Granada. Poema oriental: 26

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​Tomo Segundo, libro séptimo, Granada. Poema oriental de José Zorrilla

Libro sétimo[editar]

I[editar]

¿Quién acota los fallos del destino
Ni el pié sujeta de la errante fama,
En medio del incógnito camino
Por dó ráuda sus nuevas desparrama?
Su voz por el cristiano y granadino
Reino la historia pregonó de Alhama,
Y á par en su defensa como buenos
Se arrojaron Cristianos y Agarenos.

Por recobrarla Hasán, desde Granada
Corrió con su veloz caballería,
Y á defenderla en masa levantada
Acudió la cristiana Andalucía.
Salió al campo Fernando: su morada
Abandonó Isabel, y lució el día
En que á mortal y decisiva guerra
Se aprestó de una vez la Hispana tierra.

Juntó Muley cincuenta mil guerreros
De Alhama al avanzar por el camino,
A cinco mil valientes caballeros
Que trae del territorio granadino;
Y en el valle á la vez por cien senderos
Lanzando de su gente el torbellino,
En alas de la rábia que le inflama
Llegó el viejo feroz al pié de Alhama.

La voz de la morisca muchedumbre
La roca estremeció donde se asienta;
Mas Ponce de León, desde la cumbre
La voz oyendo de la grey sedienta
De su sangre leal, la pesadumbre
Para aumentar del árabe y la afrenta,
Elevó las banderas Alhameñas
Al par de sus católicas enseñas.

Al verlas de los muros en la cima
Ondear Muley, con la encendida saña
De quien su honor manchado en nada estima
El asalto emprendió de la montaña;
Mas era el gefe que velaba encima
El más ilustre capitán de España,
Y á la amenaza de Muley rabiosa
Contestó con sonrisa desdeñosa.

Vio el árabe monarca esta sonrisa,
Y al punto comprendió con pesadumbre
Que su impotencia el de León le avisa
Para asaltar la inaccesible cumbre.
De venganza la sed dióle mas prisa
Que discurso, y fió en la muchedumbre,
Y vio que sin inmensa artillería
Jamás á los cristianos rendiría.

Tarde lo vió; mas viendo con despecho
Que arriesgaba el honor y el tiempo urgía,
Él mismo por el áspero repecho
Sus gentes al asalto conducía:
Y en impaciencia y en furor deshecho,
Contemplaba que sólo conseguía
Abrir á sus valientes sepultura
De aquellos precipicios en la hondura.

La encanecida barba se mesaba
El iracundo rey, y de la empresa
No desistir en su furor juraba
Hasta cobrar la codiciada presa:
Correos tras correos despachaba
Máquinas de batir á toda priesa
Demandando, y tenaz en tal intento
Ante Alhama plantó su campamento.

Los peñascos minó, los manantiales
Cegó que daban agua á los sitiados,
Y de la villa en derrededor sus reales
Circunbalando, les dejó bloqueados.
Pronto de su constancia las fatales
Consecuencias sintieron los cercados.
Viendo que, sin socorro pronto y fuerte,
Su esperanza mejor era la muerte.

El valeroso capitán cristiano,
Que el apellido de León tenía,
Sin dar tregua al discurso ni á la mano,
Su valor de León no desmentía:
Y viéndole al peligro el más cercano
Siempre y doquier en vela noche y día.
No hubo ni un solo cristiano que cejara
Ni que matar por él no se dejara»,

Infatigable, impávido, tranquilo,
Con el valor del héroe sereno,
Salió seis veces por oculto silo
El campo á sorprender del Agareno;
De agua otras cien por conservar un hilo
Que de un peñasco les quedó en el seno,
Peleó con el fango á la rodilla
Mientras bebían de él los de la villa.

En vano gran refuerzo poderoso
De hondas, ribadoquines y lombardas
Llegó por fin al Arabe orgulloso;
El con sus arcabuces y espingardas
Continuo fuego sustentó animoso;
Y aunque ya asaz por el cansancio tardas
Las manos, de tronar sobre las rocas
Jamás cesaron sus ardientes bocas.

Asombrado Muley de tanto arrojo,
Pactos amigos al Marqués propuso;
Mas Ponce de León, con grande enojo,
A sus mensajes sin dudar repuso:
—«Cuando en Alhama mi estandarte rojo
»Roja de sangre infiel mi mano puso,
»No fué para quitarle á tu venida,
»Sino bajo él para dejar la vida.

