Ni rey ni Roque: 05

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Capítulo IV[editar]

Pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino, cargada de los más diversos y extraños personajes y figuras que pudieran imaginarse.
(Cervantes: Don Quijote, parte 2.ª, cap. 1.)


Sosegado el pueblo de Madrigal, y enterado después de algunas horas de la falsedad del hecho que dio lugar al motín, volvieron las cosas al orden regular. La tarde del mismo día del tumulto, aprovechando la hermosura del tiempo, salieron a paseo a una pradera inmediata de la villa gran parte de sus habitantes.

Acostumbraban los mozos a reunirse en aquel paraje los días festivos con objeto de recrearse en diversos ejercicios corporales, haciendo en ellos alarde cada cual de fuerza y habilidad.

La barra, la carrera y la lucha para los plebeyos; montar a caballo, arrojar una lanza, tirar al blanco y correr sortijas para los nobles.

Las mujeres asistían a estos espectáculos, como a todos, para ver y ser vistas. Su presencia servía de estímulo al valor de los combatientes; hombre que en las circunstancias ordinarias no hubiera levantado del suelo un peso de dos arrobas, levantaba seis sólo por estar delante su amada. ¿Qué esfuerzos no hará un hombre por no verse humillado a presencia de su dama? El que amando no es valiente, seguro es que nunca lo será.

Habíale sido forzoso a don Juan ceder a las instancias de fray Miguel y acompañarle a su celda a comer con él.

Durante la comida intentó Vargas diversas veces que la conversación recayese sobre el lance de aquella mañana en la iglesia; mas el vicario se obstinó en eludir constantemente sus deseos, y viéndose ya últimamente muy apretado por el caballero, pretextó ocupaciones importantes, y rompió la conferencia más apresurada que cortésmente.

Libre don Juan, se encaminó sin detención a la pastelería, pero la encontró desierta. Su criado, que estaba en la puerta del mesón, le dijo que los pasteleros habían salido con ánimo, según creía, de pasearse en la pradera.

Informándose entonces de dónde estaba ésta, y dirigido por una persona que la casualidad hizo pasase por allí para ir al paseo, el caballero se resolvió a hacer otro tanto. Su llegada causó alguna sensación en la concurrencia, pero como ya se sabía la inocencia de Vargas, avergonzadas las gentes de su proceder con él, más bien le mostraban atención que curiosidad indiscreta.

Él, por su parte, como hombre de mundo, mostró haber ya olvidado lo ocurrido, y tomó parte en las diversiones como uno de tantos.

Aquí seis u ocho robustos mozos, labradores por las trazas, arrojaban una pesadísima barra como si fuera un junco; más allá, otros levantaban piedras enormes con las manos o los dientes.

Dos amigos luchaban a brazo partido a presencia de un concurso numeroso; sus músculos tendidos, su arrebatado color y sus esfuerzos repetidos y constantes, hacían un singular contraste con la sonrisa que se dejaba ver en los labios de ambos y las palabras cariñosas que se dirigían; mientras que, por el contrario, en otro corro, dos rivales en amor, desafiados al salto, y combatiendo delante de su dama, se miraban con un ceño espantoso y hacían unos esfuerzos desmesurados para obtener la victoria.

Corría sucesivamente Vargas a todos los grupos, y en todos ellos, aunque formados en gran parte por los mismos que habían querido quemarle vivo aquella mañana, encontró la más urbana acogida, pues siempre se le abrió paso para que, ocupando la primera fila, gozase con mayor comodidad del espectáculo.

Aquí le consultaban sobre un lance dudoso; allí le pedían su aprobación como necesaria para confirmar el triunfo del vencedor; en una palabra, todos a porfía se esmeraban en reparar el agravio que le habían hecho.

No pudo menos Vargas de corresponder lo mejor que supo a tanta cortesía, alabando a los felices, consolando y animando a los vencidos, y sobre todo, ponderando con encarecimiento cuanto presenciaba, como si nunca tal maravilla hubiese visto.

Pero ya empezaba a fatigarse de un espectáculo, que muy poca o ninguna diversión podía ofrecer a un cortesano, soldado y viajero, cuando de un extremo de la pradera salió una voz estentórea, diciendo:

«Aquí, aquí, señores caballeros, van los comediantes a ofrecer a vuesas mercedes la más extraña y bien dispuesta farsa que nunca han oído.»

