El Lazarillo de Manzanares: 21

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Capítulo XIV[editar]

Cómo el canónigo le despidió de su casa, cómo determinó irse tras las mujeres. Cuenta los infortunios que le sucedieron y cómo olvido los amores


Mi amo me quería bien, entendióme el juego y en fee desto no hizo más que despedirme, aun sin decirme el porqué. Anduve vagando algunos días, tan muerto de hambre como se puede entender de un hijo pródigo, que se fue de en casa de su padre la razón. Y como uno dellos me hallase necesitado más de un pedazo de pan que de su carne, me fui a su posada, a donde se me vedó la entrada, es a saber porque estaba dentro cierto pájaro con plumas; y como el dar críe soberbia y osadía, di un puntapié a la criada que me lo impidió y me entré dentro, adonde hallé un caballero muy galán y muy lleno de botones de oro, con un bravo cadenote.

Luego que dellas fui visto me dijeron:

-Venga en hora buena, Lázaro.

Y a él:

-Es un criado que ha servido en casa más de cuatro años; tiene tan buen humor como vuesa merced verá.

Lo cual se me dijo ansí para prevenir lo que yo había de responder. Pocos días antes no tan sólo era yo el señor don Lázaro, sino que para decírmelo más a menudo de lo que era menester buscaban palabras que a ello forzasen, como los no buenos corteses las rodean para huir de un vuesa merced. ¡Qué sentiría un pobre hombre que pocos días antes había sido señor de trecientos escudos, y ésos y casi otros tantos la había dado, júzguelo vuesa merced!

Metíme el sombrero en la cabeza y sentándome dije:

-¡Juro a Dios que mi nombre es D. Lázaro y que yo no he servido a nadie en mi vida, y que en esta casa he gastado más de quinientos escudos!

-¿No le dije yo a vuesa merced que tenía lindo humor?

-Digo que es muy gran picardía lo que conmigo se ha usado, y que a no estar este caballero delante yo enseñara cómo se me había de tratar, y que estos ardides son de mujercillas de mal vivir.

-¿No gusta vuesa merced del pícaro? -repitieron segunda vez.

-Pues a fee que puede, porque fingir un enojo desta manera y con tanta propiedad no lo hace nadie en el mundo. A fee de caballero, que es bueno el pícaro -dijo él.

Yo me volvía loco, y tanto lo sentí que por entonces se me quitó la hambre.

-¡Ea, ea, desenójate, Lazarillo, que el señor don Francisco te dará para un sombrero!

-Sí, daré, de muy buena gana -dijo él, y sacando un doblón me le dio.

Yo le tomé confirmando con ello lo que antes habían dicho, mas como la necesidad sea tan gran monstruo, por redimir su vejación quise aquel breve rato acreditar su dicho.

Salíme con él sin despedirme y ellas quedaron combatiendo aquel torreón, que a mi parecer estaba ya casi ganado, y al medio de la calle hallé a mi portugués que había días le echaba menos, vestido como flamenco, y lo parecía. Yo me llegué a él desvalido y, yéndole a abrazar, se apartó hablándome en lengua diferente de la suya y de la mía; y aunque no entendí lo que me dijo, sus acciones me mostraron que se estrañaba de mí como de hombre a quien no conoció. Yo me retiré espantado y quedándomele mirando y él dio vuelta a la calle y no entró por entonces en su casa hasta de allí a media hora, y yo lo aceché sin que me viese.

Lo que con el caballero se hizo fue pedirle los botones que llevaba para aderezar una ropa, porque había de ser una dellas madrina de un bateo. Él los ofreció, y la cadena si era necesario o de provecho, con lo cual todo se acogieron sin que dellas ni dél se supiese jamás, aunque según me dijeron, no habían salido del lugar.

