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Ni rey ni Roque: 24

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Capítulo V

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 Ése es golpe de fortuna,
 Farfán; que vos no entendéis.
(Sancho Ortiz de las Roelas.)


Gabriel de Espinosa o don Sebastián, como mejor se quiera, en medio de mil cualidades eminentes, tuvo siempre una propensión a la especie de mujeres que, en oprobio de su sexo, abundan y han abundado siempre demasiado en todos países, que, en fin, le fue funesta.

A excepción de la temporada de sus amores y matrimonio con Clara, por donde quiera que viajó contrajo relaciones con mozuelas despreciables. Verdad es que las trataba como merecían. Jamás les confió su nombre, ni aun el que llevaba entonces. Veíalas, por momentos, pagaba generosamente y las miraba con el desprecio a que eran acreedoras.

Ya hemos dicho que en Valladolid encontró a Violante, a quien en su primer viaje a Italia, antes de unirse a la hermana de Inés, conoció con el nombre de Camila.

Visitola de cuando en cuando, y no hubo visita en que no diese muestras de su acostumbrada liberalidad, prenda que contribuyó no poco a consolar a la cortesana del contratiempo de haberse encontrado con un hombre que la conocía.

Sin embargo, siempre conservaba Violante el deseo de deshacerse de aquel hombre a cualquier precio que fuese; y la casualidad le ofreció uno digno de ella por lo inicuo.

El mismo día para cuya noche citó el pastelero a don Juan en el Campo Grande, quiso su mala ventura que se le cayese del bolsillo en casa de aquella mujer despreciable un retrato de Felipe II que la señora doña Ana de Austria le había regalado.

No lo advirtió Gabriel; pero sí Violante; y su primera idea fue la de apropiarse sin escrúpulo aquella alhaja, cuyo valor se echaba desde luego de ver que era considerable.

Pero el diablo moderó entonces su avaricia para inspirarle otro proyecto verdaderamente infernal.

-Esta alhaja -dijo para sí- vale mucho para ser de este hombre. Él, por otra parte, vive con un misterio que nada bueno anuncia. No me ha querido decir su nombre, ni dónde vive; y si yo sé esto último es porque le he seguido por mi criado. Voy, pues, a delatarlo como sospechoso en virtud de este retrato, y así salgo de él.

Después de este soliloquio tomó su mantilla y rosario, y se fue derecha a casa del alcalde de su cuartel, que lo era don Rodrigo de Santillana, quien el día antes acababa de llegar a Valladolid.

Violante, al enterarle de lo ocurrido, presentándole la joya, tuvo buen cuidado de no decirle el motivo de las visitas que le hacía el sujeto a quien acusaba; y habiendo indicado la casa en que posaba Gabriel, se retiró, no sin requebrarla el juez, que tampoco era insensible a los encantos del bello sexo.

Don Rodrigo hubiera dado poca importancia a la delación si la prenda, que se suponía robada no fuera el retrato del rey, cuyas severas palabras resonaban aún en sus oídos. La guarnición de la pintura era, además, de tal naturaleza, que era de presumir perteneciese a un personaje de la más elevada categoría; y servir a un personaje era siempre para don Rodrigo cosa urgente.

Tomó, pues, sus medidas, de manera que, media hora después de recibido el aviso, la posada de Gabriel, que era una de las secretas de la calle de Esgueba, estaba rodeada de esbirros en todas direcciones.

Gabriel, a la oración, se retiró a su casa con objeto de escribir a fray Miguel.

Apenas anocheció, don Rodrigo con toda su ronda entró en la posada, e imponiendo silencio a cuantos encontró, sin obstáculo alguno logró sorprender al pastelero, que habiendo concluido de escribir, se había arrojado sobre el lecho para hacer tiempo hasta la hora de ir al Campo Grande.

Hallose en defecto por esta vez la previsión de Espinosa. El alcalde lo halló sin jubón ni otro vestido que una camisa de fina holanda, con cuello y vueltas de cadeneta pegados a ella; y unos calzones también de la misma tela.

Dos alguaciles que entraron los primeros en su estancia le intimaron, apuntándole con sus mosquetes, que no se menease, y así lo hizo, por no ser ya posible en su estancia.

