Ni rey ni Roque: 12

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Ni rey ni Roque de Patricio de la Escosura


Capítulo VI[editar]

 Los días que apresurado
 quieres hora apresurar,
 un tiempo te ha de pesar
 que hayan tan presto llegado.


Los días que transcurrieron hasta el domingo en que Inés había prometido a don Juan de Vargas verse con él a la hora de la oración en el Carmen de Valladolid, caminaron para el impaciente amante con una lentitud insoportable.

Todas las tardes su paseo, sin preceder deliberación, era hacia el lugar de la cita, y en él su ocupación calcular hasta por minutos el tiempo que debía transcurrir hasta el deseado instante. Triste condición la del hombre, que con ridícula inconsecuencia desea abreviar el curso de su corta vida por acelerar tal época de placer que acaso nunca llega.

Cinco días mortales se pasaron hasta que amaneció el domingo señalado. Don Juan oyó misa en el Carmen, se paseó hasta la hora de comer a sus inmediaciones, y por la tarde volvió también al mismo paraje.

La oración sonó: en lo que menos pensó Vargas fue en rezar. Recorrió con la vista la larga extensión del Campo Grande, que así se llama el paraje en que se halla en Valladolid el convento del Carmen; pero aunque en él vio diferentes personas, ninguna se acercó al punto convenido en largo tiempo.

Por fin, dos hombres embozados hasta los ojos, y dejando ver por debajo de las capas cada uno lana espada de tremenda longitud, se dirigieron al pórtico del convento con aire, aunque resuelto, cauteloso.

Don Juan los miró un momento; pero preocupado con la idea de ver venir a Inés, apenas paró la atención en aquellos dos hombres. Por su parte; los embozados parece tampoco hicieron reparo en él, y dieron vuelta a aquellos alrededores, registrándolos escrupulosamente, con el objeto sin duda de buscar en ellos a alguna persona, o de asegurarse de que ninguna había oculta. Terminado este examen, que fue de bastante duración, uno de ellos se acercó a Vargas, que también iba embozado, y sin saludarle ni andar en más ceremonias, le dijo:

-Amigo, háganos el gusto de despejar el campo, que habemos menester estar solos.

El hermano del marqués, impaciente con la tardanza de su amada, contrariado con la importuna llegada de aquellos hombres, y poco acostumbrado a verse tratar con tan poca cortesía, sintió impulsos de responder a estocadas a tan grosera intimación; pero reflexionando que empeñar entonces una querella era lo mismo que imposibilitarse de ver a Inés, se contuvo, no sin trabajo, y respondió, con aparente flema:

-Caballeros; un negocio de importancia me impide darles gusto por ahora. Tal vez me convendría a mí también estar solo; mas por amor de la paz me convendré a que vuesas mercedes estén aquí también.

Iba el que dio principio a esta conversación a responder no sabemos qué, cuando el otro embozado, que hasta entonces había permanecido a alguna distancia, acercándose precipitadamente a su compañero, le dijo:

-O el oído me engaña, o ese hombre es don Juan de Vargas, a fe que me alegrara.

-Alegraos, pues -replicó el amante de Inés, mostrándole el rostro a descubierto-, que yo soy en persona.

-¿Qué vais a hacer? -exclamó el que primero había hablado de los dos.

-Lo veréis -respondió el segundo; separándose de él, y dirigiéndose a don Juan, continuó diciendo-: Si no ando errado, señor don Juan, vos amáis a una mujer que tiene por nombre el de Inés.

Toda la sangre de Vargas se inflamó al oír tal interpelación. El que entonces le hablaba, ni era Espinosa, ni fray Miguel, y sólo ellos dos y su criado Pedro tenían algún indicio de sus amores. ¿Cómo, pues, aquel desconocido se mostraba tan al corriente de ellos? Es un rival, dijo para sí; sólo un rival, y rival favorecido, puede saber que yo amo a Inés.

El raciocinio no era muy exacto; pero de tal modo se le asentó en la cabeza a don Juan aquella idea, que desde luego se resolvió a reñir con aquel hombre, y así le contestó con sobrado desabrimiento:

-Señor mío, no estoy acostumbrado a dar cuenta de mis pensamientos al primer impertinente que tiene la osadía de venir a interrogarme, y así, sí no queréis llevar respuesta de que os pese, iros norabuena y dejadme en paz.

