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Ni rey ni Roque: 22

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Capítulo III

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¡Ah! Vanamente discurre mi deseo por tus sangrientos fastos y el contino revolver de los tiempos; vanamente busco honor y virtud: fue tu destino dar nacimiento, un día, a un odioso tropel de hombres feroces, celosos para el mal.
(QUINTANA: Oda a Padilla.)


Don Rodrigo de Santillana, el marqués y su capellán, habían llegado con toda felicidad a Madrid y pasado de allí al Escorial, donde, por el momento, se hallaba la corte.

La obra de aquel monasterio, ya entonces muy próximo a su conclusión, era el único objeto que distraía a Felipe de los negocios políticos y de sus continuas devociones.

Habíase lisonjeado el marqués de que su pretensión era fácil de conseguir, y se engañó. Un monarca que, como el reinante entonces, hacía profesión de los más austeros principios religiosos, un hombre que jamás había amado ni podía amar, no era de esperar que tolerase y protegiese los extravíos galantes en nadie, y menos en un título de Castilla. Los ministros de Felipe tenían, o afectaban tener, la misma manera de pensar que él, y así el pobre marqués vio malísimamente recibidas sus primeras insinuaciones.

Pero como si las ideas generales de la corte en la materia no bastaran a contrariar sus planes, el comendador Hinojosa, presentándose dos días después que él en El Escorial, acabó de derribar el soñado edificio del engrandecimiento del hijo de Violante.

Hinojosa, entrando sin ceremonia en la posada de su primo, y declarándole sin. rodeos que él y don Juan estaban perfectamente enterados de lo ocurrido con respecto al niño don Pedro Alcántara, de los proyectos que para su fortuna se formaban, y que ambos también estaban resueltos a no tolerar tamaña afrenta para las familias de los Vargas, confundió, aterró, aniquiló al marqués, y al padre Teobaldo.

No se atrevían ni el uno ni el otro a responder palabra, ni el comendador les dio lugar a ello, pues concluida la arenga se retiró, anunciando que iba en aquel mismo instante a verse con el secretario de Su Majestad y a enterarle de todo el asunto; y que, si necesario fuese, llegaría a los pies del rey mismo a pedir justicia. Hinojosa era hombre sobradamente capaz de cumplir lo prometido: el marqués lo sabía, y el capellán también.

Más de un cuarto de hora se estovieron mirando el uno al otro con espantados ojos, sin saber qué hacer ni qué decir, hasta que, por fin, el marqués creyó que a él le tocaba romper el silencio; y haciendo un grande esfuerzo dijo:

-¡Padre Teobaldo!

-Señor marqués -contestó el capellán, y se terminó por entonces la conversación.

-¡Hem! -dijo de allí a un rato el capellán-. ¿Si habrá ido a ver al rey?

-¿Si habrá ido? ¿No le conocéis? Ahora mismo tal vez.

-Entonces, Domine miserere mei, perdidos somos.

-Padre Teobaldo, ¿y qué hacemos?

-Señor marqués, yo en este asunto lababo manus meas.

-Buen consejo, por cierto. ¿Ahora me abandonáis?... ¿No podríamos acudir a algunos amigos?

-¡Amigos! Donec eris felix...

-¡Por la Virgen Santísima, que dejemos ahora los latines! Si ese hombre se presenta a Su Majestad y le cuenta el asunto a su modo, somos perdidos.

-Nulla est redemptio. En mala hora dejamos nuestros penates; en tristes días nos patriæ fines; et dulcia relinquimus arva.

-Dios me perdone; pero capaz sois de hacer perder la paciencia a un santo. Consejos son los que yo quiero, y no citas de Virgilio.

-Ese pagano, señor marqués, contiene sin embargo apotegmas filosóficos, morales, naturaliter hablando, de gran peso y...

-Norabuena; pero ahora no se trata de eso; en lo que hemos de pensar es en el comendador.

-Infandum Regina jubes renovare dolorem.

-En resumen, ¿qué pensáis que debo hacer?

-Es asunto éste que exige madura deliberación, y consultar por lo menos media docena de santos y padres y otros tantos autores profanos.

