El conde de Montecristo: 1-17
El calabozo del abate Faria
Después de haber pasado encorvado, pero con bastante facilidad, por el camino subterráneo, llegó Dantés al extremo opuesto, que lindaba con el calabozo del abate. Allí el paso era más difícil, y tan estrecho, que apenas bastaba a un hombre.
El calabozo del abate estaba embaldosado, y levantando una de estas baldosas del rincón más oscuro fue como empezó la maravillosa empresa cuyo término vio Dantés, y de pie todavía, púsose a examinar el cuarto con suma atención. A primera vista no presentaba nada de particular.
-Bueno -dijo el abate-, no son más que las doce y cuarto, podemos disponer aún de algunas horas. Dantés miró en torno suyo buscando el reloj, en que el abate había podido ver la hora con tanta seguridad.
-Observad -le dijo Faria- ese rayo de luz que entra por mi ventana, y reparad en la pared las líneas que yo he trazado. Gracias a esas líneas, combinadas con el doble movimiento de la Tierra, y la elipse que ella describe en derredor del Sol, sé con más exactitud la hora que si tuviese reloj, porque el reloj se descompone, y el Sol y la Tierra no se descomponen jamás.
Dantés no había comprendido nada de esta explicación. Al ver salir el Sol detrás de las montañas y ponerse en el Mediterráneo, siempre había creído que era el Sol quien giraba, no la Tierra. Este doble movimiento del globo que habitamos, y que él, sin embargo, no echaba de ver, se le antojaba casi imposible, conque en cada una de las palabras de su interlocutor entreveía misterios profundos de ciencia tan admirables, como las minas de oro y de diamantes que visitó años atrás en un viaje que hizo a Guzarate y Golconda.
-Veamos -dijo al abate-. Estoy impaciente por examinar vuestros tesoros.
Dirigióse Faria a la chimenea, y levantó, con ayuda del cincel que tenía siempre en la mano, la piedra que en otro tiempo sirvió de hogar, que ocultaba un hoyo bastante profundo. En este hoyo estaban guardados todos los objetos de que habló a Dantés.
El abate le preguntó:
-¿Qué queréis ver primero?
-Enseñadme vuestra obra sobre Italia.
Faria sacó de su precioso armario tres o cuatro rollos de lienzo, semejantes a hojas de papiro. Eran retazos de tela, de cuatro pulgadas sobre poco más o menos de ancho, por dieciocho de largo. Estaban todos numerados y llenos de un texto que Dantés pudo leer porque era italiano, lengua materna del abate, y que Dantés, como provenzal, conocía perfectamente.
-Ved, todo está aquí. Hace ocho días que he escrito la palabra fin en el lienzo sexagesimoctavo. Me he quedado sin dos camisas y sin todos mis pañuelos, pero si algún día salgo de aquí, y si logro encontrar en Italia un impresor que se atreva a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.
-Sí -respondió Dantés-, bien lo veo. Enseñadme ahora, yo os lo suplico, las plumas con que habéis escrito esta obra.
-Vedlas -dijo Faria.
Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y coma el mango de un pincel de grueso, a cuyo extremo había puesto y atado con un hilo uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de que habló a Dantés. Era picudo y tenía puntos como una pluma ordinaria. Dantés lo examinó buscando con la mirada por el cuarto el instrumento con que había sido cortado.
-¡Ah! Buscáis el cortaplumas, ¿no es cierto? -le preguntó Faria-. Esa es mi obra maestra. Lo he hecho, así como este cuchillo, del hierro de un candelero viejo.
El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo, reunía la ventaja de poder servir de cuchillo y de puñal.
Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que en las tiendas de quincalla de Marsella había examinado otras veces las chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los mares del Sur por marinos aventureros.
-En cuanto a la tinta -dijo Faria-, ya sabéis cómo me la proporciono; sabed además que la voy haciendo a medida que la necesito.
-Pero lo que más me admira -dijo Dantés- es que los días os hayan bastado para trabajos tan grandes.
-Disponía también de las noches -respondió el abate.
-¿Sois como los gatos? ¿Veis a oscuras?
-No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza de sus sentidos; la luz me la procuré.
-¿De qué modo?
-De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie de aceite muy espeso; mirad mi luz.
Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que suelen emplear en los festejos públicos.
-Pero ¿y el fuego?
-He aquí dos pedernales con su correspondiente yesca. Con pretexto de una enfermedad cutánea pedí un poco de azufre, que me concedieron.
Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e inclinó la cabeza sintiéndose humillado por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.