-Esa arrogancia podrá convenir con vuestros criados, pero no con los que, cuando menos; son tanto como vos.

-Si, en efecto, sois caballero -replicó Vargas lleno de ira-, yo os responderé como conviene.

Y al acabar estas palabras echó mano a la espada.

No anduvo perezoso su contrario, pues empuñó la suya diciendo:

-A esto quería yo venir a parar.

-Hubiéraislo dicho desde luego, y ahorráramos palabras -repuso don Juan, ya riñendo.

Su enemigo, para pelear, hubo de desembozarse y dejar ver su rostro de hombre en extremo blanco. El cabello era rubio y rizado, los ojos azules, y la fisonomía, aunque podría pasar por bella, sin embargo, carecía de viveza y gracia.

Vargas reñía con serenidad, pero airado; su antagonista con valor, pero sin gran vehemencia. Ambos eran jóvenes, robustos, y diestros, al parecer, en el manejo de las armas.

El embozado que primero habló, aunque daba de cuando en cuando algunas muestras de descontento por lo que presenciaba, permaneció inmóvil en su puesto, hasta que después de dos minutos de pelea su compañero; estrechado vivísimamente por Vargas, empezó a perder terreno. Entonces, sin consideración alguna, sacó también su espada y cerró con don Juan. Éste, viéndose de repente con dos enemigos en vez de uno, se sorprendió algún tanto, y dio lugar a que su nuevo adversario le hiriese, aunque levemente, en la mano izquierda. Empero, al ver correr su sangre tan alevosamente derramada, la ira le dio nuevas fuerzas, y echando prontamente mano a la daga, de que hasta allí desdeñó de hacer uso, se dio tan buena maña, que no sólo mantuvo a suficiente distancia de su cuerpo los aceros de sus enemigos; sino que tuvo la fortuna de desarmar al que provocó la riña, haciendo saltar su espada a más de cuarenta pasos.

Pero aquel triunfo hubo de serle funesto, pues el desarmado, furioso con el desmán que le sucedía, corrió en busca de su arma, y volviendo con ella iba a atacar a Vargas por un costado, esperando que, ocupado en combatir con su compañero, no lo echaría de ver. Engañose en esto. El hermano del marqués no era novicio en las armas, y como más de una vez se había visto en Flandes en lances cuando menos tan apurados como aquel, conservaba la misma serenidad que si estuviera sentado a la mesa de su hermano. Calculando con razón que de hombres que peleaban dos contra uno todo lo malo podía esperarlo, no perdió de vista al desarmado, y observando su marcha, le conoció la intención. Reconociendo, pues, el terreno con una rápida ojeada, empezó a retirarse con tanto acierto, que en un instante se halló con las espaldas guardadas por el convento, su enemigo vio frustrarse la esperanza de acabar con él traidoramente.

La pérfida conducta de aquellos dos hombres se avenía muy mal con el valor con que peleaban, porque, en realidad, lo hacían como hombres decididos y que no empezaban entonces a manejar la espada.

Más de siete minutos duró aquella lucha desigual; en ella recibió don Juan la herida de que hemos hablado, y sus dos enemigos no se hallaban mejor parados, pues el rostro de uno estaba cubierto de sangre, y el otro recibió una estocada en un muslo.

Sea por las heridas, sea por cansancio, ambos se retiraron simultáneamente al cabo de este tiempo como a unos seis pasos de Vargas; y éste, demasiado fatigado para perseguirlos, aprovechó con gusto aquella ocasión de recobrar sus fuerzas.

Los tres con las puntas de las espadas apoyando en tierra, respirando apenas, y con la vista clavada en el enemigo hubieran parecido estatuas si la sangre que corría por sus vestidos no demostrara que eran hombres.

Es probable que la pelea se hubiera renovado, y tal vez terminado con fatal éxito para Vargas si, a poco de hallarse los tres actores de aquella escena en la disposición que hemos dicho, no apareciera entre ellos una mujer, cubierta con un manto negro, pero que a pesar de él conoció desde luego Vargas por Inés.