Es el caso que aquel portugués era amigo de una dellas y un grandísimo bellaco que las traía por el mundo a ganar, como quien lleva títeres o otras invenciones, y él entendía en coger los dineros del que le daba crédito a saber de la piedra filosofal. ¡Ah, mi buen maestro, qué de veces me dijiste que uno entre los defectos grandes que el mundo tenía era escarmentar cada uno en su propia cabeza, pudiendo en la ajena! Que se ahogue un hombre en el vado no habiendo visto pasar a otro primero, vaya; mas que vea que pereció el que fue delante y que pase él, caso fuerte. Por ventura, ¿antes que me sucediese ignoraba yo algo dello? No. ¿No sabía mucho cerca de los engaños del mundo? ¿Pues cómo me dejé engañar?

No tengo que responder, pues peor que esto fue que a un mismo tiempo me vi sin dineros, muy roto y muy enamorado, de manera que si la verdad he de decir, no lloraba el engaño pasado, sino no tener qué darla. Y de aquí vengo a pensar que los que hicieron grandes estremos por haberles dicho mal el naipe, fue por la mayor parte por no haberles quedado dineros para volver a jugar ni saber de dónde haberlos; y los que lloran los disfavores de sus damas -el haberles dejado, dijo- son los que no tienen posibilidad para conquistar otra o volver a la amistad de la misma; porque a un hombre que tiene nada le ofende, que como sea verdad ser la variación hija de la naturaleza, habiendo con qué, presto se consuelan.

De manera que me vi como he dicho. Yo querría preguntar cuál trabajaba mayor mal, el que era afligido con celos o yo, que lo era con ausencia. No sé si me responderá vuesa merced como yo lo siento; mi parecer es que los demos a los dos por buenos, porque si el uno tiene ausente lo que quiere bien, estotro averiguó los celos y allí finieron las amistades. De manera que en estos dos andaba el enemigo dentro y fuera: dentro para consumir pensando, fuera para no hallar remedio. Pues eso y esotro tenía yo, porque si estaba ausente me consumían celos, y tan enamorado que el verme roto no me desenamoró. Y no era necio y de aquí vengo a entender también que los celos no son más que envidia, y de ahí viene celosía, porque ella se pone para que no se vea lo que en casa hay.

Pues éstos me consumían viéndome sin posibilidad, y creo cierto que ellos raras veces habitan la posada del poderoso, sino la del que todo es deseos o del que tiene en su persona algunos defectos, que ese en cierta manera no tiene qué dar -hablando de los bienes de naturaleza, digo-. Cuán grande mal sean no sólo ellos, mas aún recelos, lo diré de esta manera, no hablando de celo, porque no es de esta cuadrilla, supuesto que este nombre no se estiende a más que a un respecto, debido a la persona o casa donde la virtud mora.

Hay cosas que aunque son insufribles tienen cierta limitada mejoría, como es un hombre mendigo, hombre -para decirlo más claro- que capa sobre que caer muerto no tiene. Éste, quedando no sólo necesitado sino muy necesitado, ¿podrá tener mejoría? Sí señor, subiendo a pobre, que entonces quiere decir hombre que tiene, pero limitadísimamente y con gran aprieto.

Pues eso no alcanza el que padece de celos, porque si los averigua y se aparta muere, que no por acabar las amistades este conocimiento se dice que trajo consigo consuelo para el que quiere y constancia para no volver a ellas; si no las averiguó quedóse celoso, ¡diera en mayor despeñadero si hallara verdad su sospecha! Luego, grande mal, pues en cualquiera acontecimiento daña y no aprovecha. Si no tiene celos, sino recelos, ansí como el otro, de hombre sin ninguna cosa a que volver los ojos puede venir a tener algo. Estotro de receloso puede dar en celoso, pues fuera desto, ¿esotro por qué será peor? Y lo que antes dije de la necesidad, ansí de vestido como de comer, tuve.

Estando en este desasosiego arrimado a la portada de una casa veo pasar la criada que me vedó entrase en la de su ama. Abriéronseme los ojos que de melancólicos estaban como muertos y llamándola vino a mí diciéndome que por un solo Dios no tratase de hacerla ningún daño, porque ella no tenía culpa alguna. Yo la aseguré del miedo y pedí me diese lengua de adónde iban. Díjome que camino de Osuna.

-¿Y cómo lo sabes?

