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El Lazarillo de Manzanares: 13

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Capítulo VI

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Cómo dio vuelta a Madrid. Cuenta lo que en una casa donde asentó le pasaba


Mi intento, como antes de ahora he dicho, nunca fue vivir de asiento en éste o en otro lugar alguno de los de España, antes dar conmigo en las Indias, donde hombres bajos vienen de ordinario ricos, aunque vayan sin oficio, porque, llevando consigo el poderse aplicar a mercaderes de cosas bajas, nunca se vienen sin dineros; y la razón de detenerme en algunos lugares era llevar caudal a Sevilla para ensayarme en ella. Y como la patria sea a todos amable -tanto que, sabiendo el desterrado que si quebranta el destierro le han de azotar por ello, se pone, a trueco de verse en ella, en contingencia de que lo que le amenaza le suceda-, me volví a Madrid a donde serví seis meses sin que mis contrarios supiesen estaba en él, que como es tan grande y hay tanta diversidad de gente, los que viven al barrio de Santo Domingo están con los del de la puerta de Toledo como los que habitan los dos Caramancheles, Alto y Bajo.

Hallé muy buena comodidad con un estranjero casado, cuyo oficio ya he dicho, pues era más valiente por su paciencia que el Cid por sus puños. Su mujer era una muy buena moza, de las que se tapan de puntería y dan una estocada en una bolsa que la pasan de parte a parte. Bizarra, y tan larga de talle que yo creí siempre que orinaba por encima del cartón. Y su madre era una muy mala vieja. Aquí comí más que en todas las casas juntas que estuve, porque lo enviaban muchos y porque lo callaba mi amo, de suerte que por él y por ello se debió de decir: «Quien calló venció y vido lo que quiso.»

¡Libre Dios de la procesión de lechuzas las bolsas de todo fiel cristiano el día que mi señora y otras cuatro amigas salían determinadas a chuparlas en chapines bajos, y la mayor de la mano con la madre de otra de las amigas! ¡Allí era ello! En las mangas llevaban ensanchas, y las viejas unas fratiqueras que se andaban alrededor como tornos, y yo y Mariquilla, criada de casa, íbamos a longe, como discípulos, encubiertos con unas cestas en los brazos porque si acaso sus respetos diesen con ellas, no las sacasen por nosotros.

No había entre todas quien no tuviese su gracia o su habilidad. Mi señora la mayor sanaba mancos, pues al que lo fuese de natividad le hacía meter la mano en la bolsa. Su hija y las demás amigas excedían a los jugadores de manos, trampa para ellos, porque si el más hábil saca por la boca cincuenta o cien varas de cinta, ellas por unas bocas como unos piñones sacaban un jubón, una ropa y una basquiña, que lo mismo era pedirlo y todo a un tiempo.

Tenían mis amos un niño de siete o ocho años, tan hijo de padres que podía disputar unas ferias o un aguinaldo con el mayor estudiante, y le concluía siempre. Éste conocía ya el que era fácil de faldriquera, y en viniendo, aunque su padre estuviese arriba, le decía no estaba en casa por sacarle algo, que toda la gente della estaba fundada en engaño, y ansí cuando algún oficial de aquella obra contaba algún lastimoso suceso, se lloraba a cinco voces y se sentía a ninguna; y si mi amo se hallaba presente llevaba el canto llano. De manera se vivía con el interés que, si pidiendo a alguno de los sobredichos oficiales cosa para su vestir o comer ofrecía música o otros entretenimientos, era reputado por obrero de la torre de Babilonia, y a toda priesa volaba de casa; porque para este género de mirones, el marido, que era símbolo de la mansedumbre, era significado por un león, y subía desde la puerta de la calle metiendo mano y miraba hasta el desván. Si era avisado buscaba dineros por saber que por su falta le descartaban, y en teniéndolos volvía, y antes que entrase les daba el aire de que le acompañaban, y no es esto milagro, que los perros querían hacer pedazos al que no daba. Salían a recebirle todos en procesión, y mi sosegado señor a la postre echándole los brazos al cuello y metiéndole los ojos en la bolsa, que ellos no estaban mal con la persona, sino con el defeto della; si no era cuerdo temía, y por uno o el otro camino salían con su intento.

Luego se sabía en casa que había melero en ella y acudían los mosquitos, que éramos los criados, que los moscones presentes estaban. Empezaba la oración mi señora la mayor, orador insigne, y decía:

-¡Válgasele Dios!, ¿qué se ha hecho que nos ha tenido con grandísimo cuidado? Y ansí yo vea a ésta con remedio, que he dicho a mi yerno que le busque y nos le traiga acá, porque en casa no hay quien no le quiera como si fuera hijo della.

