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El conde de Montecristo: 4-03

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El conde de Montecristo
Cuarta parte: El mayor Cavalcanti
Capítulo 3

de Alejandro Dumas
Capítulo tercero
El telégrafo y el jardín

Al volver a su casa el señor y la señora de Villefort supieron que el señor conde de Montecristo había ido a hacerles una visita, y les aguardaba en el salón. La señora de Villefort, demasiado conmovida para entrar de repente, pasó a su tocador, mientras que el procurador del rey, más seguro de sí mismo, se dirigió inmediatamente al salón.

Por dueño que fuese de sus sensaciones, por bien que supiera componer su rostro, el señor de Villefort no pudo apartar del todo la nube que oscurecía su semblante, y el conde de Montecristo no pudo menos de reparar en su aire sombrío y pensativo.

-¡Oh, Dios mío! -dijo Montecristo después de los primeros saludos-; ¿qué os ocurre, señor de Villefort?, ¿he llegado tal vez en el momento en que extendíais alguna sentencia de muerte?

Villefort trató de sonreírse.

-No, señor conde -dijo-, aquí no hay más víctima que yo; esta vez he perdido el pleito, y todo por una casualidad, una locura, una manía.

-¿Qué queréis decir? -preguntó Montecristo con interés perfectamente fingido-. ¿Os ha sucedido en realidad alguna desgracia grave?

-¡Oh, señor conde! -dijo Villefort con una tranquilidad llena de amargura-, no vale la pena hablar de ello; ¡oh!, no ha sido nada, una simple pérdida de dinero.

-En efecto -respondió Montecristo-, una pérdida de dinero es poca cosa para una fortuna como la que poseéis, y para un talento filosófico y elevado como el vuestro.

-Por consiguiente -respondió Villefort-, no es la pérdida de dinero lo que me preocupa, aunque después de todo, novecientos mil francos bien merecen ser llorados, o por lo menos causar un poco de despecho a la persona que los pierde. Pero, sobre todo, lo que más me enoja es la casualidad, la fatalidad; no sé cómo llamar al poder que dirige el golpe que me hiere y destruye mis esperanzas de fortuna tal vez, y el porvenir de mi hija por un capricho de anciano...

-¡Cómo...!, ¿qué decís? -exclamó el conde-: ¿Novecientos mil francos habéis dicho? ¡Oh!, esa suma merece ser llorada incluso por un filósofo. ¿Y quién os causa ese pesar?

-Mi padre, de quien ya os he hablado.

-¡El señor Noirtier! Pero vos me habíais dicho, si mal no recuerdo, que tanto él como todas sus facultades estaban completamente paralizadas...

-Sí, sus facultades físicas, porque no puede moverse; no puede hablar, y sin embargo, piensa, desea, obra, como veis. Hace cinco minutos me he separado de él, y ahora mismo está ocupado en dictar su testamento a dos notarios.

-¿Pero ha hablado?

-No, pero se hace comprender.

-¿Pues cómo?

-Por medio de la mirada; sus ojos han seguido viviendo, y bien lo veis, son capaces de matar.

-Amigo mío -dijo la señora de Villefort, que acababa de entrar-, tal vez exageráis la situación.

-Señora... -dijo el conde inclinándose.

La señora de Villefort saludó al conde con la más amable de sus sonrisas.

-¿Pero qué es lo que dice el señor de Villefort -preguntó Montecristo-, y qué desgracia incomprensible...?

-¡Incomprensible, ésa es la palabra! -repuso el procurador del rey encogiéndose de hombros-; un capricho de anciano.

-¿No hay medio de hacerle revocar esa decisión?

-Desde luego -dijo la señora de Villefort-; y aún diré que depende de mi marido el que ese testamento, en lugar de ser hecho en favor de los pobres, lo hubiera sido en favor de Valentina.

El conde adoptó un aire distraído y miró con la más profunda atención y con la aprobación más marcada a Eduardo, que derramaba tinta en el bebedero de los pájaros.

-Querida -dijo Villefort respondiendo a su mujer-, bien sabéis que a mi no me gusta dármelas de patriarca, y que jamás he creído que la suerte del universo dependiese de un movimiento de mi cabeza. Sin embargo, importa que mis decisiones sean respetadas en mi familia, y que la locura de un anciano y el capricho de una niña no destruyan un proyecto que llevo en la mente desde hace muchos años. El barón d'Epinay era mi amigo, y una alianza con su hijo sería muy conveniente.

-¿No creéis -dijo la señora de Villefort- que Valentina está de acuerdo con él...?; en efecto..., siempre ha sido opuesta a ese casamiento, y no me admiraría que todo lo que acabamos de presenciar fuese un plan concertado entre ellos.

-Señora -dijo Villefort-, creedme, no se renuncia tan fácilmente a una fortuna de novecientos mil francos.

-Renunciaba al mundo, caballero, puesto que hace un año quería entrar en un convento.

-No importa -repuso Villefort-, os repito que esa boda se efectuará, señora.