—Pues bien, dijo Muley, serás mi esclavo.
Ya que no te contenta ser mi amigo.
—Mejor me está la esclavitud al cabo.»
Replicó fieramente D. Rodrigo.
«Muere, pues,» dijo al irse el viejo bravo.
«Dios de mi honrado fin será testigo.»
Dijo el marqués; y el Moro y el cristiano
Volvieron á sus armas á echar mano.

Ensordeció otra vez la artillería
Los precipicios cóncavos de Alhama,
Y el cristiano valor vio en su agonía
De su esperanza vacilar la llama.
Habían hecho ya cuanto podía
Hacerse por la patria y por la fama
Los Castellanos, mas al fin, mortales
Se agotaban sus fuerzas corporales.

Rayaba ya la postrimera aurora
Que podía alumbrar su resistencia:
Postrer asalto de la hueste mora
Iba fin á poner á su existencia,
Y, viendo sin pavor su última hora,
De su muerte aguardaban la sentencia;
Mas Dios, que no abandona al buen cristiano
Entre Alhama y Muley tendió su mano.

La luz de las hogueras con que invoca
Socorro el pueblo á la invasión espuesto,
De ciudad en ciudad, de roca en roca.
Se difundió por el país bien presto;
Y al resplandor que á pelear convoca,
El peligro de Alhama manifiesto.
De Cristo por los campos andaluces
Avanzaron las lanzas y las cruces.

Alonso de Aguilar, el compañero
De armas de Ponce de León, la gente
De sus estados allegó el primero;
Y cruzando los montes diligente,
Como una estatua de bruñido acero
Asomó sobre un cerro del Oriente.
Y el sol, como un fantasma de luz y oro
La presentó á la vista del rey moro.

Los hermanos Girón, de Calatrava
Con la legión ecuestre aparecieron
Por un valle de sáuces: con su brava
Infanteria por el Sur salieron
Los Córdobas de Cabra, y por la caba
De un monte que al cruzarle descubrieron,
Asomaron, los dos bajo una enseña,
El Conde de Alcaudete y el de Ureña.

Mirábalos Muley considerando
Su fuerza escasa para sérios fines,
Y se aprestaba á cometerlos, cuando
Del montuoso horizonte á los confines
Vió de peones numeroso bando,
Y en el agudo són de sus clarines
Conoció y en sus cárdenos pendones
De Enrique de Guzmán los escuadrones.

Con ira entonces comprendió que junto
Un ejército entero en su mal era,
E impío blasfemó, viendo en un punto
Venir sobre él la cristiandad entera;
Y mirando avanzar en buen conjunto
Los ginetes cristianos por do quiera,
Cual jabalí acosado por los perros
Alzó su campo y se acogió á los cerros.

Desde ellos vio con cólera impotente
Sus postigos abrir á los de Alhama;
Y echando al corazón la mano ardiente,
A contener la hiel que se derrama
En sus hinchados vasos, y la frente
Al peso del baldón que se la infama
Doblando, con ahogado y ronco grito
Esclamó: «¡Alahuakbar! estaba escrito.»

Entonces silencioso y cabizbajo
De sus gentes cubrió la retirada,
Rechazando por sí, no sin trabajo,
De las huestes de Ureña una avanzada.
Cuando en salvo la vio, por un atajo
Se encaminó otra vez hácia Granada,
Seguido de unos pocos caballeros
De su aciaga fortuna compañeros.

Mas ¡ay! su estrella en la gentil Granada
Para siempre su luz oscurecía,
Y era ya aquella la postrer jornada
Que hacer por ella como rey debía.
Ya en la Alhambra, de rayos coronada,
Estrella más feliz resplandecía,
Y á otro pendón que al de Muley su gloria
Otorgaba versátil la victoria.

En la vega al entrar, de una colina
Al revolver el áspero sendero.
De la luna á la lumbre mortecina
Vio correr hácia él un caballero.
Era un doncel de raza granadina
Que, ante él parando el fatigado overo.
Dijo con voz por la carrera ahogada:
«Tente, Señor: no vuelvas á Granada.