-¡Juro a Dios -decía el yerno- que me habíais tenido con notable pesadumbre!, porque ni os he hallado en casa ni el amigo con quien solíades andar me lo ha sabido decir.

Luego se llegaba Mariquilla al oído y le decía que su señora Dª Francisca, hermana de mi ama, le había mandado fuese a buscarle, porque ya sabía cuán su apasionada era, y ella lo había hecho muchas veces, y la habían respondido que ya no vivía allí.

Y por esta orden iban diciendo los demás, con lo cual le quitaban el dinero, pidiéndole que con el bocado en la boca volviese a la tarde, y mucho antes ya estaban fuera; y cuando a la mañana las hallaba le contaban las desgracias que desde que salió en aquella casa habían sucedido, y que no estaban aún para verse a sí mismas. Y él cogía las escaleras muy satisfecho de que todo era mentira, porque el avisado sabe que las mujeres sin maestro saben llorar, mentir y bailar.

Teníamos un escudero con obligación de acompañar las fiestas, y todos los días la tuvo, por no pasar ninguno que para ellas no lo fuese. Éste era hombre que no se le caían de las manos los Concetos de Ledesma ni los antojos, o de las narices o de las orejas; y tan insigne que si acaso entraba alguno sin que él lo supiese, se iba por las calles y por el olfato entraba en su casa, y aunque fuese hombre de cuatro anas de caída se le comía de sopas en vino. Fue zapatero en un tiempo y según decían mis amas estaba perdido por ser demasiado bueno, y para volver en sí ganaba descosiendo lo que mal cosiendo perdió.

Era en esta casa el logro de peor condición que todos los que se usan, porque el que más suelto vive en eso gana con cien ducados otros ciento, mas aquí con un faldellín se ganaban doce, y si todas las veces no sucedía para que esto se hiciese -porque si es verdad que Ovidio no dio arte a los ricos, como él mismo dijo, y se le dio a los pobres, y no hay necesitado que no tome lo que le dan-, y a fuerza de habilidades, buen talle y cara con algunas promesas -cosas que aun a las más interesables tal vez ciegan- llevan éstos lo que otros con muchos dineros.

Eran estas damas como los que venden y juegan barquillos, que aunque pierdan una cesta, con una mano que acierten quedan aún mejor que ellos, si quedan con ganancia cuando los otros desquitos.

Sucedió pues que mi amo murió de no orinar, ¡y lo que hay en ello es que él se orinaba, sino que el orinal estaba quebrado! No derramé ni una lágrima, porque pocos días antes, entrando de fuera, la estaban probando un vestido a su mujer y allí el que se le había dado, que era el que tenía a cuestas toda la casa, muy pariente de mi señor por parte de su mujer, y le dijo:

-¿Qué le parece a vuesa merced, señor Fulano? No se case si no le dan cincuenta mil ducados, porque este vestido me cuesta dos mil reales.

O si no, vea vuesa merced si fueran justamente derramadas por hombre tan infame.

Las cosas todas que en el mortuorio hubo no contaré por no ser enfadoso, mas no le privaré de las esenciales. Digo, señor, que se hallaron a la cabecera de mi amo las amigas de mi ama y cantidad de yernos de mi señora la mayor. Éstas tenían las caras en ayunas y las bocas secas de rezar, porque en muerte de marido de amiga es una de las condiciones de la amistad que no se la han de lavar. Llevóse Dios al callado varón un lunes a las diez de la noche. Despojaron las amigas a la viuda de una basquiña y faldellín de seda que tenía puesto, trájose un manto de anascote y unas tocas para el día siguiente; y para cenar la presente noche a dos o tres empanadas por barba, porque ninguno de los que presentes se hallaron se tuviera por buen moro si no enviara como si el compañero no hubiera enviado.

Lo que aquellas mujeres a un tiempo lloraron, comieron y bebieron se creerá en decirlo dellas. Hízose hora de recogerse y porque no se quedasen solas sin algún hombre, se quedaron de buena conformidad todos. Dónde o con quién yo no lo sé, porque un pariente de una de aquellas damas, llamadora de la cofradía, Marica y yo, nos comimos ciertas resultas que sobraron, y luego nos dormimos, mas sé que ninguno salió fuera.

