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Album de un loco: 40

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Segunda parte de Album de un loco
de José Zorrilla

La inteligencia

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XXVII

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RESUMEN
En resumen, el hombre el primer ente
del mundo, el noble rey del universo,
como le han titulado osadamente
cuantos han relatado en prosa y verso
la loca historia de la humana gente;
el hombre, hecho por Dios inteligente,
dotado de razón, de pensamiento
y de palabra, superior en todo
a todo otro animal, no ha hallado modo
de entenderse jamás; su entendimiento
le ha servido de estorbo en su existencia
terrenal; su razón no le ha bastado
jamás, y en sus empresas ha apelado,
en vez de a la razón, a la violencia;
siempre en lugar de «hablemos y entendámonos»,
«matémonos, ha dicho, destruyámonos».
Y alguna vez que ha hablado, no ha querido
nunca entenderse, y siempre se ha batido.
¿Por qué? ¿Cuál es la historia de la guerra?
¿Qué causas la han creado y la han nutrido?
Este breve resumen las encierra.

Al hallarse sin garras y sin dientes
contra los de las bestias montaraces,
buscó armas contra ellas suficientes
el hombre, y supo hacérselas capaces
de resistir sus ímpetus voraces.
Hizo bien; además Dios le había dado
para servicio suyo y alimento,
cuanto animal con él había creado;
pero a cada animal, en su elemento,
de medios de defensa había dotado;
pez, ave, fiera, en tierra, mar y viento,
tenía que recoger, por de contado,
para su nutrición o su servicio;
y discurrió y se armó, y obró con juicio.

Hasta aquí no iba mal la inteligencia
del hombre; se sirvió de su talento;
la bestia estaba que él mejor armada,
el pez escurridizo, el ave alada
eran más fuertes que él en su elemento;
fuerza fué equilibrar la diferencia:
era cuestión en que iba su existencia,
yendo su bienestar y su alimento.
Hizo flechas y redes; fué acertada
invención y oportuno pensamiento.
Raciocinó y se armó; no digo nada.

Pero desde Caín, a quien la envidia
un arma puso en la homicida mano,
¿por qué el hombre, con furia o con perfidia,
sus armas empleó contra su hermano?
Ancha y feraz creó el Omnipotente
la tierra, para todos suficiente;
halló, empero, sus límites estrechos
la ambición; apropiósela, insolente,
el que se vió más fuerte y más valiente,
y la fuerza fué ley y dió derechos.
El débil, despojado de su tierra,
no los reconoció, porque en los hechos
el derecho no vió; he aquí la guerra.
El débil despojado fué un apoyo
a buscar en sus débiles hermanos,
y de pesar y de ira el pecho lleno,
contra sus opresores inhumanos
se unieron; fueron fuertes, y a las manos
con la ambición vinieron… un arroyo
de sangre marcó el linde del terreno
primero donde hicieron los humanos
división de lo propio y de lo ajeno.
De aquí los odios de familia y raza;
huyendo de las fuertes agresoras
las débiles, distancias protectoras
entre ellas de poner se dieron traza.
Y así, según, feroz o inteligente,
anheló una familia paz o guerra,
fué una patria a buscar para su gente
en la región lejana de la tierra
que halló a su condición más conveniente.

Unas, apeteciendo climas fríos,
trasladaron su hogar al Occidente;
otras a orillas de los grandes ríos
su adoar sentaron bajo el sol ardiente
de los tostados climas del Oriente.
Otras en las riberas de los mares,
a la codicia levantando altares,
fueron, después de construirse puertos,
en las opuestas a buscar lugares
a su comercio y a su audacia abiertos.
Unas cubrieron páramos extensos
de verdes huertas y de rubias mieses;
otras en valles de yerbajes densos
razas criaron de fecundas reses.
Cada cual adoptó creencia, traje,
gobierno, usos, costumbres y lenguaje
hijos de su carácter y ejercicio,
y adaptados al clima y al paraje
donde vivía en inocencia o vicio.

Su población, al fin, multiplicaron
todas y en sus terrenos se extendieron;
y tanto sus fronteras ensancharon,
que a encontrarse, extendiéndose, volvieron.
Pero ya las familias en naciones
convertidas, y ya con caracteres
distintos, con distintas opiniones,
lengua, costumbres, trajes, religiones,
el origen común desconocieron,
y su diversidad de pareceres,
su diferencia de habla y de facciones
como razón de enemistad pusieron;
y echando luego a un lado las razones,
a reñir como bestias se pusieron.

Aquí sí tengo yo que decir algo;
y aunque me digan que es atrevimiento,
porque, ni nada soy, ni nada valgo
para echarme a cruzar tan alto viento,
y que del breve círculo me salgo
en el cual encerrado estar me toca,
voy a decir este algo, porque siento
que se me está saltando de la boca.
Y he aquí lo que digo, aunque este verso
ramplón, que va a explanar mi idea loca,
contra mí insurreccione al universo.

¿Cuáles son los motivos racionales,
las causas y el origen que han tenido
las que se llaman guerras nacionales?
El color de la tez, de las facciones,
la proporción, la depresión o anchura
del ángulo facial, las expresiones
distintas del lenguaje
con el cual se expresaron las naciones,
la estrechez o la holgura
que adoptó cada cual para su traje;
lo que se llama, en fin, la catadura,
la planta, el aire, el porte
que a cada raza dieron sus costumbres,
su clima y ejercicio; ya en las cumbres
de los montes helados en el Norte,
ya el fuego perennal del sol ardiente
en las llanuras cálidas de Oriente,
ya las ásperas brisas peculiares
de las tierras vecinas a los mares.

