Ni rey ni Roque: 06

De Wikisource, la biblioteca libre.


Capítulo V[editar]

Siempre que la ignorancia no halla la explicación de un fenómeno cualquiera, acude a las causas sobrenaturales. Semejantes supersticiones son una calamidad porque han pasado todos los pueblos de la Tierra.
(Discurso inédito sobre duendes y brujas.)


Sabida cosa es que Felipe II vivió en sus últimos años encerrado, por decirlo así, en el monasterio del Escorial. Allí se ocupaba incesantemente en los negocios políticos, sus devociones, y la obra del monasterio; que con razón se llama la octava maravilla. El sitio de San Lorenzo era, pues, propiamente la corte de España, a pesar de que Madrid llevaba el nombre de tal; y Valladolid, recientemente despojado de su grandeza, conservaba aún sus pretensiones, como las conservan algunas mujeres que fueron buenas mozas, mucho tiempo después de dejarlo de ser.

La extensión de Valladolid es considerable; sus calles, para los tiempos en que se hicieron, muy buenas; numerosos sus monasterios, y sus alrededores fértiles en viñas y cereales, si bien presentan el aspecto triste y monótono de casi todos los países llanos.

Aún hoy, cuando se anda la ciudad, se nota en sus calles cierto vacío que aflige, y previene indudablemente de que la población es muy reducida para el casco del pueblo; pero en la época a que nos referimos, siendo muy reciente la salida de la corte, la falta de gente se hacía más notable y sensible para sus habitantes.

Por descontado; todos los extranjeros, que eran los que casi exclusivamente ejercían entonces las artes industriales, siguieron al gobierno y fueron a establecerse a Madrid.

Los criados de la real casa, los asentistas, los pretendientes, el enjambre, en fin, de gentes que dependen de una corte, todo se ausentó, quedando sólo en Valladolid sus naturales y tal cual cortesano retirado ya del mundo y que sólo aspiraba a vivir tranquilamente el resto de sus días. En este número se contaba el marqués hermano de don Juan de Vargas, que ocupaba una casa de las mejores del pueblo, en cierta calle no muy distante de la Plaza Mayor: a esta casa nos es fuerza por ahora trasladar la escena, y por lo mismo diremos algo sobre ella y sus moradores.

El marqués, criado desde su infancia por una madre indiscretamente tierna y cuidadosa, y por un padre que quería educar a sus hijos como monjas, vivió hasta los veinte años de edad sin salir de casa más que los días serenos, en que no había ni mucho calor, ni mucho frío.

En cualquiera de estos dos últimos casos oía misa en un oratorio de su propia casa, y después se le permitía hacer ejercicio durante una hora en un salón herméticamente cerrado por todas partes.

Enseñáronle a leer, a escribir, y a rezar; el blasón por adorno; pero en cuanto a armas, jamás quiso consentir su madre en que tomara en las manos ni un alfiler.

Esta educación, recibida por un hombre de complexión naturalmente débil, contribuyó a hacer de él un valetudinario desde la juventud.

Perdió el marqués a su padre cuando sólo tenía veinte años, y su madre tardó poco en seguir a su marido al sepulcro, dejando a más de él otro hijo, que fue don Juan, de edad entonces de diez años.

Después de pasados los dos primeros años consagrados a llorar la pérdida de los autores de sus días, empezó el marqués a ver el mundo, y empezó por la corte.

Rico y joven; no podía menos de encontrar muchos amigos, es decir, muchos hombres, que, amantes de todos los vicios, y privados ya por sus desórdenes de medios, para darles pábulo, fueron a buscar en el bolsillo del novicio los que en los suyos faltaba.

El humo del incienso de la adulación cegó al marqués; sus parásitos le parecieron cada uno un Pílades, y su casa y bolsa se abrieron para todos.

Pero aún no le bastaba esto: tenía que tropezar en un escollo fatal; y tropezó, en efecto.