Este cartel parlante, repetido algunas veces, y que, como ya se ha visto, prueba la antigüedad de las notas laudatorias y preventivas conservadas hasta nuestros días en los anuncios teatrales, con no poca ventaja de gran parte del público que, poco acostumbrado a formar juicios, se encuentra ya hecho el de la pieza que va a ver, y esto regularmente por mano del autor, que es quien mejor debe conocer el parto de su entendimiento y juzgarlo con más imparcialidad, este cartel, digo, deshizo todos los corrillos reuniendo al público entero delante del paraje en que iba a hacerse la representación.

Desde luego, nadie creerá que se tratase de teatro: nada menos que eso; ni siquiera una barraca como las que los tratantes forman hoy en las ferias y romerías.

Todo el aparato consistía en cuatro puntales hincados a mano en el suelo y que terminándose en forma de horquillas por su extremo superior, servían de apoyo a otros cuatro palos horizontalmente colocados, y dispuestos en forma de figura cuadrada.

De estos pendían, no sé si diga cortinas o harapos, que cerrando tres lados del rectángulo sólo dejaban uno descubierto, para que por él pudieran los concurrentes gozar del espectáculo.

Detrás de la cortina del fondo estaba colocada la música, mejor diré el músico, que tocaba una dulzaina y a más un tamboril guarnecido de sonajas, instrumentos que producían una armonía grata, por lo menos a la mayor parte de los oídos para que estaba destinada.

Una carreta como la que Cervantes describe con la gracia inimitable de su genio, condujo a una compañía de farsantes a Madrigal, por casualidad, el día en que nos hallamos.

Al pasar por la pradera, y viéndola llena de gentes, pareciole bien al autor de ella dar una representación in promptu para sufragar con ella los gastos que en aquella noche habrían de hacer.

En un instante saltó a tierra la turba alegre y regocijada, plantó los palos, colgó las cortinas, y el gracioso anunció la función.

Entre tanto, y en el mismo paraje en que el de la dulzaina soplaba a más y mejor; agitando cuanto podía las sonajas del tamboril, los actores se vestían o se desnudaban, que la cosa ofrece sus dudas, y el anunciante vestido de mojiganga y cargado de cascabeles; recorría, con el sombrero en la mano, la concurrencia, con el piadoso fin de recoger lo que cada uno tuviese voluntad de dar, o él maña suficiente para sacarle.

-¡Ea, caballeros! sean generosos con los pobres farsantes, que hacen oficios de disipar sus melancolías, muchas veces a costa de haber de tragarse las suyas, y no pocas sin tener que tragar. Usted, señor galán, que tan embebido está contemplando, no quiero decir a qué dama, sea garboso en su presencia, que nada cautiva más a las mujeres que la liberalidad. Dele Dios tan buena suerte en amores, señor mío, que nunca encuentre mujer con quien casarse.

-¿Cómo, deslenguado, así trata a quien le ha dado más él solo que cuantos hasta aquí le han hecho limosna?

-Limosna, señor gentilhombre, es la que se da de buena voluntad y sin más interés que el de servir a Dios; pero no lo es lo que se le paga a un hombre por solazarse, viéndole hacer sus pocas o muchas habilidades.

-Insolente...

-No se enoje, que yo la llamaré limosna, si en eso estriba la paz; ¿pero por qué se queja, si en pago de su liberalidad le deseo tanta suerte en amores, que no encuentre mujer con quien casarse? Y ya que el tal casado lo sea tan malo que aún conserve tales aficiones, ¿qué mujer que no sea la que ninguno de nosotros quisiera que fuera la suya ha de dar oído a sus requiebros?

Diciendo así, continuó su camino el farsante, dejando corrido a su contrario.

Al pasar por delante de don Juan de Vargas, cierta especie de instinto de su profesión le hizo conocer que no era persona a propósito para irle con bufonadas, y así, se contentó con alargar el sombrero, en el cual recibió una ofrenda tal que le obligó a inclinarse profundamente por dos veces seguidas.

