Granada. Poema oriental: 07
III.
[editar]Era la noche del siguiente dia
En que el fiero Muley salió de Zahara,
Vencedor insolente. Era una oscura
Y nebulosa noche: no lucia
En el cielo la luna: benda impura
De nubarrones cárdenos cubria
La luz serena de su antorcha clara.
Ceñian por do quier el horizonte
Negros grupos de nubes apiñadas
De vapores eléctricos preñadas,
Y alcanzabanse á ver de monte en monte
Del frecuente relámpago, azuladas,
Arder las repentinas llamaradas.
A un balcon de la torre de Comares
Asomada en silencio, la altanera
Aija escuchaba con el alma entera
Lejano són de gritos populares
Que, por la densa atmósfera perdidos,
Traia á sus oidos,
De cuando en cuando, ráfaga ligera.
Tras ella Abú Abdilá sobre su hombro
El noble rostro juvenil tendia,
Como su madre oyendo con asombro
La confusa y estraña vocería
Que, en las tinieblas de la noche, el viento
Con eco sordo resonar hacia
Bajo el techo del cóncavo aposento.
«¡Oyes, hijo Abdilá! Con ansia dijo
La Sultana. —Sí, madre y no comprendo…
Contestó Abú Abdil. ¡Tal vez maldijo
Nuestra fortuna Aláh!» Con ojo fijo
La espesa sombra penetrar queriendo,
Aija le interrumpió: «Calla: estoy viendo
Moverse algo en el bosque… ¿Oistes, hijo?
—¿Un ruiseñor? —Sin duda: mas no canta
Tan recio el ruiseñor… escucha atento.
¿Le oiste? —Sí. —Pues bien, hijo, ese aliento
De un pájaro no cabe en la garganta.
—Oid, señora, oid; mas cerca del pio
Del ave se oyó ahora. —Es una seña
Que viene de las márgenes del rio.
—Sí, y en hacerse comprender se empeña.»
Acercaronse mas á la calada
Barandilla esterior del antepecho:
Mas Aija, de repente y sin ser dueña
De sí misma, cubriendo con su pecho
El pecho de Abú Abdil, gritó: «¡Hijo mio!»
Silvando entró por el postigo estrecho
Del balcon una flecha disparada
Desde el bosque, y, tocando en la labrada
Piedra del arco, rechazó, en el lecho
De Abú Abdil cayendo despuntada.
«¡Traidores! esclamó Aija, á nuestra vida
Tambien atentan!» Mas alegremente
La interrumpió Abdilá, teniendo asida
La flecha: «Madre (dijo) trae cosida
Una carta. —Lee pues.» Rumor de gente
Se oyó en el corredor en este instante,
Y una esclava, asomándose a la puerta,
Dijo: «¡El wazir!» Para la audáz Sultana
Fué cosa nada mas que de un momento
En el pecho ocultar la carta abierta,
La flecha devolver por la ventana,
Y serena quedar sobre su asiento.
Al punto mismo Abú-l'Kazin, ministro
De las venganzas de Muley, entraba
El nocturno registro
A hacer que en el salon acostumbraba,
Desque la torre de Comares era
Del Granadino príncipe y su madre,
Por órden de Muley, prision severa.
Saludó Abú-l'Kazin con afectada
Ceremonia, mostrando que lo hacia
Sin respeto y en pura cortesía:
Aija, en sus almohadones recostada,
Ni volvió la cabeza desdeñosa,
Ni le otorgó siquiera una mirada;
Abú Abdilá, imitando á su orgullosa
Madre, no contestó tampoco nada.
Abú-l'Kazin entónces, en sombrio
Silencio y con feroz torbo semblante,
La estancia registró con vigilante
Y prolija atencion. «Es deber mio,»
Dijo al fin, dirigiendo á la Sultana
Una mirada donde el odio brilla,
Y añadió: «Nuestro rey llega mañana
Vencedor de las armas de Castilla.»
Aquí, consigo sin poder, la Mora
Dijole: «¿Son por ello esos clamores
Que turban el reposo? —Sí, Señora:
El pueblo aplaude, como siempre, ahora
A los reyes que vuelven vencedores.»
