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El Lazarillo de Manzanares: 16

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Capítulo IX

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En que el ermitaño cuenta quién es y qué causas le trajeron a aquel estado


-Yo, hijo Lázaro, nací en Barcelona, ciudad antigua y noble, ansí por sus muchos y soberbios edificios cuanto por los hijos, que tanto en letras y armas la han ilustrado. A ésta hermosea la bella playa de quien, aunque tan muchacho, tantas veces habrás oído hablar, en donde de ordinario se veen castillos de diversas colores, cuya marina es apacible sitio para las pocas tardes de invierno y agradable paseo para las de verano, donde cuando el sol se esconde, diversidad de coches muestran muchos por uno que por entonces se encubre. Allí, Lázaro, verás tantos Narcisos a caballo discretos y corteses con las damas, diestros y entendidos en las demás acciones. El gobierno que en esta insigne ciudad siempre haya habido se conocerá por la tranquilidad de que sus moradores han gozado, a que ha sido compañera una recta justicia, causa principal de la tranquilidad que he dicho.

De sus fiestas no hablaré con encarecimiento, pues ansí las humanas como divinas se han exaltado con decir que se celebraron en Barcelona, a donde en particular los días de Nuestra Señora, Corpus Christi y Jueves Santo devotamente se arden de noche las calles, de día los templos, y con tanto exceso que para que pueda entrar la gente sacan los blandones fuera. De sus fiestas te diré o no te diré nada, ¿nunca oíste decir las carnestolendas de Barcelona? Mas porque sepas dellas algo digo que desde Navidad empiezan. Allí los caballeros muestran que son tan hábiles para las burlas cuanto determinados para las veras. Salen los que te he dicho, y la demás gente ordinaria que dello gusta, de máscaras con diversidad de invenciones: cual saca tres o cuatro carros que parecen los del sol, con diferentes músicas y graciosas apariencias; cual a caballo vestido de moro con costosas y nunca vistas invenciones, tirano de las voluntades que le miran; cual vestido de viejo, reprimiendo los bríos de mozo, acompaña cuatro o seis damas y a cada una dellas cuarenta corazones. Éstas van más de ordinario en coche y sin más invención que una máscara margenada del mismo rostro, pero muy bizarras. Otras veces van a pie y entonces se goza mejor de su mucho entendimiento, porque llegándose a ellas se les puede decir lo que cada uno gustare, como sea honesto, a que ellas responden con agudeza.

A la noche hay sarao en diversas partes: los señores en la casa de uno dellos, los que no lo son en otra de otro, y desta manera por los demás días de las semanas, porque allí, Lázaro, cada uno es estimado por lo que es, y en diciéndosedon es señor, y en esto no hay que poner duda. Puestos pues en la sala, viene una copia de menestriles y otros instrumentos, y todos juntos empiezan el sarao, danzando después dos o cuatro solos, galán y dama. Allí verás la primavera reducida a pequeño sitio, o para decirlo como ello es, creo que cuando la gozamos vistosa ha sacado de allí la muestra, o que es aquella sala su recámara. Las invenciones de los tocados, la cantidad de diamantes y otras joyas, con ser tanto y tan rico, no llega a la excelencia del arte con que está puesto. Danzan ellos con gravedad y buen aire, y ellas con tal gracia y bizarría que parece que el arte y natural pusieron allí el non plus ultra.

Acábase el sarao y empiezan los cuidados de los amantes hasta que el importuno día les traiga con su vacante el alivio de sus penalidades. Allí es procurador en su causa propia el que honestamente y para buen fin pretende; cuál desesperado maldice su poca suerte; y destas dos causas nace un torneo para el día siguiente. Allí verás diversidad de galas: cuál se viste de verde, cuál de negro, cuál de leonado y cuál de pajizo, conforme al estado en que su pretensión está.

Con la valentía que aquellos caballeros se muestran te lo daré a entender en decirte que son españoles y enamorados. No parecen burlas, Lázaro, y muchas veces suele venir a veras, porque la sangre española al son del parche se viste de ira, como otras naciones al de la vigüela de mujeriles acciones, sin haber para ello más razón que la valentía que nuestra España reparte a sus hijos. De allí o de otra noche resulta una justa real: hácenlo tan bien como los que a menudo se ejercitan en ello, y cada año dan cuatro o seis veces cuenta de lo que en él han estudiado y de la ventaja que al pasado hicieron. Hacen otras cincuenta invenciones con lo cual se hallan en el domingo de carnestolendas. Lo que en aquél y en los dos restantes días hay en la ciudad es imposible contártelo si no lo ves. Pónense en aquellas calles a trechos unos candilones, de manera que se arde toda ella, y por ellas va todo el lugar y seis mil máscaras, y en las más calles bailes diferentes.

Acábanse las carnestolendas con alguna invención gustosa. Empiézase la Cuaresma con la devoción que aquellos tres días se han mostrado alegres y regocijados. Los templos sumptuosos que en este lugar hay, la cantidad de gente, la riqueza, no he de gastar tiempo en decirte, pues lo oirás a la fama, a quien se debe mayor crédito.

