El Lazarillo de Manzanares: 15

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Capítulo VIII[editar]

Cómo fueron los dos a ver un auto a Toledo, cómo salió su madre en él, por cuya causa se partieron para Madrid, y lo que en él les sucedió


Estando las cosas en el estado que a vuesa merced he dicho, sucedió que hubiese un auto en Toledo, y como nos hallásemos en todas las holguras que en los lugares que hasta diez o doce leguas de distancia hubiese, fuimos a él. Llegó el día del auto y puestos en la calle mirándolo con gran atención, y yo en particular como cosa que deseaba y no había visto en mi vida, oigo una voz que parecía salir debajo de tierra y que me dice: «¡Hijo mío!». Alcé los ojos y conocí a mi putativa madre que la llevaban en él para azotarla después de leídas las sentencias, como es costumbre, por haber reincidido en la hechicería y otras cosas. Luego que me vio dijo a los familiares que a sus lados iban que me dejasen llegar a ella; abrazóme, y sacando de los pechos un papel me dijo que rezase aquella oración cada día, porque ella se había librado por ello de muchos males y peligros, pues no esperaba verme ya más en su vida.

Yo la respondí:

-Por cierto, madre, a vos se os ha lucido bien poco, ¿no os decía yo que las habas no eran buenas más que para hacer dellas cazuelas?

Abrazóme segunda vez, y como me doliese haberle llamado madre, la dije volviese por mi honra, pues sabía que no lo era.

Ella entonces dijo cómo me había criado de la piedra y por eso me llamaba hijo, con lo cual y muchas lágrimas nos apartaron, y caminó adelante, quedando yo consolado de lo que me había sucedido con la declaración hecha, y mi compañero con gran gusto, porque en la perdida color conocí su sentimiento, el cual me quería tanto que aunque vio a lo concebido el desengaño me dijo que habíamos de ir a Madrid donde se haría información de la verdad para en adelante, que no dañaría llevármela conmigo donde quiera que fuese, particularmente habiéndome llamado hijo la que iba penitenciada por el Santo Oficio, y habiéndolo oído tanta gente que era fácil a alguno dellos destruirme en algún tiempo.

Fuimos, pues, a Madrid donde nos sucedió lo que a vuesa merced contaré, no dificultoso de ser creído, porque como hay tanta diversidad de gente, no es milagro que mucha parte della sea de depravadas costumbres, y pasa desta manera.

Aposentámonos en una casa de posadas, donde la huéspeda hizo de suerte que no nos saliese de balde y pagámosla tan bien como esto, porque era de las que el diablo empeñó. A medio andar en los años, flaquilla, afeitada, unos ojuelos dormidos y despierta ella en todas sus acciones; y tenía, para decirlo de una vez, arrendado el mesón; y antes había sido ventera, y al presente lo era en el trato. Tenía demás desto una niña de hasta diez y seis años, en todo única heredera de su madre, no fea ni desaliñada; y como mi compañero trajese debajo del saco de sayal una cadena que llamábamos la Luz, que pesaba docientos escudos, y la huéspeda se entrase a departir con él las más noches y se la viese, estudió cómo quitársela.

Salió con ello la bendita mesonera, que nos trató como a moros, circuncidándonos la carne que la dábamos que nos cociese y guisase, y fue este el cómo:

Ella estaba amigada con un alguacil, por cuya causa tenía fáciles las salidas a cantidad de maldades, y concertaron entre los dos que una noche se quedase la hija con él a solas y que hiciese lo que, como la que lo era de su madre, sabría, y que entrase después el alguacil y un escribano, como fue. El cual los halló a escuras y sentados sobre una cama. Traza de la mozuela, porque como él lo estuviese sin saber que entraba, se sentó en ella. No fue menester más para que él hubiese sido, en lo que se puede entender, el malhechor. Recibiéronla a ella su declaración y dijo que desde que aquel hombre entró en su casa la había solicitado y perseguido, y que ella siempre huyó dél, y que aquella noche, yéndose a acostar, la llamó para que le trajese un poco de agua, y que llevándosela cerró la puerta y la forzó, y que ella no pudo dar gritos por haberla tapado la boca; lo cual decía con tantas lágrimas como si fuera verdad, y no había hecho la madre más que salir del aposento y entrar el alguacil, en cuyo tiempo se acostó para salir mejor con su intento. Con este dicho asió un corchete de mi compañero para llevarle a la cárcel, el cual no se defendió ni dijo nada contra ello, porque como tan entendido sabía que ellos sentían lo contrario y que aunque mucho hablase no había de servir de nada.