-Y esto no es todo -prosiguió Faria-, porque nadie debe ocultar sus tesoros en un mismo sitio; vamos a otra cosa.
En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por encima el abate, la pisoteó para que desapareciese todo rastro de solución de continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se hallaba.
Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi herméticamente, había un agujero que contenía una escala de cuerda de veinticinco a treinta pies de largo.
Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.
-¿Quién os dio la cuerda que habréis necesitado para esta obra maravillosa?
-Al principio algunas camisas que yo tenía, y después la ropa de mi cama que he deshilachado en tres años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las hilas, y aquí continué mi trabajo.
-Pero ¿no advirtieron que las sábanas de vuestra cama se iban quedando sin dobladillos?
-No, que yo las cosía.
-¿Con qué?
-Con esta aguja.
Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que llevaba consigo.
-Sí -prosiguió Faria-, tuve primeramente intenciones de limar los hierros y huir por esa ventana, que como veis, es más grande que la vuestra, y aún la hubiese agrandado para escaparme, pero descubrí que caía a un patio interior y renuncié a mi proyecto por aventurado. Conservo, sin embargo, la escala para cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad, como antes os decía.
Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en realidad en otra cosa. Se le había ocurrido de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio, tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las tinieblas de su propia desgracia, que él nunca había podido penetrar.
-¿En qué pensáis? -le preguntó el abate con una sonrisa, creyendo que el ensimismamiento de Dantés procedía de su admiración.
-Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que habéis empleado para llegar a esta situación. ¿Qué no habríais hecho gozando de libertad?
-Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas pequeñas. Así como es necesaria la presión para hacer estallar la pólvora, así el infortunio es necesario también para descubrir ciertas minas misteriosas ocultas en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis facultades intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas choquen unas con otras. Como ya sabéis, del choque de las nubes resulta la electricidad, de la electricidad el relámpago y del relámpago la luz.
-Yo no sé nada -contestó Dantés humillado por su ignorancia-, casi todas las palabras que pronunciáis carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso sois sabiendo tanto!
El abate se sonrió.
-¿No decíais ahora que pensabais en dos cosas?
-Sí.
-Sólo me habéis dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?
-La segunda es que vos me habéis contado vuestra historia y yo no os he referido la mía.
-Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia.
-Sin embargo -repuso Dantés-, contiene una desgracia inmensa, una desgracia inmerecida, y quisiera, para no blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces, poder quejarme de los hombres.
-¿Os creéis inocente del crimen de que os acusan?
-Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi corazón, por mi padre y por Mercedes.
-Veamos, contadme vuestra historia -dijo Faria, cerrando su escondrijo y volviendo a poner la cama en su lugar.
Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a un viaje a la India, y dos o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio para el gran mariscal, a su plática con éste, a la misiva que le confió para un tal señor Noirtier, a su llegada a Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con Mercedes, a la comida de aquel día, y por último, a su detención, a su interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de justicia, y a su traslación definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar profundamente. Después de un corto espacio, dijo:
-Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco yo os decía, esto es, que a no nacer los malos pensamientos de una organización mala también, el crimen repugna a la naturaleza humana. Sin embargo, la civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuya influencia llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De aquí esta máxima: Para descubrir al culpable, averiguad quién se aprovecha del crimen. ¿A quién podía ser provechosa vuestra desaparición?
-A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!
-No respondáis así, que falta a vuestra respuesta lógica y filosofía. Todo es relativo, querido amigo, desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el empleado, que estorba a su supernumerario. Si el rey muere, el sucesor hereda una corona; si el empleado muere, el supernumerario hereda su sueldo y sus gajes. Este sueldo es su lista civil, su presupuesto, necesita de él para vivir, como el rey precisa de sus millones.
»En torno a cada individuo, así en lo más alto como en lo más bajo de la escala social, se agrupa constantemente un mundo entero de intereses, con sus torbellinos y sus átomos, como los mundos de Descartes.
»Volvamos, pues, a vuestro mundo. ¿Decís que ibais a ser nombrado capitán del Faraón?
-Sí.
-¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón? ¿Podía interesar a alguno que no os casaseis con Mercedes? Contestad ante todo a mi primera pregunta, porque el orden es la clave de los problemas. ¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón?
-No, porque yo era muy querido a bordo. Si los marineros hubiesen podido elegir su jefe, estoy seguro de que lo habría sido yo. Un solo hombre estaba algo picado conmigo, porque cierto día tuvimos una disputa, le desafié, y él no aceptó.
-Veamos, veamos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?
-Danglars.
-¿Cuál era su empleo a bordo?
-Sobrecargo.
-Si hubieseis llegado a ser capitán, ¿le conservaríais en su empleo?