La pastelera de Madrigal, que no esperaba hallar en aquel sitio a don Juan cubierto de sangre y en disposición tan hostil, dio muestra de su sorpresa y sentimiento con un profundo suspiro, que fue el que advirtió de su presencia a su amante y a sus dos enemigos.

-Señor don Juan, ¿qué es esto, qué es esto? -preguntó Inés.

-Esto es, señora -dijo el provocador de Vargas, sin dar lugar a que éste respondiese-, esto es un efecto de vuestra acertada elección.

-Decid más bien -replicó la morena con dignidad y fuerza- de vuestra inconcebible imprudencia, de vuestra ridícula obstinación, por no decir otra cosa.

-Podéis gloriaros, Inés -exclamó don Juan-, de tener un amante en ese hombre, digno de figurar en una banda de salteadores. Mirad el denuedo con que esos hombres han tirado la espada contra uno solo; y, es lástima, en verdad, que no hayáis presenciado el valor con que trataban de asesinarme por la espalda.

La acusación era demasiado cierta, y en el fondo de sus corazones era imposible que los embozados dejarán de conocer su justicia; pero hallándose una mujer presente, no les pareció decoroso convenir en ella; y así el que primero riñó contestó lleno de ira, real o aparente:

-Mentís como un bellaco.

-Miserable -gritó don Juan-, yo castigaré tu imprudencia -y diciendo, y haciendo acometió con no vista furia a su enemigo, quien no dejó de defenderse bizarramente.

Su compañero, que como ya se ha visto, nada tenía de escrupuloso, iba también a tomar parte en la pelea; mas Inés, advirtiéndolo con tiempo, se arrojó sobre él tan de improvisto que le arrancó la espada de las manos, y separándose algún tanto le presentó la punta de su propio acero a dos dedos del pecho, diciéndole:

-¡Cobarde! ¡Por la vida del rey, te juro que te atravieso si das un paso más! No, en mi presencia no asesinaréis a un caballero. Pelee en hora buena con uno, ya que tan loco sois que buscáis vuestra perdición y la nuestra; pero con dos no será, mientras yo pueda impedirlo.

Entre tanto, peleaba Vargas con singular denuedo, y su enemigo no se defendía menos. Mas como ambos estaban ya cansados, apenas tiraban golpe peligroso, y si lo hacían no encontraban dificultad en pararse recíprocamente.

A poco de haberse empezado este nuevo combate, Inés, que en medio de su singular posición conservaba una admirable serenidad, exclamó:

-La justicia, caballeros, la justicia.

Los que reñían suspendieron su combate, y el desarmado, volviendo atrás la cabeza, vio, en efecto, que ya a la mitad de la distancia que media entre el convento del Carmen y la calle de Santiago se percibía a la luz de una gran linterna que traían, un grupo de siete a ocho personas, que probablemente habrían oído el ruido de las espadas, según la prisa con que caminaban.

-La justicia es -repitió aquel hombre-, huyamos.

-Señor don Juan -dijo el otro-, ya veis que por ahora no es posible terminar este asunto; yo buscaré ocasión en que podamos hacerlo sin temor de ser interrumpidos.

-Y entonces -respondió Vargas con amarga ironía-, procurad llevar otros dos o tres amigos, por si no bastareis solo.

No replicó a esto aquel hombre, ya por no tener qué, ya, y es lo más cierto, porque los de la linterna se acercaban tan deprisa, que no daban lugar a ello. Lo que hizo fue envainar su espada, y seguido por su compañero echó a andar con bastante celeridad, a pesar de su herida.

Inés, llegándose a su amante, le dijo:

-Don Juan: las apariencias me condenan. Pero cuando las circunstancias lo permitan yo os haré ver mi inocencia; por ahora me es fuerza retirarme. Mientras la pastelera hablaba así, los que huían, advirtiendo que no los seguían hicieron alto, y uno de ellos, volviendo la cabeza, dijo en voz alta:

-Vamos, señora.

