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Album de un loco: 9

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Primera parte de Album de un loco
de José Zorrilla

A la memoria del insigne actor mejicano Antonio Castro

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Tienes razón, ¡oh pueblo mejicano!
justo es al menos que la humana gloria
queme un grano de incienso a su memoria.
Pongamos en su frente y en su mano
una corona al menos y una palma:
única recompensa del que parte
desde la vida mísera del arte
a la región incógnita del alma.

Mas, extraños tal vez a los arcanos
de la vida del arte, ¿habéis vosotros,
los que llenáis un ancho coliseo
por placer literario o por recreo
vulgar; sabios doctores, cortesanos
ilustres o sencillos artesanos,
los que, jueces del arte de los otros,
fruncís las cejas o batís las manos,
habéis sondado alguna vez el alma
de aquel artista, a quien sentís con pasmo,
que a la social indiferente calma
poco a poco os arranca a pesar vuestro,
y a cuyo genio, inspiración y estro
dais ¡bravos! y palmadas de entusiasmo?
¿Ha escudriñado vuestro afán curioso
(mas… con el corazón, no con la vista)
lo que es en sí su triunfo estrepitoso,
lo que pesa la gloria del artista?

Yo, que viví en la atmósfera del arte
en mi edad juvenil y en otro suelo,
voy ante vuestros ojos, a una parte
de la vida del arte a alzar el velo.

De las glorias del arte, la más leve,
más pasajera, efímera y liviana,
ha cabido al actor; copa de nieve,
que derrite el albor de la mañana;
la gloria del actor tan sólo debe
de su vida durar el tiempo breve;
porque, al morir en el vacío viento
el aplauso que al público arrebata
su noble acción o sus inspirado acento,
con el último soplo de su aliento
su propia creación él mismo mata.
Su figura, su acción y su semblante,
como la imagen que nos da un espejo,
que en quitándonos de él se desvanece;
como de un lago el vivido reflejo,
que cuando el sol se pone se oscurece,
del público al quitarse de delante,
todo con el actor desaparece.

Deja el pintor sus lienzos inmortales
a la sanción y admiración futuras;
sus rimas el poeta más banales
en un frágil papel deja seguras;
del músico los cantos celestiales,
del escultor las mágicas figuras
quedan, para honra suya y de su era,
delicia de la gente venidera.
El arquitecto en las soberbias moles
de puentes, obeliscos, catedrales,
que arrostrando en sus sólidos cimientos
las lluvias y los vientos,
ve de cien siglos los distantes soles,
a la remota edad su nombre lega,
y en sus moles inmóviles escrito,
a la remota edad su nombre llega,
no olvidado jamás, tal vez bendito.

Todo ingenio que crea, tras su paso
deja un rastro más hondo o más escaso.
En su ovación mayor, ¿cuál es la huella
del actor de más fe, de más talento,
en su mejor papel, en la más bella
situación teatral, en el momento
que en su difícil arte más descuella?
Yo os le evoco; héle aquí que os le presento;
abro la escena, y le coloco en ella.

Henchida tiene la redonda sala
de un público selecto, inteligente;
los palcos llenos de hermosura y gala;
en el patio, esperándole, se instala
un pueblo, de admirarle ya impaciente;
todo es flores y luz, blondas, diamantes,
sonrisas de placer, ojos brillantes,
que hacen vibrar el perfumado ambiente;
es la noche del día de una fiesta,
y es una fiesta nacional; la gente,
a recibir del arte predispuesta
las varias y ofrecidas sensaciones,
en anuncios escritos diestramente,
espera ávidamente
sentir y saborear sus emociones;
el drama es de un autor a quien se admira;
según en su argumento se adelanta,
más interesa al público y le encanta;
su versificación fresca y valiente
deleita; la pasión sobre que gira,
desarrolla el autor maestramente;
y en una situación, que sólo inspira
a un poeta maestro un genio ardiente,
se coloca el actor magistralmente;
nada hay que en favor suyo no se adune,
todo para su triunfo se reúne;
acción, figura, voz, fisonomía,
todo en él es verdad y poesía,
todo arrebata en él, todo convence,
todo está en relación y en armonía.
La ilusión es completa; el actor vence,
fascina, magnetiza, descarría
a la razón, la arrastra en su entusiasmo;
y más veraz la muestra, en tal momento,
que la misma verdad el fingimiento.
La atención es profunda: el pueblo calla,
sintiendo en su atención, con hondo pasmo,
que el actor le subyuga, le avasalla;
y embebecido de placer le mira,
y embriagado en magnético marasmo,
para no hacer rumor no se menea,
para no perder acción no pestañea.
El actor le domina, le adormece,
le galvaniza; es suyo; y a su antojo
infundiéndole amor, piedad, enojo,
placer u horror, le exalta, le enternece,
le indigna, le horroriza, le embelesa;
a su antojo le agita, le estremece;
y en nerviosa tensión, que aumenta y crece,
su alma teniendo en sus palabras presa,
sus fibras más sensibles tanto estira,
que, arrebatado al fin, rompe la valla,
de entusiasmo frenético delira,
y en un aplauso universal estalla;
y a aquel aullido colosal, titáneo,
que del circo los ámbito atruena,
un movimiento unánime, espontáneo,
cubre de flores y laurel la escena.