-¿A pesar de la voluntad de vuestro padre? -dijo la señora de Villefort, atacando otra cuerda-, ¡eso es muy grave!

Montecristo hacía como que no escuchaba, y sin embargo, no perdía palabra de lo que se decía.

-Señora -repuso Villefort, puedo decir que siempre he respetado a mi padre, porque al sentimiento natural de la descendencia iba unido en mi el convencimiento de la superioridad moral, porque, después de todo, un padre es sagrado bajo dos aspectos: sagrado como nuestro creador, sagrado como nuestro dueño; pero hoy debo renunciar a reconocer inteligencia en el anciano que, por un simple recuerdo de odio contra el padre, persigue así al hijo; sería, pues, ridículo para mí conformar mi conducta a sus caprichos. Continuaré respetando al señor Noirtier. Sufriré sin quejarme el castigo pecuniario que me impone; pero permaneceré firme en mi voluntad, y el mundo apreciará de parte de quién estaba la razón. En fin, yo casaré a mi hija con el barón Franz d'Epinay, porque es, a mi juicio, bueno, y sobre todo porque ésta es mi voluntad.

-¿Conque -dijo el conde, cuya aprobación había solicitado con una mirada el procurador del rey-; conque el señor Noirtier deshereda a la señorita Valentina porque se va a casar con el señor barón Franz d'Epinay?

-¡Oh!, sí, sí, señor; ésa es la razón -dijo Villefort encogiéndose de hombros.

-La razón aparente, al menos -añadió la señora de Villefort.

-La razón real, señora. Creedme, yo conozco a mi padre.

-¿Cómo se concibe eso? -respondió la señora-; ¿en qué puede desagradar el señor d'Epinay al señor Noirtier?

-En efecto -dijo el conde-, he conocido al señor Franz d'Epinay: el hijo del general Quesnel, ¿no es verdad que fue hecho barón d'Epinay por el rey Carlos X?

-¡Exacto! -repuso Villefort.

-¡Pues bien...!, ¡creo que es un joven muy simpático!

-¡Oh!, estoy segura de que eso no es más que un pretexto --dijo la señora de Villefort-; los ancianos son muy tercos, ¡y el señor Noirtier no quiere que su nieta se case!

-Pero -dijo Montecristo-, ¿no sabéis la causa de ese odio?

-¡Oh!, ¿quién puede saber...?

-¿Alguna antipatía política tal vez...?

-En efecto, mi padre y el señor d'Epinay han vivido en tiempos revueltos, de que yo no he visto más que los últimos días -dijo Villefort.

-¿No era bonapartista vuestro padre? -preguntó Montecristo-. Creo recordar que vos me dijisteis algo por el estilo.

-Mi padre ha sido jacobino ante todo -repuso Villefort-, y la túnica de senador que le puso sobre los hombros Napoleón, no hacía más que disfrazar al antiguo revolucionario, aunque sin cambiarle. Cuando mi padre conspiraba, no era por el emperador, era contra los Borbones.

-¡Pues bien! -dijo el conde-; eso es, el señor Noirtier y el señor d'Epinay se habrán encontrado en esas trifulcas políticas. El general d'Epinay, aunque sirvió a Napoleón, tenía en el fondo del corazón sentimientos realistas, y fue asesinado una noche al salir de un club de partidarios de Napoleón, adonde le habían atraído con la esperanza de encontrar en él un hermano.

Villefort miró al conde con terror.

-¿Estoy, acaso, equivocado? -dijo Montecristo.

-No, caballero -dijo la señora de Villefort-, y ésa, al contrario, es la causa por la que el señor de Villefort ha querido que se amasen dos hijos cuyos padres se habían aborrecido.

-¡Sublime idea...! -dijo Montecristo-,idea llena de caridad y que debía ser aplaudida por el mundo. En efecto, sería hermoso ver llamar a la señorita Noirtier de Villefort, señora Franz d'Epinay.

Villefort se estremeció y miró al conde como si hubiese querido leer en el fondo de su corazón la intención que había dictado las palabras que acababa de pronunciar.

Pero el conde conservó su bondadosa sonrisa en los labios, y tampoco esta vez, a pesar de la profundidad de sus miradas, pudo el procurador del rey traspasar su epidermis.

-Así, pues -repuso Villefort-, aunque sea una gran desgracia para Valentina el perder los bienes de su abuelo, no pienso que por eso se desbarate esa boda; no lo creo, dado el carácter del señor d'Epinay: tal vez conozca el sacrificio que yo he hecho por cumplir su palabra, calculará que Valentina es rica por su madre y por el señor y la señora de Saint-Merán, sus abuelos maternos, que la aman tiernamente, amor al que mi hija, a su vez, corresponde.

-Y bien merecen ser amados -dijo la señora de Villefort-; además, van a venir a París dentro de un mes a lo sumo, y Valentina, después de tal afrenta, tendrá que refugiarse, como lo ha hecho hasta aquí, al lado del señor Noirtier.