—¿Por qué? dijo Muley. —Porque ya llegas
Tarde: de ella Abdilá se ha apoderado.
—¿Y mi Wazir Abú-l'Kasin-Ben-Egas?
—Está en los Alixares encerrado.
—Y mi Zoraya? — De las turbas ciegas
Por milagro no más se ha libertado:
Los pocos fieles que te quedan vivos,
Te buscan por la sierra fugitivos.
—¿Todo pues lo perdí? —La honra te queda.
—Te engañas, infeliz; sin ella vengo.
—La puedes recobrar mientras que leda
Se conserve tu fé. —Ya no la tengo
Tampoco: es fuerza que al destino ceda,
Su ley fatal á obedecer me avengo.
—Aún te resta, señor, una esperanza.
—¿Cuál? —La mejor de todas: la venganza.

—Tienes razón. ¿Podemos todavía
En el alcázar penetrar? —Acaso:
Si te ayuda tu intrépida osadía,
Yo puedo abrirte hasta la Alhambra paso
En las tinieblas de la noche. — Guía:
Y si á ella subo, como frágil vaso
Quebrantaré de Aixa y de su hijo
La ecsistencia fatal que Aláh maldijo.»

Y el rey á la venganza decidido
A los que son con él la faz volviendo
Les dijo: «A este mancebo habéis oído;
Uniros á mi suerte no pretendo,
Abandonad, si os place, al rey vencido.»
Mas la mano los Arabes poniendo
De los corvos alfanjes en los pomos,
Respondieron resueltos: «Tuyos somos.»

Metió Muley á su corcel la espuela,
Y echando por delante al Granadino,
Pensando en sorprender su ciudadela
Hácia Granada continuó el camino.
Mas ¡ay! en vano el hombre se rebela
Contra la ley de su fatal destino,
En vano avasallar quiere á la suerte:
La voluntad de Dios siempre es más fuerte.

Era la hora en que entregado al sueño
Abú-Abdil, en la Alhambra aposentado,
Soñaba con el bien de que era dueño,
Con el cetro que á Hasán había robado.
Aixa también, desarrugado el ceño,
Su saña habiendo y su ambición saciado,
Al fin vengada de su infiel esposo,
Entregábase en brazos del reposo.

Era todo silencio en el recinto
Del régio alcázar de la corte mora:
Reinaba en su dorado laberinto
Del descanso la paz reparadora.
Cuando el eco de un ¡ay! claro y distinto
De sala en sala retumbó á deshora,
Y el joven rey, de sus estancias dueño,
Al eco de aquel ¡ay! rompió su sueño.

Oyólo al par la varonil Sultana
Su madre, y fuera del suntuoso lecho
Lanzándose veloz, á la ventana
Escuchó atentamente largo trecho.
Sus sentidos sutiles de Africana
Y el velador instinto de su pecho
La revelaron el terrible arcano
De aquel ¡ay! eco del dolor humano.

Escuchaba el rey moro todavía
El eco de aquel lúgubre gemido,
Cuando su madre con vigor le asía
Por el brazo en que estaba sostenido.
«Levántate, hijo mío, le decia,
Levántate, Abdilá: ¡Nos han vendido!
—¿Qué pasa, madre? preguntó el mancebo.
—Tu padre busca á la venganza cebo.»

Su alfanje Abú-Abdil blandió desnudo,
Y asiendo de un clarín con gran coraje.
En los senos lanzó del aire mudo
Una sonata de África salvaje.
De aquel bárbaro son al eco agudo
Se estremeció su guardia Abencerrage,
Y de su riesgo próximo avisada
Acudió junto al rey precipitada.

Y á tiempo fué. Su yatagán sangriento
Muley blandiendo apareció á sus ojos
Por la puerta del prócsimo aposento,
Rebosando sacrílegos enojos.
Feroz vampiro, de su carne hambriento,
Sus brazos muestra con su sangre rojos,
Y con los ojos en su sangre fijos
La sangre anhela de sus propios hijos.

Helóse de terror á su presencia
Toda la guarnición de la alcazaba:
Aixa, empero, abrasada de impaciencia,
Empuñó un arcabuz gritando brava:
«¡Muera el tirano!» Al punto con violencia
Lid fratricida sin cuartel se traba:
En el mismo aposento en que nacieron
Los hijos con íos padres se batieron.

