Ni rey ni Roque: 23
Capítulo IV
[editar] No; aunque en medio
de esta vil muchedumbre apareciera
del gran Pelayo el animoso aliento,
en vano a libertad los llamaría;
ya nadie le escuchara.
(QUINTANA: Pelayo.)
Salió Vargas del locutorio; contristado, a pesar de los esfuerzos que para serenar a Inés y serenarse él mismo había hecho. Fácilmente sentimos como la persona amada; y yo no sé qué tiene el pesar, que nos domina con mucha más facilidad que la alegría. Sin embargo, le fue preciso a nuestro caballero atender a los negocios de Espinosa y a los suyos particulares.
Es preciso advertir que don Juan no dependía enteramente del marqués. El padre de ambos fue un caballero económico, y que, amando tiernamente a sus hijos; cuidó de asegurar una legítima bastante considerable al menor de ellos. Así don Juan pudo reunir, sin tocar a los bienes del marqués, una suma de dinero suficiente a asegurarle una decente subsistencia en caso de que un revés de la suerte le obligara a expatriarse. Arreglado este primer punto, puso en orden los negocios de su hermano, cuyos bienes administraba, según ya se ha dicho.
En una entrevista con el doctor Serrano recibió de nuevo la seguridad de que aquella noche, cuando entregase la real garantía al consistorio, se pondría en sus manos la cantidad estipulada, y de que los veinte hombres armados estarían prontos para la mañana siguiente.
Así, se pasó aquel día, y llegó la hora de la cita con Gabriel: don Juan acudió a ella con su acostumbrada puntualidad; pero esperó en vano hasta pasada la medianoche.
Si Vargas estaba descontento con tan inesperada falta, no lo estaba menos el consistorio protestante, que en sesión permanente aguardaba al señor duque de Madrigal con una impaciencia poco evangélica a la verdad, pero muy natural en aquella circunstancia.
Gabriel de Espinosa, que mudaba de posada con frecuencia, jamás dijo a don Juan dónde vivía, ni este se acordó de preguntárselo; sintiolo entonces infinito, pero la cosa no tenía remedio. Cuatro horas de espera inútil le parecieron prueba bastante y sobrada de que don Sebastián no quería o no podía acudir a la cita. Trasladose, pues, Vargas al lugar de la reunión de los protestantes, y así que estos le vieron entrar hubo en la asamblea un movimiento general de satisfacción.
El doctor Serrano, que la presidía, y que con una Biblia delante de sí tenía tal vez la intención de leer en ella, pero estaba de dos horas a aquella parte con los ojos clavados en la puerta, dejó escapar un profundo suspiro, y detrás de él un «gracias a Dios» tan sentido, que se conoció que le salía de lo íntimo del corazón.
A esta exclamación del presidente, un matemático que, con la vista fija en el suelo y el entendimiento ocupado en la teoría de las paralelas, era acaso el único de los presentes a quien el tiempo no se hizo largó, preguntó:
-¿Qué es eso? ¿Se resolvió ya el problema?
Mirole con cierto aire de compasión un mercader que estaba a su lado; y los restantes miembros de la asamblea, atendiendo sólo a don Juan, no le hicieron caso alguno.
Después de saludar en general y de haber tomado asiento al lado del presidente, tomó Vargas la palabra, diciendo:
-Tengo el disgusto, señores, de anun[...]
-Sin la garantía -dijo entonces el presentado en el paraje en que tuvo a bien mandarme le esperase.
-Se eliminó -murmuró entre dientes el matemático.
-¿Y vuecelencia, señor duque, no podrá informarnos de la causa de la falta de puntualidad de Su Majestad? -dijo el presidente.
-Me es absolutamente desconocida, señores; y os aseguro que conociendo, como conozco, la escrupulosa exactitud del rey, no dejo de estar con bastante cuidado.
-En este caso -exclamó uno de los mercaderes- debemos retirar nuestros fondos, porque sin la garantía...
