El conde de Montecristo: 1-21
La isla de Tiboulen
Aunque aturdido y sofocado, tuvo Dantés sin embargo suficiente presencia de ánimo para contener su respiración, y como llevaba de antemano preparada a todo evento su mano derecha, según dijimos, y empuñado el cuchillo, rasgó de un solo corte el saco, con lo cual pudo sacar el brazo y la cabeza, pero a pesar de todos sus esfuerzos para levantar la bala, se sintió más y más agarrotado. Entonces se agachó haste la cuerda que ataba sus piernas, y con un esfuerzo supremo pudo cortarla cuando ya le iba faltando la respiración. Hizo en seguida un hincapié vigoroso, y subió desembarazado a la superficie del mar, mientras la bala hundía en sus profundos abismos aquella tela grosera que, a poco más, se convierte en su mortaja.
No estuvo en la superficie más que el tiempo necesario, pues volvió a zambullirse acto continuo, porque la primera precaución que debía de tomar era que no le viesen.
Cuando apareció sobre el agua la segunda vez, hallábase lo menos a cincuenta pasos del sitio en que cayera. Sobre su cabeza veía un cielo tempestuoso y negro, en que el aire hacía rodar nubes ligeras, descubriendo tal vez un pedazo azul en que brillaba una estrella. Ante sus ojos se extendía el mar sombrío y rugiente, cuyas olas comenzaban a hervir como al principio de una tempestad, y a su espalda, más negro que el cielo y que el mar, destacábase como un fantasma amenazador el gigante de granito cuya lúgubre cúpula parecía un brazo extendido para recobrar su presa. En la roca más alta se veía brillar un farol alumbrando a dos sombras.
A Edmundo le pareció que estas dos sombras se inclinaban hacia el mar, examinándolo con inquietud.
En efecto, aquellos enterradores de nueva especie debieron de oír el grito que exhaló al atravesar el espacio.
Zambullóse Dantés de nuevo, y nadando entre dos aguas anduvo bastante trecho. Esta maniobra le había sido muy familiar en otro tiempo, y atraía a su alrededor en la ensenada del Faro a muchos admiradores que le proclamaban el más hábil nadador de Marsella. Cuando volvió a salir a flor de agua, la linterna había desaparecido.
Lo que importaba entonces era orientarse. De todas las islas que rodean el castillo de If, Pomegue y Ratonneau son las más cercanas, pero Pomegue y Ratonneau están habitadas, así como la islilla de Daume. Las que ofrecían más seguridades a Edmundo eran la isla de Tiboulen o la de Lemaire. Ambas están a una legua del castillo de If.
Dantés resolvió dirigirse a una de las primeras islas, pero ¿cómo encontrarla en medio de la oscuridad que le rodeaba? En aquel momento vio brillar como una estrella el faro de Planier. Dirigiéndose en derechura al faro, dejaba un tanto a la izquierda la isla de Tiboulen, y torciendo aún más hacia aquel lado, debía de hallar a Tiboulen en su camino.
Pero ya hemos advertido que desde el castillo de If a esta isla hay una legua a lo menos. Faria solía repetir al joven en su prisión:
-Dantés, no os entreguéis de ese modo a la molicie. Si no ejercitáis las fuerzas, os ahogaréis el día que queráis escaparos.
Estas palabras zumbaron en los oídos de Dantés, cuando cortaba por el fondo las saladas olas, y se dio prisa a salir a flor de agua para convencerse de que no había perdido sus fuerzas. Efectivamente, lleno de júbilo vio que su forzosa inacción nada le había quitado de vigor ni de agilidad, y que era todavía señor del elemento con que había jugado siendo niño.
El miedo, por otra parte, ese rápido perseguidor, doblaba sus bríos; agazapado en la cúspide de las olas, poníase a escuchar por si llegaba a sus oídos algún rumor. Cada vez que en brazos de una ola se levantaba a los cielos, con una mirada rápida abarcaba todo el horizonte visible, tratando de penetrar en las densas tinieblas. Cada ola que fuese un poco más elevada que las demás parecíale un barco que le perseguía, y redoblaba sus esfuerzos, que aunque le alejasen sin duda del castillo iban a agotar muy pronto sus fuerzas.