El conde escuchaba complacido la voz contraria de estos amores propios heridos, y de estos intereses destruidos.

-Pero yo opino -dijo Montecristo tras una pausa-, y os pido perdón de antemano por lo que voy a deciros; yo opino que si el señor Noirtier deshereda a la señorita de Villefort por querer ésta casarse con un joven a cuyo padre él ha detestado, no tiene que echar en cara lo mismo al pobre Eduardito.

-Tenéis razón, caballero -exclamó la señora de Villefort con una entonación imposible de describir-; eso es injusto, odiosamente injusto; ese pobre Eduardo tan nieto es del señor Noirtier como Valentina, y con todo, si Valentina no se casase con el señor d'Epinay, el señor Noirtier le dejaría toda su fortuna; además, Eduardo lleva también el nombre de la familia, lo cual no impide que de todos modos Valentina sea tres veces más rica que él.

El conde seguía escuchando muy atento.

-Mirad -dijo Villefort-, mirad, señor conde, dejemos esas pequeñeces de familia; sí, es verdad, mi caudal aumentará la renta de los pobres, que son ahora los verdaderos ricos. Mi padre me habrá frustrado una legítima esperanza, sin razón; pero yo habré obrado como un hombre de gran corazón. El señor d'Epinay, a quien yo había prometido esta suma, la recibirá, aunque para ello tuviera que imponerme las mayores privaciones.

-No obstante -repuso la señora de Villefort volviendo a la única idea que bullía en su corazón-, tal vez sería mejor confiar este suceso al señor d'Epinay, y que volviese de su palabra.

-¡Oh!, ¡sería una gran desgracia! -exclamó Villefort.

-¡Una gran desgracia! -repitió Montecristo.

-Sin duda -repuso Villefort-; un casamiento desbaratado, y por razones pecuniarias, favorece muy poco a una joven; luego volverían a nacer antiguos rumores que yo quería apagar. Pero no, no sucederá tal cosa; el señor d'Epinay, si es honrado, se verá más comprometido que antes con motivo de la desherencia; si no, obraría como un avaro: no, ¡es imposible!

-Yo soy del mismo parecer que el señor de Villefort -dijo el señor de Montecristo fijando su mirada en la señora de Villefort-; y si fuese bastante amigo vuestro para daros un consejo, os invitaría, puesto que el señor d'Epinay va a volver pronto, a anudar ese asunto de modo que fuese imposible desatarlo; le comprometería de tal manera, que no tuviese más remedio que acceder a los deseos del señor de Villefort.

Este último se levantó, transportado de una visible alegría, mientras que su mujer palidecía ligeramente.

-Bien -dijo-; eso es todo lo que yo pedía, y me alegraría infinito ser tan buen consejero como vos -dijo, presentando la mano a Montecristo-. Así, pues, que todos consideren lo que ha sucedido hoy, como si nada hubiera pasado: nada se ha modificado en nuestros proyectos.

-Caballero -dijo el conde-, el mundo, por injusto que sea, sabrá apreciar como es debido vuestra resolución, os respondo de ello; vuestros amigos se enorgullecerán, y el señor d'Epinay, aunque tuviese que tomar sin dote a la señorita de Villefort, tendrá un gran placer de entrar en una familia que sabe elevarse a la altura de tales sacrificios para cumplir su palabra y su deber.

Y al acabar de pronunciar estas palabras se había levantado y se disponía a partir.

-¿Nos dejáis ya, señor conde? -preguntó la señora de Villefort.

-Es necesario, señora; venía sólo a recordaros vuestra promesa: hasta el sábado.

-¿Temíais que la hubiese olvidado?

-Sois demasiado buena, pero el señor de Villefort tiene a veces tan graves y tan urgentes ocupaciones...

-Mi marido ha dado su palabra, caballero -dijo la señora de Villefort-; bien veis que la cumple aun cuando sea en perjuicio suyo; ¿cómo no la cumpliría cuando con ello sale ganando?

-¿Y será la reunión -preguntó Villefort- en vuestra casa de los Campos Elíseos?

-No -dijo Montecristo-, y por eso tendrá más mérito vuestra asistencia. Será en el campo.

-¿En el campo?

-Sí.

-¿Y dónde?, cerca de París, supongo.

-A media milla de la barrera, en Auteuil.

-¡En Auteuil! -exclamó Villefort-. ¡Ah!, ¡es verdad!, mi mujer me ha dicho que vivíais allí algunas veces, puesto que teníais una preciosa casa. ¿Y en qué sitio?

-En la calle de La Fontaine.

-¿Calle de La Fontaine? -repuso el procurador del rey con voz ahogada-; ¿y en qué número?

-En el 28.

-¡Oh...! -exclamó Villefort-. ¿Entonces es a vos a quien han vendido la casa del señor de Saint-Merán?

-¿Del señor de Saint-Merán? -inquirió Montecristo-. ¿Pertenecía esa casa al señor de Saint-Merán?

-Sí -repuso la señora de Villefort-; ¿y creeréis una cosa, señor conde?