-Y mientras se consultan, revuelve mi primo la corte entera, me pinta a los ojos de Su Majestad como un libertino escandaloso, a vos como a un eclesiástico sin costumbres, cómplice en mis extravíos; dan con nosotros en la inquisición, y nos queman.

-Sancta Maria, ora pro nobis. ¡Huyamos, señor marqués, huyamos!, usque ad finem.

-Eso ya es hablar en razón. ¿Conque opináis que huyamos?

-Me parece lo más acertado.

-Y a mí.

-Está entonces aprobado nemine discrepante.

Y sin aguardar a más, ni despedirse de alma viviente, tomaron el camino para Madrid; donde sólo pararon un día, saliendo al siguiente, no para Valladolid, sino para una hacienda del marqués, donde se creyeron más seguros.

No era, sin embargo, tan grande el peligro como se lo habían imaginado. Verdad es que el comendador, conociendo la timidez natural de sus antagonistas, se propuso aterrarlos con tremendas amenazas, y lo consiguió aún más allá de lo que esperaba. Por lo demás, condujo el negocio con tino; pintando a su primo como engañado; obtuvo de los ministros de la cámara la promesa de que no se admitiría la solicitud del marqués; más una orden de reclusión perpetua contra Violante; y corrió, ufano con su triunfo, a noticiárselo a don Juan.

Distinto fue el objeto, y distinto también el resultado del viaje a la corte del alcalde don Rodrigo de Santillana.

Una orden de Su Majestad le mandó presentarse, sin la menor dilación, en El Escorial, para un asunto del cual ya tenía algunos antecedentes, y se le daban más en la misma real orden.

El negocio era de tal trascendencia, que Santillana se persuadía con fundamento de que, llevándolo a cabo felizmente; no sólo podía contar con verse en un momento en el más alto grado de su carrera, sino con ser uno de los favoritos del monarca. Estas reflexiones le entretuvieron agradablemente en el camino, y sus esperanzas se corroboraron cuando, presentándose en palacio y declarando su nombre, se le mandó entrar sin demora en la cámara del rey.

Felipe, ya entonces en el antepenúltimo año de su vida, estaba sentado en un sillón y atormentado por acerbos dolores. Su semblante, naturalmente pálido, se asemejaba al de un cadáver. Aquel aspecto grave, severo, reservado; aquel labio inferior caído sobre la barba y aquellos ojos penetrantes, con que parecía escudriñar los más recónditos senos del corazón de la persona que se hallaba en su presencia, hicieron en Santillana la profunda impresión que hacían en cuantos se le acercaban.

Dobló el alcalde ambas rodillas, y besando la descarnada y lívida mano del rey, esperó, sin mudar de postura, a que se le mandase hablar.

-¿Sois vos -dijo el rey- don Rodrigo de Santillana?

-El más leal y humilde de los vasallos de Vuestra Majestad.

Felipe pareció satisfecho de la concisión y respeto de esta respuesta; don Rodrigo no añadió una palabra más, pues bien informado del carácter del rey, sabía que éste no toleraba que nadie fuese osado a hablar en su presencia más de lo necesario para responder a sus preguntas.

-Informado -volvió el rey a decir, después de un breve intervalo- de vuestra fidelidad y celo en mi real servicio, os dimos la comisión de vigilar a la persona que es inútil nombrar. ¿Lo habéis hecho?

-Sí, señor; y he tenido la honra de elevar a Vuestra Majestad el resultado de mis diligencias.

-Que ha sido ninguno, don Rodrigo -exclamó Felipe con amarga severidad.

Aterrado el alcalde con tan inesperada reconvención, bajó los ojos, y diera en aquel momento cuanto le pidieran por lograr, si posible fuese, que jamás el rey se hubiera acordado de él para nada.

El monarca, conociendo el efecto que sus palabras habían producido, contemplaba la turbación, el terror más bien, de Santillana con un maligno placer, de que era muestra evidente la irónica y apenas perceptible sonrisa que se advertía en sus labios.