El amor, esa pasión irresistible, inherente a la juventud, cuyo germen depositó la naturaleza en nuestros corazones como garantía para conservación de la especie, el amor le reservaba sus tormentos.

El hombre cuya sociedad se compone de cortesanos corrompidos, ¿qué mujeres ha de frecuentar que no sean dignas de tal sociedad?

¡Pobre marqués! Lleváronle sus amigos a casa de la viuda de un contador de Indias, mujer interesante, de amable trato y graciosa figura, que rayaba ya en los treinta; pero tan bien conservada, tan compuesta, que a otro más experto le hubiera hecho creer que apenas tenía veintidós años.

Fácil es de inferir, por lo que se ha dicho de la educación del marqués, que sólo conocía el amor por oídas; pero es de advertir que le había caído en las manos tal cual libro de caballería, en el cual aprendió que una mujer puede ser muy honrada corriendo montes y valles en compañía de un hombre, y que primero morirá que faltar a la fe jurada a su amante.

Con estos preliminares se deja entender que el desdichado tardó poco en caer en la red, y tan de veras, que trataba nada menos que de casarse con su Dulcinea, y así se lo hizo entender a ella misma.

Otra menos diestra hubiera, desde luego, acogido con ansia aquella proposición y prestádose a ella; pero Violante, que así se llamaba la ninfa, conocía su posición, y se negó abiertamente, diciendo que prefería sacrificar su virtud para hacer la felicidad de su amante, a exponer a éste a romper con su familia e iguales, como en efecto sucedería, a causa de tan desigual matrimonio.

La verdad es que Violante, cuya reputación estaba ya hecha, conoció que en el momento en que el marqués anunciase su casamiento no habría en la corte quien no se apresurara a abrir los ojos del ciego amante; y que aun suponiendo que la ceguera del marqués fuese tal que se negase a la evidencia, la cosa podría llegar a oídos del rey, y su severidad era harto notoria para exponerse a sufrir sus efectos.

Mas como estas reflexiones no se le alcanzaban al interesado, no vio en la conducta de su dama sino un proceder sobremanera generoso y noble, y no perdonó sacrificio alguno para compensar el que suponía que prestándose a sus deseos hacia Violante.

Pasáronse así algunos años, durante los cuales, don Juan, a quien su hermano quería como a hijo, recibió una educación distinguida, pues la intención de éste era que siguiese la carrera de las leyes; mas, a pesar de todo, el fogoso joven se empeñó en ser soldado; y el marqués, débil por carácter y por cariño, accedió a sus deseos enviándole a Flandes, en donde, como se ha dicho, probó que, en efecto, la naturaleza le había hecho más a propósito para las armas que para las letras, aun cuando su ingenio y aplicación eran notables.

Mientras don Juan añadía a los antiguos blasones de su casa nuevos timbres con los laureles con que en Flandes se coronaba, vegetaba su hermano al lado de Violante, amándola cada día más.

Así le hubiera tal vez sorprendido la muerte, sin el incidente que vamos a referir.

Un primo hermano del marqués, llamado don Pedro de Hinojosa de Vargas, comendador del hábito de Santiago, hombre de poca más edad que él, pero de mucho más mundo, experiencia y penetración; fue a la corte a establecerse; y, como era natural, lo hizo en casa de su pariente.

Era el comendador uno de aquellos hombres que han aprendido a conocer el mundo a fuerza de repetidas y dolorosas experiencias, y que, aunque dotados de bastante rectitud de conciencia para no convertirse de víctimas en verdugos, conservan, sin embargo, para lo sucesivo, la memoria de los pasados extravíos, y jamás dan un paso sin estar seguros de la firmeza del terreno en que sientan el pie. Para obrar así es preciso ser observador. Hinojosa, pues, lo era; como no era necesario demasiada perspicacia para conocer de qué pie cojeaban los acompañantes de su primo, a los ocho días de estar en su casa vio, desde luego, que éste era juguete de sus pretendidos amigos.