En ésta, pues, nací, si no de los más nobles, no de los más populares. Hubo en casa de mis padres alguna hacienda, cuyos nombres, pues a ti no te revelo, me podrás creer. No me está bien decir, sólo que no es su apellido el que al presente tengo, ni el propio, ni apelativo. En aquella ciudad, Lázaro, viví veinte años -quiera Dios que darte gusto en lo que me has pedido no me cueste alguna enfermedad a mí-, y desde los siete quise, entonces como niño y adelante como hombre, o para decirlo bien, siempre como hombre, a una señora de mi misma edad que conmigo igualmente, ansí en años como en afectos amorosos, iba creciendo. La igualdad de nuestras voluntades, la posibilidad de nuestras haciendas, la de nuestras calidades, eran causa que sus padres ni los míos no se disgustasen que a cualquier hora entrase en su posada, porque los unos y los otros venían en ellas y nos criaban para casarnos.

Su casa estaba más arriba de la mía y tan pegada que, abierta una puerta que en un tabique hicimos, eran las dos una. Por allí se comunicaban sus padres y los míos, o nos comunicábamos todos. Qué noches, Lázaro, me quedé vestido hablando con ella por la tronera de la llave, que aunque nunca se me vedó hablarla ni entrar en su casa por la razón que he dicho, es en tales pasiones más gustoso el rato que se hurta que el que se concede. ¡Oh, cuánto más amable era para mí la obscuridad de la noche que la claridad del día! Ella con su manto negro vestía de luz mi enamorado pecho, él con su desenvoltura ofendía mis favores ¡Mal hayan, Lázaro, todos mis cuidados, si no estimé en más sus esperanzas que la mejor posesión del lugar!

Oh, qué necio andaría en hablarte más de la persona sin decirte las partes hermosas de que era dotada, que, cuando no las tuviera, bastaba para mí ser de mi gusto, fuera de que era hermosa por tener las figuras todas en proporción, y en esta conformidad lo restante del cuerpo. Y si la pasión no me ciega, no ha acertado naturaleza a hacer otros ojos como los suyos, costosos para mí si bellos para ella. Negros eran, y tan honestamente traviesos que el día de hoy me trae inquieto su viveza. El pelo se crió a esta devoción, y el rostro contrario a lo que he dicho. La frente era espaciosa y no sin acuerdo, que se había de encerrar mucha traición en ella. La nariz, tuvo el artífice por bien, que por ella no se perdiese lo ganado, porque suele de contino ser la que quita quilates a la hermosura. La boca pequeña, los labios gruesos y colorados, con dos claveles que, si se hubieran de marchitar cuando la fee faltó a su dueño, gozara poco de buena boca. Los dientes no eran perlas, que nunca llegaron las de más estimación a serlo de tanta que pudiesen competir con ellos, y para esta parte no sabré epítecto, que todo le viene bajo. En la barba tenía un hoyo o una sepultura de libertades. El rostro era aguileño, a quien de su cosecha, el pelo, enamorado dél, cada día adornaba con sortijas. Lavábase con agua y con unas manos largas, blancas y gordas, a quien ni el calor lisonjeaba ni el hielo ofendía.

A ésta serví trece años, sin los siete que como niños entonces nos gorjeábamos, como los que están ya cerca de hablar, y recíprocamente me amó los mismos. Catorce sirvió Jacob y llevó a Lía y a Rachel, si la una a su disgusto, la otra a todo su querer. Mas yo, a cabo de trece, llevé la mayor ingratitud, el mayor engaño, la mayor traición que en pecho de mujer forjarse pudo.

¿Quién llegó a mis fortunas? ¿Quién pasó de mis agravios? ¿Eras tú la que me dijiste, asida de mis manos, que te viese más a menudo porque añadieses a la vida lo que sin mí todo era muerte y faltaba de tu presencia el día que más cuatro horas? ¿Eras tú la que para llamar al criado decías mi nombre? ¿Eras la que tu dormir era el desvelo, hablando conmigo todas las noches? ¿Eras la que tus fiestas eran estar donde me vieses? ¿Qué día te cansé? ¿Cuántas noches pasábamos en claro? ¿Soy yo el que vivo? ¡No, el que muero sí! ¡Oh, qué de días a solas hablando conmigo y contigo no me acusaba de haberte ofendido con el pensamiento! ¿Cuándo no seguí tus pisadas? ¿Cuándo no adoré tus umbrales? ¿Quién mejor que a ti puedo presentar por testigo desta verdad?

-Teneos, que si bien quiero me deis parte de sucesos tan lastimosos, no por eso quiero que sea tan a vuestra costa -le dije cuando vi que el hábito estaba ya corriendo agua de la que de sus ojos había recibido.

