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Granada. Poema oriental: 38

De Wikisource, la biblioteca libre.
Tomo Segundo, libro octavo «Delirios», Granada. Poema oriental
de José Zorrilla

IX. KALEB

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«No era de día aún cuando empezamos
A salir del barranco, donde á oscuras
Habíamos pasado aquella noche
En profundo silencio. Las hileras
De guerreros, cautivos y ganados
Que cruzaban el valle, parecían
Sobre las sendas cóncavas, movibles
Serpientes gigantescas, á la escasa
Claridad de los astros. Los enormes
Peñascos dibujaban sobre un cielo
Apenas azulado los contornos
Deformes de sus crestas, en las cuales,
Toda la noche oimos el siniestro
Graznido de los buitres, y el aullido
Temeroso del lobo, cuyos ojos
Veíamos brillar entre las matas.
Todos éramos hombres avezados
A las escenas de la guerra; pero
Un no sé que de pavoroso y triste
Nos encogía el ánimo en aquella
Melancólica noche, y caminábamos
En lúgubre silencio: parecía
Que iban á desplomarse los peñascos
Sobre nuestras cabezas, y queríamos
Salir cuanto antes del medroso valle.
Dimos por fin en la llanura: el alba
Comenzaba á clarear y distinguimos
Los almenados muros de Lucena.
Con los cautivos y la presa entonces
Mil peones dejando y cien ginetes,
Avanzamos, creyendo sorprenderla,
Sobre la villa. Abú-Abdil, seguido
De un escuadrón de jóvenes valientes
Y ansiosos de renombre, se metieron
A escape por líts huertas y arrabales.
Ni un ser viviente se encontraba en ellos.
Ni se abrió una ventana ni una puerta.
Prevenidos sus cautos moradores
Se habían encerrado en el castillo.
¡Mas Aláh estaba allí!… Su faz airada.
Brilló tras de los muros y, en el punto
En que tino la luz el horizonte,
Se cubrieron de cascos de cristianos,
Y una lluvia de dardos y de piedras
Cayó sobre nosotros: los clarines
Y tambores cristianos atronaron
El viento, y la bandera de Castilla
Se desplegó con insolente orgullo.
«¡Al asalto!» gritó con voz de trueno
El rey Abú-Abdil, con una trompa
Haciendo la señal. En el instante
Se cubrieron de escalas las murallas,
Y los turbantes moros blanquearon
Envueltos con los cascos de Castilla
Encima de los cóncavos adarves.
jAy! Aláh estaba allí contra nosotros,
Sultana: era un león cada cristiano,
Y los genios impuros del abismo
Peleaban por ellos aquel día:
Sus hachas y sus mazas con horrible
Martilleo caían en las frentes
De los escaladores, y rodaban
Al foso con estruendo los cadáveres.
«Señor, dijo Aly-Athár á vuestro hijo
Que rugía de saña: es necesario
Retirar nuestra gente: prevenidos
Estaban, mas la tierra está tranquila
Y no han hecho señal las atalayas.
No tienen, pues, socorro, y con un sitio
De un solo día se darán.» Oyóse
Tocar á recojer, y comenzamos
A cejar. Una niebla blanquecina
Traída por un viento de occidente
Enlutaba la atmósfera, impidiendo
Ver á largas distancias. Los peones
Que custodiaban el botín, mirándonos
Volver, picaron las revueltas reses
Y comenzaron á marchar, creyendo
Ya abandonada nuestra empresa. Ahora
Dispénsame, Sultana, si el desorden
De mi dolor confunde mis palabras,
Porque de mis ideas el tumulto
No las deja mejor brotar del labio.
¡Ay! ¿cómo te diré lo que quisiera
Olvidar para siempre?» — Sofocada
Aquí la voz del Árabe, tomaron
Una expresión siniestra sus miradas;
Sus músculos temblaron sacudidos
Por interior agitación, su cara
Palideció, y al fin con hondo acento
Y en el dialecto gutural del África,
El lento ó inharmónico relato
Continuó así de la fatal jornada,
Ora bajando el tono, ora elevándole
Conforme la pasión que le agitaba.
¡Y era espantoso de escuchar su cuento,
Y espantosas de ver sus exaltadas
Actitudes y gestos, inspirados
Por el rencor, la afrenta y la venganza!
«En medio de la niebla, como turba
De maléficos genios, los cristianos
Salieron á nosotros: no les vimos
Hasta que atravesados por sus flechas
Cayeron los Muslimes. Su caballo
Revolvió el rey al punto, y todos dimos
La cara á aquellos perros, que salían
Por detrás á mordernos. Ya en desórden
Les teníamos puestos cuando, el aire
Rasgando una trompeta castellana,
Nos sentimos cargar por la derecha
Por una tropa de ginetes: íbamos
A volvernos allí cuando, en el monte
Que á nuestra izquierda se elevaba, oimos
Un clarín italiano, y cada encina
Brotó un cristiano caballero. Entonces,
Con tan distintas señas confundido.
