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Ni rey ni Roque: 21

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Capítulo II

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 Ciego el califa en su sangriento celo,
 despuebla el mundo por vengar al cielo.

(MELÉNDEZ; Oda a la tolerancia.)


A principios del siglo XVI fueron tantos y tales los abusos de las facultades espirituales que en materia de bulas e indulgencias hizo la corte de Roma; que en Alemania, país eminentemente pensador, dos frailes, Lutero y Calvino, se alzaron contra ella practicaron la reforma de la religión cristiana conocida con el nombre de protestantismo; y a pesar del emperador; del papa y del concilio, luchando con las armas del uno, las excomuniones y los legadas del otro, y con los cánones y censuras del último, hicieron considerable número de prosélitos, atrayendo a su creencia príncipes ilustres y naciones enteras.

Lutero y Calvino dieron al poder de los papas un golpe funesto que los progresos de la civilización social prepararon hasta entonces, y en lo sucesivo hicieron verdaderamente mortal. Desde entonces, los sucesores de San Pedro perdieron aquel poder en virtud del cual daban y quitaban las coronas. Inglaterra, Suecia, Flandes, gran parte de la Alemania, se separaron del regazo de la iglesia católica; la Francia misma rehusó admitir el concilio tridentino, y la Europa entera empezó a creerse con derecho a pensar en materias de religión, cosa hasta entonces mirada como una blasfemia.

Las consecuencias que aquellos sucesos tuvieron en el orden político son harto conocidas; y aunque esta novela no se ha escrito a propósito para hablar de ellas, se nos permitirá que observemos que Inglaterra fue el primer país enteramente protestante, y que en él es en donde la libertad civil es también más antigua.

Carlos I se declaró protector del concilio de Trento, y persiguió constantemente a los reformadores. Pero en Alemania no pudo extinguirlos: en España fue donde, auxiliado por la inquisición, de abominable memoria, logró que jamás los hubiese a cara descubierta.

Las crueldades del tribunal de la fe no fueron, sin embargo, durante su reinado, comparables a las que se ejercieron bajo el cetro de hierro de su hijo Felipe II, cuyo nombre ha llegado a nuestros días y pasará a la más remota posteridad, como el baldón de su siglo y de la patria que le dio el ser.

Todas o la mayor parte de las religiones han debido acaso a la persecución su mayor incremento; y a excepción del mahometismo, ninguna se ha extendido con la rapidez que la protestante. En vano se le opusieron cuantos diques alcanzaron el poder y la iglesia dominante; salvolos todos, y embravecida como un torrente por la resistencia, llegó a hacerse temible para sus perseguidores.

No eran entonces los españoles un pueblo insignificante, como después lo fueron, gracias a tres siglos de cadenas, ricos, poderosos y conquistadores, en todo el orbe se veía a los invencibles tercios castellanos cubriéndose de gloria; sus mercaderes tenían relaciones comerciales con todas las naciones; y el oro mejicano hacía de nosotros los banqueros del mundo. Entonces se viajaba; en aquellos viajes había comunicación con extranjeros; y de este modo la reforma religiosa llegó a hacerse partidarios, y no en pequeño número, en el corazón mismo de Castilla.

Naturalmente, los primeros protestantes fueron eclesiásticos; para nadie podía tener más interés la cuestión que para ellos y unos la examinaban por curiosidad, otros para instruirse. Algunos creyeron las nuevas doctrinas más conformes al espíritu del Evangelio que las antiguas; otros, lo contrario; y estos en España fueron en mayor número. Apoyados los últimos en la ley, y disponiendo de la fuerza, persiguieron encarnizadamente a los primeros, quienes se refugiaron, como todo proscrito, en la oscuridad.

No había acaso ciudad en España en que los protestantes, los judíos; y hasta los mahometanos no tuviesen conventículos secretos que la inquisición fue descubriendo sucesivamente. Para llevar legalmente a la hoguera a los desventurados que los formaban, no se necesitaba más que probarles su diferencia de religión; pero el espíritu de partido, no contento con aplicarlos el tormento y quemarlos después, quiso que bajasen al sepulcro manchada su memoria con la imputación de crímenes cuya atrocidad misma los hace absurdos e increíbles.