-No; a depender de mí, porque creí encontrar en sus cuentas alguna inexactitud.
-Bien. Decidme ahora ¿presenció alguien vuestra última entrevista con el capitán Leclerc?
-No, porque estábamos solos.
-¿Pudo oír alguien la conversación?
-Sí, porque la puerta estaba abierta y aún... esperad... sí... sí... Danglars pasó precisamente en el instante en que el capitán Lederc me entregaba el paquete para el gran mariscal.
-Bien -murmuró el abate-, ya dimos con la pista. Cuando desembarcasteis en la isla de Elba ¿os acompañó alguien?
-Nadie.
-¿Y os entregaron una misiva?
-Sí, el gran mariscal.
-¿Qué hicisteis con ella?
-La guardé en mi cartera.
-¿Llevabais vuestra cartera? ¿Y cómo una cartera capaz de contener una carta oficial podía caber en un bolsillo?
-Tenéis razón. Mi cartera estaba a bordo.
-Luego fue a bordo donde colocasteis la carta en la cartera.
-Sí.
-Desde Porto-Ferrajo a bordo, ¿qué hicisteis de la carta?
-La tuve en la mano.
-Cuando abordasteis de nuevo al Faraón, ¿pudieron ver todos que llevabais una carta?
-Sí.
-¿Y Danglars también lo vio?
-También.
-Poco a poco. Escuchad bien: refrescad vuestra memoria. ¿Os acordáis de los términos en que estaba concebida la denuncia?
-¡Oh!, sí, sí: la he leído y releído muchas veces, y tengo sus palabras muy presentes.
-Repetídmelas.
Dantés reflexionó un instante y repuso:
-Así decía textualmente:
«Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo del Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.
»Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen prendiéndole, porque la carta se hallará en su poder, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo del Faraón.»
El abate se encogió de hombros.
-Eso está claro como la luz del día -dijo-, y es necesario tener un alma muy buena, y muy inocente, para no comprenderlo todo desde el principio.
-¿Lo creéis así? -exclamó Edmundo-. ¡Oh! ¡Sería una acción muy infame!
-¿Cuál era la letra ordinaria de Danglars?
-Cursiva, y muy hermosa.
-¿Y la del anónimo?
-Inclinada a la izquierda.
El abate se sonrió:
-Una letra desfigurada, ¿no es verdad?
-Muy correcta era para desfigurada.
-Esperad -dijo.
Y diciendo esto, cogió el abate su pluma, o lo que él llamaba pluma, la mojó en tinta, y escribió con la mano izquierda en un lienzo de los que tenía preparados, los dos o tres primeros renglones de la denuncia.
Edmundo retrocedió, mirando al abate con terror:
-¡Oh! ¡Es asombroso! -exclamó-. ¡Cómo se parece esa letra a la otra!
-Es que sin duda se escribió la denuncia con la mano izquierda. He observado siempre una cosa -prosiguió el abate.
-¿Cuál?
-Todas las letras escritas con la mano derecha son varias, y semejantes todas las escritas con la mano izquierda.
-¡Cuánto habéis visto! ¡Cuánto habéis observado!
-Continuemos.
-¡Oh!, sí, sí.
-Pasemos a mi segunda pregunta.
-Os escucho.
-¿Podía interesar a alguien que no os casaseis con Mercedes?
-Sí, a un joven que la amaba.
-¿Su nombre?
-Fernando.
-Ese es un nombre español.
-Era catalán.
-¿Y creéis que ése haya sido capaz de escribir la carta?
-No, lo que él hubiera hecho era darme una puñalada.
-Eso es muy español. Una puñalada sí, una bajeza, no.
-Además, ignoraba todos los pormenores que contiene la delación -indicó Edmundo. -¿No se los habíais contado a nadie?
-A nadie.
-¿Ni a vuestra novia?
-Ni a mi novia.
-Pues ya no me cabe duda alguna: fue Danglars.
-¡Oh!, ahora estoy seguro.
-Esperad un poco... ¿Conocía Danglars a Fernando?
-No... sí... ahora me acuerdo...
-¿Qué?
-La víspera de mi boda los vi sentados juntos a la puerta de la taberna de Pánfilo. Danglars estaba afectuoso y al mismo tiempo burlón, y Fernando pálido y como turbado.
-¿Estaban solos?
-No; se hallaba con ellos otro compañero, muy conocido mío, y que fue sin duda el que los relacionó..., un sastre llamado Caderousse; éste estaba ya borracho... Esperad, esperad... ¿cómo no he recordado esto antes de ahora? Junto a su mesa había un tintero..., papel y pluma... -murmuró Edmundo llevándose la mano a la frente-. ¡Oh! ¡Infames! ¡Infames!
