Ni rey ni Roque: 02

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ir a la navegación Ir a la búsqueda
Ni rey ni Roque de Patricio de la Escosura


Libro primero[editar]

Capítulo I[editar]

 
DON FÉLIX El rostro es en vano
          querer ocultarme;
          tú has de matarme,
          o yo te veré.
 
 
DON DIEGO No es verme tan llano
          que baste el querello;
          mal que os pese de ello,
          burlaros sabré.
 
(Comedia antigua inédita.)


Como a las ocho de la mañana de uno de los primeros días del mes de julio del año de 1595 se apeó en Madrigal, a la puerta de una pastelería, un caballero joven, galán y bien portado. Dejando los caballos al cuidado del sirviente que le acompañaba, entró en la pastelería con gentil desembarazo, y tocando ligeramente con la mano el bonete de terciopelo negro que cubría su cabeza, pronunció con voz clara y apacible la entonces usual fórmula de saludo

-Ave María.

-Sin pecado concebida -contestó la única persona que en la tienda había, y era una mujer joven, morena, de hermosos ojos, rostro más agraciado que bello y aire más grave e imponente del que su edad, condición y humilde traje prometían.

Estas observaciones las hizo el caminante sentado ya en uno de los escaños que había dentro de la misma chimenea; y fuese que su natural cortesía le moviese a ello, o bien que el aspecto de la huéspeda le pareciera exigir más respeto del que hasta entonces había mostrado, el hecho es, que se quitó cortésmente el bonete, y dejó ver una cabeza cubierta de cabellos castaños, cortados según la moda de aquel siglo, es decir, sobre poco más o menos, de la manera que hoy llamamos a la inglesa.

-¿No tendrá usted, señora huéspeda -dijo el caminante, después de breves instantes- alguna cosa con que aplacar el hambre de un mozo, que ya esta mañana ha caminado algunas horas?

No contestó a esta pregunta la persona a quien se hacía, sino que levantándose del asiento que ocupaba al frente del viajero, abrió y examinó el cajón del mostrador, algunas alacenas, y el horno, y visto todo, volvió a su puesto diciendo flemáticamente al mancebo:

-Nada.

-Bien por mi vida. ¿Y no hay otra pastelería en el pueblo?

-Ninguna.

-¿Y absolutamente no hay nada que darme?

-Nada, si no se contenta con un pedazo de pan.

-Corta cosa es, y mi estómago me parece que ahora requiere más sustancioso refrigerio. Duélase, hermana, de mi necesidad, y no me obligue a andar en ayunas el resto de la jornada, que por la paga no quedaremos mal.

-Mi señor no está en casa -replicó la huéspeda-; además, que aunque estuviera, no creo yo que quisiera ahora hacer nada.

-Válgame Dios, y qué poco amigo de trabajar es el pastelero: sea usted más caritativa, y alivie mi necesidad, que tengo prisa; el pueblo a que voy aún está lejos, y no quisiera llegar a él hambriento, y creyendo que en cuerpo tan bello haya una alma empedernida.

Estas últimas palabras, pronunciadas en un tono entre galán y jocoso, arrancaron, por decirlo así, una sonrisa a la grave pastelera; pero había en ella tanta dignidad, y en su aire tal importancia, que a ser en una princesa, se dijera que el requiebro la agradaba, sólo en cuanto a mujer. Mas el mancebo no estaba entonces para pagarse de sonrisas; el hambre le aquejaba, y continuó sus instancias, quizá con importunidad; pero mezclándolas con tantas y tan discretas lisonjas, que al cabo dio al traste con la pereza o el orgullo de la huéspeda.

-Por oír misa y dar cebada -dijo ésta- ya sabe usted que no se pierde jornada. Haga, pues, que su criado lleve los caballos al mesón, que está en la misma calle, y váyase el señor caballero a oír la misa del padre vicario de Santa María la Real, que dentro de una hora veremos de dar modo para satisfacer su apetito.

-¡Una hora! Mucho es, pero sea: oigamos misa y después volveremos a...

-A desayunaros.

-Y a ver los negros ojos de la más bella pastelera de esta tierra.

-Lisonjas de cortesano.

-No, sino verdades de hombre honrado.

-Si se retarda, caballero, no llega a la misa.

-¿Está lejos la Iglesia?