Seguía, pues, nadando, y ya el terrible castillo se quedaba confundido entre los vapores nocturnos. No lo distinguía ya, pero lo sentía.
De este modo transcurrió una hora, hora en que Dantés, exaltado por el sentimiento de libertad que tan completa y vertiginosamente le dominaba, siguió hendiendo las olas en la dirección que se trazara.
-Vamos -se dijo-, pronto hará una hora que estoy nadando, pero como el viento me es contrario, he debido adelantar una cuarta parte menos. Sin embargo, como no me equivoque en mis cálculos, no debo de estar ahora muy lejos de Tiboulen. Pero ¡si me equivocase!
Un súbito temblor conmovió todo el cuerpo del nadador. Procuró sostenerse de espaldas sobre el agua para descansar un poco, pero el mar cada vez se iba poniendo más alborotado, y comprendió que le era imposible.
-Sea, pues -dijo-. Seguiré nadando hasta que mis brazos se cansen, y los calambres me acometan, y entonces... me iré al fondo.
Y continuó nadando con la fuerza y el brío de la desesperación. De repente parecióle que el firmamento, ya oscuro, se ennegrecía más y más y que una nube espesa y compacta bajaba hasta él. Al mismo tiempo sintió en la rodilla un dolor vivísimo. Con su rapidez incomparable hízole creer la imaginación que aquello era la herida de una bala y que en seguida oiría la explosión del tiro, pero la detonación no sonó. Dantés alargó la mano y halló un cuerpo resistente, encogió la otra pierna y tocó el suelo, y reconoció entonces qué cosa era lo que se había figurado una nube.
A veinte pasos se elevaba una mole de peñascos, de extraña forma, que parecía un cráter inmenso petrificado en el momento de su mayor combustión. Era la isla de Tiboulen. Levantóse Dantés, dio algunos pasos adelante, y alabando a Dios, se tendió sobre aquellos guijarros, que entonces le parecieron más blandos que los colchones del lecho más mullido.
Después, a pesar del viento y de la borrasca, y de la lluvia que empezaba a caer, rendido como estaba de fatiga, se quedó dormido, con ese delicioso sueño que embarga al hombre cuya materia se aletarga, pero cuya alma permanece despierta con la idea de una felicidad inesperada.
Al cabo de una hora, le despertó el espantoso ruido de un trueno. La tempestad se había desencadenado y batía el aire con furia. De vez en cuando caía, como una serpiente de fuego, un rayo del cielo, iluminando las olas y las nubes, que se perseguían las unas a las otras como en inmenso caos.
La vista perspicaz de marino no había engañado a Dantés, aquélla era, en efecto, la primera de las dos islas, la de Tiboulen. Sabía que no ofrecía el menor asilo, pero cuando la tempestad cesase pensaba volverse a echar al mar en dirección a la isla de Lemaire, que aunque no menos árida, era más grande, y por consiguiente más hospitalaria.
Una peña cóncava prestó a Dantés abrigo momentáneo; casi al mismo tiempo estalló la tempestad. Edmundo sentía temblar bajo la peña en que se había guarecido, las olas, que azotando la base de aquella pirámide gigantesca, saltaban hasta él. Aunque estaba en paraje seguro, con aquel ruido atronador, y aquellas ráfagas sulfúreas, experimentó una especie de vértigo. Creyó que la isla temblaba debajo de sus pies, y que de un momento a otro iba, como un navío anclado, a perder sus cables y a sepultarse en aquel inmenso torbellino. Entonces recordó que hacía veinticuatro horas que no probaba bocado, tenía hambre y sed. Extendió las manos y la cabeza, y bebió el agua de la tempestad recogida en el hueco de la roca.