-¿Queréis aún saber más? -le dijo el abate, sonriendo.
-Sí, sí; puesto que veis claro en todo, y todo lo adivináis, quiero saber por qué no he sido interrogado más que una sola vez y por qué he sido condenado sin formación de causa.
-¡Oh!, eso es más difícil -dijo el abate-. La policía tiene misterios casi imposibles de penetrar. Lo averiguado hasta ahora en eso de vuestros dos enemigos es una bagatela. En esto de la justicia tendréis que darme informes más exactos.
-Preguntadme, pues, porque a decir verdad, más claro veis vos en mis asuntos que yo mismo.
-¿Quién os tomó declaración? ¿El sustituto, el procurador del rey o el juez de instrucción?
-El sustituto.
-¿Era joven o viejo?
-Joven, como de veintisiete a veintiocho años.
-No estaría corrompido aún; pero ya podía tener ambición -dijo el abate-. ¿Que tal se portó con vos?
-Más bien amable que severo.
-¿Se lo contasteis todo?
-Todo.
-¿Y cambió de maneras durante el interrogatorio?
-Cuando leyó la denuncia, parecióme que sentía mi desgracia.
-¿Vuestra desgracia?
-Sí.
-¿Estabais seguro de que era vuestra desgracia lo que le apenaba?
-Por lo menos me dio una prueba muy grande de su simpatía hacia mí.
-¿Cuál?
-Quemó el único documento que podía comprometerme.
-¿Qué documento? ¿La denuncia?
-No, la carta.
-¿Estáis seguro?
-Lo vi con mis propios ojos.
-La cuestión varía. Este hombre puede ser más perverso de lo que vos creéis.
-¡Me hacéis estremecer! -dijo Dantés-. ¿No estará poblado el mundo sino de tigres y cocodrilos?
-Sí, con la diferencia de que los tigres y cocodrilos de dos pies son más temibles que los otros. ¿Conque decís que quemó la carta?
-Sí, diciéndome por añadidura: «Ya lo veis, ésta es la única prueba que existe contra vos, y la destruyo.»
-Muy sublime es esa conducta para ser natural.
-¿De veras?
-Estoy seguro. ¿A quién iba dirigida esa carta?
-Ál señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13, en París.
-¿Y no sospecháis que el sustituto pudiera tener interés en que desapareciese esa carta?
-Quizá, porque diciéndome que por mi interés lo hacía, me obligó a jurarle dos o tres veces que a nadie hablaría de la carta, ni menos de la persona a quien iba dirigida.
-¡Noirtier! ¡Noirtier! -murmuró el abate-. Yo he conocido un Noirtier en la corte de la antigua reina de Etruria, un Noirtier que había sido girondino en tiempo de la revolución. ¿Cómo se llama el sustituto de que habéis hablado?
-Villefort es su apellido.
El abate se echó a reír a carcajadas. Dantés lo miraba estupefacto.
-¿De qué os reís?
-¿Veis ese rayo de luz? -le preguntó Faria.
-Sí.
-Pues todo está tan claro como ese rayo transparente. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre joven! ¿Conque era muy bondadoso el magistrado?
-Sí.
-¿De modo que el digno sustituto quemó la carta?
-Sí.
-¿De modo que el honrado abastecedor del verdugo os hizo jurar que a nadie hablaríais de Noirtier?
-Sí.
-Pues ese Noirtier, ¡qué pobre ciego sois! Ese Noirtier, ¿no sabéis quién era? Ese Noirtier era su padre.
Un rayo caído a sus pies, que abriera la boca del infierno, para tragárselo, habría causado a Edmundo menos impresión que aquellas palabras inesperadas. Como un loco recorría la habitación, sujetándose la cabeza con las manos por temor de que estallara.
-¡Su padre! ¡Su padre! -exclamaba.
-Sí, su padre, que se llama Noirtier de Villefort -repuso el abate. Entonces un resplandor vivísimo iluminó la inteligencia del preso. Todo lo que hasta entonces le había parecido oscuro, se le apareció con la mayor claridad. Las bruscas alteraciones de Villefort durante el interrogatorio, la carta quemada, el juramento que le exigió, el tono casi de súplica el magistrado, que en vez de amenazar parecía que suplicase, todo le vino a la memoria. Profirió un grito, vaciló un instante como si estuviera borracho y lanzándose al agujero que conducía a su calabozo, exclamó:
-¡Oh!, necesito estar a solas para pensar en todo esto.
