Granada. Poema oriental: 31
II
[editar]Rico de juventud y de hermosura
Cual de esperanza y de valor sobrado,
Ginete sobre un tordo Berberisco
Salió el Rey moro Abú-Abdil al campo.
Reverberan al sol de la mañana
Sus arneses con oro claveteados,
Y se ciernen sobre él como palomas
Las plumas de su espléndido penacho.
En lugar del lanzón que en Bib-Elvira
Se hizo al salir en el quicial pedazos,
Despreciando pronósticos siniestros,
Corvo alfanje de Fez empuña osado.
Piafa el brioso bruto en que cabalga,
Fuerza, vapor y espuma respirando.
Mosqueando inquieto con la blanca cola
Sus ricos paramentos africanos;
Y Abú-Abdil sobre la silla diestro
Cabalgador caracolea ufano.
Tan lleno de bravura y gentileza
Como de gloria y de fortuna falto.
Detrás de su pendón tranquilos marchan
Seis mil peones y dos mil caballos,
La flor de la nobleza granadina,
Los campeones del Islam más bravos.
Por honra del Rey mozo, de Granada
Los quinientos mancebos más gallardos
Para salir con él á esta campaña
Como para un torneo se equiparon.
Vénse tan sólo rostros juveniles
En derredor de Abú-Abdil, y el fáusto
De los trajes, las armas y jaeces
Turba los ojos y suspende el ánimo.
Quién con el velo de su dama lleva
Hecho el turbante al rededor del casco;
Quién de la suya en el crestón prendido
El ceñidor de virgen en un lazo.
Quién una. trenza de cabellos negros
Ata. en el hierro del lanzón dorado,
Habiendo prometido devolverla
Empapada eñ la sangré del cristiano.
¡Qué de garzotas desordena el viento!
¡Qué de colores y reflejos varios
Ostentan los brillantes escuadrones
En sus movibles grupos ordenados!
Desde las torres de Granada al verlos
Ya de la vega en el confín lejano,
Cintas de oro parecen sus hileras
Del sol heridas por los limpios rayos.
Aquella tarde Abdil de las murallas
De la empinada Loja al pié llegando,
Vió lanzarse cien árabes ginetes
Del su enhiesto peñón como milanos.
Sobre caballo indócil del desierto
Que avanza á modo de león á saltos,
Bajaba á la cabeza de los ciento
El alcaide Aly-Athár, de fé relámpago.
Al ver los Granadinos campeadores
Llegar al fiero triunfador anciano,
Con un lelí de admiración unánimes
Su anhelada presencia saludaron.
«De Aláh llevamos el favor, dijeron,
Si con nosotros á Aly-Athár llevamos.»
Y lo creen: hace ya setenta lunas
Que es su bandera de Castilla espanto.
El fuerte viejo, que indomable arrastra
El peso colosal de sus cien años,
De ellos el brío y la esperiencia abriga
Bajo el cendal de sus cabellos blancos.
Hijo feroz del África, en la guerra
Endurecido, su nervioso brazo
Con un bote de lanza todavía
Al caballero arranca del caballo.
Arabe verdadero en genio y raza
Y del Corán indómito sectario,
Quiere para subir al paraiso
Una escala de cuerpos de cristianos.
Su ecsistencia Aly-Athár pasó con ellos
En lid no interrumpida peleando,
Sin que de amigos ni enemigos reyes
Respetara jamás treguas ni pactos.
Tal es el viejo capitán de Loja:
Tal es el padre de Moraima; amparo
De los Muslimes, vencedor do quiera,
Jamás vencido y por do quier temblado.
Mas ¡ay! ¿quién fía en su feliz estrella,
Ciego imprudente junto á sí llevando
La fortuna de un rey de quien los cielos
Abrieron un abismo entre los pasos?
¿Para quién resplandece estrella alguna
Á través de los lóbregos nublados?
Alahuakbar ¡Dios grande! Hácia Lucena
Marcha Aly-Athár de Abú-Abdil al lado.
Va la saña de Dios delante de ellos:
De Santaella y de Aguilar los pastos
Quedan sin hoja verde, y como lluvia
Corre á sus piés el oro y el ganado.
De Montilla y la Rambla las moradas
Son humo nada más, y el viento vano
Se lleva sus cenizas, de sus dueños
Sin tumba los cadáveres dejando.
