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Ni rey ni Roque: 18

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Capítulo V

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Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el Cielo puso infinita parte de sus riquezas.
(CERVANTES: Don Quijote, parte 1.ª, cap. 13).


MANUSCRITO DE INÉS

«Al embarcarnos llevamos con nosotros una suma considerable en dinero y alhajas, la mayor parte nuestras, y algunas cartas de recomendación para Nápoles que nos dio doña Francisca de Alba. Después de una navegación larga; pero sin contratiempos de otra especie, llegamos, por fin, a Nápoles; donde nos alojamos, lo más cerca que pudimos del Castell-del-Ovo, en una casa que tomamos por nuestra cuenta, diciendo que íbamos a Italia a cumplir cierta promesa hecha a San Jenaro.

»La misma noche de nuestra llegada fue a vernos el anciano que siempre iba en compañía de mi cuñado, avisado por el joven que fue a buscarnos al valle. Alabó sobremanera la heroica resolución de Clara, cuya mano besó, y nos dijo que su marido continuaba preso y custodiado con la mayor vigilancia.

»-Han estado a verle -añadió- el virrey y algunos otros grandes; el primero no se cubrió hasta que el preso se lo mandó expresamente; y a todos ha inspirado compasión y respeto la nobleza y dignidad con que soporta su infortunio; trátanle por ahora con las mayores consideraciones; pero han escrito a España; se está esperando por momentos la respuesta, que ya debía haber llegado, y la hora en que venga será la de su muerte.

» -¿Y podrá Felipe cometer tal infamia?

»-Podrá, señora, porque el monarca español no conoce el freno. El príncipe de Egmont, degollado en un cadalso; Orange, proscrito; su propio hijo bárbaramente asesinado, dicen bastante cuál es la suerte que aguarda a vuestro esposo, si no logramos sacarlo de la prisión antes que el tigre se aperciba de que puede imprimir en él su garra.

»Esta perspectiva espantosa y cierta afligió; pero no desalentó a Clara; que jamás perdió la esperanza de salvar a su esposo.

»Pero prodigamos el oro, y conseguimos corromper a un carcelero, estableciendo por su medio una correspondencia seguida con el preso, quien en su primera carta no hallaba expresiones con que encarecer su agradecimiento y amor; a su adorada Clara. Nosotros le informábamos sucintamente de los pasos que se daban en favor suyo, y de nuestras esperanzas, exagerándolas; pero no de nuestros temores; que no eran pocos, ni de pequeña importancia.

»El carcelero que habíamos ganado no era más que el llavero, que le llevaba la comida y le servía; pero para entrar y salir en el castillo era menester pasar en su interior por dos o tres puertas, guardadas cada una por distinto portero, y en lo exterior por medio de la guardia, que daban los tercios españoles que guarnecían la ciudad. Además, el gobernador del fuerte iba en persona todas las mañanas y noches a cerciorarse de la presencia del preso en su encierro. ¿Cómo, pues, ponerlo en libertad?

»Cada día se nos ocurría un nuevo proyecto, y cada noche nos acostábamos con el desconsuelo de haberse conocido la imposibilidad de ponerlo en práctica. Mi cuñado nos escribía que estaba resignado con su suerte, que cesáramos de exponernos por él a nuevos peligros, y que nos volviéramos a nuestro retiro. Pero, Clara, ni oír hablar de tal cosa quería, y yo no supe nunca pensar más que como ella. En todo este tiempo nos visitaron muchas veces los compañeros del esposo de mi hermana, que bajo diferentes disfraces, y confundidos con la clase ínfima del pueblo, permanecían en Nápoles.

»Todos ellos se ocupaban sin cesar en el mismo objeto que nosotros; pero tan infructuosamente también. Por fin, el más anciano de nuestros amigos formó un proyecto, que aunque complicado y difícil, ofrecía, sin embargo, más posibilidades de buen éxito que cuantos se habían imaginado.

»Un médico francés establecido en Nápoles fue quien intentó los primeros pasos de nuestra empresa, merced a una considerable gratificación. Por medio del carcelero sobornado, enviamos al marido de Clara una bebida, que a poco tiempo de tomarla no solamente le aletargó; sino que también le prestó todas las demás apariencias cadavéricas. Cuando por la mañana fue el mismo carcelero a llevarle el desayuno, fingiendo gran sorpresa de hallarle en aquel estado; corrió a dar parte al comandante del fuerte. Trasladose esté en seguida a la prisión, y creyendo muerto a mi cuñado, lo puso sin tardanza en conocimiento del virrey, quien también pasó; en persona a cerciorarse del hecho. Pero el brebaje del francés produjo tan maravilloso efecto, que, convencidos todos de que el preso había dejado de existir; mandaron que encerrado en un ataúd se le trasladase inmediatamente a una capilla próxima al castillo, para hacerle allí algunos sufragios, con el mayor secreto.

