El conde de Montecristo: 1-20
El cementerio del castillo de If
Sobre la cama, tendido a lo largo a iluminado débilmente por la claridad de la luz nebulosa que penetraba por la ventana, se veía un saco de grosera tela, cuyos informes pliegues dibujaban los contornos de un cuerpo humano: aquél era el sudario del abate, aquél era el sudario que, según decían los carceleros, costaba tan poco. Todo había terminado. La separación material existía ya entre Dantés y su anciano amigo. Ya no podría ver aquellos ojos que habían quedado abiertos como para mirar más allá de la muerte, ni podría estrechar aquella mano industriosa que descorriera el velo a tantos misterios para que él los penetrase. Faria, su útil y buen compañero, a cuya presencia tanto se había acostumbrado, no existía ya más que en su memoria. Entonces se sentó a la cabecera de la cama, dominado de una triste y lúgubre melancolía.
¡Solo! ¡Había vuelto a quedarse solo! ¡Había vuelto al silencio y la nada!
¡Solo! ¡Sin compañía y hasta sin la voz del único ser amigo que le quedaba en la tierra!
¿No sería mejor que fuera a resolver con Dios el problema de la vida, como había hecho el abate Faria, aun pasando por tantos dolores como él?
La idea del suicidio, desterrada por la presencia y la amistad del abate, vino entonces a colocarse como un fantasma al lado del cadáver de éste.
-Si pudiera morir iría adonde él va -dijo-, y volvería a encontrarle seguramente. Pero ¿cómo morir? Bien fácil es -añadió sonriendo-. Me quedo aquí, me abalanzo al primero que entre, lo ahogo y me guillotinan.
Sin embargo, como ocurre siempre, así en los grandes dolores como en las grandes tempestades, que damos con el abismo al dar en los extremos, horrorizó a Dantés la idea de esta muerte infamante, y de súbito pasó de esta desesperación a una sed ardiente de libertad.
-¡Morir! ¡Oh!, no -exclamó-, no valdría la pena de haber vivido tanto y sufrido tanto, para morir así. Ahora sería verdaderamente conspirar en favor de mi destino miserable. No, quiero vivir, quiero luchar hasta el fin, quiero recobrar la dicha que me han robado. Con la idea de la muerte me olvidaba de que tengo verdugos que castigar, y quién sabe si recompensar amigos. Pero, ¡ay!; ahora van a olvidarme, y no saldré ya de aquí sino como el abate Faria.
Al pronunciar estas palabras quedó petrificado, como aquel a quien se le ocurre una idea aterradora. De pronto se incorporó, llevóse la mano a la frente como si le diera un vértigo, dio dos o tres vueltas por la habitación, y fue a detenerse delante de la cama.
-¡Oh!, ¡oh! -murmuró-. ¿Quién me envía este pensamiento? ¿Sois vos, Dios mío? Pues que sólo los muertos salen de aquí, ocupemos el lugar de los muertos.
Y sin vacilar un momento siquiera, por no cambiar aquella resolución desesperada, inclinóse sobre el nauseabundo saco, lo abrió con el cuchillo que Faría había hecho, sacó el cadáver, lo llevó a su propio calabozo, lo acostó en su cama, poniéndole en la cabeza el pañuelo de hilo que él acostumbraba llevar puesto, lo cubrió con su cobertor, besó por última vez aquella frente helada, pugnó por cerrar aquellos ojos rebeldes que seguían abiertos y horribles en su inmovilidad, le puso el rostro vuelto a la pared, para que el carcelero al traerle la cena creyese que estaba acostado como solía, volvió al subterráneo, sacó de su escondite la aguja y el hilo, se quitó sus harapos para que se sintiera por el tacto la carne desnuda, metióse en el saco embreado, se colocó en la misma situación que el cadáver tenía, y sujetó por dentro la costura. Si por desgracia hubiesen entrado en este momento, hubieran podido oír los latidos de su corazón.
Habíale sido posible esperar que pasase la visita de la noche, pero temía que el gobernador cambiase de idea, mandando sacar el cadáver. Con esto perdería su última esperanza. Ahora lo que tenía que temer era muy poco. He aquí su plan:
Si por el camino los enterradores conocían que llevaban un vivo en lugar de un muerto, no les daba tiempo para nada, con una cuchillada vigorosa abría de arriba abajo el saco, y se aprovechaba de su terror para escaparse. Si querían apoderarse de él, ¿no llevaba un cuchillo? Si lo conducían hasta el cementerio y le metían en una fosa, dejábase cubrir de tierra, y apenas los enterradores volviesen la espalda, se abría paso a través de la tierra removida, y como era de noche, escapaba. Pensaba que el peso no sería tan grande que no lo pudiera resistir.
Si se equivocaba, si, por el contrario, la tierra le pesaba mucho y le ahogaba, ¡tanto mejor para él!, todo concluiría entonces.
No había comido desde la víspera, pero ni aquella mañana había pensado en el hambre, ni ahora pensaba tampoco. Era demasiado precaria su situación para que pudiera ocuparse de otra cosa.
El primer peligro a que estaba expuesto era que el carcelero, al llevarle su comida a las siete, echase de ver la sustitución verificada. Por fortuna, veinte veces había recibido Dantés acostado al carcelero, ya fuese por misantropía, ya por cansancio, y en este caso generalmente aquel hombre dejaba sobre la mesa el pan y la sopa y se iba sin hablarle.