Una mirada le lanzó de fuego
La Mora y con desden le dijo luego:
«Tienes razon, Abú-l'Kawin: mañana,
Si volvieren vencidos, por traidores
Les silvará la multitud villana.
—¡Vele Aláh por el Rey, y no permita
Que el pueblo tenga por traidor, Sultana
A quien abrigue sangre Nazarita!
—Eso te digo yo. Los hijos tienen
La sangre de los padres y el que incita
Al padre contra el hijo, lo previenen
Las suras del Korán, á Dios irrita
Y su raza por Dios será maldita.
—Sultana, tus palabras… —El anuncio
Son del desprecio en que te tengo. —Holgara
La razon en saber. —Está muy clara.
—Pronúnciala, Sultana. —La pronuncio:
Tu pare, Abú-l'Kazin, fué tornadizo
Y traidor á su Dios, y yo detesto
A los hijos de padre que tal hizo.
No lo olvides jamás. —¡Oh! lo protesto.
—Déjanos, pues, en paz. —La vez postrera
Volveré nadamás, cuando el severo
Rey de Granada de su ley el yugo
Imponeros me ordene. —Aguarda fuera
Sus órdenes entanto, carcelero,
Hasta que hayas de entrar como verdugo.»
Salió el wazir, brillando en su pupila
El fuego del rencor: y la Sultana,
Luego que oyó el rumor de los cerrojos
De la postrera camara lejana,
La carta á desplegar volvió tranquila,
Devorando lo escrito con los ojos.
Mirábala Abdilá con impaciencia,
Procurando leer en su semblante
Lo que ella en el escrito. En apariencia,
Si el wazir la acechara en este instante,
No pudiera, al mirar su indiferencia,
Sospechar que el papel éra importante.
Leyó con avidez, pero serena:
Y aquel alma viril, que dominaba
Del placer el esceso y de la pena,
No dejó percibir á quien miraba
El gozo inmenso de que estaba llena.
¡Tanto era altiva, perspicaz y brava!
«Hijo mío Abdilá, dijo tras breve
Pausa, vas á partir. La muerte fiera,
De tu padre á la vuelta, aquí te espera,
Y abajo espera quien salvarte debe.
No el cielo señaló tu real cabeza
Para ceñir una corona en vano;
Tu destino de rey hé aquí que empieza;
Cumple, pues, tu destino soberano.»
Dijo y le dió la carta, que decia:
«Vuelve tu esposo vencedor, Sultana,
«Y la guadaña de la muerte impía
«Su mano trae; no aguardes á mañana:
«Cuando oigas luego que en silvar porfía
«El ruiseñor al pié de tu ventana,
«Descuelga á tu hijo Abú Abdilá por ella,
«Y un buen caballo le valdrá y su estrella.
«No temas ni vaciles: los vergeles
«De este valle, á tu vista tan tranquilo,
«A un escuadron de Abencerrages fieles
«Dan á estas horas misterioso asilo.
«Mi escritura conoces: no receles,
«Sultana, una traicion: pende de un hilo
«Del príncipe la vida: mas, burlada
«La muerte, volverá… Rey de Granada.
«Aunque en firmar sé acaso que aventuro
«Mi cabeza, la suya es lo primero:
«Sírvate pues mi nombre de seguro
«Y alumbre tu razon Aláh infinito.»
Al pié de este renglon, claro y entero,
De {{may|Aly-Macer} el nombre estaba escrito.
Leia Abú Abdilá, y á la lectura
De la carta fatal palidecia:
Y, leyendo en su rostro su pavura,
La madre el ceño varonil fruncia.
«Hijo de reyes, como Rey procura
Obrar, le dijo al fin. ¿Fortuna impía
Te acosa? Acosa, pues, á tu fortuna:
Mala es mejor tenerla que ninguna.»
Tal diciendo la intrépida Sultana
Llamó en voz baja á sus esclavas. Quiso
Abú-l'Kazin dejárselas, por vana
Demostracion de libertad y viso
De autoridad y pompa soberana,
En la prision. Entraron al aviso
Todas de su señora, y la severa
Sultana las habló de esta manera.