Cuando se incorporaba, un relámpago que parecía rasgase el cielo hasta el trono del Altísimo iluminó el espacio, mostrándole con su resplandor, entre la isla de Lemaire y el cabo de Croisille, a un cuarto de legua de distancia, como un espectro que resbala al abismo desde la cima de una ola, un pequeño barco pescador arrebatado a la vez por el viento y por el mar. Un minuto después volvió a aparecer el fantasma encima de otra ola, acercándose con horrible rapidez. Quiso el joven gritarles, y aun buscó algún trapo que tremolar para hacerles ver que estaban perdidos, pero bien lo conocían ellos. A la luz de otro relámpago, Edmundo pudo vislumbrar a cuatro hombres agarrados a los palos y a los estayes, mientras otro sujetaba el mástil del tronchado timón. Sin duda, hubieron de verle también aquellos hombres, como él los veía, porque llegaron a sus oídos gritos lastimeros en alas del vendaval que silbaba furiosamente.
En la punta del palo mayor hecho trizas azotaban el aire los jirones de una vela, que de pronto se acabó de romper y desapareció en los abismos tenebrosos del espacio, semejante a uno de esos enormes pájaros blancos que se dibujaban sobre las nubes negras. Al mismo tiempo, sonó un ruido espantoso, mezclado con gritos de angustia que llegaron hasta Dantés. Asido como una esfinge de las rocas, abarcaba con sus ojos todo el abismo, y a la luz de otro relámpago pudo ver al barco irse a pique, y flotar entre sus restos cabezas de expresión desesperada y brazos levantados hacia el cielo.
Luego todo volvió a quedar sumergido en la oscuridad más completa. Aquel terrible drama había durado lo que un relámpago. Corriendo el peligro de caer al mar, lanzóse Dantés a la pendiente resbaladiza de las rocas a mirar y a escuchar, pero nada vio y nada oyó. Ni gritos ni cosas humanas, solamente la tempestad seguía azotando los vientos y las olas. Poco a poco fue calmándose el viento y rodaron a Occidente las preñadas nubes rojas, que parecían detenidas por la mano de la tempestad. Volvieron a centellear las estrellas en el cielo con su luz vivísima. Luego por el Este una ráfaga azulada, algo negruzca, coloreó el horizonte, y saltaron las ondas tranquilamente, trocando su espumosa superficie en crines de oro. Era el alba.
Edmundo se quedó inmóvil ante aquel gran espectáculo, como si lo viese por primera vez. Lo había olvidado en efecto, desde su entrada en el calabozo. Volvióse hacia el castillo, escudriñando con una penetrante mirada la tierra y el mar. El sombrío edificio se recostaba entre las olas con esa imponente majestad de las cosas inmóviles, que parece que tengan ojos para vigilar y acento para ordenar.
Serían ya las cinco de la mañana y el mar continuaba calmándose.
«Dentro de dos o tres horas -se dijo Edmundo-, el carcelero irá a mi cuarto, hallará el cadáver de mi desdichado amigo, le reconocerá, me buscará en vano, y dará el grito de alarma. Descubrirán el subterráneo y la galería, preguntarán a los que me arrojaron al mar, que han debido oír mi grito, saldrán en seguida mil barcas llenas de soldados en persecución del fugitivo, que saben que no puede estar muy lejos, el cañón anunciará a toda la costa que nadie dé asilo a un hombre desnudo y hambriento que andará errante, y saldrán de Marsella los alguaciles y los espías a perseguirme por tierra, mientras el gobernador me persigue por mar. ¿Qué será entonces de mí? Tengo hambre, tengo frío, e incluso he perdido el cuchillo salvador, que me estorbaba para nadar. Estoy a merced del primero que quiera ganarse veinte francos entregándome. Ya no me quedan ni fuerzas, ni resolución, ni ideas. ¡Oh Dios mío! Mirad si he sufrido bastante, y si podéis hacer por mí más de lo que yo puedo.»