Dijo Aly-Athár al rey: «Esa trompeta,
Señor, es Italiana: el estandarte
Que traen aquellos otros no le he visto
En batalla jamás: el mundo entero
Creo que viene aquí sobre nosotros.»
¡Alahuakbar! ¡Sultana, estaba escrito!
Cejábamos lidiando, en la esperanza
De unirnos á los nuestros: mas al punto
De mirar hácia atrás, vimos que todos
Huían por los montes, torpemente
El inmenso botín abandonando.
«¡Volved, gritaba el rey corriendo á ellos,
Volved, desventurados, y á lo menos
Sabed de quién huís.» ¡Voces inútiles!
Otro tambor, doblando en la angostura
Por donde huían, aumentó su miedo
Y dieron como ciervos espantados
A correr por el valle. ¡Aláh potente!
Obligados á huir los que quedábamos
En rededor del rey, le circuimos
Y volvimos la espalda, descendiendo
Hasta un angosto paso de la sierra:
Un pelotón de nobles Granadinos,
Caballeros leales que volvían
A buscar á su rey, en él hallamos
Protegiendo á los últimos peones
De nuestro bando. El rey volvió la cara
Al llegar á la cóncava angostura,
Y en un estrecho llano deteniéndose
Nos dijo: «Retirémonos como hombres
Que ceden á la suerte, mas no huyamos
Como cobardes que la muerte temen.»
Y metiendo al caballo las espuelas.
Cargó sobre los perros Nazarenos
Que nos seguían: á ampararle todos
Nos lanzamos tras él, y los cristianos,
Desordenados al tremendo empuje
De los caballos árabes, nos dieron
Tiempo para ganar las angosturas
Donde en estrechas sendas imposible
Les era acometernos; y emprendimos
La peligrosa retirada á Loja.
Los enemigos, pronto rehaciéndose,
Entraron tras nosotros en la hondura
Pisándonos las huellas; cinco leguas
Combatiendo y marchando recorrimos
Hasta el valle fatal de Algarinejo.
Aquí el Genil, con las crecidas ancho,
Segunda vez detuvo nuestra marcha:
Nos arrojamos á vadearle y salvos
Nuestros caballos á sacarnos iban
Nadando vigorosos, cuando vimos
Con ira y con terror que, á la ribera
Bajando en rigurosa disciplina.
Salía á recibirnos en sus lanzas
Otro escuadrón cristiano, como un muro
De hierro levantado en el camino.
Su gefe, el gigantesco D. Alonso
De Aguilar, á su frente sonreía
Mirándonos salir de entre las aguas
Con placer infernal; yo le había visto
En mi cautividad y le tenía
Bien presente. Dió el grito de ¡Santiago!
Y aquel muro de hierro se nos vino
Como un témpano encima. La pelea
Fué horrenda. Con el agua á la cintura
Los más, mucha la ira, el suelo escaso,
Vinimos á las manos arrojando
Las inútiles lanzas y acudimos
A los alfanges y puñales; rojas
Iban á poco del Genil las aguas.
Yo peleaba junto al rey: su brazo
Era un rayo: sus ojos chispeäban
Como carbones encendidos: sangre
Le brotaban los labios, que rabioso
Se mordía, y hendiendo, atropellando,
No con la voz, con el esfuerzo heróico.
Nos animaba á combatir sin tregua,
Para morir con honra ante su vista.
Mas he aquí que un cristiano que caído
Se halló bajo de mí, tal vez creyendo
Que era yo el rey por mi caballo blanco,
Le cortó los jarretes; dió un bramido
El generoso bruto, y desplomándose
Cayó sobre mi cuerpo, en torno mío
Una laguna con la sangre haciendo
Que sus arterias rotas derramaban.
Pasaron sobre mí cien y cien veces
Amigos y enemigos, sin que fuera
Posible levantarme. Entonces, Aixa,
¡Aláh lo olvide! blasfemé, escupiendo
Al cielo sin piedad para los Árabes:
Y allí tendido, ahogado bajo el peso
De los que sobre mí cayendo iban,
Y recibiendo en mi lugar la muerte,
A quien en vano á veces invocaba,
Vi caer á Aly-Athár, bajo el mandoble
De Don Alonso. Con la frente hendida
A un tajo de su brazo formidable
Cayó, más sin soltar la cimitarra,
Aly-Athár en el río, y su cadáver
Las turbias ondas del Genil sorbieron.
¡En el Edén los justos le reciban!
Los que lidiar y perecer le vieron
Su muerte llorarán mientras que vivan.
Con él se hundió el valor de los Muslimes;
Cuarenta caballeros que lidiaban
Con el rey, le dijeron á mi lado
Defendiéndole: «Sálvate: nosotros
Moriremos por tí.» Yo vi el semblante
De tu hijo, surcado por dos lágrimas,
Volverse á aquellos fieles caballeros
Y lanzarse otra vez en la pelea
Para morir con ellos. ¡Oh sultana!
Tu hijo es un rey valiente que combate
En la primera fila: es un rey noble
Que defiende á los suyos; pero temo
Que sus tristes horóscopos se cumplan:
Dios le abandona á su fatal estrella,
Y por más que su aliento soberano
Prodigios hace de valor humano,
La fuerza de su sino le atropella.

