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Ni rey ni Roque: 25

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Capítulo VI

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Al tiempo que esperaba nuestra suerte poderse mejorar, la santa mano mostró por nuestro mal su furia fuerte.
(CERVANTES: Elegía a la muerte de la reina Isabel.)


La malhadada aventura de Domingo fue causa de la ruina de Gabriel de Espinosa, del vicario y de doña Ana de Austria.

Don Rodrigo de Santillana, viendo que en ella se daba al pastelero un tratamiento de majestad, inmediatamente coligió que aquel hombre era o fingía ser el rey don Sebastián.

No pudo haber para el alcalde circunstancia más feliz que la de haber caído en su mano aquel negocio, pues cabalmente la persona a quien Felipe II había mandado vigilar era fray Miguel de los Santos, en quien jamás confió el suspicaz tirano.

Un correo llevó la noticia del descubrimiento al Escorial, y volvió en breve con la respuesta del rey. Sus órdenes eran terminantes. Don Rodrigo debía trasladar al preso a Medina del Campo, dejándolo allí, y pasando a Madrigal a prender al vicario y también a la señora doña Ana, pero a ésta en su celda. Todo se ejecutó con tanta celeridad como sigilo.

La historia de esta causa célebre esta envuelta en un misterio impenetrable. Verdad es que, poco después de su fallo, se publicó en Jerez una relación de ella; pero ésta hecha, como es de presumir, para publicarse viviendo aún el tirano y acabadas de inmolar las víctimas.

Sin embargo, es de notar que, mal que le pese a su autor, aun en ella misma la verdad penetra al través de las nubes con que quiere oscurecerla.

Espinosa parece que se complació en burlarse de sus enemigos aun estando inerme en sus manos. En cada declaración de las infinitas que le tomaron, decía una cosa distinta, y aun en una misma, al finalizarla, destruía cuanto en su principio dijo. La extraña sutileza de su oído, su penetración portentosa, le hacían, por decirlo así, adivinar las intenciones del alcalde, quien de orden del rey actuó en toda esta causa sin escribano, teniendo que extender por sí todas las declaraciones.

Sin embargo, el preso perdía algunas veces la paciencia, y exclamaba:

-¿A qué empeñarse en que diga quién soy, si de todos modos he de morir? Si el rey quiere enterarse de quién yo sea, personas tiene a su lado que me conocen, y muchas. Que envíe una y saldrá de dudas.

Fray Miguel confesó de plano que aquel hombre era el rey don Sebastián, y alegó en favor de su aserción notables razones. Entre otras, y además de las que ya hemos indicado en el curso de nuestra narración, merecen particular atención algunas que citaremos.

La primera fue la de haber llegado a fray Miguel a Lisboa un hidalgo portugués, la víspera del día en que este religioso debía predicar las honras de don Sebastián, y haberle dicho que mirase cómo hablaba, porque sin duda había de oírle el mismo rey, pues había escapado con vida de la batalla.

Después de ésta, se refería al dicho de muchos soldados que aseguraban haber visto retirarse herido a don Sebastián del campo de batalla con algunos compañeros. Habla también de haber dicho un fraile de los del cabo de San Vicente, que había confesado y administrado la comunión al rey en su monasterio muchas semanas después de la batalla. Sería interminable referir aquí las razones en que el vicario fundaba su creencia de la vida de don Sebastián, antes de presentarse en Madrigal el pastelero Gabriel de Espinosa; pero no dejaremos de referir cuáles le asistían para reconocer en éste la persona misma de don Sebastián.

El cuerpo no presentaba, cuando fray Miguel le vio en su convento, la misma gallardía que tenía al salir de Lisboa; ¿pero qué mucho, decía el fraile, que sus infinitos trabajos le hubiesen agobiado? Las facciones eran las mismas del rey, el color del pelo, rubio, donde no estaba ya cano; y el de los ojos, azul, también como don Sebastián.

El sonido de la voz era idéntico, si bien un tanto enronquecido. Igual la desmesurada fuerza, que bastaba a hacer astillas una lanza blandiéndola en el aire, o a partir entre sus manos con facilidad cualquier pieza de una vajilla de plata.

Gabriel, como don Sebastián, irascible, orgulloso y arrojado, hablaba el español, el portugués y el italiano.