Cuando Edmundo, en una especie de delirio, ocasionado por su abatimiento y el vacío de su inteligencia, pronunciaba tan ardiente plegaria, vuelto con ansiedad a Marsella, vio aparecer en la punta de la isla de Pomegue, dibujando en el horizonte su vela latina, semejante a una gaviota que vuela rozando la superficie de las aguas, un barquichuelo en el que sólo el ojo de un marino podía reconocer una tartana genovesa, estando como estaba el mar todavía un tanto nebuloso. Salía del puerto de Marsella, y entraba en alta mar cortando las espumas con su aguda proa, que abría a sus costados redondos un camino más fácil.
« ¡Oh! -exclamó Edmundo-. ¡Pensar que si no temiese que me reconocieran por fugitivo y me llevasen a Marsella, podría yo alcanzar aquel barco dentro de media hora! ¿Qué he de hacer? ¿Qué he de decir? ¿Qué fábula inventaré para engañarlos? Esas gentes, que son contrabandistas y casi piratas, y que con pretexto del comercio de cabotaje merodean por las costas, preferirán venderme a hacer una buena acción que no les produzca nada.
»Esperemos.
»Pero esperar es cosa imposible, me estoy muriendo de hambre, dentro de pocas horas perderé las escasas fuerzas que me quedan, se acerca además la hora de la visita del carcelero, todavía no han dado la señal de alarma, acaso no sospecharán nada aún, puedo pasar por uno de los marineros de esa barca pescadora que ha naufragado esta noche. Esto no es inverosímil, ninguno de ellos vendrá a contradecirme, porque todos han muerto.
»Vamos.
Al decir estas palabras, Dantés volvió los ojos hacia el sitio en que la barca se había hecho pedazos, y se estremeció. En la punta de una roca se había quedado agarrado el gorro frigio de uno de los marineros, y flotando cerca de allí los restos de la carena, tablas insignificantes que el mar arrojaba contra el cimiento granítico de la isla.
Dantés se determinó al instante a volver a echarse al mar, nadó hacia el gorro, se lo puso, y cogiendo una de las tablas, preparóse a salir al paso a la tartana.
-¡Ya me he salvado! -murmuró.
Y esta esperanza le infundió nuevas fuerzas.
El barco se dejó ver muy pronto, iba contra viento, entre el castillo de If y la torre de Planier. Dantés llegó a sospechar y temer que en vez de seguir costeando entrase de lleno en alta mar, como de seguro lo hubiese hecho si navegara con rumbo a Córcega o Cerdeña, mas luego dedujo el nadador, de sus maniobras, que iba a pasar entre las islas de Jaros y Calaseraigne, como suelen todos los barcos que van a Italia.
Entretanto, nadador y buque se aproximaban uno a otro insensiblemente. En una de sus bordadas, el barco llegó a estar un cuarto de legua de Dantés, que sacó entonces el cuerpo fuera del agua, agitando su gorro en señal de apuro, pero sin duda no lo vio ningún marinero, puesto que el buque viró de bordo.
Dantés pensó dar gritos, pero calculando la distancia, comprendió que su voz no llegaría hasta el buque, perdida y ahogada por las brisas marinas y el rumor de las olas.
Entonces comprendió lo útil que le había sido coger una de las muchas tablas que arrojó el mar pertenecientes al barco que naufragó y se felicitó a sí mismo por su precaución de extenderse sobre una de ellas. Débil como estaba ya, acaso no hubiese podido sostenerse a flor de agua hasta que la tartana pasase, y de seguro que si ésta pasaba sin verle, cosa muy posible, no podría volver a la isla.