Y al llegar a su calabozo se arrojó sobre la cama, donde le halló por la noche el carcelero, sentado, con los ojos fijos, las facciones contraídas, e inmóvil y mudo como una estatua. Durante aquellas horas de meditación que habían corrido para él unos segundos, tomó una resolución terrible a hizo un juramento atroz.
Una voz sacó a Edmundo de sus reflexiones, era la del abate Faria, que habiendo recibido también la visita del carcelero, venía a convidar a Edmundo a comer. Su calidad de loco, y en particular de loco divertido, le proporcionaba algunos privilegios, como eran un pan más blando y una copa de vino los domingos. Precisamente aquel día era domingo, y el abate brindaba a su joven compañero la mitad de su pan y su vino.
Dantés le siguió. Se había serenado su rostro; pero al recobrar su ordinario aspecto le quedaba un no sé qué de sequedad y firmeza, que demostraba una resolución invariable. El abate le miró fijamente.
-Siento -le dijo el abate- el haberos ayudado en vuestras averiguaciones de ayer y haberos dicho lo que os díje.
-¿Por qué?
-Porque he engendrado en vuestro corazón un sentimiento que antes no abrigaba: la venganza.
Dantés se sonrió y dijo:
-Hablemos de otra cosa.
Contemplóle el abate un momento todavía, y bajó tristemente la cabeza. Después, como Dantés le había exigido, se puso a hablar de otra cosa. El anciano era uno de esos hombres cuya conversación, como la de todos aquellos que han sufrido mucho, a la par que sirve de enseñanza, interesa y conmueve, empero no era egoísta, pues nunca hablaba de desgracias. Dantés escuchaba todas sus palabras con admiración, unas le revelaban ciertas ideas, de que él ya tenía noción por rozarse con la marina, que profesaba, y otras, referente a cosas desconocidas, le abrían horizontes nuevos, como esas auroras polares que alumbran a los navegantes en las regiones australes. Dantés comprendió entonces cuánta felicidad sería para una inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y sociales, en que ordinariamente se cernía.
-Debíais de enseñarme algo de lo que sabéis, aunque no fuese sino para no cansaros de mí -le dijo una vez-. Paréceme que la soledad os sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si accedéis a lo que os pido, empeño mi palabra en no hablaros más de la fuga.
El abate se sonrió.
-¡Ay, hijo mío! -le contestó-. El saber humano es tan limitado que cuando os enseñe las matemáticas, la física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabréis tanto como yo; ahora, pues, siempre necesitaré dos años para enseñaros toda mi ciencia.
-¡Dos años! -exclamó Dantés-. ¿Creéis que podré aprender tantas cosas en dos años?
-En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los sabios, la memoria forma a los unos, y la filosofía a los otros.
-Pero ¿no se puede aprender la filosofía?
-La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandeciente en que puso Dios el pie para subir a la gloria.
-Veamos -dijo Dantés-. ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.
-Todo -contestó el abate.
En efecto, aquella noche imaginaron los dos presos un sistema de educación, que desde el día siguiente se puso en práctica. Tenía Dantés una memoria prodigiosa y una extremada facilidad en concebir las ideas. La inclinación matemática de su inteligencia le predisponía a comprenderlo todo con ayuda del cálculo, al paso que el instinto poético del marino corregía lo que hubiese de aridez sobrada y materialismo en la demostración reducida a números o a líneas. Sabía ya, como se ha dicho, el italiano y un poco del romanico o griego moderno, aprendido en sus viajes a Oriente. Estas dos lenguas le hicieron comprender fácilmente el mecanismo de las demás, por lo que a los seis meses empezaba a hablar el español, el inglés y el alemán.
Tal como le había prometido al abate Faria, bien que la distracción del estudio le sirviese como de libertad, o que él fuese rígido cumplidor de su palabra, como hemos visto, Edmundo no hablaba ya de escaparse, y los días pasaban para él tan rápidos como instructivos. Al año estaba convertido en otro hombre.
En cuanto al abate Faria, reparaba Dantés que, a pesar de la distracción que en su cautividad le había proporcionado su compañía, cada día se iba poniendo más taciturno. Como si le dominase un pensamiento persistente e incesante, caía en profundas abstracciones, suspiraba involuntariamente, se incorporaba de súbito, y cruzando los brazos se ponía muy meditabundo a dar vueltas por su calabozo.
Cierto día se paró de repente en medio de uno de esos círculos que sin tregua trazaba en derredor de la estancia, y exclamó:
-¡Ah! ¡Si no hubiera centinela!