»Prevista esta circunstancia y por los amigos de mi cuñado, aquel mismo día; después de anochecer, se fueron aproximando por distintas partes a la Capilla; se hicieron abrir la puerta, no sé con qué pretexto, y amarrando al sacristán a uno de sus pilares envolvieron al supuesto muerto en algunas mantas que llevaban a prevención y salieron con él a la calle. De allí se dirigieron inmediatamente al puerto, y se embarcaron en un buque francés, que habíamos fletado enteramente por nuestra cuenta; sin detenernos, levantamos el ancla, y al vernos en alta mar, nuestro gozo fue indefinible.

»Veinticuatro horas completas permaneció el esposo de Clara aletargado. Al cabo de ellas volvió en sí, y habiéndole administrado la bebida; que a prevención, llevábamos por disposición del médico, cuando llegamos a Marsella iba ya completamente bueno.

»En Marsella, después de una larga conferencia entre mi cuñado y sus amigos, se decidió que convenía por entonces separarnos por algún tiempo; y así se verificó, en efecto, señalando el término de un año para reunirnos en España mismo.

»Clara, su esposo, su hija, el capellán y yo nos internamos en Francia, y fijamos nuestra residencia en un pueblecillo de las montañas del Languedoc, llamado Lacaune. Su situación, en medio de una sierra de las más agrias, los gigantescos peñascos que en todos sentidos lo rodean, y los torrentes que en la estación de invierno parece que van a inundarle, no se me olvidarán jamás; pero tampoco se borrará de mi memoria la hospitalidad y atenciones de sus habitantes.

»Para establecernos allí tomó mi cuñado el nombre italiano Fiormino; y se dio por un particular emigrado a causa de su aversión a los españoles, que entonces dominaban su país; esto bastó para hacernos el objeto de la solicitud de todo el pueblo. Visitonos cuanto en él había de familias nobles, que eran bastantes, y procuraron, en cuanto estuvo a su alcance, hacernos olvidar nuestras desgracias. Pero nada bastó para que mi pobre Clara recobrase su salud.

»Durante la prisión de su marido sufrió mi infeliz hermana tormentos indecibles, y le sucedió entonces lo mismo que al que padece una fiebre inflamatoria, que mientras ésta dura, parece animado y vigoroso, pero en desapareciendo le faltan las fuerzas. Así Clara; hasta que vio seguro a su esposo, mostró un valor y una energía verdaderamente heroicos, pero ya en Francia no pudo más, y empezaron a ser demasiado visibles los efectos de su penas.

»El más indiferente hubiera visto sin dificultad que aquel cuerpo tan bello caminaba a pasos agigantados a su disolución. ¿Qué haría una hermana que la adoraba? ¿Qué un esposo de los más tiernos?

»Ella misma no ignoraba su estado, y pensando aun entonces más en nosotros que en sí, no cesaba de prepararnos con sus discursos a soportar con resignación la irremediable calamidad de su muerte.

»Yo no sé si me engaño; pero esa filosofía, que nos hace soportar estoicamente la pérdida de los que amamos, la he considerado siempre como una más cara de la insensibilidad.

»Si hubiera de referir las lágrimas, los suspiros que entonces exhalé, sería este escrito interminable. Pero permítaseme pasar rápidamente sobre aquel amargo trance.

»Clarita no había aún cumplido dos años cuando su madre, atacada de una consunción ya en su último período, cayó en cama. Desde aquel instante al de su muerte, que se verificó un mes después, ni su marido ni yo nos apartamos un instante de su lado.

»El médico a quien llamamos movió tristemente la cabeza y nos dijo sin rodeos que Dios sólo podía ya hacer algo en aquel caso.

»-Ya lo sabía yo -dijo la enferma-, que su voluntad se cumpla.

»Nuestro capellán, que desde su infancia la había acompañado, fue quien le prestó los últimos auxilios espirituales.

