacayo y valiente.

Sentencióse no con poca risa el negocio mandando que se le volviesen los dineros, de cuya querella el valiente estuvo muy sentido, y entendiéndolo el médico le dijo que no había sido buen término el que con él se había usado, y que si le hizo poner en la cárcel para que le volviese sus dineros, que mucho más pudiera haber hecho por el modo con que se los sacaron y que hablase bien dél en ausencia, porque no le había menester para nada y le disgustaba mucho que le viniesen a decir las libertades que dél hablaba.

El valiente respondió a todo, particularmente a que no le había menester desta manera:

-Que no me ha menester ucé no necesita de que lo acredite, porque el tan valiente, ¿para qué ha menester otros?, supuesto que yo tal vez doy un estocada y no tan sólo mato, sino que no hiero, mas ucé ¿cuándo erró o no obró? De manera que me atengo más a sus dos dedos de papel de ucé que a mis cinco palmos de espada; y tan valiente es ucé que temo que ha de hacer con este lugar lo que con el trigo la oruga, que si no consume el grano le deja vacío. Dígolo, so doctor, porque si ucé no derribare esta ciudad, quitarla ha la gente. Por ucés se debió de decir: «La que a nadie no perdona.» En mucha obligación le están a ucé la mula y la muerte: la mula en que hizo ucé por ella lo que por sí pudiera hacer, por cuyas amistades se dirá con propiedad: «Mi amigo es otro yo»; la muerte porque los demás valientes, para matar, déjanle que se venga él, pero ucé va a buscarle.

Y como esto pasase en la calle y los viese mudados de color, me fui a ellos más por cumplir con el hábito y vecindad que por entender era necesario, porque creí que se burlaban, supuesto que un hijo del médico -que también era ministro de la muerte- estaba allí, y desde el principio tuvieron empuñadas las espadas, diciéndose el uno al otro: «Yo soy, yo soy», y éste a él: «Tú eres, tú eres.»

Lleguéme y dije:

-Est, aquel es.

Dos leones desatados ni dos onzas no se pudieron comparar con ellos en sacando las hojas. El alboroto que los dos metieron y la tierra que en medio hubo, aunque no tenga testigos, tengo para mí que vuesa merced lo creerá. En menos del tiempo que se puede gastar en decir la oración del Padrenuestro vinieron una muchedumbre de valientes que riñeron a dos coros, pregonando y diciendo: « ¡Aquí!, ¡aquí!». «¡Hele!, ¡hele!, ¡hele!»

Yo me puse en medio porque me dejaron suficiente lugar, y sacando el rosario les dije que no por mí, sino por el respecto que a tan santa insignia se debía, se amansasen. Fui obedecido, y envainando las hojas me cogieron en brazos y me llevaron a donde pagué el haber hecho las paces, porque es allí costumbre; con lo cual, después de haber visto muchos que entraron ovejas, lobos, me vine a mi posada quedando todos en paz.

En fin, que yo proseguí en mi menester cada día con mayor aumento y con beneplácito y voluntad de toda la gente del lugar, porque mi amo el canónigo me hacía mil favores y, por su intercesión, otros, muchos. Y no menor pensaba hacérmele un hombre que por amigo se me dio, cuya compañía era muy a propósito para enseñarse a sufrir adversidades, ansí del tiempo como de las gentes; porque el que conversa con un necio, ¿qué infortunio le puede venir de que no salga bien?

Y ansí no dijo mal un docto y gracioso fraile que, como estuviese en un negocio de importancia con cierto caballero, le envió su prelado un estudiante para que le examinase para darle el hábito. Llamó y dijo lo que se le había mandado, a quien dio por respuesta que se esperase un poco, que en breve acabaría. Hízolo así el mozo y como aguardase a la puerta de la celda y acertase a pasar por ella el que le había enviado le preguntó cómo no entraba. Díjole lo que había respondido.

-Ansí -dijo él-, pues entrad segunda vez y decid que os examine.

Respondióle que se esperase un momento, con lo cual se salió a donde antes estuvo, y como el prelado le viese salir tan presto le dijo:

-Volved a entrar y decid que digo yo que deje lo que hace y que os examine.

Volvió entonces a él el rostro y preguntóle:

-¿Sabréis sufrir un prior necio?

-Sí, sabré -respondió él.

-Pues decid que os den el hábito, que más sabéis que yo.

Dijo muy bien, porque saber cómo se han de haber con él no se lee en escuelas.



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