Las relaciones del marqués con Violante le parecieron sospechosas, sin más que saber su origen, y a poco que averiguó tuvo motivos de confirmarse en el propósito formado de desembarazar a su pariente de tan vergonzosos lazos.

El medio para conseguirlo no era fácil de hallar; la menor insinuación que se le hiciese al marqués contra su amada y amigos le sacaban realmente de sus casillas. Razones eran, pues, excusadas; hechos, y hechos claros y evidentes, eran los únicos que podían convencer al engañado amante.

Como el comendador estaba íntimamente convencido de que la dama no podía menos de hacer de las suyas, su único objeto fue hallar manera para hacer testigo a su primo de algunas de sus hazañas; y sabiendo que no hay medio más seguro para conocer las flaquezas de los amos que preguntárselas a sus criados, hizo sobornar a una sirvienta de Violante, que a fuerza de oro prometió servirle completamente, y lo cumplió en efecto.

Para abreviar: Hinojosa tuvo maña para hacer al marqués testigo presencial de una de las infinitas infidelidades de su dama. Encarecer el sentimiento del engañado amante es imposible. Su melancolía fue tal, que produjo una obstinada ictericia que estuvo a pique de costarle la vida. Mas el tiempo, su índole apática y los cuidados y reflexiones del comendador, acabaron por suavizar, si no extinguir enteramente su pena.

Vivían con el marqués, además de Hinojosa, un capellán sexagenario, hombre de bien, pero sobradamente pedante, que había sido su ayo; su mayordomo, sujeto tan aritmético como una tabla pitagórica; y la servidumbre, que no dejaba de ser numerosa.

Una tarde, como a las dos de ella, y una hora después de haber comido, estaban reunidos en el comedor de la casa del marqués, éste, don Juan, el comendador y el capellán.

Jugaban los dos últimos al ajedrez con el silencio y recogimiento que acompañan infaliblemente a tal ocupación, tan impropiamente llamada juego.

El marqués, sentado en un sillón de maciza madera, guarnecido de clavos dorados y forrado de terciopelo carmesí, se conservaba a la cabecera de la mesa, con los ojos cerrados como si durmiera; pero no lo hacía, o soñaba en cosas tristes, pues dos lágrimas bajaban por sus lívidas mejillas, tan despacio que parecía que se avergonzaban de humedecer el rostro de un hombre.

Nuestro don Juan, no muy lejos de su hermano, estaba también sentado a la mesa con la cabeza apoyada en una mano, el semblante descolorido; el ademán pensativo, y los ojos fijos, que daba temor mirarle.

Desde que este joven había regresado de Flandes perdió la casa del marqués cierto aspecto claustral que aún conservaba desde el tiempo de su padre. La natural alegría de don Juan, y hasta su mismo aturdimiento, encantaban al marqués, y daban más libertad a las restantes personas de la casa para desembazarse alguna vez de las severas formas que en aquel tiempo prescribía la etiqueta.

Ésto, y el ser él naturalmente bondadoso, le granjearon el afecto general de tal manera, que podía decirse que más amo era él en la casa que su mismo dueño.

Como un mes antes de la tarde en que nos hallamos regresó don Juan de Vargas de Valladolid, después de una ausencia de más de tres semanas; viosele entonces enteramente distinto de lo que era al partir. Entonces, lleno de salud, impetuoso, decidor y alegre; después, descolorido, pensativo, callado y melancólico.

Todos se admiraron, y todos anhelaban saber la causa de aquella metamorfosis; pero nadie llegó a conseguirlo. A cuantas preguntas se le hacían contestaba: «Nada tengo; no sean aprensivos; yo estoy bueno, estoy alegre».

Nadie le creía una palabra, porque todos veían lo contrario de lo que afirmaba; mas, cansados de preguntar, conjeturaron, y cansados también de conjeturar; dedujeron sabiamente que, pues don Juan estaba triste y enfermo, y ellos no sabían la causa; o se había vuelto loco, o le habían hechizado.