-Ninguno -continuó Felipe-; tal vez yo podré en mi gabinete mismo daros más noticias de las que vos, señor alcalde, estando al pie de la fuente, habéis sabido adquirir. ¿Qué decís a esto? Responded.

-Señor y rey mío: no me parece milagroso que la alta penetración de Vuestra Majestad haya descubierto lo que a mi ignorancia se ha ocultado. Pero me atrevo a protestar a los reales pies de Vuestra Majestad, que jamás vasallo ha deseado con tantas veras merecer al menos la indulgencia de su señor natural.

-Las obras acreditarán ese celo. Quiero olvidar lo pasado; pero, don Rodrigo, vuestra cabeza me responde del buen éxito de este negocio, y de que no transpire en el público una sola palabra de él.

Pronunció el rey estas palabras con severidad, pero en la apariencia, con la misma calma que si hablase del asunto más indiferente; la única señal de agitación que se le descubría era un ligero movimiento de contracción en los músculos de la fisonomía. Don Rodrigo no estaba tan tranquilo, pues persuadido de que el rey sabría cumplir la promesa con la más escrupulosa exactitud, se daba ya por muerto.

En tal estado se hallaban, cuando sonando las doce del día en el reloj del monasterio, Felipe, aunque no sin trabajo, se hincó de rodillas delante de un crucifijo de oro que tenía sobre la mesa; y sacando un magnífico rosario, se puso a rezar devotamente tres Avemarías; acto en que, no sólo arrodillado sino encorvado de manera que casi besaba el suelo, le acompañó el asustado alcalde. Concluidas las oraciones y persignado el rey, volvió a ocupar su asiento, y ya en él, dijo:

-Buenas tardes, don Rodrigo.

-Dios se las dé a Vuestra Majestad tan felices como su ejemplar piedad y altas virtudes merecen -contestó Santillana.

-Alabemos al Rey de los reyes, alcaide: Él sólo está exento de imperfecciones; los demás todos habemos menester su misericordia.

-Y los humildes vasallos de Vuestra Majestad la esperan igualmente de su imagen en la tierra.

-Bien está. Volvamos a la comenzada plática; el hombre que sabéis, se mueve ahora más que nunca; ignoramos por qué, y es preciso saberlo. Esto os toca a vos el averiguarlo. Al menor indicio de lo que os tengo prevenido de antemano, ya sabéis cuál ha de ser su suerte o la vuestra.

-Señor, hasta donde yo alcance...

-Es preciso alcanzarlo todo, todo sin excepción. ¿Me, entendéis, don Rodrigo?

-Sí, señor.

-Retiraos, pues. Mi secretario os dará los informes que hemos adquirido; y esta debe ser la última vez que yo tenga que ser el servidor de mis vasallos.

Diciendo así, tendió la mano a don Rodrigo, quien la besó humildemente, y marchando después con paso atrás, para no volver al rey la espalda, hasta la puerta de la cámara, salió de palacio tan aterrado como ufano y glorioso había entrado en él, pocos minutos antes. No hay cosa como ser vasallo de un rey absoluto para dar gracias a Dios cada día de hallarse con la cabeza sobre los hombros.

Pero aún no había acabado don Rodrigo de conocer la Corte. Si el rey le había amenazado, su secretario, con más orgullo, con más dureza aún, le dijo que era indigno de la magistratura que ejercía; que sólo la extremada piedad de Su Majestad era causa de que no se castigase ejemplarmente su negligencia; pero que tuviese entendido que si en lo sucesivo no mostraba más acierto en la delicada comisión puesta a su cargo, podría darse por muy dichoso si escapa con vida.

Jamás hubo proceder tan injusto por una parte, ni tan poco merecido por otra; don Rodrigo, humilde esclavo del rey y de su propia ambición, se hallaba dispuesto a ejecutar sin reparo, con refinamiento, cuantas crueldades le puguiese a Felipe encomendarle, y más aún si creía que de ello había de resultarle el menor provecho. Así, pues, desde que la corte de Madrid puso a su cargo el asunto de que se trataba, no había cesado de trabajar en él con extraordinario ahínco; pero las personas a quienes se quería sacrificar habían tenido maña o suficiente para eludir todo género de pesquisas por parte del alcalde.

