Ni rey ni Roque: 04

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Ni rey ni Roque de Patricio de la Escosura


Capítulo III[editar]

 Doleos la dueña,
 doleos de mí;
 si no me amparades
 es fuerza morir.
 -Mal hora que os coja,
 ¿por qué aquí venís?
 Ni sé vuestro nombre,
 ni jamás os vi.
 -Salvadme, que os juro,
 que voy a morir
 sin culpa ninguna.
 -Mancebo, venid,
 que soy compasiva
 y mujer al fin.


(Romance inédito.)


Mientras que en la calle se discutía tumultuariamente sobre si sería más conveniente echar abajo la puerta de la casa del corregidor; o cercarla tomando todas las avenidas a ella, de manera que el fugitivo no pudiera absolutamente escaparse de sus manos, es imponderable la apurada situación del magistrado, su mujer y don Juan.

Por de pronto, la sorpresa en los dos primeros; y en el último el deseo de la conversación, no dieron lugar a ningún otro pensamiento; pero pocos minutos bastaron para que cada uno de ellos hiciera reflexiones sobre su posición y análogas a su carácter.

El corregidor repasaba en la memoria las penas impuestas por la ley al escalamiento pero al mismo tiempo veía con disgusto no serían aplicables en aquel caso; porque era claro que sólo el inminente peligro de su vida movió al acusado a tomar por asalto la audiencia de su señoría. Sin embargo, lo que más le mortificaba era cierto escrúpulo sobre si tendría o no que inhibirse del conocimiento de aquella causa, pues, como testigo presencial del escalamiento, su deposición se hacía necesaria; y le imposibilitaba de ser juez en ella.

Doña Petronila empezó por ceder a la timidez de que en general adolece su sexo, y aun estuvo muy cerca de tener un desmayo; pero venturosamente se hizo cargo de que su ilustre esposo tenía demasiado miedo para socorrerla entonces, y el recién venido cosas de más importancia en qué pensar; y resolvió contentarse con derramar algunas lágrimas por el momento.

Don Juan, después de recobrado algún tanto, prestó la mayor atención a las voces de los amotinados, y a poco se hizo cargo de sus intentos, los que fácilmente se figurará cualquiera que le alarmaron en extremo.

-Amigo, quien quiera que seáis -dijo, dirigiéndose al magistrado-, en vuestra mano está salvar la vida de un hombre que, sin saber por qué, ni haber cometido crimen alguno, es el objeto de la furia de esa canalla.

-Doña Petronila, esposa, ya oís lo que dice este hombre.

-Sí, ya oigo, y más valiera que ese hidalgo no hubiera venido a ponernos en tan grave peligro.

-Señora, el peligro en que yo mismo me hallaba es mi disculpa.

-¿Y quién le mandó ponerse en él, señor mío?

-El demonio, que sin duda me inspiró el pensamiento de venir a este malaventurado pueblo.

-¡El demonio! -murmuró aparte el corregidor-. Vade retro. Este hombre tiene pacto.

-Sí, -contestó la corregidora, que iba cobrando aliento-; echa la culpa al pueblo, de lo que la tienen sus malas mañas.

-Pero ¿qué malas mañas, pecador de mí? ¿Qué mañas? ¿De qué me acusan? Sépalo yo, al menos.

-Traslado -respondió el magistrado.

-Le acusan -dijo su mujer- del asesinato que ha cometido.

-¡Válganme todos los santos del cielo! ¡Yo asesino! ¿Y quién lo dice?

-Oiga, hermano, y escuchará como se lo dice todo el pueblo.

-¿Y eso basta?

-Vox populi, vox Dei -dijo el juez.

Aquí interrumpió la conversación el estrépito horrible de las voces de los amotinados, que con más furia que nunca gritaban, «¡Abajo la puerta!» y tomó por vía de acompañamiento se oían los golpes que daban en ella algunos impacientes con las astas de las alabardas que habían logrado arrancar de manos de sus dueños, en tanto que recibían las hachas que habían enviado a buscar.

-Toda discusión es ociosa, señores; dentro de algunos minutos seremos todos víctimas de la rabia de esos desalmados, si por caridad no me indican vuesas mercedes un medio para huir de aquí.