Cada una de estas dos opiniones tenían en la casa su partido, aunque no faltaba quien adoptase las dos a un tiempo.

El comendador, cuya manía favorita era la de creerse el más profundo de los observadores, era el que capitaneaba el partido de la locura; y el capellán, que no encontraba placer compatible en este mundo sublunar al de combatir a hisopazos y exorcismos con un espíritu maligno, afirmaba que el mancebo estaba hechizado. El marqués era el justo medio, pues no creía alternativamente lo unir y lo otro, y a veces lo creía todo a un tiempo.

Descrito ya el teatro y los actores, vengamos a la acción.

-Jaque al rey, padre capellán -dijo el comendador, dando un salto: en la silla y frotándose las manos con visible satisfacción.

El capellán, arrugando las cejas y con la mano tendida hacia el tablero, iba a contestar no se sabe qué, cuando encendiéndosele el rostro repentinamente a don Juan, se alzó de su asiento, y descargando el puño sobre la mesa exclamó:

-¡Imposible! ¡Jamás!

Y como desatinado se salió del aposento apresuradamente.

-¿Cómo imposible? -dijo el comendador, creyendo que don Juan hablaba de su jugada; pero volviéndose al mismo tiempo de decir esto, y viendo los movimientos de su primo, no pudo menos de exclamar:

-Lo que yo digo; pobre mozo, loco de remate. Para hacer esto sin haber yo averiguado la causa, no puede menos de estar loco.

-Loco... lo será el que no vea en los desatinos de ese mancebo la mano de Astorot que le atormenta -replicó el capellán.

-Padre Teobaldo; ¡un Vargas endemoniado! Primo, un pariente loco... Pero en efecto..., pudiera..., no sé... veremos... -interrumpió el marqués, despavorido y absorto con lo que pasaba.

-Un Vargas, señor marqués, está tan sujeto a calamidades de esta especie como el más miserable jornalero. Nabucodonosor, rey de Babilonia; fue bruto muchos años, y...

-Desde entonces acá no nos faltan ejemplos de grandes personajes que lo han sido toda su vida -repuso el comendador-. El rey Saúl estuvo poseído del espíritu maligno, y el mismo David nos dice: Cuare tristis incedo dum afligit me inimicus? Sic est, que el señor don Juan de Vargas, aunque de ilustre nacimiento, es infinitamente inferior al pagano Nabucodonosor, al ungido Saúl, y al rey profeta: Ergo, don Juan puede muy bien estar endemoniado.

-No lo niego -dijo el marqués, cediendo al peso de tan poderosos argumentos.

-Yo no niego el posse, por mi parte; lo que niego, primo, es que vuestro hermano esté ahora endemoniado -contestó Hinojosa.

-Provo -exclamó el capellán.

-Dejémonos de argumentos, padre. Yo soy observador, y me intereso demasiado en el bienestar de don Juan, para que en más de un mes que hace que le vemos así, no haya estudiado su enfermedad. Estoy seguro, segurísimo; de que los que padecen una demencia absoluta...

-Veritas veritatum.

-Nada de latines, capellán, y menos de desvergüenzas: razones y no citas ni insolencias son las que aquí necesitamos.

-¡Paz, paz, por Dios santo!; en mi casa no quiero riñas.

-Ni reñimos tampoco marqués, ya sabéis que los doctores se tiran los bonetes en un acto, y luego salen de él tan amigos como entraron. Ministerio es de paz... No se hable más de ello, que será peor. Lo que importa es descubrir cuál es, en efecto, el mal de don Juan y ponerle remedio.

-Sí, sí, eso es lo que importa, primo Hinojosa, ponerle remedio, como vos decís.

-Las armas espirituales... son eficacísimas y excelentes a su tiempo, pero por ahora no las necesitamos.

-¡Oh pertinacia, oh ceguedad!

-Dejad hablar al padre, primo; si le interrumpís siempre, ¿cómo ha de explicarse?