Don Rodrigo procedió en seguida al registro de su maleta, y, halló en ella varias y muy ricas joyas, que según parece del inventario entonces formado, eran las siguientes:

It. Un librillo de oro con algunos diamantes. Éste fue regalo de la señora infanta doña Isabel a la señora doña Ana de Austria.

It. Un anillo de oro con un diamante grande, en fondo finísimo.

It. Unas muy ricas imágenes para la cabecera de la cama.

It. Una piedra Besar muy grande, engastada en oro.

Por último, un reloj de oro con diamantes para el pecho, y algunas otras cosillas de valor.

En tanto que se inventariaban estas alhajas, Gabriel acababa de vestirse, y en seguida don Rodrigo le preguntó:

-¿Quién sois? ¿Cómo os llamáis?

-Mi oficio es el de pastelero en la villa de Madrigal; llámome Gabriel de Espinosa.

-¿Y por qué, mudasteis de posada hace dos días?

-Era la huéspeda muy puerca, y gústame la limpieza.

-Mucho escrúpulo es ése para un pastelero, hermano.

-Antes, por serlo, es menester reparar más en la limpieza.

-¿De dónde os vinieron a vos tantas y tan ricas joyas? Seguramente habréis tenido buen despecho si haciendo pasteles ganasteis para comprarlas.

-Esas joyas, señor alcalde, bien conocerá usted que no pueden pertenecer a un hombre bajo. Diómelas la señora doña Ana de Austria, monja del monasterio de Santa María la Real, en la villa de Madrigal, para vendérselas en esta ciudad, y a eso sólo he venido a ella.

-Para hombre bajo, como vos decís, el lienzo que gastáis me parece un tantico fino de más.

-¿Las carnes de un pastelero no pueden ser tan blandas y delicadas como las de un príncipe?

-Muy retórico sois, hermano pastelero; acabad de una vez de decirnos quién sois.

-Ya, señor alcalde, lo tengo dicho.

-No quisiera que tuviéramos que poneros en cueros para ver con nuestros ojos la blancura de esas carnes tan bien cuidadas, ni acudir a un par de vueltas de cuerda para probar su delicadeza.

-Yo conozco a usted, y sé que es un honrado caballero que no hará ese agravio -respondió Espinosa a la atroz alusión de don Rodrigo, con tanto desembarazo e ironía como si no fuera a su propio cuerpo al que se amenazaba con el tormento.

Conoció el alcalde que por entonces era inútil insistir en saber más de aquel hombre; y mandó que le atasen para llevarlo a la cárcel. A esta orden la fisonomía de Gabriel dejó ver señales de una violenta cólera; pero acertando a contenerse, se contentó con decir gravemente al juez:

-Mire lo que hace, y cómo trata a los hombres honrados, que ni a él ni a los demás los ha puesto aquí el rey para hacer agravio a los forasteros.

-Si vos lo fuereis, allá parecerá, y os trataremos como a tal. Por ahora, por pastelero os habéis vendido, y así se os lleva y trata respondió Santillana; y a una seña suya, arrojándose los alguaciles sobre Espinosa, lo maniataron mal de su agrado.

En seguida lo condujeron a la cárcel de la chancillería, donde lo metieron en un calabozo, poniéndole un buen par de grillos.

El traje, la manera de hablar y el aire importante de Espinosa, hicieron su acostumbrado efecto en Santillana. Pero si bien el alcalde se persuadió de que aquel hombre no podía ser realmente pastelero, se limitó también a creerle uno de los muchos caballeros de la garra o de la industria que entonces abundaban en España.

Esta creencia hubo de costarle el no descubrir jamás quién fuese Espinosa. Lo primero que hizo don Rodrigo fue despachar un correo a Madrigal, preguntando a la señora doña Ana si en efecto era verdad que hubiese dado a vender a un pastelero varias de sus joyas.

Antes de referir la respuesta de esta señora nos es forzoso volver a la época en que don Sebastián se dio a conocer en Madrigal al vicario de Santa María.

La escena de la iglesia de que don Juan fue testigo, y hubo de ser víctima, no dejó duda a fray Miguel de que su monarca vivía y estaba en Madrigal, y la primera persona a quien comunicó tan fausta nueva fue a la señora doña Ana.