Doña Petronila, mujer al fin, y conmovida con el riesgo a que conocía se hallaba expuesto, quiso echar una mirada sobre su extraño huésped; a quien hasta entonces no había examinado, temiendo hallarle espantoso; pero cuando vio un mancebo tan bien dispuesto y sereno hasta cierto punto, aun puesto en aquel duro trance, sintió enternecérsele el corazón, y empezó a pensar en qué paraje podría ocultarle para sustraerle a la espantosa muerte que sin duda le aguardaba.

Mujer que quiere, pocas veces no puede; un retrete en su propia alcoba, cuya entrada dispuesta ya con arte para que no se notase, era todavía menos visible a causa de la oscuridad del lugar en que estaba, fue el paraje que doña Petronila creyó a propósito para ocultar a don Juan. Y en efecto, levantándose de su asiento, le asió de la mano, diciéndole:

-Sígame.

El hermano del marqués, en el entusiasmo de su gratitud no vio ni los sesenta años de doña Petronila, ni su figura colosal y descarnada; ni los ojos a manera de perdiz, ni la mano semejante a la de una parca; nada vio, repito, en aquella mujer, sino un ángel tutelar que venía a arrancarle de las garras de la muerte. Así es que imprimió en la mano que le llevaba un beso tan ardiente como hubiera podido hacerlo y en la de la misma diosa Venus, si en persona se le hubiese presentado a ofrecerle sus favores.

No habían puesto aún el pie fuera del aposento la dueña y el caballero, cuando les hizo pararse una voz que se oyó en la calle, primero a lo lejos y repetida a pequeños intervalos, después muy próxima, últimamente, inmediato a la misma casa y universal, diciendo «¡Milagro, milagro!»

Casi al mismo tiempo cesaron los golpes de la puerta, y el ruido de las pisadas anunció que los amotinados se retiraban, pero con tanta precipitación, que era una verdadera fuga, y repitiendo sin cesar el grito de «¡Milagro, milagro!», que debilitándose, progresivamente acabó por dejarlo todo en el más profundo silencio.

Cuando llegó este caso, don Juan, que había permanecido en pie, y siempre asido de la mano de doña Petronila, exclamó como maquinal e involuntariamente:

-¡Milagro!

-¡Milagro! -repitió la dueña.

-¡Milagro! -tartamudeó el corregidor.

Después que ya fue evidente la partida de los amotinados, cada cual se fue serenando progresivamente, como es natural, la curiosidad sucedió desde luego al temor.

Lo ocurrido era a la verdad para tenerla. Don Juan, en un pueblo en que a nadie conocía, en el que apenas hacía dos horas que se hallaba, sin que durante ellas se hubiese querellado con persona alguna, se veía de repente acosado, preso por la justicia, perseguido por el pueblo; y de repente, también como por encanto, a la voz de milagro, se verifica en efecto el de dispersarse espontáneamente el tumulto, y esto en el momento en que era muy probable consiguiesen su intento los amotinados.

Por su parte, el corregidor y su esposa, aunque enterados del crimen de que se acusaba a aquel caballero comprendían aún menos que él mismo la dispersión del motín.

No tardaron mucho ni unos ni otros en salir de sus dudas; pero para hacer inteligible la solución del misterio en cuestión, nos es forzoso volver atrás por un momento con el hilo de nuestra historia.

Recuérdese que hemos dicho que el aguijoneado don Juan, por el deseo de conocer al que después vio ser el pastelero, había dejado al vicario del monasterio de Santa María la Real desmayado, en brazos del sacristán del mismo, y que inmediatamente echó a andar en busca de su incógnito.

Sucedió, pues, que no pudiendo el sacristán entrar solo al fraile desmayado en la sacristía, llamó en su auxilio a dos monaguillos, que, en efecto, le ayudaron a echar al vicario sobre un banco y prodigarle los socorros ordinarios en tales casos, como rociarle el rostro con agua, hacerle oler vinagre, despojarle de parte del vestido, etcétera.

Pero como, a pesar de todos sus esfuerzos, y del movimiento que recibía el cuerpo del padre vicario no volvía de su paroxismo, el pobre sacristán, hombre pacato y de poco espíritu, exclamó, afligidísimo:

-¡Válgame Dios! Está como muerto el buen señor.

No aguardaron a oír más los dos monaguillos, muchachos de diez a once años ambos, sino que echando a llorar amargamente salieron corriendo de la sacristía dando grandes alaridos, en los cuales no se les oía más palabras inteligibles que las de «Ha muerto el padre vicario».