Los niños degollados bárbaramente, las imágenes del Redentor injuriadas de una manera abominable, eran las más pequeñas de las infamias de que los inquisidores acusaban a sus víctimas. La pluma se niega a entrar en pormenores sobre esta materia, y el entendimiento concibe apenas que se hayan conducida al suplicio a millares de infelices, pretendiendo haberles probado que volaban o que tenían en sus casas a pupilo algunos diablos en figura; de sapos, con obligación de vestirlos de terciopelo y darles a comer huesos de difuntos.

En tal estado se hallaba España bajo la dominación del fanático Felipe, cuando Gabriel de Espinosa puso a cargo de Vargas el mando de sus auxiliares españoles.

No se crea por lo que de las luces naturales de don Juan hemos dicho, que fuese un hombre de los que hoy llamamos despreocupados. Eran muy pocos los castellanos que en aquel siglo podían pretender esta denominación; y seguramente en donde menos número de ellos se hallaba era en la nobleza que, recibiendo una educación puramente militar, conservaba la creencia de sus padres, sin imaginar siquiera que en tal materia era admisible la discusión. Sin embargo, el hermano del marqués había tenido ocasión de observar en Flandes que los herejes eran hombres como los demás; que cualesquiera que fuesen sus errores en el dogma; la moral de su religión era exactamente la del Evangelio; y que en los combates se portaban como el mejor católico, peleando con valor, y tratando después con humanidad a sus enemigos. Redújose, pues, a desempeñar la comisión que se había puesto a su cargo, aunque no sin repugnancia y tal cual escrúpulo de conciencia. Dígase también, en honor de la verdad, que Inés; a quien vio aquel día en el locutorio, le pareció tan hermosa, estuvo con él tan fina, y le dio tan próximas esperanzas de su matrimonio; que al separarse de ella hubiera hecho alianza no ya con los protestantes, sino con todos los herejes y cismáticos habidos y por haber, con el mismo Satanás, por más feo, cornudo y azufroso que se le presentase.

Tales han sido siempre los hombres vehementes: preocupaciones, intereses, conveniencias sociales, la honra misma, todo lo han sacrificado a las miradas de una mujer en los primeros años de su vida; y en la edad adulta, el ídolo de su juventud, olvidado, menospreciado tal vez, ha tenido que ceder su lugar a los sueños de la ambición.

Vargas entonces no creía que hubiera nada en el mundo superior a Inés; ni que el que una vez la había visto pudiera nunca dejar de amarla; menos aún; ser feliz sin ella. ¿Qué mucho, pues; que todo lo sacrificase para poseerla?

Ya resuelto a entregarse sin reservas en manos del destino, se preparó a desempeñar su papel de jefe de segundo orden en aquella conjuración, y revestido de la gravedad conveniente, se presentó con el doctor Serrano en el conventículo de los protestantes.

Celebraban estos sus reuniones con todo el misterio y cautela que su posición exigía; y Vargas halló en junta a los que formaban el consistorio directivo en una oculta bodega situada en un extremo de la ciudad. Algunos letrados, no menos eclesiásticos, tres o cuatro mercaderes, y algún profesor de ciencias exactas, fueron las personas que allí se ofrecieron a su vista; la única de capa y espada, como entonces se decía; era el mismo Vargas.

Antes de su llegada ya habían los protestantes acordado que no prestarían a don Sebastián el prometido auxilio sin recibir antes por escrito su real palabra de que se les tolerase en Portugal el libre ejercicio de su culto; y el doctor Serrano hizo entender sin rebozo a don Juan que toda negociación era excusada sin que precediese la entrega de la garantía pedida.

En el caso de que el destronado rey accediese a lo que se deseaba, empezarían los protestantes poniendo a su disposición una suma considerable para empezar la campaña; formarían, a su costa, y auxiliados por sus hermanos de Inglaterra, Francia y Alemania, un cuerpo franco; y, desde luego, presentarían en breve plazo de trescientos a quinientos hombres para contribuir al alzamiento.