Pocos días después Gabriel de Espinosa fue presentado a su agusta prima. Al principio rehusó cubrirse ni tomar asiento en su presencia, queriendo negar quién era; pero a fuerza de ruegos de doña Ana, quien le reconvino tiernamente por no haberla visitado antes, acabó por declarar su nombre.

La religiosa no podía tolerar la idea de que un monarca viviese ejerciendo un oficio despreciable, y así trató de que don Sebastián lo dejase inmediatamente, ofreciendo para sustentarlo cuantas joyas poseía.

Pero no fue posible hacerle admitir la menor cosa. Insistió en que el oficio servía para encubrirle mejor, y las cosas quedaron en el mismo pie que antes.

Entonces principió la conjuración para recuperar el trono de Portugal, próxima a estallar cuando Espinosa fue preso.

Cuando el pastelero salió de Madrigal para Valladolid, doña Ana, auxiliada por su vicario, introdujo en su maleta, sin saberlo él, las joyas que tan funestas le fueron, y que el interesado no supo tenía en su poder hasta que llegó a su destino. Sobre esto escribió a la señora doña Ana una carta reconviniéndola por su ardid, expresándose en los términos más delicados sobre su repugnancia en admitir los dones de una princesa reclusa, y amenazando de que, por la primera ocasión, devolvería las joyas. Pero tanto la hija de don Juan de Austria como fray Miguel, contestaron insistiendo con más fuerza que nunca sobre la necesidad de que se vendiesen aquellas alhajas para aplicar su importe a los gastos de la guerra, que don Sebastián no quiso disgustarlos por entonces, y resolvió conservarlas en su poder para devolverlas en su tiempo y lugar.

En este estado se hallaban las cosas, cuando el correo del alcalde llenó el convento de consternación. Fray Miguel; avisado inmediatamente, acudió al locutorio, y en él halló a la señora doña Ana llorando amargamente con la niña Clarita, que había querido absolutamente conservar en su poder, en los brazos.

-¿Qué tiene Vuecelencia, señora? -exclamó el buen fraile, alarmado.

Doña Ana, por respuesta, alargó el despacho de don Rodrigo Santillana. Fray Miguel lo leyó de la cruz a la fecha no sin alguna alteración; y, al devolvérselo a la religiosa, dijo, con bastante serenidad:

-Éste, señora, es un contratiempo; pero no tan grave como a Vuecelencia le parece, si puedo atreverme a juzgar por sus lágrimas. Lo que hay que hacer es que Vuecelencia escriba sin pérdida de tiempo a ese alcalde que es, en efecto, cierto que ha dado a vender sus joyas al pastelero; y que le ponga sin demora en libertad. El testimonio de Vuecelencia bastará, sin duda, para conseguirlo, y saldremos de este lance sin otro mal que el del susto.

No se hizo la señora doña Ana repetir dos veces este consejo, sino que inmediatamente escribió a don Rodrigo, usando de todo el ascendiente que la concedía su ilustre nacimiento para obtener la libertad del preso.

No perdió tampoco fray Miguel el tiempo. Trasladose inmediatamente a la pastelería, cuyas llaves estaban en su poder, y sacó de ella un escritorio que contenía toda la correspondencia del rey y de él mismo con los conjurados. El fuego destruyó todos aquellos papeles y cuantos relativos al mismo asunto pudo el vicario haber a las manos. El día antes de la prisión de Gabriel de Espinosa le había fray Miguel, enviado al mulato Domingo, con una carta; pero ésta no le inspiraba inquietud ninguna, pues habían convenido en que cuantas recibiese las destruiría inmediatamente después de leídas.

Domingo era fiel, callado y obediente; pero tenía un vicio que le dominaba, y era el de la embriaguez.

Salió de Madrigal, y en el primer ventorrillo que encontró le pareció oportuno hacer un sacrificio a Baco. Por desgracia era el vino bueno, y las libaciones del mulato fueron tantas y tales, que al cabo de dos horas de estancia en el ventorrillo se halló incapaz de dar un solo paso, y comenzó a decir un sinnúmero de disparates que divirtieron mucho a los que allí estaban.

Uno de los infinitos bufones de taberna, que, borrachos de profesión, en nada se complacen tanto como en que lo sean también cuantos se les acercan, tomó a su cargo rematar, como ellos dicen, al mulato, y para conseguirlo acudió al aguardiente.