Ya en esto, la mayor parte o todas las personas que quedaban aún en el pórtico cuando salió don Juan de la iglesia, se habían retirado a sus casas; los mismos individuos del ayuntamiento se habían dispersado, y sólo el corregidor y el escribano, con algún otro rezagado, estaban bastante próximos a la iglesia para oír las lamentables exclamaciones de los acólitos.

-Homicidio -dijo el corregidor.

-Homicidio -repitió el escribano; y recordando entonces con infernal sagacidad la salida de don Juan de la iglesia después que todos los demás circunstantes, infirió como consecuencia de la prisa y azaramiento que en él advirtió entonces, que él era sin duda el asesino del padre vicario, e inmediatamente se lo comunicó a su señoría, quien contestó:

-Préndasele, y le ahorcaremos.

Con tan buenas intenciones; el escribano, hombre diligentísimo en tales ocasiones, dispuso la prisión de don Juan en la forma que hemos visto se verificó en la pastelería; y su ánimo era llevarle a casa del corregidor para tomarle inmediatamente las primeras declaraciones.

La casualidad hizo que las primeras personas que se reunieron a la comitiva de don Juan no estuviesen enteradas del crimen de que se le acusaba; pero ya cuando se aumentó el concurso, se agregaron a él uno o dos sujetos que, habiendo oído la conversación del juez con su secretario en las inmediaciones de la iglesia, hicieron correr la voz de que aquel hombre iba preso por haber asesinado al padre vicario en la iglesia misma, en el momento de acabar de decir misa, y revestido aún de las sagradas ropas.

El delito era enorme en sí, atroz por la persona en quien se cometía, y sacrílego por el paraje en que se suponía haberse cometido y circunstancias que le acompañaban.

Pero, sin embargo, para comprender bien el furor que encendió en el pueblo, es preciso saber lo que amaba al que creía muerto.

Fray Miguel de los Santos era religioso del orden de San Agustín, y portugués de nación, provincial de su orden en Lisboa, predicador, confesor, y amigo del desgraciado rey don Sebastián: se unió, después de su pérdida, en estrecha amistad con don Antonio, prior de Crato, que fue, como es cosa bien sabida, uno de los pretendientes más obstinados a la corona de aquel reino.

Fray Miguel debía a la naturaleza un carácter vehemente, entusiasta y arrojado; así es que no supo sustraer a la suspicacia de Felipe su mal reprimida adhesión a don Antonio.

El monarca español le hizo traer a Castilla encerrado en un coche con guardas de a caballo, y le tuvo preso algún tiempo, hasta que, por fin, o creyendo que el fraile se habría demudado con el infortunio, o cediendo a empeños de poderosos, le concedió su libertad, enviándole de vicario al monasterio de Madrigal, en el cual era monja profesa la señora doña Ana de Austria, hija natural del inmortal vencedor de Lepanto.

Costumbres irreprensibles, moral pura e indulgente para los demás, y severa para sí mismo, ayunos, penitencia, limosnas, la práctica constante de todos los ritos exteriores de la religión, con más el ejercicio, en cuanto le era posible, de las virtudes reconciliadas, adquirieron a fray Miguel en Madrigal la reputación merecida de un varón justo y un sacerdote ejemplar.

Nunca la miseria acudió en vano á la caridad de fray Miguel; a si los socorros que daba no eran siempre tan cuantiosos como él hubiera deseado, iban por lo menos acompañados de buenos consejos y palabras compasivas, lenitivos muchas veces, si no remedio a nuestros males.

Con estos antecedentes es fácil hacerse cargo de la inflamación extraordinaria y portentosa de los habitantes de Madrigal contra don Juan de Vargas, que ni siquiera podía sospechar qué había hecho para que tan mal le quisiesen.

Pero el pueblo estaba firmemente persuadido de que aquel caballero había asesinado al vicario; y el castigo que la justicia le impusiera le parecía tardo y suave; no se trataba ya de castigar un crimen oscuro, sino de vengar a una población entera privada del protector de los pobres y lavar la afrenta hecha al templo del Señor con un atentado inaudito.