Pero esa vez el carcelero podía hablarle y como Dantés no le respondería, acercarse a la cama y descubrirlo todo.
Hacia las siete de la noche fue cuando empezaron, a decir verdad, las agonías de Dantés. Con una mano apoyada en el pecho trataba de ahogar los latidos de su corazón mientras enjugaba con la otra el sudor de su frente, que corría hasta por sus mejillas. De vez en cuando todo su cuerpo se estremecía con un temblor convulsivo, oprimiéndosele el corazón como si estuviese sometido a la presión de un torno. Transcurrían las horas sin que en el castillo se notase ningún movimiento por lo que comprendió que se había librado del primer peligro. Esto era de buen agüero. Por último, a la hora señalada por el gobernador, se oyeron pasos en la escalera. Edmundo conoció que el momento había llegado, y llamó en su ayuda todo su valor, conteniendo su aliento. Feliz él si hubiera podido contener de igual modo los violentos latidos de su corazón.
Los pasos, que iban en aumento, se detuvieron a la puerta. Dantés supuso que eran dos los enterradores que iban a buscarle. Esta sospecha se trocó en certidumbre cuando oyó el ruido que hacían al poner en el suelo las parihuelas.
Abrióse la puerta y una luz confusa hirió los ojos de Edmundo. A través del lienzo que le envolvía, vio acercarse dos sombras a su cama, en tanto que otra, con un farol en la mano, se quedó a la puerta. Cada uno de los que se acercaron a la cama cogió el saco por uno de sus extremos.
-Para ser viejo y tan flaco, pesa bastante -dijo uno de ellos levantando la cabeza de Dantés.
-He oído decir que el peso de los huesos aumenta media libra todos los años -contestó el otro asiéndole por los pies.
-¿Has hecho el nudo? -preguntó el primero.
-Buena tontería fuera añadir un peso inútil. Allá lo haré.
-Tienes razón. Vamos.
« ¿Pare qué será ese nudo? », se preguntaba Dantés.
Desde la cama trasladaron a las angarillas al falso muerto. Edmundo se puso todo lo rígido que pudo para desempeñar mejor su papel de cadáver. Pusiéronle, pues, en las angarillas, y alumbrados por el del farol, que iba delante, empezaron a subir la escalera.
De súbito, el aire fresco de la noche, en el que Dantés reconoció al mistral, azotó su cuerpo. Esta súbita sensación fué a la vez angustiosa y dulcísima.
A unos veinte pasos detuviéronse los que le llevaban, y pusieron en el suelo las angarillas. Uno de ellos debió de alejarse un tanto, porque Edmundo oyó sus pisadas en las losas.
« ¿Dónde estoy? », se preguntó.
-¿Sabes que no pesa poco? -dijo el que había permanecido junto a Dantés, sentándose al borde de las angarillas.
La primera idea de Dantés fué escaparse entonces, pero por fortuna se contuvo.
-Alúmbrame, animal -dijo el que se había separado-, alúmbrame o no podré encontrar lo que busco.
El hombre de la linterna obedeció a la demanda del enterrador, aunque, como se ha visto, no tenía nada de cortés.
«¿Qué buscará? -dijo para sí Dantés-,sin duda un azadón.»
Una exclamación dio a entender que el enterrador había encontrado al fin lo que buscaba.
-Menudo trabajo ha costado -dijo el otro.
-Sí, pero nada se ha perdido por esperar -contestó el primero.
Y dicho esto se acercó a Edmundo, que oyó poner a su lado una cosa pesada y sonora. Al mismo tiempo una cuerda atada a sus pies le causó viva y dolorosa impresión.
-¿Está ya hecho el nudo? -preguntó el enterrador que no se había movido de allí.
-Y bien hecho -respondió el otro.
-Pues en marcha.
Y volviendo a coger las angarillas siguieron su camino.
A los cincuenta pasos sobre poco más o menos hicieron alto para abrir una puerta, y volvieron a proseguir su camino.
El rumor de las olas, estrellándose en las peñas que sirven de base al castillo, iba llegando más distintamente a Dantés a medida que iban avanzando.
-¡Mal tiempo hace! -dijo uno de los hombres-. No está el mar para bromas esta noche.
-El abate corre peligro de fondear.
Y ambos soltaron una carcajada.
Aunque Dantés no los comprendió, sus cabellos se erizaron.
-Bien. Ya hemos llegado -dijo el primero.
-Más allá, más allá -repuso el otro-. ¿No te acuerdas que el último muerto se quedó en el camino, destrozado entre las rocas, y que el gobernador nos regañó al día siguiente?
Subiendo constantemente, dieron cuatro o cinco pesos más, luego sintió Edmundo que le cogían por los pies y por la cabeza y que le balanceaban.
-¡A la una! -dijeron los enterradores.
-¡A las dos!
-¡A las tres!
Dantés se sintió lanzado al mismo tiempo a un inmenso vacío, hendiendo los aires como un pájaro herido de muerte, y bajando, bajando a una velocidad que le helaba el corazón. Aunque le atraía hacia abajo una cosa pesadísima que precipitaba su rápido vuelo, parecióle como si aquella caída durase un siglo, hasta que, por último, con un ruido espantable, se hundió en un ague helada que le hizo exhalar un grito, ahogado en el mismo instante de sumergirse. Edmundo había sido arrojado al mar con una bala de treinta y seis atada a sus pies. El cementerio del castillo de If era el mar.