Pidiendo a unos, burlando a otros, y sacando más o menos casi de todos, iba ya el gracioso o bobo, como entonces se llamaban, a retirarse; pero viendo llegar a la reunión tres personas más, le pareció mejor esperarlas para ver qué podían dar de sí.

-Más vale tarde que nunca, señores míos; sean vuesas mercedes muy bien venidos, y por vida del inventor del arte que profeso, que hubiera sido gran lástima no viesen nuestra función los dos ojos más bellos que en cara de mujer se han visto.

El pastelero, que él era quien, con la morena y el mulato, acababa de llegar, como siempre, con el sombrero calado hasta las orejas, no respondió palabra al agasajo que a su compañera se le hacía, sino que, metiendo la mano en el bolsillo y sacando una moneda de plata la echó desdeñosamente en el sombrero del que pedía; diciéndole:

-Está entendido.

Retirose el cómico contento con lo que había recogido, y anunciando que la función iba a empezarse.

-Vecina, ¿ha visto lo que ha dado el pastelero? -dijo una vieja a otra que estaba a su lado y cerca como ella del objeto de la pregunta.

-No, tía Juana: ¿ha dado algún pastel?

-¡Bien! No sé de qué le sirven los ojos a algunas personas; ¿pastel había de dar? Menester era para darlos que empezara por hacerlos; ha dado una moneda de plata.

-¡Moneda de plata! ¡Virgen santa! ¡Moneda de plata un pastelero! ¿Quién vio tal? Y un pastelero que no hace pasteles, y que nadie sabe cómo vive.

-Verdad es, vecina, que me tiene asombrada este hombre. Yo no sé, ni he podido saber nunca quién es, ni de dónde vino. Un mes hace que está en el pueblo, y en todo él no he cesado de averiguar...

-Sí, sí; bonito es él para averiguarle la vida; ni aun el rostro he podido verle a mi gusto, y eso que el otro día; encontrándomelo de manos a boca en la calle, que íbamos frente a frente, al llegar a él hice como que se me caía algo de la mano inclinándome a cogerlo, me metí debajo de sus narices, pero qué, ni por esas; me conoció la intención, y apenas yo me bajé dio un salto por encima de mí con más ligereza que un corzo, dejándome afrentada y no poco medrosa.

-Pues no digo nada, vecina, de esa mujer que vive con él.

-Callen noramala las brujas -interrumpió un muchacho de unos catorce años, que habiéndose presentado de los últimos, logró, sin embargo, a fuerza de codazos y empujones, llegar hasta donde se hallaban las dos vecinas, que era bastante cerca del estrado, si así podía llamársele.

-Deslenguado -replicó furiosa la que había dado principio al diálogo.

-Eso quisieran, abuelas, que lo fuese, para que no pudiera haberlas llamado por su nombre.

-Yo te aseguro, rapaz...

-Qué, ¿que vendrá a chuparme por la noche? Ya soy grandecito para eso, madre mía, y cállese noramala, que no nos deja oír a los representantes.

«Silencio, silencio», se oyó, alrededor; y fuerza les fue a las dos Megeras tragar por entonces las injurias del atrevido rapaz, quien de cuando en cuando las miraba con cierta risa burlona, bastante a hacerlas desesperar.

En esto, ya la representación había comenzado. El arte estaba verdaderamente en su infancia. Solo un principio, o, por mejor decir, un fin, era el que se proponían los autores; divertir al público. La moral, si la había, era una cosa secundaria; riérase el espectador, y el fin estaba conseguido. Las gracias, de que realmente abundaban aquellas primeras composiciones, no eran siempre del mejor gusto. La cultura del siglo se echaba de ver en las obras dramáticas; pero obsérvese que al paso que gracioso y chocarrero en el teatro eran una misma cosa, el espíritu de metafísica y controversia que entonces dominaba de tal modo que puede decirse era el carácter de la época, se extendía hasta los diálogos de los personajes cómicos.

El amor, sobre todo, era el tema perpetuo de sus disertaciones, y lo más singular que los disertantes eran siempre los mismos enamorados.