-Como la noche antes lo trataron no pensando que los oía yo; porque como servía por mi salario y no me habían de llevar, se guardaban no los oyese.

Creílo como si me lo dijera un evangelista, y si vuesa merced no lo ha por enojo, ¿qué hice?, tomé y fuime tras ellos. -Ojo al discreto: «tomé» y «enojo» digo adrede, y si tuviese yo las capas de los que piensan que rompen el pelo en el aire y lo dicen y aun lo acompañan con «avezado», por «enseñado», pudiera tener herreruelos para de aquí a la fin del mundo si hasta él se alargase mi vida.

¿Quién habrá que no diga que merecí hallarlos? Como respondió un agudo a un hombre que había cuatro años que buscaba su mujer por las partes más principales del mundo porque se le había ido: «Por cierto, hermano, vos merecéis que os venga a las manos.» Dijo bien, porque hombre que se desvelaba por semejante mujer era justo que diese con ella para que se le fuese otra vez. Y era justicia, por el consiguiente, que yo hallase a quien en el estado presente me había puesto para que acabase con la persona, pues acabó con la hacienda.

Caminé cosa de cuatro leguas casi desnudo y pidiendo limosna, al cabo de las cuales me hallé un hombre que me ofreció su compañía, tan desvalijado como yo. Éste me preguntó dónde iba. Respondíle que a Osuna. Díjome que allí mismo iba él, y llegándose me dijo:

-Vos no debéis de llevar mil ducados.

-Ni dos cuartos -respondí yo.

-Ansí pues vamos con bien, que no reñiremos sobre el partir de las tierras, porque a mí no me acompaña moneda de rey, y con todo no estoy el peor del mundo, porque tengo muy gentil gana de comer; y fuera más pobre si me faltara lo uno y lo otro, supuesto que la comida se puede buscar y la gana para comerla no. Buen ánimo -me dijo asiéndome la mano- que no nos ha de faltar, y desta daga nos ha de venir sin ofender a nadie con ella.

Y yo tan enamorado que iba llorando, tales cosas tenía entre manos. Dejo aparte la desnudez y hablo del amor y los celos, que lo uno es terrible como la muerte y lo otro penoso como el infierno.

Llegamos pues a Osuna, ocho leguas de Sevilla, y luego preguntamos por la casa donde se daba de comer. Dijéronnos dónde era, fuimos allá, salió el dueño, preguntámosle qué tenía que darnos, respondiónos que había perdices, capones, lindo carnero, mejor tocino y cosas de pescado frescas con el mejor vino que en treinta leguas alrededor se hallaba.

-Pues de todo nos sacad -dijo mi compañero, y de todo comimos espléndidamente.

Yo me espanté que a gente que mostraban tan poca sustancia tanto se les diese. Leyómelo en los ojos el que traía al lado y díjome que con pasajeros no se guardaba la regla de: «Roto y a pie viene, luego no trae», porque como los caminos sean peligrosos suelen ir desnudos y llevar muchos doblones.

Acabada que fue la comida se levantó y llegándose al hosterero le dijo:

-¿Cuánto cuesta aquí una puñalada?

Él respondió que no le podía satisfacer a ello por no saber lo que quería decir.

-Pues no es muy difícil -dijo él-, pregúntoos, señor, cuánto vale aquí una puñalada, que es cuánto paga aquí el que la da a otro.

-Ahora sí que preguntasteis de suerte que merecéis respuesta. Digo que conforme es, porque si le mata della y él era hombre de consideración, con toda su hacienda; si no murió y le faltaba calidad le paga la cura y le da después algunos y tal vez muchos dineros; y si queda manco le da de comer el tiempo que vive. En fin, que hay puñalada de dos mil ducados y de mil y de trecientos y de ciento.

-No señor, no anda por ahí la que yo busco.