Personas de Madrigal que por carácter, estado y edad, no se hubieran mezclado en el motín en ninguna otra ocasión, se unieron a él en aquella. Hombres naturalmente compasivos pedían a voz en grito el fuego y los tormentos más terribles para el que juzgaban culpable, y esto sin tener la menor seguridad de que el crimen se hubiera cometido, mucho menos aún que, ya que fuera así, fuese su autor el desgraciado a quien quería sacrificar. Tal es el efecto de las conmociones populares, movidas a veces para un solo fin, nunca muy honrado, pero que, por circunstancias, podrá ser provechoso en un momento dado, y jamás se contentan con lograrlo; como los graves aumentan velocidad en cada instante sucesivo de su descenso, y como este aumento de velocidad acrecienta la fuerza de la masa que desciende, así el tumulto aumenta continuamente sus exigencias; se aumenta también sin cesar una especie de fuego eléctrico que se comunica de hombre a hombre, los inflama a todos, los funde, por decirlo así, en un solo cuerpo monstruoso, capaz de todo lo malo; y nunca de nada bueno.

¿Son exageraciones? ¿Son frases de escritor? ¡Ojalá! Pero dígalo la historia, y no hay necesidad de ir a buscar la antigua.

Volvamos a Madrigal. Las hachas acababan de llegar; dos de los más robustos amotinados se habían apoderado de ellas y se disponían a empezar la obra de destrucción, cuando el grito de «¡Milagro!» se oyó por primera vez en las últimas filas de los circunstantes; y los que las formaban dieron a huir como gamos por calles y callejuelas, persignándose al mismo tiempo, con toda la devoción que la prisa les permitía, y encomendándose cada uno al santo de quien era más devoto.

¿Cuál era la causa de su espanto y gritos? ¿Cuál el milagro que anunciaban?

La resurrección de fray Miguel de los Santos, nada menos: este religioso llegó a saber el peligro inminente en que se hallaba un hombre acusado de haberle muerto; y a pesar de que su desmayo le había puesto realmente enfermo, dijo la causa inmediatamente para salvar a aquel infeliz.

La palidez de su rostro, su andar mal seguro, y la expresión melancólica de su fisonomía, le daban cierto aire poco común. ¿Qué más necesitaba el pueblo para creer que era un muerto resucitado?

La palabra milagro volaba de boca en boca. Unos corrían porque habían visto a fray Miguel; otros porque oyeron que venía; otros porque veían correr a los demás; y finalmente, algunos porque temieron, quedándose solos, pagar la culpa de todos por el desacato cometido contra la justicia.

Así se disipó aquella tempestad; cada uno se fue a su casa, sabiendo menos sobre el asunto en cuestión que cuando salió de ella, ronco de gritar, molido de encontrones y otros azares (pero al cabo contento por haber sacudido, por un instante, el yugo de las leyes, aunque nada hubiesen conseguido). No faltó tampoco quien hallase de menos el pañuelo, el dinero, o alguna alhaja de valor que llevaba en el bolsillo; debió de consolarse con la idea de que había pasado a manos de alguno de sus co-hermanos del motín, y probablemente no de los menos celosos por el bien general.

Pero el hecho es que el motín se disipó, y que, a pesar de lo que el pobre vicario se esforzaba en gritar que no había milagro ninguno en andar por las calles un hombre de carne y hueso, y que él no había muerto, que viniesen y le tocasen, verían como estaba vivo, aquellos señores; cuanto más los llamaba, mas huían, diciendo que no querían nada con muertos.

Vista la inutilidad de sus razones, continuó fray Miguel su marcha hasta la puerta de casa del corregidor, y llegando a ella, dio dos o tres golpes con el aldabón.

Oírlos el juez y pegar un salto, de resultas del cual se quedó en cuclillas, como una mona, sobre el sillón que ocupaba, todo fue uno.

Doña Petronila, creyendo también que volvía de nuevo la persecución, quería llevarse a don Juan adonde ya tenía proyectado esconderle; pero Vargas, más acostumbrado a los peligros que los dos esposos, no quiso consentir en ello.

-No, señora -dijo-, estos golpes no son ya de persona que intenta forzar la puerta, sino de uno que pretende que se la abran. Además, el profundo silencio en que estamos es prueba evidente de que la canalla, por milagro, en efecto, ha abandonado el campo. Tal vez el que llama es algún amigo: veámoslo.

Y sin esperar respuesta ni dar lugar a reflexiones, abrió la ventana, y viendo, con no poca satisfacción suya, la calle enteramente desembarazada, preguntó:

-¿Quién va?

-Fray Miguel de los Santos -respondió el fraile.

El corregidor se tiró desde el sillón al suelo, se tapó la cara con las manos, y además se puso como si besara la tierra, no cesando de decir apresuradamente y sin intermisión.

«¡Abrenuncio, Satanás; abrenuncio, Satanás!»