Que diserte del amor el que no ama; que el filósofo lo mire como una aberración del entendimiento cuando ya ha cumplido los sesenta años; que el filósofo nos diga que, en el orden moral, es una enfermedad, ni más ni menos, como en el físico lo es un tabardillo pintado, todo esto se entiende y explica; pero que el poeta cómico, cuyo principal, cuyo único estudio debe ser el del corazón humano, ponga en boca de personas que quiere hacer pasar por enamoradas las extrañas sutilezas sobre el amor, y que haga pasar el tiempo a los amantes discurriendo en vez de acariciarse, es cosa verdaderamente intolerable. Apelo, si no, al testimonio de mis amables lectores; díganme sinceramente qué pensarían si el hombre que distinguen al llegarse a ellas, en vez de ponderar sus atractivos, encarecer su cariño y ver por todos los medios posibles de arrancar un dulce, si entrara explicándoles el efecto de las pasiones en el corazón y la cabeza, probando que cuando el hombre está dominado por ellas es un demente, o citando como don Hermógenes a toda la antigüedad para demostrar las que gustan de ellas.

Como quiera que sea, la farsa que se representó en Madrigal en la ocasión que nos ocupa adolecía menos del tal defecto que otras muchas de su especie.

El artificio era sencillo hasta no más. Un soldado que volvía manco a su pueblo después de haber hecho la guerra algunos años era el protagonista. Este personaje era el más entendido de la pieza, y en monólogo con que daba principio a ella regalaba al público con la relación de sus trabajos interpolado con tres o cuatro batallas, que no había más que pedir. En ellas, como de razón, el partido del narrador era siempre el victorioso; pero con la singularidad de que la muerte de tres o cuatro millares de enemigos nunca costaba a los vencedores más pérdida que la de uno o dos contusos.

Extraña, peregrina y cómoda manera de pelear.

La familia de nuestro soldado había perecido durante su ausencia, lo que unido a la ocupación judicial de sus bienes le dejaba realmente en la calle; desgracia de que se lamentaba justamente, aunque con alguna afectación y comparaciones un si es no es forzadas, pues revolvió, hablando de sus desdichas, la botánica entera, la astrología y su poquito de historia, queriendo ponerse en parangón nada menos que con Mario sobre las ruinas de Cartago.

En eso le deparó su buena ventura una zagaleja (papel que desempeñaba un muchacho) inocente y compasiva; tratada de casar con Gilote, solemne majadero, a quien el autor escogió para gracioso de la pieza.

El resto se redujo a los amores del manco con la zagala, a los ridículos celos de Gilote, y por último, a que este, burlado y apaleado por el único brazo de su rival, tuvo que cederle el campo, terminándose la función con una cantilena por el orden de lo que había precedido, y que el público aplaudía a rabiar. Los concurrentes a esta representación estaban todos en pie, formando un semicírculo alrededor de la escena, de manera que la posición de ningún individuo era constante.

La gente de edad avanzada no se avenía muy bien con la movilidad casi perpetua de los jóvenes, pues de ella resultaba que muchas veces perdían parte del diálogo, pero los muchachos, que en la facultad de variar de puesto hallaban unos el medio de aproximarse al objeto querido, otros el de comunicar sus observaciones a un amigo, y todos, finalmente, el placer del movimiento, que en cierta edad es tan necesario como el pan, oían con desprecio, o no oían los gruñidos de su mayores, y continuaban andando de un lado para otro.

Vargas, así que vio presentarse al pastelero y a la morena en el círculo de los concurrentes, formó el proyecto de unirse a ellos, y al cabo lo logró, después de sufrir pacientemente razonable número de pisadas, encontrones, y aun dicterios, de tal cual anciano atraviliario, por delante del cual tuvo que pasar en su marcha.

Todo lo dio, sin embargo, por bien empleado, y aun lo olvidó, cuando por fin pudo colocarse al lado de la morena.

Un movimiento casi imperceptible de cabeza y una mirada rápida de la pastelera hicieron conocer a don Juan que ésta le había visto.

«¿Será su marido este hombre, cuando tan tímida está en su presencia? ¡Pero qué diablos! Por más marido y más celoso que sea, no podrá impedir que yo agradezca el servicio que me ha hecho.»

Pensando así, se aproximó a la morena, y en voz, ni bien tan baja que lo que decía llevara el aire de un misterio, ni tan alta que alcanzasen las personas inmediatas a oír más de alguna palabra suelta, de cuando en cuando, dijo:

- Si tan flaca de memoria es usted, señora mía, que en pocas horas olvida los beneficios que hace, yo presumo por mi parte, de tan agradecido, que sé decir de mí, que viviera cien años sin olvidar la merced que de su generoso corazón he recibido.