-¿Qué?

-Encontráis linda esa casa, ¿no es verdad?

-Encantadora.

-Pues bien, mi marido no ha querido habitarla nunca.

-¡Oh! -repuso Montecristo-; en verdad, caballero, es una prevención cuya causa no puedo adivinar.

-No me gusta vivir en Auteuil -respondió el procurador del rey haciendo un grande esfuerzo por dominarse.

-Pero no seré tan desgraciado -dijo con inquietud Montecristo- que esa antipatía me prive de la dicha de recibiros.

-No, señor conde..., así lo espero..., creed que haré todo cuanto pueda -murmuró Villefort.

-¡Oh! -repuso Montecristo-, no admito excusas. El sábado a las seis os espero; y si no vais, creeré..., ¿qué sé yo...? Que hay acerca de esa casa inhabitada después de veinte años..., alguna lúgubre tradición, alguna sangrienta leyenda.

Villefort dijo vivamente:

-Iré, señor conde, iré.

-Gracias -dijo Montecristo-. Ahora es preciso que me permitáis despedirme de vos.

-En efecto, habéis dicho que era necesario que nos dejaseis -dijo la señora de Villefort-. Y creo que ibais a decirnos la causa de vuestra marcha repentina.

-En verdad, señora -dijo Montecristo-, no sé si me atreveré a deciros dónde voy.

-¡Bah! No temáis.

-Pues voy a visitar una cosa que me ha hecho pensar horas enteras.

-¿El qué?

-Un telégrafo óptico.

-¡Un telégrafo! -repitió entre curiosa y asombrada la señora de Villefort.

-Sí, sí, un telégrafo. Varias veces he visto en un camino sobre un montón de tierra, levantarse esos brazos negros semejantes a las patas de un inmenso insecto, y nunca sin emoción, os lo juro, porque pensaba que aquellas señales extrañas hendiendo el aire con tanta precisión, y que llevaban a trescientas leguas la voluntad desconocida de un hombre sentado delante de una mesa, a otro hombre sentado en el extremo de la línea delante de otra mesa, se dibujaban sobre el gris de las nubes o el azul cielo, sólo por la fuerza del capricho de aquel omnipotente jefe; entonces creía en los genios, en las sílfides, en fin, en los poderes ocultos, y me reía. Ahora bien, nunca me habían dado ganas de ver de cerca a aquellos inmensos insectos de vientres blancos, y de patas negras y delgadas, porque temía encontrar debajo de sus alas de piedra al pequeño genio humano pedante, atestado de ciencia y de magia. Pero una mañana me enteré de que el motor de cada telégrafo era un pobre diablo de empleado con mil doscientos francos al año, ocupado todo el día en mirar, no al cielo, como un astrónomo, ni al agua, como un pescador, ni al paisaje, como un cerebro vacío, sino a su correspondiente insecto, blanco también de patas negras y delgadas, colocado a cuatro o cinco leguas de distancia. Entonces sentí mucha curiosidad por ver de cerca aquel insecto y asistir a la operación que usaba para comunicar las noticias al otro.

-¿De modo que vais allá ahora?

-Sí.

-¿A qué telégrafo? ¿Al del ministerio del Interior o al del Observatorio?

-¡Oh!, no; encontraría en ellos personas que me querrían obligar a comprender cosas que yo quiero ignorar, y me explicarían a mí pesar un misterio que ellos mismos ignoran. ¡Diablo!, quiero conservar las ilusiones que tengo aún sobre los insectos; bastante es el haber perdido las que tenía sobre los hombres. No iré, pues, al telégrafo del ministerio del Interior, ni al del Observatorio. Lo que deseo ver es el telégrafo del campo, para encontrar en él a un hombre honrado petrificado en su torre.

-Sois un personaje realmente singular -dijo Villefort.

-¿Qué línea me aconsejáis que estudie?

-Aquella de la que más se ocupan todos hasta ahora.

-¡Bueno!, de la de España, ¿eh?

-Exacto.

-¿Queréis una carta del ministro para que os expliquen...?

-No -dijo Montecristo-, porque os repito que no quiero comprender nada. Tan pronto como comprenda algo, ya no habrá telégrafo, no habrá más que una señal del señor Duchatel o del señor Montivalet transmitida al prefecto de Bayona en dos palabras griegas: telé-graphos. El insecto de la palabra espantosa es lo que yo quiero conservar en toda su pureza y en toda mi veneración.

-Marchaos, entonces, porque dentro de dos horas, será de noche y no veréis nada.

-¡Diablo!, ¡me asustáis!, ¿cuál es el más próximo?

-El del camino de Bayona.

-¡Bien, sea el del camino de Bayona!

-El de Chatillón.

-¿Y después del de Chatillón?

-El de la torre de Monthery, me parece.

-¡Gracias!, hasta la vista; el sábado os contaré mis impresiones.

A la puerta encontróse el conde con los dos notarios que acababan de desheredar a Valentina, y que se retiraban, encantados de haber extendido un acta de tal especie que no podía menos de hacerles mucho honor.

