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El conde de Montecristo: 2-02

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El conde de Montecristo
Segunda parte: Simbad el Marino
Capítulo 2

de Alejandro Dumas
Capítulo segundo
El desconocido

Al fin amaneció. Hacía muchas horas que Dantés esperaba el día con los ojos abiertos. A los primeros rayos de la aurora se incorporó, y subiendo como el día anterior a la roca más elevada a espiar las cercanías, pudo convencerse de que la isla estaba desierta.

Levantó entonces la baldosa que cubría su gruta, llenó sus bolsillos de piedras preciosas, volvió a componer el arca lo mejor que pudo, cubriéndola con tierra, que apisonó bien, le echó encima una capa de arena, para que lo removido se igualase al resto del suelo, y salió de la gruta volviendo a colocar la baldosa y cubriéndola de piedras de tamaños diferentes. Rellenó de tierra las junturas, plantó en ellas malezas y mirtos y las regó para que pareciesen nacidas allí, borró las huellas de sus pasos, impresas en todo aquel circuito, y esperó con impaciencia la vuelta de sus compañeros.

Efectivamente; no era cosa de permanecer en Montecristo guardando como un dragón de la mitología, sus inútiles tesoros. Tratábase de volver a la vida y a la sociedad, recobrar entre los hombres el rango, la influencia y el poder que da en este mundo el oro; el oro, la mayor y la más grande de las fuerzas de que la criatura humana puede disponer.

Los contrabandistas volvieron al sexto día y, desde lejos reconoció Dantés por su porte y por su marcha a La Joven Amelia. Acercóse a la orilla arrastrándose, como Filoctetes herido, y cuando desembarcaron sus compañeros les anunció con voz quejumbrosa que estaba algo mejor.

A su vez los marineros le dieron cuenta de su expedición. Habían salido bien, es verdad, pero apenas desembarcado el cargamento, tuvieron aviso de que un bric guardacostas de Tolón acababa de salir del puerto y se dirigía hacia ellos. Entonces se pusieron en fuga a toda vela, echando muy de menos a Dantés, que sabía hacer volar a la tartana. En efecto, bien pronto divisaron al guardacostas que les daba caza, pero con ayuda de la noche, doblando el cabo de Córcega, consiguieron eludir su persecución.

En suma, el viaje no había sido malo del todo y los camaradas, en particular Jacobo, lamentaban que Dantés no hubiera ido, con lo cual tendría su parte en las ganancias, que eran nada menos que cincuenta piastras.

Edmundo los escuchaba impasible. Ni una sonrisa le arrancó siquiera la enumeración de las ventajas que le hubiera reportado el dejar a Montecristo, y como La Joven Amelia sólo había venido a buscarle, aquella misma tarde volvió a embarcar para Liorna.

Al llegar a Liorna fue en busca de un judío, y le vendió cuatro de sus diamantes más pequeños, por cinco mil francos cada uno. El mercader hubiera debido informarse de cómo un marinero podía poseer semejantes alhajas, pero se guardó muy bien de hacerlo, puesto que ganaba mil francos en cada una.

Al día siguiente, compró una barca nueva, y diósela a Jacobo con cien piastras, a fin de que pudiese tripularla, con encargo de ir a Marsella a averiguar qué había sido de un anciano llamado Luis Dantés, que vivía en las alamedas de Meillan, y de una joven llamada Mercedes, que vivía en los Catalanes.

Jacobo creyó que soñaba, y entonces Edmundo le contó que se había hecho marino por una calaverada y porque su familia le negaba hasta lo necesario para su manutención, pero que a su llegada a Liorna se había enterado de la muerte de un tío suyo, que le dejaba por único heredero. La cultura de Dantés daba a este cuento tal verosimilitud, que Jacobo no tuvo duda alguna de que decía la verdad su antiguo compañero.

Además, como había terminado ya el período de enrolamiento de Edmundo con La Joven Amelia, despidióse del patrón, que hizo muchos esfuerzos por retenerle, pero que habiendo sabido, como Jacobo, la historia de la herencia, renunció desde luego a la esperanza de que su antiguo marinero alterara su resolución.

A la mañana siguiente, Jacobo emprendió su viaje a Marsella para encontrarse con Edmundo en la isla de Montecristo. El mismo día marchó Dantés, sin decir adónde, habiéndose despedido de la tripulación de La Joven Amelia, gratificándola espléndidamente, y del patrón, ofreciéndole que cualquier día tendría noticias de él. Edmundo se fue a Génova.