-Si habla de lo de su prisión -contestó la bella-, nada hay que agradecerme en lo que hice, que no fue más que cumplir con mi obligación.

Estas palabras dijeron en tono natural; pero, en seguida, y tan bajas, que apenas pudo oírlo don Juan, a pesar de que en sus mejillas sentía el suave aliento de su huéspeda, la cual añadió:

-Por Dios, que se separe de mí, si no quiere, por su cortesanía, hacerme graves perjuicios.

Gabriel de Espinosa, que distaba algunos pasos de los dos interlocutores, y cuya atención durante su diálogo estaba al parecer embebida en la farsa de los representantes, debió, sin embargo, de oír lo que la morena decía, pues en el momento en que don Juan, siguiendo su aviso, iba a retirarse, volviéndose el pastelero a ella, dijo:

-¿Y por qué recibir con tan poca cortesía a ese caballero? Una cosa es, Inés, que yo os tenga dicho que no gusto de galanteos, y otra que no cumpláis como quien sois; quiero decir, como persona de buena crianza, con quien tan buenos modos usa con vos. Usted, señor caballero, siga si gusta al lado de esa mujer, que nadie en el mundo pudiera impedírselo sino yo, y yo vengo en ello.

Dijo esto, y sin esperar respuesta, volvió la espalda, ocupándose como antes exclusivamente en el espectáculo.

Mientras duraba su arenga, Inés no hizo movimiento ni dio señal de aplauso ni reprobación; pero cuando, ya concluida, volvió la cabeza y vio a Vargas inmóvil como una estatua, con los ojos clavados en las espaldas del pastelero, como si aún esperase que añadiera algo a lo dicho, no pudo menos de dejar escapar una de aquellas risas malignas que ya habían desconcertado a don Juan más de una vez en la pastelería.

Perdíase en conjeturas el buen caballero, pues a pesar de ser bastante despreocupado para su siglo, pertenecía, sin embargo, a él, y su claro ingenio no bastaba a libertarle de la influencia de las ideas y preocupaciones generales entonces.

Ya lo hemos dicho otra vez; las jerarquías sociales se hallaban entonces más marcadas, o por mejor decir, tenían una existencia de hecho que conservan hoy, aunque mutilada.

Esta existencia era visible; un noble no sólo tenía en su casa ahumados pergaminos y vistosos escudos de armas, sino que, en virtud de ello, gozaba de ciertos privilegios, y estaba sujeto a determinadas cargas enteramente distintas de las que pesaban sobre el que no lo era.

De aquí resultaba, como consecuencia precisa, que la educación de la nobleza era especial, las maneras de sus individuos peculiar a la clase, y distintas enteramente de las del resto de la sociedad.

Por su parte, las órdenes inferiores del Estado, nacidas para la agricultura, las artes y el comercio, a los que entonces, por desgracia, no se daba aún la importancia que merecen, se habituaban desde la niñez a usar de gran deferencia con los nobles, y era raro ver que se apartasen de tal sistema, pues cuando algún espíritu revoltoso quería salir de su esfera; tardaba poco en experimentar los malos efectos de querer volar más alto con cortas alas.

En tal estado de cosas era, en efecto, un fenómeno que un hombre que por su profesión pertenecía, no ya al estado llano, sino a la clase ínfima, y que no lo ocultaban, afectase, sin embargo, modales que podrían parecer soberbios aun en un caballero.

Por otra parte, la misma Inés dejaba ver cierto señorío en sus modales, no menos disonante con su profesión que el orgullo del pastelero.

Pero lo que a Vargas le tenía perplejo no eran tanto estas observaciones; como el no saber qué conducta observar con aquella gente.

Si consultaba su gusto, la cuestión estaba pronto resuelta. Los ojos de la morena habían producido su efecto; y el hombre, en cuanto hombre no más, resiste pocas veces a este género de seducción.

Mas recibir órdenes de un pastelero, usar de un permiso concedido por él para hablar a Inés, y deberse un favor y entrar con él en relaciones, no ya de igual a igual, sino como un protegido con su protector... La sangre goda se rebelaba contra tal idea.