-Si vos queréis, no lo habrá -dijo Dantés, que había seguido el curso de su pensamiento a través de las arrugas de su frente, como a través de un cristal.
-Ya os dije que el crimen me repugna -repuso el abate.
-Y, sin embargo, si cometiéramos ese crimen, sería por instinto de conservación, por un sentimiento de defensa personal.
-No importa, yo sería incapaz de...
-Pero ¿pensáis en ello?
-A todas horas, a todas horas -murmuró el abate.
-Y habéis encontrado algún medio, ¿no es así? -dijo Edmundo.
-Sí, como pusieran en la galería un centinela ciego y sordo.
-Será ciego y sordo -respondió Dantés con una resolución que asustaba al abate.
-¡No!, ¡no!, ¡imposible! -exclamó éste.
Dantés quiso seguir hablando de aquello, pero Faria movió la cabeza y se negó a decir nada más. Pasaron tres meses.
-¿Tenéis fuerza? -le preguntó el abate un día.
Dantés, sin responderle, cogió el escoplo, lo dobló como un cayado, y lo volvió a su forma primitiva.
-¿Me prometéis no matar al centinela, sino en el último extremo?
-Bajo palabra de honor.
-Entonces podemos ejecutar nuestro plan -dijo el abate.
-¿Cuánto tiempo necesitaremos?
-Un año, por lo menos.
-Pero ¿cuándo podemos empezar nuestros trabajos?
-Al instante.
-Ya lo veis, hemos perdido un año -exclamó Dantés.
-¿Creéis que lo hayamos perdido? -le replicó el abate.
-¡Oh! ¡Perdonadme! -dijo Edmundo sonrojándose.
-¡Callad! El hombre siempre es hombre, y vos uno de los mejores que yo haya conocido. Oíd mi plan.
El abate mostró entonces a Dantés un plano que había trazado, conteniendo su calabozo, el de Dantés y la excavación que juntaba uno con otro. En medio de este corredor estableció un ramal semejante a los que se abren en las minas; por él llegaban a la galería del centinela, y una vez allí desprendían del suelo una baldosa, que en un momento dado se hundiría bajo el peso del centinela, que desaparecería en la excavación. Edmundo se abalanzaba entonces a él, cuando aturdido por el golpe de la caída no pudiera defenderse, le sujetaba, le ataba, y luego, saliendo por una de las ventanas de aquella galería, se descolgaban ambos por la muralla exterior, para lo cual les serviría la escala del abate.
Este plan era tan sencillo, que no podía menos de salir bien, y Dantés lo aplaudió con entusiasmo. Desde aquel instante se pusieron a trabajar los mineros con tanto más ardor cuanto que habían descansado mucho tiempo, y aquel trabajo, según todas las probabilidades, no era sino continuación del pensamiento íntimo y secreto de cada uno de ellos.
Sólo lo interrumpían en la hora en que se veían obligados a estar en su calabozo para recibir cada uno la visita de su carcelero. Se habían además acostumbrado tanto a distinguir el rumor imperceptible de los pasos de aquel hombre cuando bajaba la escalera, que nunca los sorprendió de improviso. La tierra que sacaban de la nueva mina, que habría llenado sin duda la cavidad antigua, la arrojaban puñado a puñado con precauciones inauditas por una u otra ventana, así del calabozo de Dantés como del abate, pulverizándola con mucho esmero, y el viento de la noche se la llevaba sin dejar la menor huella.
Más de un año se pasó en este trabajo, ejecutado con un escoplo, un cuchillo y una palanca de madera. En este período, y al mismo tiempo que trabajaban, el abate seguía instruyendo a Dantés, hablándole ora en una lengua, ora en otra, enseñándole la historia de los pueblos y la de los grandes hombres que dejan en pos de sí de siglo en siglo una de esas estelas brillantes que llaman la gloria. Hombre de mundo, Faria, y del gran mundo, tenía además en sus maneras una como grandeza melancólica que Dantés, gracias al espíritu de asimilación de que le había dotado la naturaleza, supo convertir en la finura elegante que le faltaba, y en esas maneras aristocráticas que no se adquieren sino con las costumbres y el continuo trato de las clases elevadas o de los hombres distinguidos.