Con esto se completó la obra del embrutecimiento de Domingo, quien cayó inerte como un tronco, debajo de la mesa del ventorrillo.

Largo tiempo hacía que éste estaba desierto, y el mulato no daba señal de vida. Pero el ventero, familiarizado con tales accidentes, cerró la puerta a la hora de costumbre y se echó a dormir muy tranquilo.

Al amanecer del siguiente día, despertó Domingo, y tratando de levantarse para proseguir su camino, al primer paso cayó redondo al suelo.

La gran cantidad de vino y de aguardiente que había bebido le causó una abrasadora calentura, que en dos días no le permitió moverse del durísimo lecho que en la venta le dispusieron. Al tercero salió, en fin, para Valladolid y llegó a la posada en que se le dijo encontraría a su amo.

A la puerta de ella, y sentados en un banco, había dos hombres de mala traza y peor cara, que parecían entretenidos en jugar a la morra. Caíanles unos sucios y desmesurados bigotes sobre el labio inferior, que casi ocultaban, y sus puntas retorcidas sobre las mejillas les prestaban el aire de dos gatos monteses. Cada uno llevaba su espada de longitud desmesurada, y las empuñaduras eran de hierro mohoso, con grandes gavilanes.

Aquellos dos señores eran dos alguaciles.

Domingo, después de haber examinado con atención las señas de la casa y reconocido que convenían en todas sus partes con las que a él le dio fray Miguel, entró en ella sin curarse de los corchetes ni decirles palabra.

Los ministros de justicia no le dieron a él tan poca importancia, pues inmediatamente uno de ellos, levantándose de su asiento, se metió en seguimiento suyo en la posada, pero con tanto silencio, con pasos tan cautelosos, que Domingo no advirtió en la honra que le hacían.

-¿Gabriel de Espinosa vive aquí? -preguntó el mulato a la primera persona que se le presentó delante.

-Ha mudado de posada -contestó el alguacil que estaba a su espalda, asiéndole al mismo tiempo la garganta con ambas manos y dando un silbido para llamar a su compañero-. Ha mudado de posada -continuó diciendo-, porque ésta no le parecía bastante decente para su merced, y Su Majestad le hospeda ahora en su casa, para más honrarle.

-Y este hidalgo de Guinea -añadió el segundo alguacil, que ya había llegado- nos hará el gusto de venir a acompañarle

Durante este ameno diálogo, el pobre Domingo, medio sofocado por la presión de las manos del robusto ministro sobre su garganta, renegaba de sus piernas, que a tal posada le habían llevado.

Los alguaciles le pusieron en las muñecas unos anillos; vulgarmente conocidos con nombre de esposas, y uno de ellos le condujo sin demora a casa del señor don Rodrigo Santillana, visita harto penosa para la natural humildad del mulato.

El alcalde, después de haber oído la relación de su ministerio, le preguntó cómo se llamaba.

-Domingo -contestó el preso.

-El apellido.

-Domingo-

-¡Hola! ¿Y Domingo a secas?

-Domingo.

-Sea en buen hora. ¿Buscabais, según parece, a Gabriel de Espinosa?

-Yo no busco a nadie.

-¿Pues a qué fuiste a la posada?

-A nada.

-¿Y de dónde venís?

-De mi casa.

-¿Dónde está vuestra casa?

-No sé.

-¡Bribón! Veremos si a caballo en un potro callas aún. Registradle, y vaya a un calabozo distinto del pastelero. A la orden del registro conoció Domingo que era llegada la hora en que la carta de fray Miguel caía en poder del alcalde, y como si con las manos ligadas pudiera tener esperanzas de evitarlo; comenzó a defenderse a patadas y mordiscos del alguacil que quería registrarle; pero sus esfuerzos fueron inútiles: una nube de corchetes se arrojó sobre él; lo tendieron en el suelo; y desnudándole a su salvo, le hallaron la carta del fraile metida en la cintura entre la camisa y el cuerpo.

Leyola don Rodrigo; brilló en sus ojos un rayo de feroz alegría, y mandó inmediatamente conducir a Domingo a la cárcel y cargarlo de hierros.



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