Con esta insinuación del marqués calló el comendador, y pudo el capellán explayar su erudición, de la cual haremos gracia a los lectores, contentándonos con decir que en un largo, difuso y embrollado discurso, después de explicar muy por menor los síntomas que se advierten en los endemoniados, quiso probar que la melancolía, las frecuentes distracciones y los repentinos accesos de cólera que se notaban en don Juan, eran otras tantas señales de hallarse el infeliz sirviendo de posada a algún diablo, y no de los de menor importancia en el infierno.

Don Pedro le escuchó como quien oye llover; mas no así el marqués; que, acostumbrado desde la infancia a mirar al padre como un oráculo; y persuadido por otra parte de que sus últimos disgustos habían provenido de haberse apartado del camino que en sus consejos le trazaba el capellán, se sintió extrañamente conmovido, y no sólo consintió, sino que suplicó a su antiguo ayo que desde luego pusiese mano a la obra de echarle los demonios del cuerpo a su hermano.

Esto era justamente lo que el padre Teobaldo quería, pues en todo el discurso de su dilatada vida nunca se le había presentado ocasión de habérselas cara a cara con el señor demonio. Así es que, tomándole la palabra al marqués, salió inmediatamente de la sala temiendo que el comendador le hiciese volver atrás.

Iba, en efecto, Hinojosa a tronar contra tan desatinada idea; pero la retirada del capellán y la del marqués, que temiendo la tormenta se marchó también en pos de él, se lo imposibilitaron.

Parecerá a un lector del siglo XIX, que el padre Teobaldo y su alumno debían de ser muy necios para creer en el endiablamiento del pobre don Juan, y, sin embargo, se desengañará: medio a medio.

No sólo en el siglo XVI sino en mucho después, el último monarca español de la casa de Austria, Carlos II; se hizo atormentar voluntariamente por espacio de muchos años consecutivos para que le sacaran del cuerpo los demonios, que estaba muy lejos de tener en él.

Este ejemplo bastará para probar cuáles eran en la materia las ideas de aquellos tiempos, pues si en el trono había tales preocupaciones, fácil es de inferir que más abajo no faltarían.

Media hora después de terminada la discusión entre el marqués; el comendador y el capellán, entró este último en la estancia de don Juan, vestido de sobrepelliz y estola, con el bonete en la cabeza, en la mano derecha un hisopo, y en la izquierda un misal abierto.

Seguíale un lacayo con un caldero de agua bendita, otro con una taza de aceite, el marqués y su mayordomo, y dos o tres criados más, todos con el rosario en la mano.

Don Juan estaba aletargado sobre su lecho, encima del cual se había arrojado cuando salió del comedor con la precipitación que se ha visto, y como el padre Teobaldo y su comitiva entraron silenciosamente en su aposento, nada sintió.

Rodearon, pues, su cama, y, quedándose el capellán a los pies, comenzó a leer en voz baja algunas oraciones del misal, respondiendo los circunstantes amén cada vez que terminaba una de ellas.

Al cabo de algunos minutos de rezo le pareció bien al padre rociar al demonio con agua bendita, y, mojando el hisopo en el caldero; le mojó la cara a su sabor, con lo que despertó al pobre don Juan; incorporose éste en la cama, y no sin algún sobresalto contemplaba el extraño grupo que veía, cuando una segunda descarga del hisopo le inundó completamente el rostro.

-Váyanse a todos los diablos -exclamó colérico- o por vida...

-Hermano don Juan, sosegaos, que por vuestro bien se hace todo esto -le interrumpió el marqués, asiéndole de un brazo.

Le coge Vargas la cara lo mejor que pudo, y se encaró con su hermano, mirándolo de hito en hito para asegurarse que, en efecto, era él quien le hablaba, y que no era un sueño cuanto estaba sucediendo.

Entre tanto, el capellán rezaba y rociaba intrépidamente, y el mayordomo y las criadas respondían amén siempre que les tocaba.