El conde de Montecristo no fue, como había dicho aquella tarde, a visitar el telégrafo; pero la mañana siguiente salió por la barrera del Infierno, tomó el camino de Orleáns, pasó el pueblo de Linas sin detenerse en el telégrafo, que precisamente en el momento en que pasaba el conde hacía mover sus largos y descarnados brazos, y llegó a la torre de Monthery, situada, como es sabido, en el punto más elevado de la llanura de este nombre.

Al pie de la colina, el conde echó pie a tierra, y por un pequeño sendero de dieciocho pulgadas de ancho, empezó a subir la montaña; así que hubo llegado a la cima, se encontró detenido por un vallado sobre el cual los frutos verdes habían sucedido a las flores sonrosadas y blancas.

Montecristo buscó la puerta del pequeño jardín, y no tardó en hallarla. Consistía ésta en una especie de enrejado de madera, que rodaba sobre goznes de mimbre, y cerrada por medio de un clavo y de un bramante bastante grueso. En un instante quedó el conde enterado del mecanismo, y la puerta se abrió.

Encontróse entonces en un jardincito de veinte pies de largo por doce de ancho, limitado a un lado por la parte de cerca en la cual estaba colocada la ingeniosa máquina que hemos descrito bajo el nombre de puerta; y el otro por la antigua torre cubierta de musgo, de hiedra y de alhelíes silvestres.

Nadie hubiera creído al verla tan florecida que podría contar tantos dramas terribles, si uniese una voz a los oídos amenazadores que un antiguo proverbio atribuye a las paredes.

Recorríase este jardín siguiendo una calle de árboles cubierta de arena roja. Esta calle tenía la forma de un 8, y daba vueltas enlazándose de modo que en un jardín de veinte pies formaba un paseo de sesenta. Jamás fue honrada Flora, la risueña y fresca diosa de los jardineros latinos, con un culto tan minucioso y tan puro como lo era el que le rendían en este jardincito.

Efectivamente, de veinte rosales que brotaban en el jardín, de cuyas hojas no había una que no llevase señal de las picaduras de los moscones, ni siquiera una planta que no estuviese dañada por los pulgones o insectos que asolan y roen las plantas que nacen sobre un terreno húmedo, no era, sin embargo, humedad lo que faltaba a este jardín; la tierra negra, el opaco follaje de los árboles lo denotaban bien; por otra parte la humedad ficticia hubiera suplido pronto a la humedad natural, gracias a un pequeño estanque redondo lleno de agua encenagada que había en uno de los ángulos del jardín, y en el cual permanecían constantemente sobre una capa de verdín, una rana y un sapo, que, sin duda por la contrariedad de humor, se volvían continuamente la espalda en los dos puntos opuestos del círculo del estanque.

Por otra parte, no se veía una hierba en la calle de árboles, ni un mal retoño parásito; y sin embargo, sería imposible cuidar aquel jardín con más esmero del que lo hacía su dueño, hasta entonces invisible.

Montecristo se detuvo, después de haber sujetado la puerta con el clavo y la cuerda, y abarcó de una mirada toda la propiedad.

De repente tropezó con un bulto oculto detrás de una especie de matorral; este bulto se levantó dejando escapar una exclamación que denotaba asombro, y Montecristo se encontró frente a un buen hombre que representaba unos cincuenta años y que recogía fresas, las cuales iba colocando sobre hojas de parra.

Tenía doce hojas de parra y casi el mismo número de fresas.

El buen hombre, al levantarse, estuvo a pique de dejar caer las fresas, las hojas y un plato que también llevaba consigo.

-¡Hola!, estáis recogiendo fresas, ¿eh? -dijo Montecristo sonriendo.

-Perdonad, caballero -respondió el buen hombre quitándose su gorra-, no estoy allá arriba, es verdad; pero ahora mismo acabo de bajar.

-Que no os incomode yo en nada, amigo mío -dijo el conde-, coged vuestras fresas, si aún os queda alguna por coger.

-Todavía quedan diez -dijo el hombre-, porque aquí hay once, y yo conté ayer veintiuna, cinco más que el año pasado. Pero no es extraño; la primavera ha sido este año muy calurosa, y ya sabéis, que lo que las fresas necesitan es el calor. Ahí tenéis por qué en lugar de dieciséis que cogí el año pasado tengo este año, mirad, once cogidas, trece..., catorce..., quince..., dieciséis..., diecisiete..., dieciocho... ¡Oh! ¡Dios mío!, me faltan tres, pues ayer estaban, caballero, ayer estaban, no me cabe duda, las conté muy bien. Nadie sino el hijo de la tía Simona puede habérmelas quitado; ¡esta mañana me pareció haberlo visto andar por aquí! ¡Robar en un jardín, no sabe él bien a lo que esto puede conducirle...!

-En efecto -dijo Montecristo-, eso es muy grave, pero vos os vengaréis del niño ese, no ofreciéndole ninguna fresa ni a él ni a su madre.