Al cabo de quince meses, la excavación estaba terminada debajo de la galería. Oíanse los pasos del centinela, y los dos obreros, precisados a esperar una noche sin luna para que su evasión tuviese más probabilidades aún de buen éxito, tenían sólo un temor, y era que el suelo, falto de su base, se hundiera por sí mismo bajo los pies del soldado. Este inconveniente se remedió un tanto, colocando una especie de puntal que habían encontrado en sus excavaciones. Ocupado en asegurarlo estaba Dantés, cuando de pronto oyó al abate Faria, que se había quedado en el calabozo del joven aguzando una clavija para asegurar la escala, oyó, repetimos, que lo llamaba con acento de dolorosa angustia. Acudió Dantés al punto y encontró al abate de pie en medio de la estancia, pálido, con las manos crispadas, e inundada la frente de sudor.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó Dantés-, ¿qué sucede? ¿Qué tenéis?
-¡Pronto! ¡Pronto! -respondió el abate-, escuchadme.
Fijóse Dantés en su rostro lívido, sus ojos rodeados de una aureola negruzca, sus labios blancos, sus cabellos erizados, y lleno de terror dejó caer al suelo el escoplo que tenía en la mano.
-Pero ¿qué sucede?
-¡Estoy perdido! -dijo el abate-, escuchadme. Una enfermedad horrible y acaso mortal, va a acometerme, ya la siento llegar, ya la siento. El año antes de mi prisión me acometió también. Sólo tiene un remedio y os lo voy a decir: corred a mi calabozo, levantad el pie de mi cama, que está hueco, y allí encontraréis un frasquito de cristal medio lleno de un líquido rojo, traédmelo... O si no... antes... es verdad, podrían sorprenderme fuera de mi calabozo... ayudadme a volver, ahora que tengo algunas fuerzas todavía. ¿Quién sabe lo que va a suceder y el tiempo que durará el acceso?
Sin aturdirse Dantés, aunque aquella desdicha fue inmensa, bajó a la excavación remolcando, por decirlo así, a su desventurado compañero, y con muchísimo trabajo pudo llegar al calabozo del abate, al cual depositó en su lecho.
-Gracias -dijo el anciano, estremeciéndose-. Siento que la enfermedad se acerca, voy a caer en un estado de catalepsia, acaso no haré ni un movimiento siquiera, acaso no podré tampoco quejarme, pero acaso también echaré espuma por la boca, y gritaré y batallaré en extremo. Procurad que no oigan mis gritos, que es lo más importante, porque tal vez me trasladarían a otro calabozo, separándonos para siempre. Cuando me veáis inmóvil, frío y como muerto, sólo entonces, tenedlo bien entendido, me separaréis los dientes con el cuchillo, me echaréis en la boca ocho o diez gotas de ese licor, y acaso volveré a la vida.
-¿Acaso? -exclamó Dantés, suspirando.
-¡Acudid...! ya... ahora -exclamó el abate-, yo... me... mue...
El acceso fue tan súbito y violento, que ni aun pudo el desgraciado preso terminar la frase, una nube envolvió su frente, rápida y sombría como las tempestades del mar, la crisis hízole abrir desmesuradamente los ojos, torció su boca y coloreó sus mejillas, rugió, forcejeó, vomitó espuma, pero Dantés ahogó sus gritos con la ropa de la cama, tal como se lo había pedido. El ataque duró dos horas. Después, inerte, más pálido y más frío que el mármol, y más destrozado que una caña que se pisotea, se agitó violentamente en una postrera convulsión, y se puso lívido.
Esto era lo único que esperaba Edmundo, a que aquella muerte aparente se hubiese apoderado de todo el cuerpo y helado el corazón. Cogió entonces el cuchillo, introdujo la punta entre los dientes, separó con muchísimo trabajo las mandíbulas contraídas, le echó, contándolas con exactitud, diez gotas de aquel licor rojo y esperó.
Dos horas pasaron sin que el viejo hiciera movimiento alguno. Temió Dantés haber acudido demasiado tarde, y le contemplaba fijamente con las manos puestas en la cabeza. Al fin sus mejillas se colorearon un poco, sus ojos constantemente abiertos e inmóviles volvieron a mirar, un débil suspiro salió de su boca, y por último hizo un movimiento.
-¡Se ha salvado! ¡Se ha salvado! -exclamó Dantés.
El enfermo, que no podía hablar aún, extendió con ansiedad visible la mano hacia la puerta. Púsose Dantés a escuchar, y oyó en efecto los pasos del carcelero. Iban a dar las siete; Dantés no había podido ocuparse en calcular el tiempo.
Al punto se precipitó por el agujero, volvió a colocar la baldosa sobre su cabeza y pasó a su calabozo.
Un instante después se abrió la puerta, y el carcelero, como siempre, encontró al joven sentado en su cama.
No bien había vuelto la espalda, apenas se perdió en el corredor el ruido de sus pasos, cuando Dantés, lleno de inquietud, sin pensar en la comida, tomó otra vez el camino que siguiera antes, y levantando la baldosa con su cabeza, entró en el calabozo del abate.