»Un cuarto de hora antes de morir quiso ver a su hija, la bendijo, y después de apretar tiernamente la mano de su esposo, tomó la mía, diciéndome:

»-Inés mía, en tus brazos deposito a Clarita; sé para ella, lo que fuiste para mí, sírvele de madre.

»Llorar fue mi respuesta. Cruzó entonces Clara sus manos, y esperó tranquila el momento de comparecer ante el Padre de las misericordias.

»No manifestó: su semblante el menor síntoma de agonía ni de padecimiento. Estaba; sí, descolorida, pero tan tranquila como si no fuera a morir. Su alma, que conservó en la tierra toda la pureza de su ser primero, su alma; centro y depósito de todas las virtudes, rompió sin fuerza los lazos que la unían al cuerpo y subió satisfecha a gozar de la recompensa que merecía.

»Al expirar abrió un instante los ojos los fijó en nosotros, y dando un suspiro, volvió a cerrarlos para siempre. Una sonrisa indecible se dejó ver en aquel momento en sus labios.

»El dolor de su esposo fue silencioso; pero terrible. El mío, amargo, y será eterno. No ha pasado desde entonces un solo día sin que derrame alguna lágrima sobre la memoria de mi hermana.

»Para colmo de mi desventura, el capellán, ya muy anciano, no pudo resistir a la pena que le causó la muerte de Clara, y la siguió en breves días al sepulcro.

»La estancia en Lacaune no podía menos de sernos intolerable. Salimos, pues, de aquel pueblo, con el corazón lleno de amargura, y nos encaminamos a España. Entonces tomó mi cuñado el nombre de Gabriel de Espinosa, y para mejor encubrirse, el oficio de pastelero, en que el mulato Domingo le dio algunas lecciones, que por cierto aprovechó muy mal.

»De esta manera hemos vivido, ya en un pueblo, ya en otro, hasta nuestra llegada a Madrigal, en donde el señor don Juan de Vargas me conoció.

»Lo demás que me queda que revelar a este caballero es demasiado importante para que yo me atreva a confiarlo al papel, y aun lo que lleva escrito le suplico lo queme apenas lo haya leído.

I. C.»

Concluyó Vargas esta para él tan interesante lectura, más prendado, si posible era, que antes de empezarla lo estaba de la bella Inés, y lleno al mismo tiempo de satisfacción. No podía, en efecto, menos de sentirla viendo que la mujer a quien tanto amaba era igual a él en nacimiento y digna bajo todos conceptos de su estimación.

Sólo hubiera deseado saber quién era el misterioso Gabriel, cuyas desgracias le interesaban también a favor suyo; pero o Inés lo ignoraba aún, cosa poco probable, o temió escribir su nombre, que era lo más cierto.

En estas y otras reflexiones estaba entretenido, cuando entró en su cuarto estrepitosamente el comendador Hinojosa, con muestras de gran contento por una parte, y cierta risa irónica en la boca, por otra, que no se concertaban muy bien.

-Bien hallado, señor don Juan -dijo, dándole una palmada en el hombro con sobrada fuerza-; apuesto mi encomienda a que no adivináis las nuevas que os traigo.

-Si ellas son de tanto peso -respondió Vargas, encogiendo el hombro-, como vuestra mano, no las digáis, porque sin duda alguna me abrumarán.

-No sé yo si os abrumarán en efecto, pero nunca os serán, muy gratas. El señor marqués ha tratado de engañarme, pero el engañado ha sido él: Hinojosa es demasiado observador para que se le escapasen así las cosas. No os alborotéis hasta estar al cabo del negocio, que en llegando allá, tal vez no andaréis vos muy comedido con vuestro hermano.

-Sepamos, pues, de qué sé trata.

-De una friolera, a la verdad; de vuestra fortuna. Si Dios no lo remedia, el marquesado; primo y señor, voló.

-¿Habéis soñado esta noche, primo, y venís a referirme vuestros sueños?

-No, a fe mía, aunque a veces tengo mis tentaciones de creer que es un sueño lo que pasa. Pero escuchadme y oiréis maravillas. ¿Habéis oído hablar de una dama llamada Violante?

-Violante... Violante... Sí; me parece que hago memoria... Aguardad: ¿no fue dama del marqués?

-Precisamente la misma. Vuestro hermano la sorprendió in fraganti delicto, como diría el padre Teobaldo, con un tal don Rodrigo, de felice recordación, que después la abandonó también.

-Sea enhorabuena.