-A dos pasos. Desde la puerta de casa verá usted la del monasterio.

Y diciendo así, acompañó al caminante hasta la puerta, y, en efecto, le indicó el convento, que desde ella se veía.

Don Juan de Vargas, hermano del marqués de X, que es el caminante que hemos visto, era un caballero mozo, de buen parecer, mediana estatura, rostro blanco, complexión enjuta, humor jovial, muy aficionado a las armas, y sobradamente a las damas; sirvió al rey en Flandes con honor algunos años; su valor y nacimiento le alcanzaron una compañía; y en la ocasión en que le hemos visto se hallaba en España a causa de haberle llamado su hermano el marqués, que achacoso antes de la vejez, soltero, y sin inclinación al matrimonio, le propuso hacerle su heredero, con sólo la condición de renunciar el ejercicio de las armas y venirse a vivir en su compañía.

Don Juan repugnaba dejar los campos de Marte; pero el agradecimiento a su hermano, las muchas ventajas que la proposición de éste le ofrecían, y finalmente, algunas desavenencias con el cabo principal del tercio en que servía, le decidieron a dejar su bandera, con permiso del rey, y regresar a Valladolid, ciudad donde el marqués residía.

Éste, desde luego, descargó en su heredero el cuidado de su hacienda y estados que estaban en Castilla la Vieja, lo que proporcionó a don Juan hacer frecuentes viajes por la provincia, los cuales hacía siempre a la ligera con un solo criado, divirtiendo en ellos y en la caza el ocio de su nueva vida, insoportable para un hombre activo como él, vehemente, y habituado al continuo movimiento de la guerra.

Regresaba don Juan a Valladolid, después de haber visitado varios pueblos del señorío del marqués, situados en la sierra de Ávila, y se había propuesto llegar aquel día y detenerse algunos, en Medina del Campo, villa ya muy decaída entonces, pero no de tan poca importancia como lo es en el día.

Sigámosle al monasterio de Santa María, que lo era de monjas de San Agustín: dirigiéndose a él, con el piadoso fin de oír misa, iba don Juan repasando en su memoria el gracejo de la pastelera, y tratando, por decirlo así, de casar lo plebeyo de su condición con la nobleza de su porte; el deseo de la ganancia, natural en el tratante de oficio, con la negligencia y descuido de aquella mujer, que nada tenía en su casa preparado para la venta, y finalmente, la solícita adulación de la mayor parte de las gentes dedicadas a aquel tráfico, con el despego casi grosero de la morena de Madrigal.

Poco tiempo hacía que don Juan había vuelto de Flandes, donde las gentes, aunque de suyo poco aficionadas a los españoles, no perdían nunca la ocasión de ganar con ellos el dinero; los tudescos, flemáticos, sí, mas no perezosos, saben adoptar siempre el tono conveniente a la profesión que el interés, o la necesidad, les obliga a ejercer, y don Juan se olvidaba de que estaba en Castilla la Vieja.

Embebido, pues, en sus reflexiones, llegó al pórtico de la iglesia; en donde se hallaba reunido todo el pueblo, pues el día en que principia nuestra historia era festivo, y la misa del padre vicario la que siempre oían las personas de más cuenta, y las que sin serlo aspiraban a darse importancia, que ya entonces eran en bastante número.

Todo en aquel tiempo llevaba en España el sello del carácter severo y sombrío de su monarca. Cada una de las clases del Estado se distinguía en todo género de actos por sus insignias, por la calidad y hechura de sus vestidos. El color más de moda era el negro; los militares eran acaso los únicos que vestían de color; los adornos eran ricos y costosos, pero sencillos y graves: un cintillo, de diamantes par presilla en el bonete, una larga y gruesa cadena de oro colgando del cuello, y dando una o más vueltas sobre el pecho, y una sortija de valor en algún dedo.