Precisamente el día en que llegó estaba probándose en el puerto un yate encargado por un inglés, que habiendo oído decir que los genoveses eran los mejores armadores del Mediterráneo, quería tener el suyo construido en Génova. Lo había ajustado en cuarenta mil francos. Dantés ofreció sesenta mil, bajo la condición de tenerlo en propiedad aquel mismo día. Como el inglés había ido a dar una vuelta por Suiza, para dar tiempo a que el barco se concluyera, y no debía volver hasta dentro de tres o cuatro semanas, calculó el armador que tendría tiempo de hacer otro.

Edmundo llevó al genovés a casa de un judío, que conduciéndole a la trastienda le entregó sus sesenta mil francos. El armador ofreció al joven sus servicios para organizar una buena tripulación, pero Dantés le dio las gracias, diciéndole que tenía la costumbre de navegar solo, y que lo único que deseaba era que en su camarote, a la cabecera de su cama, se hiciese un armario oculto con tres departamentos o divisiones, secretas también.

Dos horas después salía Edmundo del puerto de Génova, admirado por una muchedumbre curiosa, ávida de conocer al caballero español que acostumbraba navegar solo.

Se lució Dantés a las mil maravillas. Con ayuda del timón, y sin necesidad de abandonarlo, hizo ejecutar a su barco todas las evoluciones que quiso. No parecía sino que fuese el yate un ser inteligente, siempre dispuesto a obedecer al menor impulso, por lo que Dantés se convenció de que los genoveses merecían la reputación que gozan de primeros constructores del mundo.

Los curiosos siguieron con los ojos la pequeña embarcación hasta que se perdió de vista, y entonces empezaron a discutir adónde se dirigiría. Unos opinaron que a Córcega, otros que a la isla de Elba, apostaron algunos que al África, otros que a España, y ninguno se acordó de la isla de Montecristo. No obstante, era a Montecristo adonde se dirigía Dantés.

Llegó en la tarde del segundo día. El barco, que era muy velero, efectuó el viaje en treinta y cinco horas. Dantés había reconocido minuciosamente la costa, y en vez de desembarcar en el puerto de costumbre, desembarcó en el ancón que ya hemos descrito.

La isla estaba desierta. Nadie, al parecer, había abordado a ella después de Edmundo, que encontró su tesoro tal como lo había dejado.

A la mañana siguiente toda su fortuna estaba ya a bordo, guardada en las tres divisiones del armario secreto.

Permaneció Dantés ocho días, haciendo maniobrar a su barco en torno a la isla, y estudiándolo como un picador estudia un caballo. Todas sus buenas cualidades y todos sus defectos le fueron ya conocidos, y determinó aumentar las unas y remediar los otros.

Al octavo día vio Dantés acercarse a la isla a velas desplegadas un barquillo que era el de Jacobo. Hizo una señal convenida, respondióle el marinero y dos horas después el barco estaba junto al yate.

Cada una de las preguntas del joven obtuvo una respuesta bien triste. El viejo Dantés había muerto. Mercedes había desaparecido. Dantés escuchó ambas noticias con semblante tranquilo, pero en el acto saltó a tierra, prohibiendo que le siguiesen. Regresó al cabo de dos horas, ordenando que dos marineros de la tripulación de Jacobo pasasen a su yate para ayudarle, y les ordenó que hiciesen rumbo a Marsella.

La muerte de su padre la esperaba ya, pero ¿qué le habría sucedido a Mercedes?

No podía Edmundo, sin divulgar su secreto, comisionar a un agente para hacer indagaciones, y aún algunas de las que estimaba necesarias, solamente él podría hacerlas. El espejo le había demostrado en Liorna que no era probable que nadie le reconociera, y esto sin contar que tenía a su disposición todos los medios de disfrazarse. Una mañana, pues, el yate y la barca anclaron en el puerto de Marsella, precisamente en el mismo sitio donde aquella noche de fatal memoria embarcaron a Edmundo para el castillo de If.

No sin temor instintivo, Dantés vio acercarse a un gendarme en el barco de la sanidad, pero con la perfecta calma que ya había adquirido, le presentó un pasaporte inglés que había comprado en Liorna, y gracias a este salvoconducto extranjero, más respetado en Francia que el mismo francés, desembarcó sin ninguna dificultad.

Al llegar a la Cannebière, la primera persona que vio Dantés fue a uno de los marineros del Faraón, que habiendo servido bajo sus órdenes parecía que se encontrase allí para asegurarle del completo cambio que había sufrido. Acercose a él resueltamente, haciéndole muchas preguntas, a las que respondió sin hacer sospechar siquiera, ni por sus palabras ni por su fisonomía, que recordase haber visto nunca aquel desconocido.