Separarse, pues, era el partido único que juiciosamente le quedaba a don Juan, y así lo resolvió; en efecto, al ponerse en marcha; en vez de tomar el camino que en su cabeza se proponía tomó el preferido por su corazón, y, casi sin saberlo él mismo, al primer paso se halló al lado de la hermosa pastelera.

Mas una especie de fatalidad en amor, en que algunos no creen, porque no sienten ni pueden sentir con vehemencia, y otros porque viven como los irracionales, sin tomarse el trabajo de observar ni siquiera sus propias sensaciones, pero que tenemos por irresistibles, perseguía a don Juan.

Cuando esta fatalidad pesa sobre el hombre, en vano es luchar contra ella. Más poderosa que cuantas consideraciones sociales e intereses individuales pueden oponérsele, es un torrente impetuoso, que engrosado en las montañas con el deshielo de la nieve, baja por ellas arrastrándolo todo, y si algún obstáculo encuentra se embravece más con él, parece que en la lucha para vencerlo ha adquirido nuevas fuerzas, y el único medio de salvarse de su furia es huirle si se puede.

Don Juan quiso y no pudo. Que al empezar la vida un joven, que al entrar en el mundo, como hoy decimos, enmudezca al lado de la primera mujer que hizo palpitar su corazón, se entiende; y debe ser así, pero que pasados ya los veinte y cinco años, después de una campaña y de más de unos amores, Vargas al lado de una mujer de baja extracción no supiera cómo entablar la conversación, es una cosa que sólo se concibe poniéndola a cargo de la fatalidad.

Como quiera que sea, lo cierto es que don Juan, colocado a la izquierda de Inés, quería y no podía hablar verdades, que en cambio de lo que su lengua callaba, sus ojos clavados siempre en el mismo objeto indicaban bastante qué género de pensamientos le asaltaban.

Inés, con los ojos bajos y el rostro encendido como una grana, al parecer no miraba, pero hay opiniones de que repasando entre los dedos las cuentas del rosario que llevaba pendiente de la cintura, halló medio de observar todos los movimientos de nuestro caballero.

Pero el tiempo vuela, mal que le pese a los amantes, y así se concluyó la farsa antes que Vargas se resolviera a hablar, ni su bella hubiera acabado de recorrer las cuentas del rosario.

Gabriel, sin cuidarse de uno ni de otro, echó a andar como para continuar su camino, y la pastelera, que debía de estar acostumbrada a sus maneras, se dispuso a seguirle; pero no lo hizo sin echar antes una mirada sobre don Juan, en la cual, al través de cierto aire de despecho, se descubría un no sé qué de afectuoso que prometía no ser muy duradero su enojo.

Conoció entonces Vargas que se había portado como muchacho de escuela, y aún debía de tener intenciones de enmendarse; parece notó en sus labios un movimiento como para querer hablar; mas ya era tarde, y una tierna y expresiva mirada fue la única contestación que pudo dirigir a Inés; quien, respondiendo con una sonrisa, continuó su camino en pos del pastelero, seguida por el mulato.

Don Juan, caviloso más acaso que lo había estado en su vida, seguía a corta distancia a la hermosa morena, cuando del camino real que pasaba por cerca de la pradera vio venir un hombre caballero en un hermoso caballo negro, pero que, o por haberse asombrado, o por acosarle fuera de tiempo su jinete, se había desbocado.

Tal era la rapidez de la carrera del fogoso animal, que verle salvar una zanja que separaba el campo del camino, arrojar a su jinete de un solo bote en el suelo, que llegó casi a arrojarse sobre las gentes que paseaban, puede decirse que fue obra de un solo instante. Sucedió entonces lo que generalmente sucede en semejantes ocasiones, el temor, desterrando la serenidad; hizo que todos los circunstantes se atropellaran unos a otros: hubo desmayos, alaridos y todo género de accidentes. Las madres apretaban a los hijos contra sus pechos, con riesgo de sofocarlos; los muchachos, enredándose entre las piernas de las gentes, daban con ellas en el suelo; en un caído tropezaban veinte, éste suplicaba, el otro maldecía, y nadie se cuidaba de lo importante que era saber la dirección del caballo desbocado.