Aunque estuviese casi cierto del camino que seguía, los ojos de Edmundo acompañaban a la tartana con cierta ansiedad, hasta que la vio amainar y volverse hacia él. Entonces siguió avanzando hacia su encuentro, pero antes de llegar empezó el barco a virar de bordo. En aquel momento, Dantés, por un esfuerzo supremo, se puso casi de pie sobre el agua, tremolando su gorro y lanzando uno de esos gritos lastimeros que solamente lanzan los marineros cuando están en peligro, gritos que parecen el lamento de algún genio del mar. Esta vez le vieron y le oyeron. Interrumpió la tartana su maniobra, torciendo el rumbo hacia él, y hasta distinguió Edmundo al propio tiempo que se preparaban a echar una lancha al agua.
Un instante después, la lancha con dos hombres se dirigió a su encuentro, cortando con sus dos remos el agua. Abandonó entonces Dantés la tabla, que ya no creía necesitar, y nadó con toda su fuerza por ahorrar al barco la mitad del camino.
Sin embargo el nadador contaba con fuerzas ya casi nulas, y conoció entonces cuán útil le era aquella tabla que flotaba ahora a cien pasos de allí. Empezaron a agarrotarse sus brazos, perdieron la flexibilidad sus piernas, sus movimientos eran forzados y vanos, y dificultosa su respiración. A un segundo alarido que lanzó, los remeros redoblaron sus esfuerzos y uno de ellos le gritó:
-¡Anímo!
Esta palabra llegó a su oído en el momento en que una oleada pasaba par encima de su cabeza, cubriéndole de espuma.
Cuando volvió a salir a la superficie, Dantés azotaba el agua con esos ademanes desesperados del hombre que se ahoga. Después exhaló otro grito, y se sintió atraído hacia el fondo del mar coma si aún llevara a los pies la bala mortal. A través del agua, que pasaba par encima de su cabeza, veía un cielo lívido con manchas negruzcas. Otro esfuerzo violento volvió a llevarle a la superficie.
Parecióle aquella vez que le agarraban por los cabellos, y luego perdió la vista y el oído. Se había desmayado. Al abrir de nuevo los ojos, hallóse Dantés en el puente de la tartana, que seguía su camino, y su primera mirada fue para ver cuál seguía; iba alejándose del castillo de If.
Tan debilitado estaba Dantés, que la exclamación de júbilo que hizo pareció un suspiro de dolor. Como dejamos dicho, estaba acostado en el puente; un marinero le frotaba los miembros con una manta; otro, en quien reconoció al que le había gritado « ¡Ánimo! », le acercaba a los labios una cantimplora, y otro, en fin, marinero viejo, que era a la par piloto y patrón, le miraba con ese sentimiento de piedad egoísta que inspira generalmente a los hombres un desastre del que se han librado la víspera, y que puede sobrevenirles al día siguiente.
Algunas gotas de ron que contenía la cantimplora reanimaron el desfallecido corazón del joven, al paso que las friegas que seguía dándole el marinero, de rodillas, contribuían a que sus miembros recobrasen la elasticidad.
-¿Quién sois? -le preguntó en mal francés el patrón.
-Soy -respondió Edmundo en mal italiano-, un marinero maltés. Veníamos de Siracusa con cargamento de vino, cuando la tormenta de esta noche nos sorprendió en el cabo Morgión, estrellándonos en esas rocas que veis allá abajo.
-¿De dónde venís?
-De aquellas rocas, donde tuve la fortuna de agarrarme, mientras nuestro pobre capitán se hacía pedazos, los otros tres compañeros se ahogaron y creo que soy el único que me salvé. Vislumbré vuestro barco, y temeroso de tener que esperar mucho tiempo en esta isla desierta, me atreví a saliros al encuentro en una tabla, resto del naufragio. Gracias, gracias -prosiguió Dantés-, me habéis salvado la vida. Si uno de estos camaradas no me coge par los cabellos, era ya hombre muerto.
-Yo fui -dijo un marinero de rostro franca y abierto, sombreado por grandes patillas negras-. Yo fui el que os saqué, y a tiempo, que ya os ibais al fondo.
-Sí, amigo mío, sí; os doy las gracias por segunda vez -dijo Edmundo tendiéndole la mano.