Dantés le dio una moneda en agradecimiento de sus buenos oficios, y un instante después oyó que corría tras él el marinero. Dantés volvió la cara.

-Perdonad, caballero, pero sin duda os habréis equivocado, pues creyendo darme una pieza de cuarenta sueldos, me habéis dado un napoleón doble.

-En efecto, me equivoqué, amigo mío --contestó Edmundo--, pero como vuestra honradez merece recompensa, tomad otro napoleón, que os ruego aceptéis para beber a mi salud con vuestros camaradas.

El marinero miró a Edmundo con tanto asombro, que incluso se olvidó de darle las gracias, y murmuraba al verle alejarse:

-Sin duda es algún nabab que viene de la India.

Dantés prosiguió su camino, oprimiéndosele el corazón a cada momento con nuevas sensaciones. Todos los recuerdos de la infancia, recuerdos indelebles en su memoria, renacían en cada calle, en cada plaza, en cada barrio. Al final de la calle de Noailles, cuando pudo ver las Alamedas de Meillán, sintió que sus piernas flaqueaban y poco le faltó para caer desvanecido entre las ruedas de un coche. Al fin llegó a la casa de su padre. Las capuchinas y las aristoloquias habían desaparecido de la ventana en donde la mano del pobre viejo las había plantado y regado con tanto afán.

Permaneció algún tiempo meditabundo, apoyado en un árbol, contemplando los últimos pisos de aquella humilde vivienda. Al fin se determinó a dirigirse a la puerta, traspuso el umbral, preguntó si había algún cuarto desocupado, y aunque sucedía lo contrario, insistió de tal modo en ver el del quinto piso, que el portero subió a pedir a las personas que lo habitaban, de parte de un extranjero, permiso para visitar la habitación. Los inquilinos eran un joven y una joven que acababan de casarse hacía ocho días. Al verlos, exhaló Dantés un profundo suspiro.

Nada le recordaba el cuarto de su padre. Ni era el mismo el papel de las paredes, ni existían tampoco aquellos muebles antiguos, compañeros de la niñez de Edmundo, presentes en su memoria con toda exactitud. Sólo eran las mismas... las paredes.

Dantés se volvió hacia la cama, que estaba justamente en el mismo sitio que antes ocupaba la de su padre. Sin querer sus ojos se arrasaron de lágrimas. Allí había debido expirar el pobre anciano, nombrando a su hijo.

Los dos jóvenes contemplaban admirados a aquel hombre de frente severa, en cuyas mejillas brillaban dos gruesas lágrimas, sin que su rostro se alterase, pero como la religión del dolor es respetada por todo el mundo, no sólo no hicieron pregunta alguna al desconocido, sino que se apartaron un tanto de él para dejarle llorar libremente, y cuando se marchó le acompañaron, diciéndole que podría volver cuando gustase, que siempre encontraría abierta su pobre morada.

En el piso de abajo, Dantés se detuvo delante de una puerta a preguntar si habitaba allí todavía el sastre Caderousse, pero el portero respondió que habiendo venido muy a menos el hombre de que hablaba, tenía a la sazón una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire.

Acabó de bajar Dantés, y enterándose de quién era el dueño de la casa de las Alamedas de Meillán, pasó en el acto a verle, anunciándose con el nombre de lord Wilmore (nombre y título que llevaba en el pasaporte), y le compró la casa por veinticinco mil francos; sin duda valía diez mil francos menos, pero Dantés, si le hubiera pedido por ella medio millón, lo hubiera dado.

Aquel mismo día notificó el notario a los jóvenes del quinto piso que el nuevo propietario les daba a elegir una habitación entre todas, sin aumento alguno de precio, a condición de que le cedieran la que ellos ocupaban.

Este singular acontecimiento dio mucho que hablar durante unos días a todo el barrio de las Alamedas de Meillán, dando origen a mil conjeturas a cual más inexacta.

Pero lo que sorprendió y admiró sobre todas las cosas fue ver a la caída de la tarde al mismo hombre de las Alamedas de Meillán pasearse por el barrio de los Catalanes, y penetrar en una casita de pescadores, donde estuvo más de una hora preguntando por personas que habían muerto o desaparecido quince o dieciséis años antes.

A la mañana siguiente, los pescadores en cuya casa había entrado para hacer todas aquellas preguntas, recibieron en agradecimiento una barca catalana, armada en regla, para la pesca.

Bien hubieran querido aquellas pobres gentes dar las gracias al generoso desconocido, pero al separarse de ellos le habían visto dar algunas órdenes a un marinero, montar a caballo y salir por la puerta de Aix.


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