-Desde luego -dijo el jardinero-; sin embargo, no es por eso menos desagradable... Pero os pido perdón, de nuevo, caballero: ¿es tal vez a algún jefe a quien hago esperar?

E interrogaba con una mirada respetuosa y tímida al conde y a su frac azul.

-Tranquilizaos, amigo mío -dijo el conde con aquella sonrisa que tan terrible y tan bondadosa podía ser, según su voluntad, y que esta vez no expresaba más que bondad-, no soy un jefe que vengo a inspeccionar vuestras acciones, sino un simple viajero conducido por la curiosidad, y que empieza a echarse en cara su visita al ver que os hace perder vuestro tiempo.

-¡Oh!, tengo tiempo de sobra -repuso el buen hombre con una sonrisa melancólica-. Sin embargo, es el tiempo del gobierno, y yo no debiera perderlo; pero había recibido la señal que me anunciaba que podía descansar una hora -y miró hacia un cuadrante solar, porque de todo había en la torre de Monthery-, y ya veis, aún tenía diez minutos de qué disponer; además, mis fresas estaban maduras y un día más... Por otra parte, ¿creeríais, caballero, que los lirones me las comen?

-¡Toma...!, pues no lo hubiera creído -respondió gravemente Montecristo-, es una vecindad muy mala la de los lirones, particularmente para nosotros que no los comemos empapados en miel como hacían los romanos.

-¡Ah!, ¿los romanos los comían...? -preguntó asombrado el jardinero-, ¿se comían los lirones?

-Yo lo he leído en Petronio -dijo el conde.

-¿De veras...?, pues no deben estar buenos, aunque se diga: gordo como un lirón. Y no es extraño, caballero, que los lirones estén gordos, puesto que no hacen más que dormir todo el santo día, y no se despiertan sino para roer y hacer daño durante la noche. Mirad, el año pasado tenía yo cuatro albaricoques, me comieron uno. Yo tenía también un abridero, uno solo, es verdad que ésta es fruta rara; pues me lo devoraron..., es decir, la mitad; un abridero soberbio y que estaba excelente. ¡Nunca he comido otro igual!

-¿Pues cómo lo comisteis...? -preguntó Montecristo.

-Es decir, la mitad que quedaba, ya comprenderéis. Estaba exquisito, caballero. ¡Ah!, ¡diantre!, esos señores no escogen los peores bocados. Lo mismo que el hijo de la tía Simona, no ha escogido las peores fresas. Pero este año -continuó el jardinero- no sucederá eso, aunque tenga que pasar la noche de centinela cuando yo vea que estén prontas a madurar.

El conde había visto ya bastante para poder juzgar. Cada hombre tiene su pasión, lo mismo que cada fruta su gusano; la del hombre del telégrafo era, como se ha visto, una extremada afición al cultivo de las flores y de las frutas.

Entonces Montecristo empezó a quitar las hojas que ocultaban a las uvas los rayos del sol, conquistando así la voluntad del jardinero, que dijo:

-¿El señor habrá venido tal vez para ver el telégrafo?

-Sí, señor, si no está prohibido por los reglamentos.

-¡Oh!, no, señor -dijo el jardinero-, puesto que no hay nada de peligroso, ya que nadie sabe ni puede saber lo que decimos.

-Me han dicho, en efecto -repuso el conde-, que repetís señales que vos mismo no comprendéis.

-Así es, caballero, y yo estoy así más tranquilo -dijo riendo el hombre del telégrafo.

-¿Por qué?

-Porque de este modo no tengo responsabilidad. Yo soy una máquina, y con tal que funcione, no me piden más.

-¡Diablo! -se dijo Montecristo-, ¿pero habré dado por casualidad con un hombre que no tuviese ambición...?, sería jugar con desgracia.

-Caballero -dijo el jardinero echando una ojeada hacia su cuadrante solar-, los diez minutos van a expirar, yo vuelvo a mi puesto. ¿Queréis subir conmigo?

-Ya os sigo.

Montecristo entró en la torre, que estaba dividida en tres pisos: el bajo contenía algunos instrumentos de labranza, como azadones, picos, regaderas, apoyados contra la pared; esto era todo.

El segundo piso era la habitación ordinaria, o más bien nocturna del empleado; contenía algunos utensilios sencillos, como una cama, una mesa, dos sillas, una fuente de barro, además algunas hierbas secas colgadas del techo, y que el conde identificó como manzanas de olor y albaricoques de España, cuyas semillas conservaba el buen hombre; todo esto lo tenía tan bien guardado como hubiera podido hacerlo un maestro botánico del jardín de plantas.

-¿Hace falta mucho tiempo para aprender la telegrafía, amigo mío...? -preguntó Montecristo.

-No es tan largo el estudio como el de los supernumerarios.

-¿Y qué sueldo tenéis...?

-Mil francos, caballero.

-No es mucho.

-No; dan la vivienda gratis, como veis.

Montecristo miró el cuarto.