-No se os piden tampoco. Pero no debéis olvidar que la causa de don Sebastián y la vuestra son una misma -replicó Vargas.
-Sin la garantía -dijo entonces el presidente- no hay pacto.
-Doctor Serrano, Su Majestad ha empeñado la real palabra de conceder esa garantía; y no le haréis la injusticia de creer que sea capaz de faltar a ella. Pero si un accidente, cuya sola idea me llena de amargura, hubiera impedido al rey entregarla hoy, y le impidiera entregarla en algunos días, ¿sería justo por eso que sus auxiliares le abandonasen?
-Los cristianos reformados de España cumplirán religiosamente el pacto con Su Majestad el rey don Sebastián; pero no darán un solo paso en su favor sin tener en su poder el documento que han pedido. ¿Quién nos asegura de que don Sebastián, cediendo tal vez a las insinuaciones de algunos de sus consejeros, no trata de eludir su promesa?
-¡Quién!... La palabra de un rey, más sagrada que cuantas escrituras pueden hacerse.
-Los reyes -interrumpió un mercader- faltan a sus palabras siempre que les conviene.
-Verdad demostrada -añadió el matemático- como la proposición del cuadrado de la hipotenusa.
-¿Qué quiere decir esto, señores? ¿Es bastante que Su Majestad no haya acudido esta noche al paraje convenido, para que el consistorio dude de su buena fe hasta el punto de revocar sus propias resoluciones, en virtud de las cuales está obligado a prestarle su auxilio?
-Al contrario -contestó el presidente-, el consistorio no hace más que persistir en su primer acuerdo. El dinero y los soldados están a disposición de Su Majestad tan luego como se digne entregar la garantía.
-Soy de la opinión -dijo otro miembro de la asamblea- de que se fije a don Sebastián un plazo improrrogable para verificarlo. Estas interminables dilaciones pueden conducirnos a la hoguera: si el rey de Portugal no nos ha menester, nosotros buscaremos otro protector, mas en estado de protegernos tal vez; pero si ha de hacer uso de nuestros brazos y dinero, acabe de decidirse.
-¡Que se fije el plazo, que se fije! -dijeron a coro todos los individuos del consistorio; y el presidente preguntó que cuál sería el que señalase.
-Mañana -contestó el que había hecho la proposición.
-La manera con que el consistorio se conduce con el rey es, señores, inconcebible -dijo don Juan, a quien la ira iba dominando-. Sin embargo, yo tomo sobre mí aceptar esta nueva condición, harto degradante para Su Majestad; pero fijar el plazo a mañana, cuando ignoramos el motivo de la falta del rey esta noche, me parece el colmo de la inconsideración.
-Señor duque -le contestó el doctor Serrano-; el consistorio está pronto a dar a vuecelencia pruebas de los deseos que tiene de servir a Su Majestad, y la primera será prolongar hasta el cuarto día, contando desde hoy, el plazo propuesto. Pasado éste, cesa toda obligación entre don Sebastián y nosotros.
No replicó ya más Vargas, por conocer que de hacerlo hubiera sido de un modo poco conveniente para conciliar los ánimos, y saludando en silencio al consistorio, salió de aquel paraje y se retiró muy de mal humor a su casa.
Por la mañana fue al convento y preguntó por doña María de Castro; le dijeron que aún estaba en cama; que volviese más tarde. Hízolo así, en efecto, y la primera pregunta que Inés le hizo fue preguntarle por qué razón Gabriel de Espinosa no había ido a buscarla.
-¡Dios de bondad! Mi funesto presentimiento se ha realizado.
-Inés reía, no hay motivo de afligiros. Una leve indisposición, haberse tal vez dormido, o un asunto de mayor importancia que se atravesase, es bastante para haberle impedido asistir a la cita.
-¡Ah, don Juan, qué ingenioso sois para lisonjear mis deseos!
-Tranquilizaos, señora: vuestro dolor, sin remediar nada, sólo conseguirá hacerme incapaz de pensar en otra cosa que en consolaros.