Obedeció Inés, y don Juan, despechado, exclamó:

-Seguidlos, señora, seguidlos, que ya yo quedo satisfecho de vuestro amor. Aunque hubiera querido la morena replicar no se lo permitieron sus impacientes compañeros, que asiéndola cada uno por un brazo, tardaron poco en desaparecer a la vista de Vargas, gracias a la oscuridad de la noche.

Un momento después los de la linterna, haciendo alto como a unos veinte pasos de nuestro caballero, que apoyando la espalda a los muros del convento, y con la espada en la mano, permaneció inmóvil, dieron el acostumbrado grito de:

-¿Quién va a la ronda?

-Un hombre solo, un caballero -respondió don Juan.

Animados con esta respuesta, los ministros de justicia, que tales eran en efecto, se acercaron a don Juan y formaron círculo en rededor de él:

-La espada -dije ya entonces el que capitaneaba aquella gente, y por el traje parecía magistrado.

-¿Y quién me la pide? -preguntó Vargas.

-El rey nuestro señor -aquí el juez, sus ministros y Vargas se descubrieron la cabeza respetuosamente-, y en su nombre don Rodrigo Santillana, su alcalde del crimen en la real chancillería de Valladolid.

-Tomad, pues, señor alcalde, aunque ignoro la causa porque se me pide.

-Vuestro nombre y profesión.

-Don Juan de Vargas, caballero y capitán de caballos, hermano del marqués de X, para serviros.

-Tomad vuestra espada, señor caballero, que de persona de tan honrado linaje no es de sospechar acción villana, y seguidme si os place.

Recibió don Juan su espada, y tomó con el alcalde la vuelta para Valladolid. En el tránsito le dijo don Rodrigo que habiendo salido aquella noche a hacer su ronda, y entrando en el Campo Grande; le llamó la atención oír hacia el Carmen ruido de espadas; y que como aquel era el paraje en que a tales horas salían los caballeros irritados, había acudido a él, deseoso de evitar, como era de su obligación, cualquiera desgracia. Don Juan contestó, que él había acudido allí para cierta cita, y que sobreviniendo impensadamente dos desconocidos, y queriendo arrojarle del sitio con brutal grosería, negándose él a hacerlo, le acometieron ambos, hiriéndole, como se dejaba ver; que habiendo advertido uno de sus enemigos que se aproximaba la justicia, y avisándoselo al otro, echaron ambos a huir; y que él, no teniendo motivo para hacerlo, permaneció firme allí hasta la llegada de la ronda. Por último, Vargas concluyó protestando que estaba pronto a seguir a don Rodrigo a la prisión si a ella quería llevarle; pero que no le parecía justo se atropellase a un hombre principal por haber defendido su vida contra dos asesinos.

Don Rodrigo Santillana, que era un buen magistrado, pero muy cortesano y ambicioso, aprovechó con gusto aquella ocasión de adquirir la poderosa protección de la familia de los Vargas; aunque bien conocía que era a expensas de lo que la justicia exigía, pues; al cabo, a don Juan se le había hallado a deshoras y casi en despoblado con la espada en la mano ensangrentada, y herido, además. Su deber era retenerlo en prisión hasta averiguar su inocencia; su interés le aconsejaba creer en ella, desde luego; y éste, como sucede con frecuencia en tales casos, triunfo entonces también.

El alcalde, pues, dio, desde luego, entero crédito a cuanto don Juan le dijo; y excusándose humildemente de haberse visto precisado a tratarlo al principio con poca cortesía, no sólo le declaró que estaba libre, sino que quiso acompañarle, y le acompañó, en efecto, con toda su ronda, hasta la puerta de su hermano el marqués. Verdad es que en esto último se encerraba también el designio de cerciorarse de que don Juan era realmente la persona que había dicho ser, lo que vio confirmado plenamente con el respeto con que los criados le recibieron.

Finalmente; Vargas y Santillana se despidieron los mejores amigos del mundo, y con la promesa de volverse a ver muy presto. El primero se retiró a devorar sus penas en el silencio de su estancia, y el segundo a buscar con sus ministros en las calles de Valladolid algún plebeyo descarriado en quien compensar con el rigor la indulgencia excesiva que había usado con el noble capitán de caballos.



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