-A fe mía que anduve perplejo y dudoso -dijo el marino-, porque con vuestra barba de seis pulgadas de largo y vuestros cabellos de un pie, más bien parecíais un bandido que no un hombre honrado.
Esto hizo recordar a Dantés que, en efecto, desde su entrada en el castillo de If, ni se había cortado el pelo ni afeitado tampoco.
-Esto -dijo-, es un voto que hice en un momento de grave peligro, a nuestra Señora del Pie de la Grotta, de estar diez años sin afeitarme ni cortarme el pelo. Hoy justamente cumple el voto, y por cierto que a poco más me ahogo en el aniversario.
-¿Y qué hacemos con vos ahora? -le preguntó el patrón.
-¡Ay! -respondió Dantés-, haced lo que os parezca. El falucho que yo tripulaba se ha perdido, el patrón ha muerto, y como veis, me he librado de la misma desgracia absolutamente en cueros. Por fortuna soy un marino bastante bueno, dejadme en el primer puesto en que abordéis, que no dejaré de encontrar acomodo en algún barco mercante.
-¿Conocéis el Mediterráneo?
-Navego en él desde que era niño.
-¿Y conocéis también los buenos fondeaderos?
-Pocos puertos hay, aún entre los peores, en los que yo no pueda entrar y salir con los ojos cerrados.
-Pues bien, patrón -dijo el marinero que había gritado ¡ánimo! a Dantés-, si el camarada dice verdad, ¿por qué no había de quedarse con nosotros?
-Si dice verdad, sí -contestó el patrón con un cierto aire de duda-, pero en el estado en que se encuentra el pobre diablo, se promete mucho, y luego...
-Cumpliré más de lo que he prometido -repuso Dantés.
-¡Oh, oh! -murmuró el patrón riéndose-. Ya veremos.
-Cuando queráis lo veréis -repuso Dantés levantándose-. ¿Adónde os dirigís?
-A Liorna.
-Entonces, en vez de contraventar, perdiendo un tiempo precioso, ¿por qué no cargáis velas simplemente?
-Porque iríamos derechos a la isla de Rion.
-Pasaréis a veinte brazas de ella.
-Tomad, pues, el timón -dijo el patrón-, y juzgaremos de vuestros conocimientos.
El joven fue a sentarse al timón, y asegurándose con una ligera maniobra de que el barco obedecía bien, aunque no fuese de primera calidad, gritó:
-¡A las vergas y a las bolinas!
Los cuatro marineros que componían la tripulación corrieron a sus puestos. El patrón los observaba a todos.
-¡Halad! -continuó gritando Dantés.
Los marineros obedecieron con bastante exactitud.
-¡Amarrad ahora! ¡Está bien!
Ejecutada esta orden como las dos primeras, el barco, en vez de seguir contraventando, empezó a dirigirse a la isla de Rion, cerca de la cual pasó, como Dantés había dicho, dejándola a unas veinte brazas a estribor.
-¡Bravo! -gritó el patrón.
-¡Bravo! -repitieron los marineros.
Y todos contemplaban admirados a aquel hombre, cuya mirada había recobrado una inteligencia y cuyo cuerpo había recobrado un vigor que estaban muy lejos de sospechar en él.
-Ya veis -dijo Dantés apartándose del timón-, que podré serviros de algo, a lo menos durante la travesía. Si no os convengo, me dejáis en Liorna, que con el primer dinero que gane pagaré la comida que me deis hasta allá, y las ropas que vais a prestarme.
-Está bien, está bien, sí sois razonable nos arreglaremos.
-Un hombre vale lo que otro hombre -contestó Dantés-. Dadme el sueldo que deis a mis camaradas, y negocio concluido.
-Eso no es justo, porque vos sabéis más que nosotros -dijo el marinero que le había salvado.
-¿Quién te mete a ti en esto, Jacobo? -repuso el patrón-. Cada uno puede ajustarse por lo que le convenga.