Estaba al corriente de la política de su época y no ignoraba una sola circunstancia, por pequeña que fuese; relativa al tiempo en que don Sebastián reinó en Portugal.

¿Tan completa semejanza puede existir entre dos distintos individuos? ¿Será posible que la naturaleza haya creado dos seres idénticos, física y moralmente? ¿Se concibe que el temperamento y la educación de un rey y de un pastelero sean tan conformes que produzcan en tan distintas posiciones una igualdad absoluta de hábitos e inclinaciones, de virtudes y de vicios?

Pero demos de barato, hubiera podido decir el defensor de fray Miguel, si Felipe II hubiera tenido por conveniente que aquel desdichado pudiese dar sus descargos antes de morir, demos de barato que puedan reunirse sin milagro las circunstancias referidas en dos distintas personas; aún no se le habrá probado al vicario de Santa María que se engañó.

Fray Miguel, como confesor del rey, estaba enterado de todos sus secretos, y en sus conversaciones con Espinosa más de una vez hizo éste alusión a lo que en otro tiempo le había confiado. El religioso no ha podido revelar al juez aquellos secretos que en confesión se depositaron en su seno; pero sí puede referir hechos que han llegado a su noticia como particular.

Le pregunta, por ejemplo, a Espinosa si ha tenido alguna visión en su vida «Una sola vez, responde éste, y fue corriendo la posta con el conde de Medellín. Al pasar un arroyo, en que un malvado asesinó a su propio padre, creí oír un gran ruido, o por mejor decir, lo vi, en efecto. Dejele al conde de Medellín que pasase adelante, y quedándome solo, esperé en vano un gran rato, pues nada vi».

El hecho pasó así, y de igual manera lo había referido don Sebastián antes de irse a la batalla.

Otra vez, Gabriel, sin ser interrogado, refiere a fray Miguel que estando enfermo en su palacio de Lisboa, los médicos le prohibieron comer pescado, y para mayor seguridad prohibieron el aceite en la cocina real. «Entonces, dijo Espinosa, envié a pedir al cura de mi parroquia un poco de aceite de la lámpara del Santísimo Sacramento para uno de sus feligreses; enviómelo y comí con él pescado, que no me hizo daño ninguno».

De este modo pudieran citarse infinidad de circunstancias que confirmaron a fray Miguel en la idea de que aquel hombre era, en efecto, el monarca portugués.

La señora doña Ana en todas sus declaraciones se refería a lo que el vicario le decía, y la única razón que alegó en su defensa fue que ella no quería que don Sebastián se descubriese hasta después de muerto el rey, su tío.

El gran argumento de don Rodrigo contra ambos era preguntarles por qué si don Sebastián era realmente lo que ellos decían no se había dado a conocer en tantos años, o a lo menos desde que estaba preso, para no verse tan ignominiosamente tratado.

Pero esta objeción, más especiosa que sólida, fue rebatida por los acusados completamente.

Don Sebastián, dijeron, salió tan corrido de la batalla, que no osaba presentarse en los primeros días después, ni aunque siquiera podía hacerlo. Hizo, en primer lugar, voto en África de andar peregrino y encubierto a su vuelta a Europa. Acudió al pontífice para que le dispensara de un voto temerario; pero Gregorio XIII se negó a ello, bajo pretexto que no quería que se turbase el sosiego de los estados del rey católico; pero aun sin esto, ¿no le sobraban razones a don Sebastián para permanecer oculto? ¿Acaso no bastaba para ello ver que se ajusticiaba sin piedad al que se atrevía a asegurar que vivía? ¿Qué suerte podía prometerse si la fortuna le ponía en manos de Felipe II? La que tuvo; verse tratado como un infame impostor.

A poco tiempo de empezada esta causa, por ciertas competencias entre las jurisdicciones real y eclesiástica, fue necesario que el nuncio de su santidad enviara, como envió, un comisionado con poder bastante para apremiar y compeler con toda clase de censuras a los eclesiásticos comprendidos en ella.

Es singular que en más de ocho meses no se dio tormento a ninguno de los reos, por prohibición del rey. Sin duda luchaban un resto de probidad en el pecho de Felipe con su cruel ambición; pero esta triunfó al fin.

Fray Miguel, aplicada la tortura, dijo, como era de esperar, cuanto le mandaron que dijese.