Él volvió en sí y me dijo:

-Prométote, Lázaro, que son heridas que siempre están vivas en mí y que el remedio será la muerte.

-No os puedo responder mientras no supiere qué es lo que lloráis, sólo digo que debe ser cosa de mucho momento la que a un hombre que tan bien sabe, tanto aflige.

-Digo pues, Lázaro, que gozando de esta tranquilidad conocí en ella algún tanto de tibieza, que si la vida no me acabó fue por decirme que sus padres se desgustaban que tan a menudo entrase en su casa. Creílo yo ansí sin que otra cosa me pasase por el pensamiento, y era la verdad del caso que en una principal que enfrente de la nuestra estaba, se había aposentado cierto título, el cual trajo a ella un paje, ni más galán que yo ni más bien entendido, salvo que tañía una guitarrilla y decía a ella unos mal cantados tonos. Éste mudó al aposentillo que su amo le señaló su pobre ropa, y ella en él la voluntad que en mí tenía, a quien la criada que a mí trajo recaudos y papeles se los llevaba ya a él, y tan a salvo de la tercera como la que miraba desde la ventana cuando era hora.

Cantábala o encantábala de noche y lucíasele de día, y aunque yo lo oyese ni formaba dello celos ni aunque los concibiese lo podía impedir, por estar a una ventana baja de su casa. Íbame desfavoreciendo al paso que ponía al otro en las cumbres, y yo atribuyéndolo siempre a no gustar sus padres de la continuación de mis visitas, bien sea verdad que ya se me hacía cuesta arriba. Tan astuto fue el paje y tan bien se le avisó lo que había de hacer, que jamás fue a la iglesia donde ella iba ni a la ventana miró, que no es menester diligencias algunas cuando las fortunas se vienen entrando por las puertas adentro.

Sucedió pues, en este tiempo -y aquí es donde no me queda de hombre más que el tener figura dello-, que matasen en la calle a uno, y como hallase ocasión para gozar de lo que yo cuidaba, la había de impedir; juró ansí ella como la criada que fui yo el que le maté. Estuve por ello dos años en prisión y ocho también estuviera si al cabo dellos no me dijeran que se había casado con el paje. Yo que tal oí, considerando la hacienda por lo menos que tiene que perder el que ha perdido el gusto, me llegué con necia determinación al carcelero, a quien amenazando con una daga, me hizo patente la puerta, y como fuese bien de noche y obscuro busqué un barril de pólvora y metiéndole en el portal, informado que estaba el novio en casa, volé no sólo a ellos y a ella,, mas aún parte de la mía, no por los dos años padecidos, sino porque no quedase en el mundo simiente de agresores de maldad tan atroz.

-Digo, señor, que no os entiendo, porque si sentís la ofensa, ya no está en el mundo quien la cometió y no os quedaron a deber nada, antes vos sois el deudor, pues os la pagó quien no os la había hecho. Si la queríades bien y eso lloráis, ¿para qué la matastes? Vengo a pensar que lloráis el día de hoy que falte del mundo; y decidme, os ruego, si es verdad que sus padres gustaban de haceros su yerno, ¿a cuándo aguardaban los vuestros a dárosla a vos por mujer, supuesto que desde los trece hay ya muchas casadas?

-Has preguntado agudamente -me dijo-, y dando respuesta digo que yo estudiaba la facultad de cánones y leyes, y que era gusto de los míos que no me casase hasta haber pasado y graduádome de licenciado, porque decían que en casándose no se estudiaba; y yo venía en ello de voluntad, porque cosa que tanto amaba no tuviese algún conque que me sisase parte del gusto.

-Dígoos pues -le dije-, de verdad, entrando en la consideración de la cosa, que cuando no matárades esa mujer, debíades quedar pagado en no haberos casado con ella, porque basilisco que tal ponzoña encerraba, ¿qué fuera de vos si la entrárades en casa? ¿Ser por ventura vos el muerto después de quedarlo la honra?

-Por cierto, Lázaro, tú hablas en este particular no como mozo ni como viejo, sino como hombre que no ha tenido lugar de querer bien. ¿Razón hallas al amor?

-Pues señor, decidme, si eso sabíades, ¿por qué pusistes vuestra determinación por obra?

-¡Y eso es lo que lloro! Y tan de veras lo siento que pospongo a ello lo que debo a mis padres, que acabaron su vejez en la cárcel, como si ellos tuvieran culpa en el delito. Mas, ¿cuándo no fue común en el mundo perseguir al que empieza a caer y desamparar al que va faltando la hacienda?

Eran tantas las lágrimas que segunda vez derramaba, que le dije para divertirle:

-Ara vos no me habéis de pedir que os diga quién soy y quién fueron mis padres, porque ya lo sabéis. Quiero pagaros la merced recebida con dos cuentos con que pienso, por estar tan próximos, llegaremos al lugar.



Aprobaciones: 1 - 2 - 3 - Suma del privilegio - Tasa - Dedicatoria - Al lector -

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