Miradas a la luz de la conciencia,
éstas son las efímeras razones
de los odios de razas y naciones,
nutridas por la sórdida exigencia
de la avara ambición, que con violencia
tras sí conduce a las demás pasiones;
¿qué parte toma aquí la inteligencia?

El ser unos morenos y otros blancos,
el ir unos descalzos por la arena,
y el andar otros por la nieve en zancos,
el ir rapados o llevar melena,
el tener las narices aplastadas,
curvas o prolongadas,
el vestirse más amplio o más estrecho,
el habitar palacios o cabañas,
fabricados con mármoles o cañas,
a las razas de Adán daban derecho
a admirarse tal vez de las extrañas
mudanzas que los tiempos habían hecho
en ellas; pero nunca a los hermanos
pudieron dar razón, como alimañas,
para venir feroces a las manos
y arrancarse, lidiando, las entrañas.

La tierra tiene espacio para todos;
aun sobra; la mitad está vacía;
pero buscan los pueblos con porfía
ocasiones y modos
de decirse: «Ésta es tuya y ésta es mía.»

Civilizadas hoy nuestras naciones,
señalan por convenios sus fronteras,
saludan con galana cortesía
doquiera que los ven, sus pabellones;
reconocen con fiestas placenteras
sus límites; aceptan sus razones,
sus protestas de fe, como sinceras;
se muestran en su trato diplomático
el amor más cordial y más simpático;
de heraldos con vistosas procesiones,
se demandan sus treguas y entrevistas;
se reciben con salvas y revistas,
se despiden con fuegos y funciones,
pero luego, en volviéndose la espalda,
a su frontera avanzan sus legiones;
de todas sus alturas en la falda
construyen fortalezas y trincheras,
y ponen sus derechos, entre hileras
de soldados, detrás de sus cañones;
y en hallando el pretexto más mezquino,
la de fuerza mayor mete la guerra
en el pueblo vecino,
y atrapa un buen pedazo de su tierra.

Si el asaltado pueblo se resiste,
y si defiende su razón con brío,
su derramada sangre forma un río
e ilumina el incendio su fin triste;
su territorio, en fin, queda baldío,
y sus familias, las que quedan vivas,
esclavas son o emigran fugitivas.

¿Y el caudillo feroz de aquella guerra?
¿El héroe triunfador, el incendiario
devastador, rapaz y sanguinario,
que asoló, inicuo, la vencida tierra?
Vuelve a su patria victoriosa ufano,
al son de las campanas y timbales;
le alza su capital arcos triunfales,
le entapizan con flores y laureles
las calles, que le guían hasta un templo,
donde, desde el obispo a los bedeles,
salen a recibirle, palio en mano,
del sacro peristilo a los dinteles;
en un discurso un orador cristiano
le ofrece a los presentes como ejemplo
digno de admiración; se da al villano
populacho una fiesta, con cantares
licenciosos y danzas inmodestas,
que es lo que llaman fiestas populares,
en las que se harta el pueblo de pasteles,
buñuelos y esas masas indigestas
que traga todo pueblo en tales fiestas,
destripando barricas y toneles
en honor del que triunfa y del que paga;
y entre tanto que el vulgo sorbe y traga,
una asamblea nacional le expide
el título de ilustre ciudadano,
gloria y prez de su época, y decide
que por el hecho bárbaro, inhumano
y cruel de exterminar toda la raza
del pueblo a quien venció, que era su hermano,
se le eleve una estatua en una plaza.

Y pese a la opinión del mundo entero,
he aquí lo que es el triunfo de un guerrero;
esto es lo que a la tierra
trae nada más la gloria de la guerra;
y he aquí, desde Adán a los actuales
tiempos, el breve epítome que encierra
la historia de los entes racionales.

Desde Nembrod hasta ambos Napoleones
la fuerza atropelló a la inteligencia;
en todas las naciones
de cualquier discusión se hace pendencia;
y siempre se resuelven sus cuestiones
de lanza a punta, a boca de cañones;
y esto es lo que no entiende mi demencia.

Que allá en épocas bárbaras, en tierras
pobladas por salvajes y paganos,
encomendado se hayan a las manos
la razón y el derecho; que haya guerras
aún entre caribes y africanos;
que una guerra que de iras se amamanta,
que a la luz marcha del incendio y bebe
ríos de sangre y lágrimas, aun lleve
en Pekín o Estambul nombre de santa,
me apesara tal vez, mas no me espanta;
mas hoy, en pleno siglo diez y nueve,
en nuestro mundo culto, entre cristianos,
donde tenemos todos por creencia
que somos los humanos
todos hijos de Adán, todos hermanos;
al contemplar en guerra a las naciones,
pregunta mi demente impertinencia:
si toda discusión para en pendencia,
si toda paz se firma entre cañones,
¿para qué diablos sirven las razones?
¿Para qué nos da Dios la inteligencia?

Si el tiempo que los hombres han gastado
en arreglar sus cuentas a trompadas;
si los millones de hombres que han robado
a la tierra sus guerras desastradas,
se hubieran empleado
en cultivar los celestiales dotes
de su razón, y los extensos lotes
de tierras, que por Dios les fueron dadas,
sería el hombre actual menos perverso,
serían (como Dios hacerlas quiso)
la bien poblada tierra un paraíso,
y la razón la ley del universo.