El traje del siglo era airoso: Vandick, dice Walter Scott, lo ha inmortalizado. En efecto, o es la magia de aquel gracioso pincel, o verdaderamente el corte y disposición de los tales vestidos era infinitamente superior a los inconcebibles arreos de que hoy nos vemos cargados. Confieso ingenuamente que como no sea la idea de asimilarnos a los monos, no concibo cuál fuese la del inventor de los faldones de nuestros fraques. El pantalón, a la verdad, ya se entiende, porque la especie ha degenerado ya tanto, que apenas hay pierna masculina capaz de llevar con honor el calzón ajustado. ¡Pero el chaleco, casaca, y sobre todo, el corbatín! El corbatín -instrumento eterno de suplicio para el hombre obeso y corto de cuello, a quien no deja respirar, y para el ético agrullado, cuya cabeza, dejándose ver sobre una columna de raso o terciopelo, parece blanco puesto allí para diversión de muchachos-, el corbatín, repito, es la más desatinada de las invenciones.

Pero aún es mayor disparate entretener al lector con tales reflexiones: para concluir en general esta materia, diré que el calzón en aquel tiempo era ajustado y largo, que llegaba hasta la garganta del pie; la bota como la de campaña; el jubón, ajustado a la forma del cuerpo, llegaba hasta la cintura, a la cual se ajustaba por medio de un cinturón, del que ordinariamente pendía la espada; comúnmente estaba, como entonces decían, acuchillado, es decir, con ciertas aberturas cubiertas con unos bollos de seda en los ricos, y de lienzo más o menos fino en los artesanos y demás clases pobres.

El pueblo andaba de ordinario en cuerpo, y es natural, pues de esta manera estaba el hombre más desembarazado para entregarse a sus faenas; y en la cabeza llevaban los plebeyos un sombrero de copa redonda y ala ancha, al paso que los nobles, los funcionarios públicos, los criados y demás gente ciudadana, o por una razón o por otra, superior a la plebe, usaban la capa corta, que no pasaba de la cintura, y un bonete o gorra semejante; si no igual; a la que vemos en nuestros cómicos cuando representan las comedias de Lope; Calderón, etcétera.

El traje de camino variaba en algún tanto: éste era constantemente de color menos fino y delicado que el de la ciudad; y en lugar de la capa corta se llevaba el gabán, especie de capotillo sin mangas, y que cuando la ocasión lo requería, se usaba con forro de pieles; y aun a veces una capa parecida en las dimensiones a las del día.

Diremos al paso que tal era el vestido que llevaba nuestro don Juan, y cesando en las digresiones, continuaremos acompañándole en el pórtico, en donde se paseaba esperando la misa, siendo él objeto de las miradas de todos, y batiendo por su parte algunas observaciones en aquellos honrados vecinos.

El traje de camino, el aire desembarazado y libre de un cortesano, la osadía del militar, y un cierto no sé qué de seguridad, y ninguna extrañeza al verse solo entre personas desconocidas, que debía don Juan a la educación, al ejercicio y viajes, eran para Madrigal una cosa nueva.

Los individuos de la justicia del pueblo, que con el traje de etiqueta, la vara en la mano y el alguacil al lado, esperaban que la campana les diera la señal de ir a ocupar en el templo su asiento privilegiado, y estaban, como de razón, algún tanto separados del resto de la concurrencia, no fueron por eso los últimos en notar la llegada del forastero.

El corregidor, hombre de mediana edad, chico de cuerpo, abultado de barriga, de rostro circular a manera de luna, con dos ojitos de color de perla abiertos a punzón, chato, y de pocas letras, pero lleno de la importancia de su empleo, cuya insignia, la golilla, no abandonaba ni para dormir, y que hasta para pedir la comida o el sombrero creía necesario un auto de oficio, hubiera de buena gana mandado a su secretario que fuera a notificar al recién venido se presentase ante su señoría a declarar en forma su nombre, apellido, profesión, etcétera, pena de diez ducados de multa (que las multas eran lo que mejor le parecía del oficio); pero como su consorte le había apercibido de que hablase poco; si no quería exponerse a decir solemnes necedades, y el buen magistrado era un marido paciente y obediente, se contentó por entonces con señalar con el dedo a don Juan, llamando la atención del escribano, pronunciando gravemente la palabra «visto».

-Por mando de su señoría -respondió maquinalmente el escribano, especie de autómata legal con todas las apariencias posibles de una momia.

El alcalde, regidores, el personero y el alguacil, fijaron también la vista en el forastero, que acaso se dirigía hacia ellos en su paseo.

-Es galán -dijo uno de los regidores.

-Y su porte de cortesano -contestó el personero, que había estado alguna vez en Valladolid.

-Más parece soldado que otra cosa -replicó el primero-; Dios tenga de su mano a las mujeres si ha de pasar algunos días en el pueblo.