A la mañana fue el entierro y la representación del papel de la viuda y la ayuda a todo de las buenas compañeras. Pasó aquel día y el siguiente vino una dellas con una manga llena de ciruelas de Génova y bizcochos, porque tuvo nuevas que mi señora estaba con desmayos, y fueran más verdaderas, que estaba ahíta. Ésta puso cada desmayo a ciruela, y en viéndola que se quería trasponer ponía ella la mano en la manga y sacando una della y diciéndola: «¡Ea, ea, boba! ¿Hemos de tener en qué entender?», la entraba una dentro. Ella mostraba sentirlo, mas nunca escupió la ciruela y siempre el hueso.

Ésta cuidó entonces de dos cosas: la una de cebar el pichón y la otra de que se tuviese cuenta si venía el dueño, de quien no diré quedó en quieta posesión, pues siempre lo estuvo, para lo cual preguntaba a Mariquilla si había subido arriba; y era el caso que la tal iba a la azotea en vida del señor a atalayar, si venía, para avisarle a él si entraba o no, y a ella si estaba con otro para que le ascondiese. Respondía entonces la viuda:

-Ahí ha estado, que poco ha se fue. ¡Déle al diablo, que no estoy para tomar más penas, y ese hombre me pudre! ¡Ah -repetía en aconsejándola que no hiciese tantos estremos- que no sabía nadie cuán bueno era mi marido!

Y decía muy bien, que aunque todos entendían que era bueno, ninguno llenaba todo lo que se le debía dar.

Pasaron días, fuese hoy aliviando un poquito la viuda y mañana otro poquito, tanto que vino a parar en saya grande de gorgorán de Toledo, y debajo los faldellines de cuando casada. Pasaban en aquella casa cosas que ni son dignas de escribirse ni de que se sepan, mas diréle a vuesa merced una que a mi parecer es donosa.

Averiguó nuestro dueño cierto peso falso un día que non debiera, y viniendo a casa determinado de echarla toda por la ventana abajo, entró sin hablar palabra y calado el sombrero. Ella, que estaba no con poco temor, le dijo, viendo lo mucho que callaba, si traía alguna indisposición, y él, no responder. Ya reventó y la dijo aún no lo que merecía, y que le diese su ropa blanca, que no había de entrar más en su casa. Ella dijo que estaba presta de lo hacer con tal que viniese allí primero la amiga que la cebó con ciruelas de Génova. Él que ni se había de detener ni había de venir. Ella que se desengañase, que no lo hacía por no perderle, sino porque ya que se fuese quedase con la opinión que con él injustamente había perdido.

Al fin fue por la amiga un criado del ofendido reñidor, la cual, así ella como la criada Marica y yo, sabíamos lo que se había de decir. Llegó la amiga sin alcanzar la respiración y diciendo: «¿Qué hay por acá que me sale el corazón del cuerpo?», contósele lo que pasaba y levantándose la recién venida y sentándose en la silla que al lado del mesurado estaba, le dijo:

-Amigo, no será cristiano si no me cree. Esta pobrecita tenía algunas cosillas de oro que ya no ha menester porque su hábito no las permite y porque no se quiere volver a casar, y fue a la platería a deshacerse dellas porque dice, si quiere que se lo diga, que querría aliviarle de muchas cosas, que la llega al alma verle gastar en ellas.

-Deje eso, amiga -dijo mi ama-, y vaya a lo que hace al caso, que yo no estimo la hacienda en comparación de lo que quiero la honra.

-De allí fuimos en casa de un letrado, grande amigo del que pudre, a pedirle que viniese a ver unos papeles, y junto con eso a darla parecer en el pleito que la han puesto, y a eso estuvo aquí ayer y había estado a esotro, y si no me quiere creer, sal acá, Inés, di aquí lo que ayer hicimos como si te confesases para dar el alma a Dios.

Decía lo propio, luego llamaba a Mariquilla y decía como la que se lo habían preguntado algunas veces porque no errase. Tras ésta venía yo, y también: «Como si te confesases Lazarillo.» Yo ponía las manos jurando que unos frailes descalzos no hicieran lo que mi señora y su madre de la que estaba presente hicieron; y yo sólo me confesaba bien, porque era verdad que los que he dicho no hicieran lo que ellas hicieron. Era cosa muy para provocar a risa oírla repetir a menudo en el discurso del cuento: «¡Ah, este mi corazón tan leal!»

Luego que yo acabé de firmar se levantó mi ama y llegándose a él le dijo:

-Sepa que soy honrada, señor Fulano. Sepa que soy honrada y váyase agora con Dios y bendito sea el que me ha sacado de tan gran tormento. ¿Ello no se había de acabar? Pues mientras más presto mejor para los dos.