-No os impacientéis, que ya llegaremos al punto importante. No pudiendo hacer otra cosa, la dama se metió a beata. Se encontró encinta; y por medio de un buen fraile dominico, a quien ha embaucado, logró persuadir al marqués de que sus ojos le habían servido mal; y además, y en esto estriba la dificultad, le ha convencido de que su señoría es el progenitor de la criaturita que Dios sabe a quién debe el ser.

-¿Y el marqués se ha dejado engañar tan groseramente?

-Como un santo varón. Pero no para en esto la historia: ha reconocido al niño, haciéndolo bautizar con su nombre y apellido, sin quitar una letra; ha señalado a la madre una pensión, y ahora va a Madrid a legitimar al ilustre vástago para poder dejarle su título y rentas. No me interrumpáis, que aún tengo que decir, y no poco. Por si muere antes de verificarse la susodicha legitimación, ha hecho testamento, dejando todos sus bienes libres al señorito; pero en honor de la verdad, debo decir también que se expresa que, en caso de no morir el marqués hasta después de legitimado su hijo (así lo llama) por Su Majestad, entonces se entienda que el marquesado pase a éste, y los bienes libres a su hermano, el señor don Juan de Vargas.

-Hinojosa, entendámonos: o cuanto decís es una chanza, y para tal me parece muy pesada, o habláis de veras y entonces debo saber qué fundamento tienen tan importantes noticias.

-Y yo no tengo inconveniente en decíroslo. Desde que el dominico apareció aquí estoy sobre aviso: he observado los pasos del marqués; me he informado de la vida de Violante, y he sabido que el tal fraile era su confesor y la visitaba con frecuencia. Esto me ha bastado para averiguar el resto, para ir averiguando lo demás; pero a mayor abundamiento, el padre Teobaldo; confidente del marqués, se lo ha revelado al mayordomo; este al ama de llaves, quien deposita sus secretos en el despensero; de este pasó a cierta moza de retrete que no mira con malos ojos a mi lacayo, el cual me lo ha referido punto por punto. Y por si alguna duda nos pudiese quedar, tenéis al escribano, a quien he gratificado, pronto a enseñarnos la minuta del testamento, que está, gracias a Dios, claro y terminante.

-Ya veo que no tiene duda.

-Ninguna.

-Así, parece.

-¿Y qué pensáis hacer?

-No sé; nada.

-Admirable calma.

-¿Y qué hemos de hacer? La cosa ya no tiene remedio.

-No, en efecto, si tratáis de estaros mano sobre mano. Pero movámonos; opongamos la fuerza y la razón a las arterías de una ramera: tal vez lograremos impedir que empañe el honor de nuestra familia un infame bastardo, hijo acaso de algún caballero de industria. Nadie más interesado que vos en este asunto.

-Así es; pero yo no quiero disgustar a mi hermano. Haga ahora lo que quiera, no por eso dejará de haber sido un padre, y muy buen padre para mí.

-Nobles son esos sentimientos, pero intempestivos. El marqués está engañado, seducido por esa bribona, que Dios confunda, y es hacerle un beneficio evitar que cometa la necedad que intenta. Lo que conviene, pues, es que sin demora tornéis la posta para Madrid.

- ¿Yo dejar a Valladolid ahora? No por cierto; aunque en ello me fueran más coronas que las de los innumerables mártires de Zaragoza.

-Voto a Dios -exclamó Hinojosa; impacientado- que este tiene menos juicio aún que su hermano.

Riose Vargas de todo corazón de la cólera de su primo; y después de haber meditado algunos instantes, dijo:

-Lo que en esto se puede hacer es que vos, en quien tengo toda mi confianza, toméis a vuestro cargo el negocio. Desde ahora tenéis poderes amplios y completa aprobación para cuanto dispongáis. Si algo se ha de hacer ha de ser así; porque por mi parte me es imposible ocuparme en nada, pues tengo asuntos de más importancia.

-¡De más importancia que un título y grandes rentas!... En efecto, será preciso que yo tome el negocio a mi cargo, porque si no, sabe Dios en qué vendrá a parar la familia.

Salió diciendo esto del aposento, muy incomodado con el poco juicio de su primo, y al día siguiente por la mañana tomó la posta para Madrid. Don Juan no dejó de pensar algo en la singular conducta de su hermano; pero como Inés; y sólo Inés, podía ocuparle largo tiempo, a poco se olvidó de tal asunto para pensar únicamente en la entrevista que para el día inmediato le había prometido su dama.



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