Dicen que Espinosa hizo otro tanto, y será verdad. ¿A qué había de sufrir tormentos espantosos, si de todos modos conocía que había de subir infaliblemente al cadalso?

El resultado fue que Gabriel fue condenado a la pena de ser arrastrado, ahorcado y descuartizado; a la misma fray Miguel, después de la competente degradación; y la señora doña Ana de Austria a reclusión perpetua en una celda de un convento, ayunando todos los viernes a pan y agua y tratada los demás días como otra monja cualquiera, sin servidumbre, ni poder jamás aspirar a ser prelada, ni a ejercer cargo alguno.

El martes 2 de julio de 1596, después de diez meses de prisión, sufrió la condena en la plaza de Madrigal el desventurado Gabriel, o don Sebastián.

Sus últimos momentos fueron dignos de un cristiano y de un príncipe. Oyendo decir al pregonero:

-Ésta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor, y el alcalde don Rodrigo Santillana en su nombre a este hombre, por traidor al rey nuestro señor, y embustero, y porque siendo hombre vil y bajo se había querido hacer persona real, le mandan arrastrar, y, que sea ahorcado en la plaza pública de esta villa; y su cabeza puesta en un palo. Quien tal hace, que así lo pague.

-¡Traidor! -exclamó-. ¡Eso no! Hombre vil y bajo, Dios lo sabe.

Al salir del serón, y ya al pie de la horca, se puso en pie con reposado continente, y tendiendo la vista alrededor de la plaza, descubrió en una ventana de la cárcel a don Rodrigo de Santillana; que estaba allí con objeto de recibirle la última declaración, si quería prestársela.

Entonces ardió en cólera, y no pudo menos de gritar:

-¡Ah, señor don Rodrigo, señor don Rodrigo!

El juez, aterrado, bajó los ojos y perdió el color; pero un jesuita de los que auxiliaban al paciente se le puso delante y trató de convertir todos sus pensamientos al cielo. Consiguiose esto por el momento; y Gabriel, después de reconciliado, subió con firmeza a la horca.

Parose en el penúltimo escalón, y como el verdugo le dijese que subiera otro, se volvió a él, y le dijo con desprecio:

-¡Esto nos faltaba!

Sentado ya, volvió la vista una o dos veces hacia la ventana de la cárcel; y mirando colérico a don Rodrigo, le apostrofó en voz de trueno; pero los agonizantes no le dieron lugar a citarle ante el tribunal de Dios, que era lo que pretendía hacer, según se había explicado en la capilla.

Él mismo se arregló el dogal al cuello, como si fuera una valona; repitió en tono firme las palabras del credo, que un jesuita decía; y murió de la muerte de los malhechores, con el mismo aliento que un mártir.

Fray Miguel fue llevado a Madrid y degradado el 16 de octubre en la parroquia de San Martín por el arzobispo de Bristau. No desmintió el vicario en tan amargo trance su reputación de varón piadoso y resignado.

Conservó durante la degradación en el tránsito al suplicio y ya en él, una entereza humilde, una completa conformidad absoluta con la voluntad de Dios.

Al pie del cadalso dijo, en voz moderada y con firmeza:

-El tormento me ha hecho mentir en contra mía. Gabriel de Espinosa podría no ser el rey don Sebastián; pero yo siempre lo tuve por él. Muero, pues; inocente de este delito que se me supone; pero ofrezco a nuestra Señor esta muerte afrentosa, en descuento de mis muchos pecados, y espero de su infinita misericordia la remisión de todos ellos.

Antes de acabar de subir la escalera llegó de orden del rey el notario de la causa; y estuvo haciéndole varias preguntas, a las que el vicario respondió con mucho desembarazo y brío.

Nadie ha sabido hoy sobre qué punto versase aquella declaración.

Fray Miguel expiró abrazado devotamente con un crucifijo.

La manera con que se verificó la prisión de Gabriel, la previsión del vicario, y, sobre todo, una fortuna inexplicable, fueron causa de que nada pudiese saberse del resto de los conjurados. Hiciéronse varias prisiones en Portugal y en España, pero por conjeturas; y nada se le pudo probar a ninguno de los aprenhendidos, de los cuales la mayor parte estaban inocentes.

Domingo, desesperado de haber sido causa de la pérdida de su amo, se dejó morir de hambre en su calabozo, después de haber sufrido tres veces el tormento sin proferir una sola sílaba.



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