No dejaron tampoco de presentarse varias dificultades al consistorio, sobre poner los soldados protestantes a las órdenes de un noble católico; pero todas ellas se desvanecieron con la imposibilidad de hallar en España hombre de la comunión reformada que lo reemplazase. Fue, pues, nuestro don Juan, bajo el título de duque de Madrigal, reconocido por jefe del futuro cuerpo auxiliar, y la reunión se disolvió después de haber rezado a coro un salmo de David.

Debía don Juan comunicar a Gabriel de Espinosa lo resuelto por el consistorio, y para ello se le había mandado hallarse aquella noche a las ocho de ella en el Campo Grande; cita a la que, como se deja conocer, asistiría con alguna anticipación para no hacerse esperar; pero fue tanta su puntualidad, que daban las siete cuando entró en el Campo Grande, que, por ser la noche de las frescas de otoño, estaba desierto. No le pesó de esta circunstancia, pues en situación semejante a la suya, lo que más se apetece en general es la soledad. Amante y conjuradora un tiempo, sus pensamientos le sobraban a Vargas para entretenerse.

La revolución que se preparaba, su éxito y consecuencias, eran asuntos de no pequeña importancia; pero Inés la tenía mayor para él. Dejando vagar la imaginación a su placer, se veía ya dueño de su amada; representábasele verla en sus brazos al rayar la aurora, y uno y otro día, y siempre, en fin, vivir a su lado; pero el colmo de la dicha para Vargas, era tener un hijo de Inés, que su fantasía hizo bello como Apolo, valiente como Hércules, discreto como Cicerón, y célebre como Alejandro.

Cuando el hombre cree ser feliz, lo es, ha dicho no sé quién, y con sobrada razón. Nunca la realidad iguala a los goces que el hombre dotado de una ardiente fantasía tiene, cuando sus sueños, ya despierto, ya dormido, le halagan. Y es porque en la realidad, aun las rosas tienen espinas; no así en el mundo ideal: lo malo y lo bueno; según el vidrio que se deja ver en la linterna mágica, se presentan aisladamente. Prescíndase de la debilidad humana, de la muerte, se olvida que estamos condenados a padecer, que cuanto más intenso sea un dolor, tanto más pronto el órgano que lo sufre perderá la facultad de sentirlo. Sucédenos, en fin, lo que al mecánico teórico: calculaba una máquina prescindiendo del rozamiento de los cuerpos y de la elasticidad de las cuerdas, y obtiene en el papel un invento que ha de inmortalizarle. El mal está en que al poner en práctica su máquina tiene que emplear hierro, madera y cáñamo.

Dando, pues, libre curso a sus imaginaciones; se paseaba Vargas delante del convento de recoletos, y no advirtió que un hombre le seguía, hasta que este, tocándole en un hombro, le dijo:

-Muy distraído vais, señor don Juan.

Volviendo entonces la cabeza, reconoció a Gabriel de Espinosa.

Diole cuenta de lo ocurrido en el consistorio, y tuvieron sobre ello una larga conversación, en la cual desplegó el pastelero grandes conocimientos en política, y dio a Vargas detalladas instrucciones, previendo las dificultades que podrían ocurrirle en su misión y facilitando los medios de vencerlas; y por último, prometió la garantía pedida por los protestantes.

Antes de despedirse supo Vargas que los conjurados portugueses Domiño, Abenamal, don Carlos y don Francisco, habían ya marchado a disponer el alzamiento, que debía verificarse tan luego como don Sebastián se presentase en su reino.

El monarca destronado pensaba ir a Madrigal, salir de allí acompañado de fray Miguel, don Juan y un corto número de los protestantes españoles, y entrar con ellos en la Extremadura portuguesa para descubrirse allí.

Para poner en planta este proyecto sólo aguardaba a recoger la suma prometida por el consistorio, y a realizar algunos otros fondos indispensables para poder sustentar a sus soldados, un mes por lo menos, sin gravámenes de los pueblos.