Pasaron después al tercer piso; éste era la pieza destinada al telégrafo. Montecristo miró a su vez las dos máquinas de hierro, con ayuda de las cuales hacía mover la máquina el empleado.

-Esto es muy interesante -dijo-, pero es una existencia que deberá pareceros un poco insípida.

-Sí, al principio duelen un poco los ojos a fuerza de tanto mirar, pero al cabo de uno o dos años se acostumbra uno a ello; luego, también tenemos nuestras horas de recreo y nuestros días de vacaciones.

-¿Días de vacaciones?

-Sí, señor.

-¿Cuáles?

-Los nublados.

-¡Ah!, es natural.

-Esos son mis días de fiesta; bajo al jardín estos días, planto, cavo, siembro..., y en fin..., se pasa el rato...

-¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?

-Diez años, y cinco de supernumerario..., son quince...

-Vos tenéis...

-Cincuenta y cinco años...

-¿Cuánto tiempo de servicio os hace falta para obtener la pensión...?

-¡Oh!, caballero, veinticinco años.

-¿Y a cuánto asciende esa pensión...?

-A cien escudos.

-¡Pobre humanidad! -murmuró Montecristo.

-¿Qué decís...? -inquirió el empleado.

-Que eso es muy interesante...

-¿El qué...?

-Todo lo que decís..., ¿y vos no comprendéis nada de vuestras señales?

-Nada absolutamente.

-¿Ni lo habéis intentado?

-Jamás: ¿de qué me serviría?

-Sin embargo, hay señales que se dirigen a vos.

-Sin duda.

-Y ésas sí las comprendéis.

-Siempre son las mismas.

-¿Y dicen?

-Nada de nuevo..., tenéis una hora..., o hasta mañana...

-Eso es muy inocente -dijo el conde-; pero, mirad, ¿no veis a vuestro telégrafo opuesto que empieza a moverse?

-Ah, es verdad; gracias, caballero.

-¿Y qué os dice?, ¿comprendéis algo?

-Sí, me pregunta si estoy preparado.

-¿Y le respondéis?

-Por la misma señal, que revela a mi correspondiente de la derecha que le atiendo, mientras que invita al de la izquierda que se prepare a su vez.

-Eso es muy ingenioso -dijo Montecristo.

-Vais a ver -repuso con orgullo el buen hombre-, dentro de cinco minutos va a hablar.

-Todavía dispongo de cinco minutos -dijo el conde-, esto es más de lo que necesito. Amigo mío, permitid que os haga una pregunta.

-¿Sois aficionado a los jardines?

-En extremo. -¿Y seríais feliz si en lugar de tener un jardincillo de veinte pies, tuvieseis una huerta y jardín de dos fanegas de tierra?

-Señor, eso sería un paraíso.

-¿Vivís mal con vuestros mil francos?

-Bastante mal; pero vivo, después de todo.

-Sí, pero no tenéis más que un miserable jardín.

-¡Ah!, es verdad, el jardín no es grande...

-Y..., pequeño como es, devorado por los lirones.

-Eso es una plaga...

-Decidme, ¿y si tuvierais la desgracia de volver la cabeza cuando vuestro correspondiente hablase...?

-No lo vería.

-Entonces, ¿qué ocurriría?

-Que no podría repetir sus señales...

-¿Y qué?

-Y no repitiéndolas, por descuido o por lo que fuese..., me exigirían el pago de la multa.

-¿A cuánto asciende esa multa?

-A cien francos.

-La décima parte de vuestro sueldo; ¡qué bonito!

-¡Ah! -exclamó el empleado.

-¿Os ha ocurrido eso alguna vez? -dijo Montecristo.

-Una vez, caballero, una vez que estaba regando un rosal.

-Bien. ¿Y si ahora cambiaseis alguna señal o transmitieseis otra?

-Entonces, eso es diferente, sería despedido y perdería mi pensión.

-¿Trescientos francos?

-Cien escudos, sí señor; de modo que ya podéis suponer que nunca haré tal cosa.

-¿Ni por quince años de vuestro sueldo? Mirad que vale la pena que lo penséis.

-¿Por quince mil francos?

-Sí.

-Caballero, me asustáis.

-¡Bah!

-Caballero, vos queréis tentarme.

-¡Justamente! Quince mil francos.

-Caballero, dejadme mirar a mi correspondiente de la derecha.

-Al contrario, no le miréis y mirad esto, en cambio.

-¿Qué es eso?

-¡Cómo! ¿No conocéis estos papelitos?

-¿Billetes de banco?

-Exacto; quince hay.

-¿Y a quién pertenecen?

-A vos, si queréis.

-¡A mí! -exclamó el empleado, sofocado.

-¡Oh, Dios mío!, a vos, sí, a vos.

-Caballero, ya empieza a moverse mi correspondiente de la derecha.

-Dejadle que se mueva...

-Caballero, me habéis distraído y me van a exigir la multa.

-Eso os costará cien francos; bien veis que tenéis interés en tomar mis quince billetes de banco.