Viendo don Juan que de toda aquello no le resultaría más mal que el de mojarse alguna cosa, y que su hermano parecía tener particular empeño en que siguiera la operación, resolvió tolerarlo; y cruzándose de brazos permaneció inmóvil, limitándose a observar cuidadosamente los movimientos de cuantos le rodeaban.

A cierta seña del capellán, el criado de la taza de aceite se aproximó al marqués, y éste, tomándola en las manos, se la acercó a los labios a su hermano «Bebed, don Juan, le dijo, bebed, siquiera por amor de mí».

Tomó Vargas la taza con mucho sosiego, y se disponía tal vez a beberla, pero el olor del aceite, en el cual iban además algunos granos de incienso, era tan fuerte, que lo percibió inmediatamente.

Entonces miró el brebaje de la taza, y, volviéndose al marqués, le preguntó:

-¿Esto queréis que beba, hermano?

-Sí, hermano, bebedla y sanaréis de vuestra dolencia.

-Yo no estoy enfermo; estáis engañado; no estoy enfermo.

-Enfermo estáis -dijo el capellán-, y de enfermedad mortal.

-Padre, no estoy enfermo; mi salud es cabal, nada me duele.

-El alma, el alma es la enferma.

-Tal vez.

-Bebed, don Juan -volvió a decir el marqués.

-No, no, hermano, no; este brebaje me haría reventar.

-Es preciso beberla -exclamó el capellán.

-Es preciso -repitió el marqués.

-Es preciso, es preciso -dijeron en coro los criados.

-Pues no la bebo, señores, no la bebo -replicó el interesado, volviendo a poner la taza en el plato que tenía el marqués en la mano.

Éste se la entregó al mayordomo, y al mismo tiempo echó a andar para salir del aposento, y, en efecto, salió. Entonces dos criados se aproximaron a don Juan para obligarle a beber; mas él, conociéndolo, cogió de nuevo la taza; bautizó con ella al mayordomo, y saltando en seguida de la cama, asió la espada que a la cabecera de ella tenía, y dio tras de todos a palos.

La puerta les parecía estrecha para salir por ella a cuantos había en el cuarto, incluso el capellán, y con tanta precipitación quisieron huir, que al llegar a una escalera, por la que precisamente tenían qué pasar, se le enredaron las piernas al mayordomo entre las del que llevaba la caldera, y uno y otro rodaron de alto a bajo, poniendo el grito en el cielo; la caldera, suelta, soltó toda el agua que contenía, y después con estrépito notable siguió a su portador hasta el piso bajo.

Los perros del marqués, que eran bastantes, comenzaron a ladrar, y uno de ellos, abalanzándose a los dos caídos, sacó en triunfo el peluquín del mayordomo, que maltrecho yacía al pie de la escalera.

El capellán y los restantes llegaron sin tropiezo hasta aquel punto, pero allí tropezaron en los dos que, por bajar más deprisa, llegaron antes.

Los primeros poseedores del suelo renovaron sus aullidos al recibir encima a sus compañeros, y estos, enredados unos con otros, y no acertando a levantarse, gritaban también cuanto podían. Tan extraordinario rumor alarmó toda la casa, de modo que inmediatamente acudieron el marqués, el comendador, el cocinero, sus ayudantes, los pinches, etcétera.

Hinojosa soltó la carcajada viendo el singular grupo de hombres y perros que había al pie de la escalera, y a don Juan, que con la espada en la mano lo contemplaba desde lo alto de ella.

Era, en efecto; difícil no reírse: la calva del mayordomo salía de entre las piernas de un lacayo, y las narices del padre capellán hacían parte integrante del posterior de otro.

Un podenco se había sentado sobre la espalda de uno con la peluca en la boca, y otros dos o tres se entretenían con las piernas de los pobres caídos.