¡Allí van! ¡allí van! Como un torrente
Bajan de las montañas, y su rastro
Siguen manadas de voraces lobos,
Y los buitres sobre ellos van volando.
Allí van: ya las torres de Lucena
Blanquean á lo lejos: espantados
Huyeron los fronteros, ó dormidos
Yacen sin verlos descender al llano.
Todo reposa en la extensión desierta:
Las sombras de la noche condensando
Se van, y de los Arabes protegen
La marcha lenta con que avanzan cáutos.
De un silencioso valle en la espesura
Donde abrieron las lluvias un barranco,
Siguiendo de Aly-Athár un buen consejo
El rey Abú-Abdil mandó hacer alto.
Alzáronse las tiendas: en el centro
Metieron el botín, reses y esclavos,
Y esperando la luz del nuevo día
Se dieron unas horas al descanso.
«Nadie se mueve, dijo el rey: sin duda
Aláh por nuestro bien les ha cegado:
Mañana somos dueños de Lucena,
Cuando no por sorpresa, por asalto.
—Así lo espero, Amir; pero reposa
Para lidiar mejor, dijo el anciano
Aly-Athár á Bú-Abdil: duerme tranquilo
Y deja lo demás á mi cuidado.»
Entró Abdilá en su tienda, y apagadas
Las luces que pudieran delatarlos,
Sumidos en silencio y en tinieblas
Los emboscados Árabes quedaron.
Del valle á la salida, en una altura.
Un hombre se apostó tras un peñasco.
Mudo y quieto como él permaneciendo :
Era Aly-Athár que vigilaba el campo.
Mas ¿cuyos son los ojos que penetran
De la mente de Dios el denso cäos?
¿Cuya la inteligencia que sorprende
De sus hondos designios el arcano?
Mientras el viejo vigilante guarda
El campamento moro, confiando
En la tranquilidad del enemigo
Su empresa audaz para llevar á cabo.
En el confín del horizonte oscuro,
En una torre que cual punto blanco
Vio Aly-Athár con el día, una luz roja
Brilló toda la noche. El africano
La vio, mas sola y sin aumento viéndola.
La contempló brillar sin sobresalto,
Pues vio que no era seña ni atalaya,
En avisos de guerra ejercitado.
A la lejana luz continuamente
Volvíanse sus ojos sin embargo,
No por fundado y racional recelo,
Mas por tenaz presentimiento vago.
¿Quién allí velará?» Se preguntaba
A sí mismo Aly-Athár. «Si no me engaño,
Aquel es el castillo de Baena,
Pero ausente está de él su castellano.
Si aquella luz fuera señal, seguía
Consigo propio el Musulmán hablando,
Ya hubieran las cristianas atalayas
Con otros á su fuego contestado.
¿Quién velará en Baena?» Así pensaba
El viejo Moro al resplandor lejano
Mirando; pero Dios solo pudiera
Ver en tiniebla tal, y á tal espacio.
Y á poder ver el Moro, hubiera visto
A un castellano capitán que armado
Se asomaba al balcón del aposento
Donde brillaba aquella luz. Debajo
De aquel balcón y tras los gruesos muros
De aquel castillo y en su extenso patio,
Hubiera visto á combatir dispuestos
Trescientos caballeros: y, apoyados
Los arcabuces en el muro, hubiera
Visto hasta mil peones castellanos.
Que aguardaban las órdenes del hombre
Que estaba en el balcón iluminado.
Hubiera visto luego que otro gefe
Con otros cien jinetes de su bando
Llegaba, y abrazando al que esperaba
Tocaron bota-silla sus soldados.
Todo esto, á poder ver, hubiera visto
Aly-Athár, ó lo hubiera imaginado,
Si su clara y sagaz inteligencia
No oscureciera Dios para estorbárselo:
Mas no vio más que lo que ver podía;
Y viendo el día á clarear cercano,
Dejó su puesto y de Abdilá en la tienda
Entró, diciendo respetuoso: «Vamos:
Levántate, señor: ya está la aurora
Prócsima, está el camino solitario,
Y es fuerza que á las puertas de Lucena
A un tiempo con el sol amanezcamos.»
Cabalgó Abú-Abdil: en breve tiempo
Los escuadrones moros se aprestaron
A partir y partieron, á Lucena
En su poder el rey imaginando.
Alahuakbar ¡Dios grande! No sin causa
Llaman á Abú-Abdil desventurado,
Ni sin razón Moraima el fatalismo
Lloró de sus horóscopos infáustos.