Sin saber cómo, se halló colocada Inés frente al ciego animal. El peligro era evidente y visible, y su inmediación la privó de todo discurso y no acertó a hacer otra cosa más que taparse los ojos con ambas manos, lanzando un ¡ay! de aquellos que parten realmente del corazón.

Pero dos hombres se lanzan detrás de ella como dos saetas y se interponen entre el bruto y la que iba a ser su víctima.

Don Juan y Gabriel eran estos dos hombres. El primero sin reflexión ninguna se arroja sobre la cabeza del animal; pero ni sus fuerzas, ni acaso las de Hércules, bastaban para detenerlo. Vargas, despedido como una pelota, fue a caer a los pies mismos de Inés, y ella y él hubieran sido infaliblemente atropellados sin la admirable serenidad, fuerza y destreza del pastelero.

Éste, conociendo lo inútil que sería luchar de frente con el caballo, se corrió sobre un costado, y cogiendo una de las riendas que llevaba sobre el cuello, con ambas manos, tiró de ella con tal brío, apoyando su cuerpo en la espalda del animal, que le hizo dar mal de su grado una media vuelta completa.

En el mismo instante, y con agilidad sorprendente, de un sólo salto se plantó en la silla, y por más esfuerzos que el caballo despechado hizo para sacarle de ella permaneció firme, más como estatua ecuestre que como hombre a caballo.

Un aplauso general y prolongado fue la muestra de la admiración general; pero si aquella ocurrencia produjo sensación en el pueblo, más fuerte, al parecer, la experimentaba el mismo Gabriel.

En su estatura parecía aumentarse repentinamente; era tal su gallardía a caballo, tal la gracia y agilidad de todos sus miembros, que no hubo circunstante que no jurara que aquel hombre era el más perfecto jinete que jamás había visto. Al saltar a caballo se le había caído el sombrero; veíasele, por consecuencia, el rostro agraciado e imponente, y unos ojos que pocos hombres hubieran mirado frente a frente sin bajar los suyos. Olvidado, al parecer, de que allí hubiese reunido un pueblo entero, Gabriel sólo se ocupaba en humillar la soberbia del bridón, cuyos lomos oprimía. Caracoleando y haciendo escarceos recorría la pradera, y así llegó al paraje en que poco antes varios hidalgos del pueblo habían estado recreándose en correr sortijas. La casualidad hizo que se hallase arrimado a un árbol un lanzón que por lo pesado y macizo servía para prueba de fuerza y habilidad, pues eran pocos en Madrigal los que podían y sabían manejarlo. Esta particularidad debía de saberla el pastelero, porque era público en la villa, y esta harto pequeña para que dejase de haber llegado a noticia suya cosa tan conocida de todos. Pero supiésela o no, el hecho es que llevando el caballo a media rienda por junto al árbol, agarró el lanzón con la mano, derecha, sin pararse, y levantándolo como si fuera una caña, lo blandió en el aire sobre su cabeza con tal pujanza, que rompiéndose fueron a parar las astillas a más de cincuenta pasos.

Aquella admiración de los madrigaleños es imposible de encarecer: «¡Viva Gabriel, viva nuestro pastelero!», era el grito general; pero sea que el amor propio de éste le faltase, el triunfo conseguido, o que fuera tan filósofo que creyera que con el pueblo es tan peligroso estar muy bien como estar muy mal, se dio por contento, y entregó el caballo a su dueño, que, no habiendo recibido daño en su caída, llegó a reclamarlo.

Vitoreado, aplaudido y escoltado por el pueblo, y cansado ya de dar gracias a todos y de suplicarles que no se molestasen más en acompañarle, llega Gabriel a su casa, y entrando en ella se halló que ocupaba su propio lecho don Juan de Vargas, y que a la cabecera estaba en persona el médico de la villa. Sin darle tiempo a preguntar cosa alguna, Inés se le acercó para decirle que habiendo don Juan perdido el sentido de resultas del golpe, y herídose además en la cabeza, había creído deber trasladarle a su casa, pues en obsequio de su persona había expuesto la suya.

-Bien hecho, Inés; ese mozo es valiente, aunque demasiado entremetido. Dicho esto volvió la espalda, y salió del aposento.



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