Dicho esto se entró en un aposento y el criado cargó con la ropa. Al bajar le dijo nuestra amiga:

-Déjemela acá, llevaréla a mi casa, porque en la suya no digan que ha estado en la de alguna sucia, pues la envía sin lavar, quede para eso en buen hora.

Cogió la ropa ella y a él del brazo, que estaba ya como unas martas, y diciéndole:

-Venga acá, ¿por qué ha de ser tan terrible que todo lo ha de atribuir a mal convirtiendo la triaca en veneno? Estáse estotra desvelando en cómo le dará gusto y él en cómo se le quitará. Mire que no se han de apretar tanto las mujeres de bien, entre allí y desenójela.

Hízolo él como un buen Juan y enojóse ella entonces, y todo vino a parar en condenarle en costas por haber mostrado satisfacerse de la recebida información, y era muy más que razonable bellaco.

Ara, ¿no se reirá vuesa merced de que un hombre se persuada a que las amigas y gente de casa han de condenar a quien deben amistad, particularmente siendo todos cómplices en el delito? La amiga digo, que nosotros los criados no teníamos culpa, pues habíamos de hacer lo que se nos mandaba.

Por aquella vez y aún por otras pasó por lo que se le decía, que ya estaba tan sujeto que le vendían ella y las demás amigas. Pero enfadado tanto desto cuanto de gastar tan largo, se concertaron él y los demás pagotes de las otras, y llevándolas a una huerta sola y apartada de que ellos tenían la llave, ansí a ellas como a sus madres y a la gente menuda de casa, nos desnudaron a todos en carnes, y atándolas de dos en dos, muñeca con muñeca y pie con pie, nos dieron azotes de tres en tres. Yo casi me escapé dellos porque dije:

-Señores, suplico a vuesas mercedes me oigan. Nosotros los criados ¿qué culpa tenemos si somos mandados y debe un buen sirviente en fee de lealtad procurar que, con razón o sin ella, vivan los suyos cuanto mejor, pues es menos hacer lo que se le mandare? Estas señoras padezcan lo que pecaron, que yo, es Dios buen testigo, que soy virgen y según veo a vuesas mercedes de enojados espero ser mártir. Y vosotras, madres, que aunque en carnes, no estáis como las vuestras os parieron, porque entonces era con un solo pecado en que vosotras no consentistes y ahora estáis con muchos en que de voluntad habéis venido, ¿no cae aquí bien, os prometo, la trova que dice?:


Digádesme, aleves condes,
¿qué fallastes en mis fijas?


Lo cual dije cantado. Consolóme mucho verlos reír, porque me pareció que me libraría de la nube de azotes que me amenazaba. Fue ansí, porque diciendo uno dellos:

-Pésame que a éste hayamos dado ningún azote, porque además de tener razón en lo que alega le quiero para mi criado -lo cual no acepté, y no era de las peores comodidades del mundo por ser hombre ocupado en papeles de la contaduría, cuyo menester es antídoto para la necesidad, porque ansí como los enfermos cobran salud con el agua de aquella planta en que Dios habló con Moisén, más por necesitar della que por este milagro, ansí viene a ser esa ocupación agua de zarza contra la mala ventura.

Desatáronnos a mí y a la dicha Marica, que conmigo lo estaba, la cual, ansí ella como las demás criadas grandes y pequeñas, tenían mejores caras que sus amas, porque siempre en semejantes pupilajes es común esto, de donde salen para quedarse dentro, y importa más una dellas en una casa que un despensero, porque él va a buscar lo que muchas veces no halla, mas ellas en tiempo de falta de pan, carne o otro mantenimiento tienen media docena de primos bodegoneros, cocineros, despenseros y otro género de gente que se lo traen a casa.

No me pasó por el pensamiento estar con quien me ofrecía la suya, ni con ellas, ni en Madrid, y en mirándolas dije:

-Este pago merece quien sirve a... -y volviendo a ellas, dije-: La boca tengo llena de pees.

-¡Échalas -me aconsejó uno-, que te ahogarás!

Yo lo hice, y como la tengo tan grande hubo pees para todas y para las que de ellas fueren y serán.

Azotáronlas cruelísimamente, y es tal la ira de la mujer que, con verse en aquel estado, ninguna blandeó, antes les dijeron tantas bellaquerías que, cuando yo no las hubiera conocido, viniera por oírlas en quién eran. Merendaron muy bien ellos y miráronlo ellas hechas un infierno de cólera, y acabada la fiesta les tomaron los vestidos y joyas y las dejaron de aquella manera, y se fueron ellos a sus posadas; y yo desde allí camino de Cigüenza, de donde salí a otro día de como llegué, por hallar la comodidad que vuesa merced verá.



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