-Exacto -repuso Jacobo-, pero esto no es más que una observación.
-Mejor harías prestando a este bravo camarada, que está desnudo, un pantalón y una chaqueta, si los tienes de repuesto.
-No los tengo -contestó Jacobo-, pero sí una camisa y un pantalón.
-Es cuanto me hace falta -contestó Dantés-. Gracias, amigo mío.
Jacobo bajó por la escotilla, y al poco rato volvió a subir con las prendas ofrecidas, que se puso Dantés con alegría extraordinaria.
-¿Necesitáis ahora algo más? -le preguntó el patrón.
-Un pedazo de pan, y otro trago de ese ron tan excelente que ya probé, porque hace mucho tiempo que no he tomado nada.
Trajeron a Dantés el pedazo de pan, y Jacobo le presentó la cantimplora.
-¡El mástil a babor! -gritó el capitán volviéndose hacia el timonero.
Al llevarse la cantimplora a la boca, los ojos de Dantés se volvieron hacia aquel lado, pero la cantimplora se quedó a la mitad del camino.
-¡Toma! -preguntó el patrón-, ¿qué es lo que pasa en el castillo de If?
En efecto, hacia el baluarte meridional del castillo, coronando las almenas, acababa de aparecer una nubecilla blanca, nube que ya había llamado la atención de Edmundo. Un momento después, el eco de una explosión lejana retumbó en el puente del navío.
Los marineros levantaron la cabeza mirándose unos a otros.
-¿Qué quiere decir eso? -preguntó el patrón.
-Se habrá escapado algún preso esta noche y dispararán el cañonazo de alarma -repuso Dantés.
El patrón miró de reojo al joven, que cuando dijo esto se llevó la calabaza a la boca, pero viole saborear el ron con tanta calma, que si alguna sospecha tuvo se desvaneció al momento.
-¡He aquí un ron bastante fuerte! -dijo Dantés limpiando con la manga de la camisa su frente bañada en sudor.
-Después de todo..., si él es, tanto mejor -murmuró el patrón mirándole-. He hecho una gran adquisición.
Con pretexto de que estaba fatigado, pidió Dantés sentarse en el timón. El timonel, gozoso de verse relevado en su tarea, consultó con una mirada al patrón, que le hizo con la cabeza una seña afirmativa.
Así sentado, Dantés pudo observar atentamente las cercanías de Marsella.
-¿A cuántos estamos del mes? -preguntóle a Jacobo, que vino a sentarse junto a él cuando ya se perdía de vista el castillo de If.
-A 28 de febrero -respondió éste.
-¿De qué año? -volvió a preguntar el joven.
-¡Cómo!, ¿de qué año? ¿Me preguntáis de qué año?
-Sí -repuso el joven-, os lo pregunto.
-Pero ¿habéis olvidado el año en que vivimos?
-¿Qué queréis? -repuso Dantés sonriendo--, he tenido esta noche tanto miedo, que a poco me vuelvo loco, y lo que es la memoria se me ha quedado turbadísima. Pregunto, pues, que de qué año es hoy el 28 de febrero.
-Del año de 1829 -contestó Jacobo.
Hacía catorce años, día por día, que Dantés había sido preso.
Entró en el castillo de If de diecinueve años, y salía de treinta y tres.
Una dolorosa sonrisa asomó a sus labios.
« ¡Mercedes! -se preguntó a sí mismo-. ¿Qué habrá sido de Mercedes en tantos años teniéndome por muerto? »
Una ráfaga de odio acompañó luego su mirada, al pensar en aquellos tres hombres que le ocasionaron tan duro y prolongado cautiverio.
Y renovó contra Danglars, Fernando y Villefort aquel juramento de venganza implacable que había ya pronunciado en su calabozo.
Ahora este juramento no era una vana amenaza, porque el barco más velero del Mediterráneo no hubiera podido alcanzar en aquel momento a la tartana, que a toda vela hacía rumbo a Liorna.