-Y a los mozos si viene de bandera -dijo el alcalde.

-¿Qué dice su señoría?

-Conforme -respondió el corregidor.

Ya en esto don Juan les había vuelto la espalda, y era observado por otros corros formados por distintas personas del pueblo; pero no halló cosa en ninguno que le llamase la atención, ni le distrajese del apetito que el caminar le había excitado; sólo notó un hombre vestido, en cuanto a la forma, como el resto de los habitantes, es decir, humildemente; pero que tanto en la calidad del paño de su ropa, que bien se echaba de ver era finísimo, como en el aire del cuerpo, no sólo lejos de ser grosero y torpe, sino además noble, distinguido y riguroso, se hacía notable entre todos.

Éste se paseaba solo como don Juan; pero se conocía que no era forastero, pues aun cuando los madrigaleños no dejaban de mirarle con cierta curiosidad, se dejaba ver que era objeto a que sus ojos estaban acostumbrados.

El rostro puede decirse que no se le veía, pues el ala inmensa de su sombrero no daba lugar a ello; pero si alguna vez por un movimiento brusco se dejaba ver, dos ojos negros como el ébano, vivos, penetrantes, y entre airados y melancólicos, hacían dudar de si las arrugas que le cubrían eran efectos de pesares y trabajos, o de una edad que se aviene mal con tanto fuego, y músculos tan vigorosos en la apariencia como los suyos.

Cuando este individuo pasaba por las inmediaciones de algún corrillo de gente del pueblo, nadie dejaba de saludarle, más respetuosa que afablemente; los hidalgos y los ricos volvían con tiempo la vista para no saludarle ni hacer desaire a su persona; y él ni parecía admirarse del acatamiento de los unos, ni extrañar la afectada distracción de los otros.

La justicia era la que aún le trataba de un modo más extraño. Al pasar por sus inmediaciones, la mano del para don Juan desconocido personaje hizo un movimiento como para tocar el sombrero, mas se quedó en el camino, y aquellos señores hubieron de contentarse con un «buenos días nos dé Dios», pronunciado en voz apenas inteligible.

Sin embargo, todos contestaron, aunque con cierta expresión en la fisonomía que no era fácil decidir si era de desprecio o de temor. Mas cualquiera que fuese, al interesado pareció dársele poca pena, pues continuó sus paseos, sin inquietarse en manera alguna de los magistrados de la villa.

Cuando el ánimo está libre, cualquiera cosa basta a llamar nuestra atención; así es que don Juan la fijó, sin saber por qué, en aquel hombre. Por su parte, el incógnito clavó también un instante la vista en el hermano del marqués. En un momento recorrió toda su persona; parecía querer penetrar en lo íntimo de su corazón; preguntarle con su mirar quién era, a qué había venido, por qué le observaba; pero un momento después, cruzando los brazos sobre el pecho, e inclinando la cabeza, en apariencia se olvidó de que don Juan estaba allí, y siguió paseándose.

Lo que a nosotros nos ha costado algunas páginas decir, fue, sin embargo, obra a todo lo más de unos cinco minutos que tardó la campana en sonar el acostumbrado tercer toque a misa.

Rompió la marcha el corregidor hacia la iglesia, y siguiole el ayuntamiento, atravesando la calle, que, con el sombrero en la mano, formaron los circunstantes, a excepción de don Juan y su incógnito, que por causas distintas no creyeron necesario rendir homenaje al magistrado. De aquí resultó, que ambos fueron también los últimos a entrar en el templo, lo que verificaron tan a un tiempo, que don Juan esperó poder entonces satisfacer la curiosidad que tenía de verle el rostro al individuo en cuestión; mas se engañó, pues éste, antes de poner el pie en la iglesia hizo un movimiento rápido para colocarse detrás del caballero, a quien ya no le quedó más partido que el de continuar su camino.