Llevábanme mi buen amigo, a quien por hacerme bien sucedió lo presente, y a mí el alma, mas lo uno y lo otro volvió: la cadena a él -a su aposento- y a mi cuerpo lo que he dicho. El cómo fue ellos lo saben, y vuesa merced lo sabrá después, como los que otras veces lo debieron de hacer, que a mí no me permitieron que estuviese presente. De manera que nos hizo de daño por entonces la venida a Madrid docientos escudos de oro de la cadena y docientos reales para el alguacil y el escribano, con ocho reales más para el corchete.

La prudencia con que él llevó este infortunio y la pesadumbre mía corrían parejas, y tanto que di en que la cadena había de volver a su tronco, para lo cual hice tres cosas: la una, que no nos fuésemos tan presto ni mudásemos posada, y la otra, hacerme muy familiar con hija y madre, y hacerme hiciesen otra de alquimia, como el que tan bien sabría informar el tamaño della porque algunas veces se la dejaba su señora madre.

Hízose ansí y un día de fiesta que la niña, arcaduz por donde vino la joya, se vistió el terno rico, fue ella el principal adorno; y como en el portal la viese me llegué a ella y la dije:

-¡Oh, qué linda estás! ¿Qué parecería yo con esta cadena sobre este hábito?

-¡Póntela!, veamos -dijo ella.

Echámela al cuello y yo empecé a pavonearme y a hacer como los caballos briosos a salir de casa, con cuya carrera me entré en la caballeriza, donde en un instante que volví a salir traía ya en la manga la fina y al cuello la falsa, porque no era razón que habiéndosela sacado ellos a mi compañero teniéndola él en su poder, no la sacase del suyo teniéndola yo en el mío.

-Daca mi cadena, hermano, que harto te has holgado con ella -me dijo.

Y yo me la quité y echándosela al cuello la dije que no tan sólo aquella la quisiera volver, mas junto con ella otra de diamantes. ¡Tal salud la venga como yo dije verdad!

Luego fui al aposento y dije a mi hermano que aquella noche no habíamos de dormir en Madrid; hizo lo que yo quise y por el camino me fue contando el caso y cómo apenas se hubo salido del aposento la madre y entrado la hija, cuando, sin tener el lugar de tomarla la mano -aunque tuviera intento dello-, les echó la justicia a cuestas.

-¿Y cómo os sacaron la cadena?

-Bajó llevándome a la cárcel el vecino que vivía sobre nuestro aposento y habló con ellos aparte y díjoles que qué parecería en la calle un pleito como aquél, particularmente en un hombre de mi hábito. «Y aun eso hace mayor el delicto» decía la madre. «Calle, señora» respondió a esto el honrado concertador, «que es mujer y no tiene prudencia. ¡Vive Dios que no venga nadie a posar a su casa! ¿Qué quiere ahora?» Y todo esto lo oía yo muy bien, aunque estaba aparte, porque ellos me pusieron para ese efecto donde me fuese fácil. Llegóse el algibista vecino que concertaba lo que yo no desconcerté ni por el pensamiento me pasó, y díjome cuánto me importaba no parecer en la cárcel por hábito y reputación, y porque los jueces tomarían muy mal el negocio y podría ser, además de costarme muchos ducados, que me desterrasen por ocho o diez años, si ya no era que me hacían casar con ella; que su parecer era que la diese algo para ayuda a su dote, y que a él no le movía más que serme aficionado y quererme librar del mal que me amenazaba. Decía verdad en todo lo demás, si mentira en que era mi amigo, porque la cama estaba tan bien mullida que sin mucha gana se podía dormir en ella, y cualquier juez me condenara aunque no tuviera mucha voluntad a ello. Por cuya causa, después de dadas gracias por la recebida merced, le pregunté qué sería bueno darla, sin decille no tenía parte en el pecado que me imputaban, porque lo sabían ellos mejor que yo, y era gastar tiempo en balde, que eran mesonera y hija, vecino concertador, alguacil y escribano unos muy grandes ladrones. Díjome que una cadenilla que me había visto al cuello le parecía estar bien; yo me la quité sin replicar y se la di, y a Dios mil gracias en verme libre de sus manos. Ansí, hijo Lázaro, que de aquí podrás conocer los engaños del mundo y abrir el ojo para en adelante.