El primer cuidado de los recién venidos fue levantarlos a todos y examinar si tenían alguna herida, pero felizmente no hallaron más que tal o cual chichón; aunque no había uno que no se quejase como si se hallara en la hora de la muerte.

Puesto ya en pie el capellán, y recobrada su estola; que había perdido en la retirada, volvió la cabeza a la escalera, y viendo en ella a don Juan; como ya se ha dicho, echó a huir de nuevo, diciendo:

-Te conjuro, espíritu rebelde, te conjuro en nombre de Dios.

El comendador mandó retirar a todos los caídos, y habiéndolo hecho por sí el marqués, sentido del mal éxito de aquella empresa, se quedó Hinojosa sólo con don Juan, a quien rogó que pasara con él a su cuarto, en lo que este consintió sin dificultad.

Solos ya, y sentados ambos pacíficamente, pasaron algunos minutos en silencio, reflexionando don Juan en sus asuntos particulares, o en lo que acababa de suceder, y su primo en la manera más a propósito para entablar la conversación. Bien hubiera querido Hinojosa que el hermano del marqués rompiese la barrera haciéndole alguna pregunta; mas viendo que no lo hacía, hubo de determinarse a romper el silencio.

-Estaréis asombrado; don Juan, con lo que acaba de pasaros.

-¡Asombrado!... ¿De qué puedo asombrarme ya en este mundo?

-Sin embargo, primo, no es cosa que sucede todos los días a un caballero esto de exorcizarle.

-No, en efecto; y a la verdad, no concibo qué extraño capricho ha sido el de mi hermano en hacerme esta burla tan intempestiva.

-Os engañáis, don Juan, tomando a burla cuanto acaba de suceder. El marqués os ama de veras, y es incapaz de tan pesada chanza. No, primo, nadie ha tratado de burlarse de vos. El camino se ha errado, y yo bien se lo he dicho; pero las intenciones han sido las mejores del mundo.

-Pero, ¿no, me diréis a qué viene el rociarme con agua de pies a cabeza, el rezarme, y sobre todo el quererme hacer beber una taza de aceite?

-Creeros endemoniado.

-¡Jesús! El Señor me libre en lo sucesivo de semejante trabajo, como hasta aquí lo ha hecho.

-Amén. Ya os he dicho que estoy persuadido de la falsedad de semejante suposición. Y, sin embargo, ¿qué queréis que crean los que observan sin cesar vuestra extraña conducta, sin que aparezca ni remotamente motivo para ella? ¡Don Juan, don Juan! ¿Merece el marqués, que os ama como un padre, y que tantos años hace os sirve de tal, merezco yo, mozo ingrato, merece la fidelidad de vuestro criado, que a todos nos tengáis con el alma en un hilo, viéndoos perder la salud y hacer extrañas locuras? ¡Qué hemos de creer! Decidlo vos mismo.

Mientras que Hinojosa declamaba así, con bastante vehemencia, don Juan; levantándose de su asiento, comenzó a dar vueltas por el aposento, con visible agitación; y aun algunas lágrimas, fugitivas se escaparon de sus ojos.

Viéndolo así enternecido, no quiso el comendador atormentarle más, ni perder la ventaja conseguida, y para conciliar ambos extremos se fue a su primo; y, tomándole la mano afectuosamente continuó diciendo:

-En vuestra mano está hacer cesar en un punto todos nuestros temores.

-Decid el medio, comendador.

-Romped ese obstinado silencio, reveladnos la causa de vuestro padecer. Si ella es tal que admita remedio, se le aplicará, y si por desgracia no lo tiene, lloraremos con vos.

A esta última proposición soltó don Juan la mano de Hinojosa y dio dos o tres pasos sumamente aprisa; el comendador volvió a ocupar su asiento, esperando en él el resultado de aquel acceso.

No fue éste muy duradero, pues apenas pasaron dos minutos, sentándose Vargas de nuevo, empezó a hablar de esta manera:

-Sí hay, primo, en este mundo personas que por todos títulos merezcan mi confianza, sois mi hermano y vos. Pero escuchadme bien, y sea esta la última vez que hablemos de semejante materia.