«Necesito una escala: en el momento
Desgarrad vuestras tocas y almaizales;
Los tapices que tiene el aposento
Trizas haced: mis lienzos y mis chales
Rasgad y, hasta que lleguen al cimiento
De la torre, anudad los desiguales
Pedazos: no os pareis en necias dudas:
Rasgadlo todo, aunque os quedeis desnudas.»
Hechas á obedecer, sin mas demora
Rasgaron la oriental tapicería
Que la ostentosa cámara decora,
El chal con que cada una se ceñia,
El rico pabellon de crugidora
Seda que el lecho de Abdilá tenia:
Cuanto á las manos se las vino asieron,
Y, formando un cordon, le retorcieron.
La Sultana y el príncipe, afanosos,
En tal ocupacion las ayudaron,
Y de esta ocupacion con los curiosos
Incidentes, que alegre la tornaron,
Del alma de Abdilá los temerosos
Tristes presentimientos se auyentaron:
Y rebosaba en gozo y osadía
Cuando el largo cordon se concluia.
A poco un ruiseñor en la enramada
Los tres largos silvidos de su trino
Precursores lanzó. Corrió agitada
La Sultana al balcon, y mas vecino
Volvió á silvar el ruiseñor: callada
É inmóvil escuchó: su oido fino
Y ojo avaro alcanzaron, en la hondura,
De un hombre el movimiento y la figura.
Un momento despues, en la maleza
Que al mismo pié del torreon crecia,
El ruiseñor silvó: la fortaleza
Y la continuidad con que lo hacia
Su voz, de la que dió naturaleza
Al ruiseñor un tanto desdecia
De cerca oida: pero al libre viento
Era bien fácil confundir su acento.
Ató Aija á Abú Abdil por la cintura
La punta de los lienzos anudados,
De su firmeza y solidez segura;
Los brazos un momento entrelazados
Tuvieron madre é hijo con ternura
Cordial: los labios trémulos, rasados
De lágrimas los ojos, no encontraron
Palabras, mas sus lágrimas hablaron.
Deshizose la madre la primera
Del cariñoso lazo, y saltó el hijo
Por la baranda del balcon afuera,
Teniendo el lienzo las mugeres fijo.
«Madre, dijo él, ¡á Dios por vez postrera!
—¡Hijo de mi alma, á Dios! ella le dijo,
Y, bajando la voz: —honra tu nombre,
No vuelvas sinó Rey: lucha y sé hombre.»
Dijo: y, á una señal, franqueza dando
Las esclavas al lienzo, por la oscura
Region del aire, suelto, fué bajando
El príncipe Abdilá: justa pavura
Le acongojó cuando se vió colgando
Sobre la inmensa tenebrosa hondura;
Vaciló su cerebro y, los antojos
Del miedo por no ver, cerró los ojos.
Un momento despues cuatro forzudos
Brazos en las tinieblas de él asieron:
Una daga cortó junto á los nudos
El lienzo, á hombros tomáronle, y huyeron.
Los brazos de las Moras, á tan rudos
Esfuerzos no hechos, libres se sintieron
De repente del peso, y la Sultana
Se echó con ansiedad á la ventana.
Miró, escuchó, sin voz, sin movimiento,
Parando en su atencion hasta el latido
Del corazon y el curso del aliento:
Pero ni gente, ni señal, ni ruido
Se percibia: á la merced del viento
El lienzo por abajo desprendido
Flotaba, y era todo allá en la hondura
Silencio, soledad, sombra, pavura.
Apartose en silencio la Sultana
Del ajimez: la tela recogida
Poco á poco volvió por la ventana:
Mas al entrar la punta suspendida
Por fuera del balcon, de la Africana
El corazon mortal volvió á la vida;
La punta trae de salvacion un gage
Infalible: el blason Abencerrage.
Besole la Sultana, y su altanera
Tranquilidad cobró: despidió luego
Sus esclavas y, sola, dijo, fiera
Reverberando en su mirada el fuego
Del corazon: «Que venga cuando quiera
Muley.» Y en los cogines con sosiego
Tendiéndose, al pesar y al miedo agena
Segura de Abú Abdil, durmió serena.