Persuadido por fin de que era inútil
Ya su ostinada resistencia, tu hijo
Arrojándose al agua, á su corriente
Se abandonó: mis ojos le siguieron
Con indecible afán: le ví alejarse:
Le vi tocar en la ribera opuesta.
Vi caer su caballo moribundo,
Y le vi vacilante de fatiga
Meterse en un jaral: le creí salvo.
Mas ¡ay! á poco junto á mí sin armas
Le ví pasar, á la merced de un gefe
De quien iba cautivo. En su cimera
No habia ya una pluma, ni una hebilla
Que encajara en su arnés, roto en cien partes.
Lleno de sangre y de sudor el rostro,
Reconocíle apenas: como un sueño
Le vi alejarse, y el pesar, la ira,
La vergüenza, el cansancio, me prensaron
De angustia el corazón… pasó una nube
De sangre ante mis ojos y, en la arena
Caer dejando la cabeza inerte,
Que para verle alcé me eché sin pena
En los brazos del ángel de la muerte.»


Calló Kaleb y, el rostro con las manos
Cubriéndose, lloró. Torva, sombría,
La sultana clavó sus negros ojos
En el suelo, las lágrimas apenas
Pudiendo contener que en las pupilas
Sentía aglomerársela, y gran trecho
Sin pestañear inmóvil se mantuvo.
Porque no se la huyeran de los párpados.
Tragóselas al fin, y sobre el hombro
Poniendo de Kaleb su mano ardiente,
Dijo: «Bien ¿Y qué más?» El Moro alzando
La cabeza y mostrando su semblante.
Que surcaban las lágrimas, repuso:
«¿Qué más he de decirte? Anochecía
Yá cuando en mí torné. Tendí los ojos
En rededor: cubierta la ribera
Estaba de cadáveres: los buitres
Aguardaban la ausencia de la vida
De algunos que aun luchaban con la muerte
Para cebarse en ellos, y en las breñas
Aullaban ya los lobos. Mi caballo.
Con las postreras ansias revolcándose.
Se separó, de mí, y á sus esfuerzos
Desesperados, de los cuerpos libre
Que pesaban sobre él, me había dejado
Libre también á mí. Tendí mis miembros
Entumecidos y probé mis fuerzas.
Al movimiento que hice, ví los ojos
De un Arabe tendido en mí fijarse.
Era el valiente Ben-Osmín; el pecho
Tenía atravesado por un dardo
Que no pudo sacarse, y expiraba
Con el valor sereno de los héroes.
Me conoció, y al verme en pie llamóme:
«Toma (me dijo el infeliz), si vives
»Y vuelves á Granada, da esa trenza
»De sus cabellos á Jarifa, y dila
»Que es mi sangre la sangre en que empapada
»Sé la envío, y que ya no espere verme
»Sino en el Paraíso;» y alargándome
La trenza con la mano ensangrentada,
«Toma,» me dijo, y se tendió, cerrando
Los ojos para siempre. Apoderarme
Logré al fin de un caballo sin ginete,
Y echando por lo espeso de la sierra.
Corrí en un día lo que anduve en siete,
Hasta salir de tan infáusta tierra.»

«¡Alahuakbar! Dios es de los destinos
Señor, exclamó Aixa. Ven mañana
Al trasponer el sol á este aposento:
Temo á los inconstantes Granadinos,
Y necesito meditar mi intento:
Mañana le sabrás, — A Dios, Sultana.»
Dijo Kaleb, y hácia la puerta un paso
Dió: mas al levantar de su cortina
El cairelado azul pérsico raso,
Permaneció Kaleb sin movimiento,
Cual si viera en la cámara vecina
Alguna aparición. Su macilento
Rostro volviendo á él, dijo la Mora:
«¿Qué es lo que tal admiración te inspira?»
Kaleb, ante su vista indagadora.
Descorriendo el tapiz, la dijo: «Mira.»

Primer tomo:

Libro primero «Esposición» (I. Invocación - II. Narración)
Libro segundo «Las sultanas» (I. El camarín de Lindaraja - II. El salón de Comares)
Libro tercero «Zahara» (I. Gonzalo Arias de Saavedra - II - III - IV)

Segundo tomo:

Invocación
Libro cuarto «Azäel» (I - II - III - IV - V)
Libro quinto (Introducción - «Narración»: I - III - IV - V - VI)
Libro sexto «Las torres de la Alhambra» (Introducción - «Narración»: I - II - III - IV)
Libro séptimo (I - II - III - IV)
Libro octavo «Delirios» (I - II -III - IV - V - VI - VII - VIII - IX. Kaleb - X)
Libro noveno «Primera parte» (Introducción - I - II - Serenata morisca)