No fue, sin embargo, sin un secreto despecho de verse burlado en el mismo instante en que ya creía conseguido su designio. Tenaz por carácter, y no reprimida aún su vehemencia por el hielo de los años ni por la mano de hierro de la desgracia, era natural que no renunciase fácilmente a una empresa que ya por sí no presentaba graves dificultades, porque a la verdad, verle el rostro a un hombre que anda por la calle no es cosa maravillosa. Ofreciole la fortuna una ocasión, y la agudeza de su ingenio medios de aprovecharse de ella. No había en la iglesia más que una sola pila de agua bendita; a ella pues, había de acudir el incógnito. Don Juan sentía detrás de sí los pasos de aquel hombre; llega a la pila, introduce la mano, y se vuelve con rapidez para ofrecer cortésmente el agua; pero sea que el último hubiese previsto lo que iba a suceder, sea que por evitar las miradas de otros curiosos creyera oportuno seguir ocultándose, lo cierto es que con la mano izquierda llevaba inmediato a la cara un pañuelo, como si sufriera de dolor de muelas, de manera que no era posible vérsela. Alargó, sin embargo, el brazo derecho, recibió de don Juan el agua bendita, como si aquel obsequio le fuera cosa debida, e inclinando apenas la cabeza en señal de gracias, desapareció detrás de una de las columnas de la iglesia antes que aquel caballero volviera en sí del asombro que la presencia de espíritu y gravedad del desconocido le causaron.

El órgano sonaba ya; las religiosas en el coro habían dado principio al oficio divino, y don Juan, buen católico, y por otra parte hombre cuerdo, conoció que ni el paraje ni la ocasión eran a propósito para empeñarse en seguir a un hombre que visiblemente se obstinaba en no dejarse encontrar. Renunció, pues, por entonces, a su empresa, y púsose a oír la misa con toda devoción, si bien, a pesar suyo, no cesaba de mirar por todas partes, con objeto de descubrir en algún rincón al misterioso habitante de Madrigal.

Mas todo su mirar fue en vano; la misa se concluyó, y ya iba don Juan a retirarse de la iglesia, cuando advirtió que su incógnito iba delante del sacerdote y en dirección a la sacristía. En el momento tomó el mismo camino, y acelerando el paso se adelantó al vicario, quedándose, no obstante, algo más atrás que el objeto de su curiosidad.

Éste, así que llegó a la puerta de la sacristía, se paró, colocándose a la derecha de ella, de modo que era imposible que el fraile pasase sin verle. Don Juan, resuelto ya hasta a reñir con aquel hombre si necesario fuese, para verle a su gusto, hizo igual movimiento en el lado izquierdo de la puerta, quedándose frente a él, de manera que estaban como dos centinelas puestos para guardar un paso importante.

El de Madrigal, que conservaba el pañuelo puesto en la cara, lanzó una mirada de furor a don Juan; pero éste, que no era hombre de asustarse por miradas, permaneció intrépido en su puesto, mirándole de hito en hito.

En esto ya el vicario llegaba a la sacristía con las manos cruzadas sobre el pecho, baja la cabeza, y en el más profundo recogimiento, sin advertir en manera alguna a aquellos dos hombres inmóviles como estaban, y que acaso eran los únicos que quedaban en la iglesia.

Ya iba a entrar por la puerta, cuando el desconocido, dejando caer el brazo izquierdo y descubriéndose por consiguiente el rostro, dijo en voz clara y sonora, si bien no muy elevada:

-Fray Miguel de los Santos, guárdeos el cielo.

Desde la primera palabra levantó el fraile la cabeza, tan despavorido como si oyera la voz del ángel exterminador, y clavando sus ojos desencajados de espanto en la fisonomía del que le hablaba , «¡Jesús me valga!», exclamó con voz apagada; y cediendo a la fuerza de su temor, se desmayó.

Venturosamente, don Juan estaba tan cerca, que pudo impedir su caída, recibiéndole en los brazos.

El desconocido, entonces, dirigiéndose a él, le dijo entre airado y pesaroso:

-Socórrale; y otra vez no sea tan entremetido.

Dicho esto, volvió la espalda y dejó la iglesia. Don Juan llamó al sacristán, a quien entregó el vicario, sin decirle nada de la causa de su accidente, y echó a andar apresuradamente, pero con ánimo de alcanzar al singular personaje que acababa de dejar; y obtener de él, de grado o por fuerza, la explicación de aquel suceso.



Introducción - Libro primero: I - II - III - IV - V - Libro segundo: I - II - III - IV - V - VI - VII - Libro tercero: I - II - III - IV - V - VI - Libro cuarto: I - II - III - IV - V - VI - VII - Advertencias