La situación de Vargas era penosa hasta no más. No sabía qué hacer, ni adónde acudir para informarse de Gabriel de Espinosa. El doctor Serrano le acosaba; y a los temores que no dejaba de tener por su propia seguridad, se añadía el que sentía por su partido.
Un solo día faltaba para cumplirse el plazo señalado por el consistorio de los protestantes para la presentación de la garantía, y don Juan se disponía a salir de su casa para ir al convento de Inés, no sin harto disgusto de no haber adquirido noticia alguna con que tranquilizar a su amada, cuando le anunciaron la visita de don Rodrigo de Santillana.
-¡Pese al alma del alcalde -exclamó Vargas- y a qué buena hora viene el señor mío! Decidle que no estoy en casa.
-El mayordomo le había dicho ya que su señoría no había salido -contestó el lacayo.
-¡Maldito hablador! Si no hay otro remedio, que entre.
Así lo hizo; y don Rodrigo, todavía muy desmejorado con su enfermedad, echó los brazos al cuello del hermano del marqués, quien estuvo por ahogarle en ellos; tal era su enojo en aquel momento.
Sentados ambos, el alcalde dijo que hacía cuatro días que había regresado del Escorial a Valladolid; pero que tanto por su enfermedad cuanto por negocios que le habían ocurrido, había retardado una visita para él tan agradable como obligatoria.
Don Juan contestó a este cumplimiento con otro equivalente, y preguntó por su hermano. Estuvo don Rodrigo por decirle que iba él mismo a hacerle igual pregunta; pero reflexionando instantáneamente que tal vez el marqués tendría sus razones de ocultar a su hermano su repentina salida de la corte, y no siendo hombre que con nadie quería indisponerse, se contentó con responder que la última vez que había tenido la honra de ver al señor marqués gozaba este de perfecta salud; en lo cual ni mentía, ni se exponía a decir más de lo que debiera.
Su visita fue breve, y don Juan le vio con indecible placer ponerse en pie para retirarse; pero el alcalde, que no sospechaba la mala obra que hacía, no quiso dejar de disculparse de no permanecer más tiempo acompañando a su apreciadísimo amigo.
-¡Me es fuerza -dijo-, señor don Juan, separarme de vos más pronto de lo que yo quisiera. Verdaderamente somos dignos de compasión los jueces a quienes el rey nuestro señor y amo tiene encomendada su justicia. Ahora, por ejemplo, tengo que dejaros a vos, a quien estimo más allá de toda comparación (don Juan hizo una cortesía); ¿y para qué? Para ir a conversar con un solemne ladrón, cuya garganta está pidiendo un dogal a toda prisa. Y ahora que me acuerdo, tal vez le habréis visto alguna vez, si es cierto lo que dicen de que ejerce el oficio, de pastelero en Madrigal.
Por fortuna para Vargas, esta conversación tuvo lugar mientras el alcalde se retiraba ya; don Juan, por cortesía, quiso acompañarlo hasta su coche, y caminaba en pos de él; gracias a esta circunstancia no advirtió Santillana la extraordinaria turbación del hermano del marqués, a quien oyendo tan infausta nueva le pareció que el cielo entero se desplomaba sobre su cabeza.
-A propósito de Madrigal -continuó don Rodrigo-: supongo que habréis seguido mi consejo no volviendo más a ver al vicario de Santa María. El tal fraile no está en muy buen predicamento con Su Majestad, y como amigo me hubiera pesado que os confundiesen con él. No paséis más adelante, señor, don Juan. ¿Qué es eso?, ¿os sentís indispuesto?
-No sé qué me ha dado; un vahído tal vez.
-Retiraos, pues, y cuidad de una salud tan preciosa para cuantos tienen la dicha de conoceros. Yo volveré mañana a informarme de vuestro estado; y si queréis, ahora, de paso, llamaré al médico.