A todo esto vea vuesa merced cuál estaría yo, colgado de un hilo, aguardando con qué había de salir aquel hombre, porque aunque me dijo que no llevaba dineros no me persuadí a ello hasta que preguntó de las puñaladas, cuyas preguntas atribuí a que quería ganar tierra con ellas para ponerse enfrente de la puerta de la calle y mostrarle luego el buen aire con que corría. Para lo cual yo no me descuidaba en moviéndose él -porque desde allí hasta media legua del lugar no me alcanzara si no es una mala suerte, que ésta siempre llega antes aunque parta después-, cuando oyó decir al que nos dio de comer que era hombre de buena flema:

-También hay otras puñaladas baratas como es en una mano o brazo o en otra parte del cuerpo, cosa de tan poca consideración que en ocho días y menos curaron, y éstas cuestan cien reales.

-¡Ah! -dijo él-, ¡esa es la que yo he menester! Tomad señor esta daga y dádmela. Haréisos pagado de lo que hemos comido y volverme heis lo demás, porque otra no la hay.

Aquí es donde yo me vi determinado a huir, mas escusómelo un hombre que se puso a la puerta y muy atentamente nos miró a los dos, a cuyo paso mi compañero perdía la color cuando él y otros entraron de tropel y nos asieron. ¿Sabido por qué?, por ladrones, porque como mi camarada lo fuese creyeron que yo lo era también.

Pusiéronnos en la cárcel con dos pares de grillos a cada uno y en un calabozo, hasta que a otro día nos pusieron en dos cabalgaduras y nos llevaron a Sevilla. Los trabajos que por el camino pasamos le será muy fácil a vuesa merced creer sabiendo por qué íbamos presos y que era hombre el que tomaba venganza como si le hubiéramos ofendido, cuya crueldad siempre fue mayor que la del más feroz animal. Aquí no tan sólo se me olvidaron los amores, sino que de acordarme dellos trasudaba.

Y pues me ha venido a las manos hablar del socorro o medicina del tiempo, no he de pasar adelante sin hacerlo, no apartándome del asumpto, antes moralizándole; para lo cual nos ha de servir de objecto una muerte, que es la cosa que ocupa todo el sentimiento que una persona de ancho corazón tiene acaudalado el tiempo, de quien se dice que lo cura o lo enferma. ¿En qué espacio olvidará este dolor? Respondo así: o este difunto era amado sólo por amarle o por el interés. Si por esto postrero, a la noche no hubo memoria dél si le enterraron a la mañana, y ansí lo que se llora no va encaminado a él, sino a ello: «¡Oh, cuál quedo!, ¡oh, lo que he perdido!» Si por lo primero, no lo olvidó nunca, sino que lo templó, y esto cuando no hubo lágrimas que llorar, porque lo que de veras se quiere ninguna cosa lo contrasta para que la memoria, y junto con ella el sentimiento, falte. Témplalo como he dicho, que a no ser ansí, mientras más claro, el juicio quedará más a escuras, y fuera peor que ejecutarle la muerte. Y esto es el socorro o medicina del tiempo.

Y si no todas las veces desta manera, en otros casos -pues con el sentimiento de lo que faltó que se quería bien no se compara nada- envía tras un trabajo grande o pequeño otro mayor. Olvídase el primero, porque en comparación de lo que es el segundo aquello no era nada. Y éstas son las amistades del tiempo, como la que a mí me hizo, que me vi tan apretado como el que estaba sin dineros, preso por ladrón y sin hombre.

Determiné escribir a mi amo el canónigo, que no me quería mal y conoció que las travesuras que de su casa me enviaron no fueron obradas por naturaleza sino por accidente. Vino a la cárcel, habló al que en la presente desdicha me había puesto y acabó con que él dijese cuán sin culpa estaba en ella; con lo cual me dieron libertad y para que la gozase me envió una sotanilla y herreruelo.

Valióme la prisión el ser hombre porque escarmenté y entendí los engaños del mundo, las mentiras y falsedades de las mujeres de aquella data, cuyos labios destilan miel con las palabras dulces que dellas despiden, mas lo encubierto, amargo como los ajenjos. ¡Oh, los peligros que le cercan al que anda por el mundo! Allí me vi a pique de morir afrentosamente si Dios no fuera servido de mover el corazón de aquel hombre.



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