Peleaba Muley como un demente,
Y á Aixa los suyos de la lid sacaron:
Hallarse no lograron frente á frente
Los dos reyes por más que se buscaron.
Llamaba á Abdil con cólera estridente
El viejo rey, cuando sobre él cargaron
Tantos al par, que sin lograr su objeto
Cejó y huyó por corredor secreto.

En el versátil vulgo confiando
Descendió á la ciudad por una cueva,
Juntar creyendo poderoso bando
Con que arruinar la monarquía nueva.
Metióse, pues, por la ciudad, llevando
Audaz á cabo tan osada prueba,
Y en un momento la ciudad entera
Campo sangriento de batalla era.

Doquier, se escuchan con pavor lamentos,
Ayes de muerte y gritos de pelea:
A salvarse no más todos atentos.
Sólo en salvarse cada cual se emplea:
No hay nadie que en tan críticos momentos
Presa de los cristianos no se crea:
Nadie á juzgar la realidad se para.
Nadie ve dónde ni de quién se ampara.

En tanta confusión, en duelo tanto,
Abandonando Hasán la lid confusa.
Va á los umbrales á llamar de cuanto
Moro por su parcial la fama acusa;
Mas, al reconocerle, con espanto
Seguirle todo musulmán rehusa.
Porque se hundieron su prestigio y fama
Bajo su triste expedición de Alhama.

Su nombre con horror de boca en boca
Rápidamente en las tinieblas pasa,
Y por do quiera contra él evoca
Ira sin compasión, rencor sin tasa:
Cobra valor la muchedumbre loca,
Y al correr la verdad de casa en casa,
Por rejas, ajimeces y balcones,
Comienzan á asomar luces y hachones.

Comiénzase á ordenar la gente fiera
Del albaycín: tremólanse estandartes
Que atraen á sí la juventud guerrera,
Y conócense al fin por ambas partes. ,
¡Aláh por Bu-Abdil! gritan do quiera;
Y descubriendo las traidoras artes
Á que echa Hasán para vengarse mano,
Grritan dando sobre él: ¡muera el tirano!

Desengañado el viejo vengativo
Abandonó su despechada empresa,
Dándose por feliz en salir vivo
Favorecido por la sombra espesa:
Y con veinte ginetes fugitivo
Que aún le seguian, caminó con priesa
Muley hácia los altos alijares
Donde aun tiene Zoraya sus hogares.

Allí la favorita con Ben-Egas
Le aguardaba á caballo: á marchar prestos,
Sus guardias negros como estátuas ciegas
Por él se hallaban á morir dispuestos.
«Vamos, dijo Muley. —A tiempo llegas,
Repuso Abú-l'Kasin: Aixa mis puestos
Descubrió ya, y á su merced estamos.
—¡Maldita sea! dijo el rey: huyamos.»

Y entrando por las lóbregas laderas
De la sierra fragosa y escarpada,
Aprovecharon cautos las postreras
Sombras para alejarse de Granada:

Y del alba siguiente á las primeras
Luces, el que fué rey ya no era nada:
El reino se le huyó de entre los brazos
Y su cetro al caer se hizo pedazos.

¡Clemente Aláh, que como aristas secas
Las más robustas fábricas quebrantas.
Los pueblos hundes, y las razas truecas
Bajo el polvo que en pos dejan tus plantas!
Del hombre vil las vanidades huecas
¿Cómo han de interrumpir tus leyes santas?
De Hasán tocó tu soplo en la corona,
Y fué… ¡Dios bueno, lo que fué perdona!

Primer tomo:

Libro primero «Esposición» (I. Invocación - II. Narración)
Libro segundo «Las sultanas» (I. El camarín de Lindaraja - II. El salón de Comares)
Libro tercero «Zahara» (I. Gonzalo Arias de Saavedra - II - III - IV)

Segundo tomo:

Invocación
Libro cuarto «Azäel» (I - II - III - IV - V)
Libro quinto (Introducción - «Narración»: I - III - IV - V - VI)
Libro sexto «Las torres de la Alhambra» (Introducción - «Narración»: I - II - III - IV)
Libro séptimo (I - II - III - IV)
Libro octavo «Delirios» (I - II -III - IV - V - VI - VII - VIII - IX. Kaleb - X)
Libro noveno «Primera parte» (Introducción - I - II - Serenata morisca)