-No hay necesidad, don Rodrigo; yo os doy las gracias por vuestra fineza.
-Ésta es deuda, don Juan. Vuestro servidor; quedad con Dios.
-Él os acompañe.
-Dos mil demonios carguen contigo -exclamó Vargas, ya en su gabinete-, que me has clavado el puñal en el corazón hasta el cabo.
No será necesario encarecer cuál sería la pena de don Juan. Preso el rey de Portugal, aunque según el alcalde se le acusaba de robo; delito de que le sería fácil justificarse, podía, sin embargo, ser descubierto, y entonces su muerte era segura. Si por desgracia le sorprendían con algunos papeles relativos a la conjuración, la pérdida de centenares de individuos y la del mismo don Juan era infalible.
Huir de España, inmediatamente hubiera sido lo que a cualquiera otro hombre le ocurriera; pero no al amante de Inés. La adversidad hacía en él el mismo efecto que el fuego en la arcilla: al paso que la llama destruye a los demás cuerpos, los arcillosos en ella se contraen, se hacen más compactos y resistentes.
-No abandonaré yo al desgraciado don Sebastián -dijo para sí-. Sea cualquiera su suerte, la misma será la mía.
Tomada esta resolución; don Juan hubiera sido hombre de ejecutarla temerariamente si una reflexión aterradora no le hubiera detenido; Inés. ¿Qué sería de Inés, muerto su cuñado y su amante? Sola, sin amparo y en país extraño, proscripta tal vez hasta en el suyo, la más espantosa miseria era el menor de los males que tenía que temer.
Pensó don Juan volverse loco, y realmente no le faltaban motivos para ello. Lo que en el momento le atormentaba más era tener que ser él mismo quien anunciase tan tristes nuevas a su amada. Sin embargo, por más grande que fuese su repugnancia; hubo de decidirse a ello; y tomó, en efecto, el camino del convento, no con aquel afán amoroso que otras veces; sino con el trastorno general, con el desatino profundo con que un delincuente marcha al suplicio.
No necesitó Inés más que ver el desencajado rostro y el aire de consternación de su amante para presagiar algún funesto acontecimiento. Vargas no hablaba, y su futura esposa no se atrevía a preguntarle, temblando su respuesta; pero comenzó a llorar tan amargamente, que viendo don Juan que la verdad no podría causarle mayor disgusto que el que con la incertidumbre tenía, puso en su conocimiento lo acaecido, con cuanta brevedad y dulzura alcanzó a hacerlo.
Para formar una idea de la aflicción de Inés, es preciso recordar que don Sebastián, además de ser un hombre cruelmente perseguido por la fortuna, era el esposo de su hermana querida, el padre de Clarita, a quien había tenido en sus brazos desde que nació; y el rey, en fin, por quien su padre había sacrificado la vida.
Hay ocasiones en que el querer consolarnos es el más cruel de los tormentos imaginables. Don Juan conoció que se hallaba precisamente en uno de ellos; dejó desahogar libremente su dolor a Inés, lloró con ella, y con esto proporcionó algún alivio a su dolor.
Pasados los primeros arrebatos de éste, y cuando ya la bella morena fue capaz de reflexión, no se le ocultaron las funestas consecuencias que aquellos sucesos podrían tener para su amante, y le aconsejó que huyera sin demora.
-Inés -dijo Vargas-, he jurado, no una sino mil veces, vivir y morir con vos: para mí no ha habido dificultad ni peligros; todo lo he despreciado para llegara ser vuestro esposo. Ahora que he obtenido vuestro consentimiento y el del rey, ¿queréis que huya?... No, Inés, no: muera yo antes mil veces que separarme de vos.
¿A qué cansarnos? Aquella triste conferencia se pasó entre lágrimas, protestas de amor y proyectos para saber la manera con que Gabriel habría sido preso.
Don Juan salió del locutorio para ir a buscar al doctor Serrano, y su amada se encargó de escribir a fray Miguel.