-Caballero, mi correspondiente de la derecha se impacienta, redobla sus señales.

-Dejadle hacer; y vos tomad.

El conde puso el fajo de billetes en las manos del empleado.

-Ahora -dijo-, esto no basta; con vuestros quince mil francos no podréis vivir.

-Conservaré mi puesto.

-No; ¡lo perderéis!, porque vais a hacer otra señal que la de vuestro correspondiente.

-¡Oh!, caballero, ¿qué es lo que me proponéis?

-Una travesura sin importancia.

-Caballero, a menos de obligarme...

-Pienso obligaros, efectivamente...

Y Montecristo sacó de su bolsillo otro paquete.

-Tomad, otros diez mil francos -dijo-, con los quince que están en vuestro bolsillo, son veinticinco mil. Con cinco mil francos compraréis una bonita casa y dos fanegas de tierra; con los veinte mil podréis procuraros mil francos de renta.

-¿Un jardín de dos fanegas?

-Y mil francos de renta.

-¡Santo cielo!

-¡Tomad, pues... !

Y Montecristo puso a la fuerza en la mano del empleado el otro paquete de diez mil francos.

-¿Qué debo hacer...?

-Nada que os cueste trabajo, algo muy sencillo.

-Bien, ¿pero qué...?

-Repetir las señales que os voy a dar.

Montecristo sacó de su bolsillo un papel en el que había trazadas tres señales y otras tantas cifras indicaban el orden con que debían ejecutarse.

-No será muy largo, como veis.

-Sí, pero...

-¡Por este poco trabajo tendréis albaricoques buenos...!

El empleado empezó a maniobrar; con el rostro colorado y sudando a mares, el buen hombre ejecutó una tras otra las tres señales que le dio el conde, y a pesar de las espantosas dislocaciones del correspondiente de la derecha, que no comprendiendo nada de este cambio, comenzaba a pensar que el hombre de los albaricoques se había vuelto loco.

En cuanto al correspondiente de la izquierda, repitió concienzudamente las mismas señales, que fueron aceptadas en el ministerio del Interior.

-Ahora sois ya rico -dijo Montecristo.

-Sí -respondió el empleado-, ¿pero a qué precio?

-Escuchad, amigo mío -dijo Montecristo-, no quiero que tengáis remordimientos; creedme, porque, os lo juro, no habéis causado ningún perjuicio a nadie, y en cambio habéis hecho una buena acción.

El empleado veía los billetes de banco, los palpaba, los contaba, se ponía pálido, se ponía sofocado; al fin corrió hacia su cuarto para beber un vaso de agua; pero no tuvo tiempo para llegar hasta la fuente, y se desmayó en medio de sus albaricoques secos...

Cinco minutos después de haber llegado al ministerio la noticia telegráfica, Debray hizo enganchar los caballos a su cupé, y corrió a casa de Danglars.

-¿Tiene vuestro marido papel del empréstito español? -dijo a la baronesa.

-¡Ya lo creo!, por lo menos, seis millones.

-Que los venda a cualquier precio.

-¿Por qué?

-Porque don Carlos ha huido de Bourges y ha entrado en España.

-¿Cómo lo sabéis?

-¡Diantre! ¡Como sé yo todas las noticias!

La baronesa no se lo hizo repetir, corrió a ver a su marido, el cual corrió a su vez a la casa de su agente de cambio, y le mandó que lo vendiese todo a cualquier precio.

Cuando todos vieron que Danglars vendía los fondos españoles, bajaron inmediatamente. Danglars perdió quinientos mil francos, pero se deshizo de todo el papel de interés...

Aquella noche se leía en El Messager:

Despacho telegráfico:

El rey don Carlos ha huido de Bourges, y ha entrado en España por la frontera de Cataluña. Barcelona se ha sublevado en favor suyo.

Toda la noche no se habló más que de la previsión de Danglars que había vendido sus créditos, y de la suerte que tuvo al no perder más que quinientos mil francos en semejante jugada.

Los que habían conservado sus vales, o los que habían comprado los de Danglars, se consideraron arruinados, y pasaron una mala noche.

Al día siguiente se leía en El Moniteur:

Carecía de todo fundamento la noticia del Messager de anoche que anunciaba la fuga de don Carlos y la sublevación de Barcelona.
El rey don Carlos no ha salido de Bourges, y la Península goza de la más completa tranquilidad.
Una señal telegráfica, mal interpretada a causa de la niebla, ha dado lugar a este error.

Los fondos subieron al doble de lo que habían bajado.

Esto ocasionó a Danglars la pérdida de un millón.

-¡Bueno! -dijo Montecristo a Morrel, que estaba en su casa en el momento en que le anunciaba la extraña jugada de que había sido víctima Danglars-; acabo de efectuar por veinte mil francos un descubrimiento por el que hubiera dado cien mil.

-¿Qué habéis descubierto? -preguntó Maximiliano.

-Acabo de descubrir el medio de librar a un jardinero de los lirones que le comían sus albaricoques...



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