Yo le dije:

-Pues, ¿es posible que a un hombre tan sabio le sucediese tal y que no hallásedes modo con que desvanecer su traza?

-No, hijo -me respondió él-, porque a las esechanzas no se estiende la prudencia ni la hay tan grande como atajar males en que por fuerza se pierde en que se sepan, porque cuando fuera delante del juez, ¿qué pudiera decir que deshiciera lo escrito, ni qué dijera tan bueno como no decirlo allí? Que es lo más cierto no acertar y cortarse el que más alcanza, que aquellos señores engendran miedo háyase cometido o no el delito.

Acuérdome que visitándose en la cárcel de corte una moza de servicio porque habían faltado de en casa de su amo unos platillos de plata, dijeron: «Ésta lo ha hecho, mirad cómo se ha puesto colorada.»

Respondió ella: «No por esto entienda vuesa señoría que soy la agresora del delito, que delante vuesas señorías, no la color, mas aún los dientes se deben mudar.» Dijo bien, y siente mal el que dice que no come la cárcel, pues come ella la honra y los menores ministros la hacienda.

-Por cierto, señor, que cuando vos entráredes en ella que importaba poco, que viendo vuestro buen talle y persona, no se había de presumir que haríades cosa tan sin acuerdo y os echaran por la puerta afuera.

-Hijo Lázaro, en cuanto a que en viéndome se presumiera lo contrario, digo que eso agravaría más mi delito, y no es considerable que un hombre de mis partes y edad no haría cosa que no debiese, que ya yo he conocido vivir en un cuerpo viejo vicios muy mozos que pretenden encubrir con la autoridad y años que tú dices, y no me echaran por la puerta afuera con información tan bastante para castigarme. Al fin, Lázaro, yo estoy muy contento y ellas muy pagadas.

Respondí:

-Y eso había de ser cuando vos hubiérades llevado algo, que entonces siquiera pagárades con oro fino cosa falsa, pues es cierto que en aquel puesto, como lo imagino, sería.

-Digo otra vez que estoy ganado con esta pérdida y alegre por la razón que tú estás disgustado, que carecer de culpa es muy gran consuelo.

-Ara, señor -le dije-, ¿conoceríades vuestra cadena?

-Como el que la ha criado tanto tiempo a sus pechos -dijo él.

-Pues ved si es ésta -y enseñésela.

Tomóla y mirándola me dijo:

-¿Qué es esto, Lázaro?

-Una cadena.

-Pues, ¿cómo la tienes tú habiéndosela yo dado a las otras?

-No teniéndola ellas.

-¡Hasme concluido!

Entonces le hice sabidor de lo que a vuesa merced he contado. Estimó mucho el cuidado y diligencia, y díjome que nunca a él le engañaba el ojo, porque halló verdad lo que en el rostro me había leído. Yo me mostré obligado prometiendo serle fiel amigo por todo el tiempo de mi vida, y que para ayuda de costa del camino me contase quién eran sus padres, dónde nació y qué infortunios habían traído a hombre de sus partes al estado presente.

Él me respondió:

-Lázaro, yo te quiero como a hijo, y para que con efecto veas ansí en lo que me acabas de pedir como en lo que hasta aquí he hecho cuánta verdad sea, quiero darte gusto en ello, aunque en el discurso las lágrimas verifiquen la verdad de lo que te cuento, que nunca en hombres fueron mentira ansí como en ningún tiempo verdad en mujeres.



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