»Dentro de mi corazón hay una pena que me devora, que me seguirá hasta el sepulcro y más allá, si después de la muerte conservamos la más pequeña parte de nuestra existencia.

»Mi honor está por ahora comprometido a no revelar la causa de mi disgusto. He dado mi palabra de no hablar. Excusad, pues, súplicas y razones. Los más crueles tormentos no me arrancarían una sílaba más de lo dicho.

»Nada me digáis, comendador, para agradecer la tierna solicitud de mis parientes: bastante he hecho, pues confesando que tengo un secreto, os he revelado ya más de la mitad de él.

»Compadecedme; pero no os obstinéis en saber más de lo que puedo deciros.

»Grabad en la memoria lo que voy a deciros. Si mi propio padre, saliendo del sepulcro, sólo para ello; diera un paso para sorprender mi secreto, pudiera ser que le arrancase la vida.

»Comendador, dadme la mano; nuestra amistad será eterna, como el agradecimiento que me inspiran vuestros cuidados; pero, lo repito, jamás, jamás volveremos a hablar de esta materia.

En tanto que don Juan estuvo hablando no apartó Hinojosa los ojos de su semblante, y si bien en algunos momentos se agitaba extraordinariamente Vargas, es cierto que no advirtió en él síntoma alguno de demencia.

Convenciose, pues, de que, en efecto, la situación de aquel mancebo dependía de causas naturales, aunque sólo conocidas del mismo interesado; y renunció a su primera idea.

-Os he escuchado -dijo- con la mayor atención, y no pretenderé saber lo que como hombre honrado no podéis decirme. No se hable más en ello. Pero voy a hacer una súplica que está en vuestra mano concederme. Ocultad lo que podáis, al menos en presencia del marqués: don Juan, conocida es por vos su melancolía. No queráis aumentarla. Ninguna gloria es mejor que la de vencerse a sí mismo.

-Yo me esforzaré para complaceros. Recibid mi promesa.

-Cuento con ella. Quedad, primo, con Dios, y si alguna vez necesitáis de un pecho fiel y de una espada que en sus tiempos tuvo buenos filos, el comendador Hinojosa no necesita saber en qué ni por qué le empleáis; su vida es vuestra.

-No quiera Dios que yo os envuelva en mis males; pero jamás olvidaré tan generosa oferta. Dadme los brazos.

-Y el alma con ellos.

Abrazáronse, en efecto, los dos primos con la mayor ternura, y el comendador salió del aposento para dirigirse a la habitación del marqués, a quien encontró en conferencia con el capellán y el mayordomo sobre los medios de renovar con menos riesgo y mejor éxito el pasado exorcismo.

La llegada de Hinojosa puso término a la discusión y al proyecto.

Dijo el comendador a aquellos tres personajes que acababa de tener una larga conversación con su primo en la cual había acreditado completamente que se hallaba en su sano juicio.

-Me ha confesado -añadió- que tiene penas que su honor le prohíbe revelar. Vuestra merced, padre capellán, se ha engañado, y yo también. Don Juan no está endemoniado, y menos loco. Probablemente su pena será algún amorío: es enfermedad de la edad. Los años la curarán. Entretanto; dejémosle en paz por nuestra parte; harto tiene que hacer el desdichado con lo que se conoce que sufre interiormente.

Esto bastó por entonces a que el marqués prohibiera al padre Teobaldo la continuación de sus combates espirituales, y, gracias a tal medida, pudo don Juan dormir tranquilo, sin temer que al despertarse le ofreciesen por desayuno una taza de aceite bendito.



Introducción - Libro primero: I - II - III - IV - V - Libro segundo: I - II - III - IV - V - VI - VII - Libro tercero: I - II - III - IV - V - VI - Libro cuarto: I - II - III - IV - V - VI - VII - Advertencias