La desgracia de éste consistió en que Felipe, receloso; como todo tirano, desconfiaba de sus agentes, juzgando al género humano por su corazón. De aquí resultaba que cuando, por no serle posible hacerlo todo por sí, confiaba una misión a cualquiera de sus esclavos, al mismo tiempo encargaba a otros que espiasen su conducta; y en muchas ocasiones, a la orden que elevaba a un sujeto, seguía inmediatamente la que le sumía en una mazmorra; o tal vez le llevaba al cadalso.

Como el asunto confiado a don Rodrigo era a los ojos del rey de la más alta importancia, varios agentes subalternos fueron comisionados para adquirir noticias sobre él; y de las que todos ellos dieron sacó Felipe en consecuencia, con su sagacidad característica, que a pesar de lo que aseguraba Santillana, había en el negocio más de lo que se dejaba ver.

Mal lo pasara el pobre Rodrigo si dos razones no hubieran militado en su favor. La primera, que el rey sabía el celo que en su comisión había mostrado; pero esto era de poca importancia. Un déspota no agradece; los hombres en sus manos son como los instrumentos en las del artista. ¿Qué importa que sean de buena calidad? Cuando no sirven para el objeto que en el momento les ocupa, los arroja lejos de sí; con desprecio.

La segunda causa fue la que decidió a Felipe; el sigilo era para él, en todo asunto, la más necesaria de las circunstancias, y más particularmente en aquél: no quiso, pues, confiar a otro juez su secreto; y reservándose castigar en tiempo y lugar el desacierto de los primeros pasos de don Rodrigo, resolvió, sin embargo, que completase la obra.

No es fácil pintar la terrible impresión que las amenazas del rey y los insultos de su ministro hicieron en el mismo don Rodrigo. Al retirarse a su posada se sintió acometido de una violenta calentura que, a poco de haberse metido en la cama, se desplegó con los síntomas más alarmantes y un delirio espantoso.

Lo peor del caso fue que llamaron a un médico de los célebres; y por consiguiente también de los más endurecidos en su carnicera profesión, quien empezó prohibiendo que se diese al enfermo, aquejado por una sed abrasadora, ni una sola gota de agua. No contento con esto, y a pesar de que por todos los síntomas se conocía evidentemente que la enfermedad de don Rodrigo era una inflamación cerebral, le atestó el cuerpo de quina, logrando ponerlo en tres días a las puertas del sepulcro. Entonces, dando por acabada su obra, se retiró, dejando al paciente en poder de un robusto fraile jerónimo, que tan despiadado como el doctor, daba libre curso a una voz estentórea, pintando con cruel prolijidad todos los horrores del infierno y la furia de Lucifer.

Quiso, sin embargo, la buena suerte de don Rodrigo que en la cuarta noche de su enfermedad, en un momento en que el monje, cansado de gritar todo el día, se retiró de su estancia, conmovido por sus ruego el criado, que le velaba, no queriendo negarle lo que pedía a un hombre que de todos modos iba a morirse, le dio un gran jarro de agua, que el enfermo apuró sin dejar gota; repitiéronse estas libaciones toda la noche, y a la mañana siguiente era ya notable la mejoría. En una palabra, despedidos agonizante y médico, logró el alcalde restablecer su salud; y hallarse en quince días en disposición de regresar a su destino, como, en efecto, lo hizo, después de haber hecho constar al gobierno que su enfermedad no se lo había permitido.

No dejó Santillana de extrañar el no haber tenido la menor noticia del marqués, ni de su capellán; y habiendo preguntado por ellos a su amigo, le dijo éste «que ambos habían desaparecido de la corte dos días después de haber llegado a ella; sin haber tenido siquiera la atención de despedirse de las personas que los habían visitado». Pero el alcalde estaba harto preocupado con sus propios asuntos para pensar en los ajenos: así, pues, cesó de ocuparse en el marqués tan luego como se terminó la respuesta de su amigo; y se puso en camino sin más cuidado que el de convalecer pronto y salir del encargo del rey, ya que no lleno de honores como un tiempo pensó, al menos sin un dogal al cuello.



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