Su mujer, más atrevida, sacó inmediatamente su rosario; y adelantándose hacia la ventana, haciendo la señal de la cruz, empezó a decir:

-«De parte de Dios te digo, ánima de fray Miguel, que me digas a qué vienes, y si estás en pena, por qué, y qué quieres que hagamos para sacarte de tan mal estado».

Durante esta arenga, que el pobre juez acompañaba con su refrán de «Abrenuncio, Satanás», el cual producía un zumbido muy semejante al del moscón, don Juan, absorto, hubo un momento en que estuvo tentado a tener miedo y ponerse también a rezar por su parte; pero juzgó después más prudente pedirle explicación de aquel misterio al fraile, que con paciencia admirable estaba esperando a que doña Petronila concluyese su exorcismo.

-¿Qué es esto, padre? Dígame vuesa reverencia si la gente de Madrigal pierde el seso periódicamente tal día como hoy en cada año.

-Señor caballero, que tal lo parece usted -dijo fray Miguel-, esa señora me cree muerto, y por mano de usted.

-¡Jesús! ¿Y cómo?

-Eso se alcanzará si usted logra que se convenzan de que, gracias a Dios, vivo todavía, estoy bueno y sano, y lejos de haber recibido de usted el menor insulto, aún tengo que agradecerle algún servicio.

Era menester ser muy necio o muy obstinado para negarse a dar crédito a un hombre que con tan buenas razones probaba que vivía. Doña Petronila, que si bien no era joven ni agraciada, y sí dominante y un tanto colérica, tenía, sin embargo, una cantidad de razón regular, se convenció, pues, de que en el supuesto asesinato del vicario había habido algún extraño error; desde luego, mandó a su esposo que creyese que realmente estaba en esta vida fray Miguel.

-Doña Petronila, ¿estáis segura?

-¿Cómo es eso? ¿Cuándo no estoy yo segura de lo que digo?

-Ya, pero cuando son cosas sobrenaturales...

-¿No basta que os lo diga yo? Id noramala, y mandad que abran la puerta a su reverencia. Ya van, fray Miguel, ya van. Vamos, muévase.

El pobre corregidor, a pesar de que conservaba su recelo, no tuvo más remedio que obedecer; y, gracias a sus providencias, a poco tiempo entró fray Miguel en el aposento que fue teatro de la escena de que acabamos de ser testigos.

Haciendo una ligera inclinación de cabeza a la dueña de la casa, se dirigió el vicario hacia don Juan, diciéndole:

-¡Señor Mío! En cuanto hoy ha pasado, espero que usted me hará la justicia de creer que yo no he tenido la menor parte. Un paroxismo que al retirarme de decir misa me sorprendió a la entrada de la sacristía...

-Del que fui testigo felizmente, pues evité que vuestra reverencia viniese al suelo.

-Favor que ya sospechaba deberos, y a que estaré eternamente agradecido; ese paroxismo, pues, ha dado lugar a creer por una combinación de concomitancias, que sería muy prolijo explicar ahora, que yo había sido víctima de un asesinato y vos el homicida. El señor corregidor, y perdóneme su señoría que se lo diga, ha obrado con vos ligeramente, dando lugar a cuantos desórdenes han ocurrido, y exponiendo a una persona inocente a gravísimos riesgos. Usted, señor caballero, tiene sin duda derecho a reclamar daños y perjuicios; pero yo fío en que por amor de la paz, y por mi intercesión, si de ningún valor por lo escaso de mis méritos, de algún peso a lo menos por el santo hábito que visto, y querrá usted darse por contento con que yo en nombre de todo el pueblo le pida perdón por lo ocurrido, y perdonado, en efecto, como buen cristiano, se vendrá conmigo a mi celda por el tiempo que tenga a bien pasar en este pueblo y honrar a su servidor.

Don Juan no contestó a este razonamiento, aviniéndose a todo; y dando gracias a la corregidora, y aun al corregidor, salió de su casa acompañado del fraile y razonando con él sobre lo ocurrido en aquella mañana.

No podía Vargas menos de conocer en su interior que a todo había dado lugar su curiosidad verdaderamente pueril; pero, a pesar de ello, lo que más sentía era el no haber podido descubrir el misterio del desmayo de fray Miguel al nombrarle el pastelero.

Cuántas penas le costó su fatal empeño, lo veremos en el curso de esta historia si nos alcanza la paciencia, al lector para hacerse cargo de ella, y a mí para concluirla.



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