Pero todas estas recaudaciones no pudieron verificarse tan pronto como se deseaba. El misterio con que hubieron de hacerse, las diversas personas a quien se tuvo que acudir, y otros varios entorpecimientos inevitables en tales negocios, retardaron quince días o más el suspirado momento de hallarse prontos los fondos. Don Juan no tuvo la satisfacción de anunciárselo así a Gabriel de Espinosa, hasta dos semanas después de haber tenido con él la conferencia que acabamos de referir.

En este intermedio sus visitas al locutorio fueron diarias y la materia de sus conversaciones con Inés, sus amores y esperanzas. No estaba la bella portuguesa menos enamorada que el joven castellano; pero sus continuas desgracias, y su condición naturalmente reflexiva, no la permitían entregarse como Vargas lo hacía, a las más lisonjeras ilusiones. Una serie no interrumpida de males había acostumbrado a Inés a no esperar nada bueno y más de una vez, en los momentos mismos en que su amante mostraba mayor entusiasmo, más persuasión de ser su esposo, la imagen del cadalso se presentaba a los ojos de la infeliz hermana de Clara, y el rostro de Vargas, entonces animado por todo el fuego del amor, a su parecer mostraba las señales de la muerte. Corrían entonces por sus mejillas lágrimas amargas, y apenas bastaban el cariño y la elocuencia de don Juan para calmar su dolor.

La mañana siguiente a la noche en que el hermano del marqués anunció al cuñado de su futura esposa que los protestantes tenían reunido su dinero, fue a ver a Inés, y al participárselo le dijo:

-Esta noche entregaré al consistorio la real garantía que Su Majestad pondrá en mis manos, y me haré cargo del dinero, parte en oro, parte en letras de cambio. El rey saldrá para Madrigal al amanecer de mañana, y vos con él. Según sus órdenes, Inés, yo no debo hacerlo, con otros veinte compañeros, hasta por la noche. Su Majestad se ha dignado prometerme que fray Miguel nos unirá para siempre en la ermita que bien conocéis. ¡Ah Inés! Llegó por fin el suspirado momento de llamarme esposo de la que adoro. O no me amáis, o vuestro placer debe ser igual al mío.

-De mi amor, Vargas, no podéis dudar, pues no sabré ocultarlo, aunque tal vez debiera -contestó la dama-. Un fatal presentimiento me destroza el corazón; conozco que no tengo para él determinado fundamento, y, sin embargo, no puedo desecharle.

-Inés mía; confundís el temor natural en vuestro sexo al aproximarse el momento de una arriesgada empresa, con un presentimiento que no puede existir.

-¡Mi don Juan!

Pero no más de lo que va referido hablaron aquella vez los dos amantes, pues Vargas, en tan críticos momentos, no podía disponer de un solo instante.

La despedida por su parte fue tierna; por la de Inés, melancólica en extremo. Parecíale que aquella separación había de ser eterna; y sin poderlo remediar inundó con sus lágrimas la mano de don Juan, después de haberla estrechado tiernamente contra su corazón.

-No sé -dijo por último-, no sé en qué consiste; pero jamás ha sido tanto mi desaliento como ahora. La idea de ser causa, tal vez, de la desgracia de un hombre a quien adoró, y que si no me hubiera conocido fuera feliz sin duda, me atormenta, me destroza el corazón.

Quitose enseguida una cadena hecha de su propio pelo, y poniéndosela al cuello a su amante, continuó:

-Tomad, don Juan, esa prenda, que para vos tendrá algún valor; y si queréis tranquilizarme algún tanto, decidme que jamás me culparéis en lo que os suceda.

-¡Nunca, vida mía!

-El destino os hizo conocerme, y el cielo me es testigo de lo que he combatido mi amor y el vuestro.

-Y el cielo premiará también vuestra virtud. Señora mía, pasado mañana seréis mi esposa. Enjugad el llanto, y adiós, que me es fuerza el partir.



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