Este había recobrado ya el conocimiento, pero seguía tendido inerte sobre su lecho.
-Ya creía no volveros a ver -dijo a Edmundo.
-¿Por qué? -le preguntó el joven-. ¿Pensabais morir?
-No, pero como todo está dispuesto para la fuga, creí que os escaparíais.
La indignación se pintó en el rostro de Dantés.
-¡Sin vos! ¡Me habéis creído capaz de escaparme solo! ¿De veras? -exclamó.
-Ya veo que estaba equivocado -dijo el enfermo-. ¡Qué débil y qué rendido estoy!
-¡Valor! Pronto recobraréis las fuerzas -le dijo Edmundo sentándose junto a la cama y cogiendo una de sus manos.
El abate Faria movió la cabeza:
-La otra vez -le dijo- el ataque me duró una hora, y luego tuve hambre y pude andar solo. Hoy no puedo levantar mi pierna ni mi brazo derecho, y mi cabeza está aturdida, lo que prueba un derrame cerebral. A la tercera vez quedaré enteramente paralítico o tal vez moriré de repente.
-No, no, tranquilizaos; no moriréis. Cuando os dé, si os da, ese tercer ataque, ya estaremos libres, entonces os salvaremos como ahora y mejor que ahora, porque tendremos todos los recursos necesarios.
-Amigo mío -le contestó el anciano-, no os engañéis a vos mismo. La crisis que acabo de pasar me ha condenado a prisión eterna. Para huir es preciso poder nadar.
-Pues bien, esperaremos ocho días, un mes, dos meses si es necesario. En ese intervalo recobraréis vuestras fuerzas. Todo está preparado para nuestra fuga, y hasta podremos elegir la hora y la ocasión que más nos convenga. El día que os sintáis capaz de nadar, aquel mismo día pondremos nuestro proyecto en ejecución.
-Yo jamás podré nadar -dijo Faria-, este brazo está paralítico, y no para un día, sino para siempre. Levantadlo vos mismo y veréis cuánto pesa.
El joven levantó aquel brazo, y volvió a caer inerte por su propio peso. Edmundo suspiró.
-Ya estáis convencido, ¿no es cierto? -le preguntó Faria-. Creedme, sé bien lo que me digo. Desde que sufrí el primer ataque de este mal, no he dejado un punto de pensar en él. Ya me lo esperaba, porque es hereditario en mi familia. Mi padre murió al tercer ataque, y mi abuelo también. El médico que preparó ese licor, que no es otro que el famoso Cabanis, me predijo la misma suerte.
-¡El médico se engaña! -exclamó Dantés-. Y tocante a la parálisis, no me importa. Cargaré con vos y nadaré llevándoos a la espalda.
-Joven -repuso el abate-, sois marino y nadador, y debéis saber por consiguiente que con tal peso ningún hombre es capaz de nadar cincuenta brazas. Dejad de alucinaros con quimeras, que no puede creer ni vuestro mismo corazón, tan generoso. Yo permaneceré aquí hasta que suene la hora de mi libertad, que será la de la muerte. Vos huid, huid. Sois joven, diestro y fuerte, no os cuidéis de mí, os devuelvo vuestra palabra.
-¡Oh! Entonces -dijo Edmundo-, también yo permaneceré aquí.
Luego, levantándose y extendiendo su mano sobre Faria, añadió solemnemente:
-Por la sangre de Cristo, juro no abandonaros hasta la muerte.
El abate contempló a aquel joven tan noble y sencillo, tan grande, leyendo en sus facciones, animadas con el fuego del entusiasmo más puro, la sinceridad de su afecto y la lealtad de su juramento.
-Lo acepto -contestó-. Gracias.
Y tendiéndole la mano añadió:
-Quizá seréis recompensado por ese afecto tan desinteresado, empero como yo no puedo escaparme y vos no queréis, lo que importa es cegar el subterráneo que hemos hecho debajo de la galería. El soldado puede advertir que el suelo repite el eco de sus pasos, y avisar al gobernador, con lo cual nos descubrirían. Id, pues, a cegarlo vos, ya que desgraciadamente yo no puedo ayudaros. Emplead toda la noche si es preciso, y no volváis a verme hasta mañana después de la visita del carcelero. Entonces acaso tendré que deciros alguna cosa importante.
Dantés estrechó la mano del abate, que el pagó con una sonrisa, y salió de la prisión, obediente y respetuoso, como era en todas ocasiones con su anciano amigo.