¡Triunfo brillante, merecido, inmenso!
del victorioso actor la alma se mece
sobre el vapor del popular incienso;
sintiendo poco a su anhelar la esfera,
y a su respiración el aire extenso.

Y no hay gloria más grata, más sincera,
que la de un grande actor, que, en lucha franca,
arrastra en su favor la sala entera,
y al pueblo un «¡bravo!» universal arranca.

Pero he aquí del arte los arcanos;
he aquí el coto que a la prez mundana
puso Dios en sus fallos soberanos;
he aquí el acíbar que a los dulces granos
del fruto dió de nuestra gloria humana;
con el actor, que su ovación merece,
la creación de su talento vana
al caer el telón desaparece,
y el ruido apenas del aplauso expira,
cuando a traición su mérito rebaja
la crítica mordaz, la envidia baja,
la vil calumnia, la falaz mentira.
Y como su creación no permanece
en formas indelebles modelada;
como no puede ser, ni repetida,
ni a confundir a tiempo presentada,
la oposición de la malicia ajena,
como una prueba fácil aducida,
quien su bella creación no vió en la escena,
ni sabe si su gloria es de ley, buena,
ni puede comprender si es merecida;
porque es la imagen que se ve distinta,
del espejo en la lámina azogada;
miraos a él, y vuestra faz os pinta;
quitaos del cristal, ¿qué queda? Nada.

¿Damos un paso más? ¿Queréis más hondo
hueco abrir a vuestra ávida mirada,
y más del arte escudriñar el fondo?
¿Queréis que yo, que un día
en la gloria del arte logré un tanto,
cuando de él en la atmósfera vivía;
yo, que aunque ahora en voluntario encierro,
de la vida del arte me destierro,
mas de la voz del arte al eco santo,
como evocado espectro, me levanto,
a la vida del arte vuelvo un punto,
y en bien u honor del pobre o del difunto
elevo un panegírico o un canto;
y que, después del himno o la plegaria,
a hundirme torno, y el cancel de hierro
del olvido letal sobre mí cierro…
¿queréis que a mi existencia solitaria,
antes que vuelva desde aquí, un instante,
un pliegue de la tela funeraria
que envuelve su sarcófago levante,
y aunque un esfuerzo de dolor me cueste,
la realidad del arte os manifieste?

Os voy a presentar, aunque os asombre,
ante la gloria del artista, al hombre.

El actor, doblemente condenado
a la miseria, a la aflicción y al duelo,
por hombre y por actor, sufre doblado
el pesar que al que nace impone el cielo.
Pesa sobre él aún (ya no muy viva,
gracias a un siglo que al error derriba)
la preocupación de la Edad Media;
la corona en el foro, mas le esquiva
de la escena social, la gran comedia.
Para placer del público pagado,
esclavo vive del placer ajeno;
y a la hora del placer, está obligado
a verter el placer, aunque en su seno,
del más agrio pesar hierva el veneno.
¿Sabéis lo que es venir, atravesado
del duelo el corazón, a hora precisa,
al público a arrancar, desde el tablado,
llanto forzoso o espontánea risa?
¿La pena comprendéis, íntima y fiera,
del que os divierte aquí, cuando allá fuera,
el que os hacer reír es fuerza que halle
un pesar que en acecho allá le espera?
¡Pesar voraz, miseria verdadera
de nuestra vida, de miserias valle!
¿Y comprendéis lo que en su alma pesa
el manto recamado de oropeles,
la diadema de talco tan liviana
y el cetro de cartón de sus papeles,
cuando, sin luz su hogar, sin pan su mesa,
le aguarda en su mansión la madre anciana,
la esposa enferma, la demente hermana,
la hija adorada, de la fiebre presa,
alguna de ellas a expirar cercana?

Basta; sobre esta desnudez del arte,
tendamos del teatro la cortina;
de la escénica gloria del que parte
a otra vida mejor de esta mezquina,
encendamos no más la luz divina,
y su llama fantástica, hechicera,
no más alumbre con su luz celeste
que el poético mundo, toda entera
sumiendo en sombra la miseria de éste.
La gloria del actor es muy ligera,
breve, fugaz, versátil, pasajera;
es verdad; mas las artes son hermanas,
y todas contribuyen, generosas,
las glorias del actor, que son livianas,
a perpetuar, grabando y esculpiendo
en mármoles su faz, su nombre en losas,
su historia en libros, su virtud en cantos;
y en brazos de ellas, si a la edad futura
no lega de su ingenio los encantos
entre guirnaldas de laurel y rosas,
su nombre llega y su memoria dura.

Y así el de Castro vivirá; lo fío,
no con orgullo audaz del canto mío
que morirá con mi memoria oscura,
sino del pueblo en que amanece el día
de la moderna liberal cultura,
que de sus hijos el talento aprecia,
que, de su edad poniéndose a la altura,
de las pasadas con desdén desprecia
la preocupación y la manía,
y al que en su patria con talento nace,
coronas teje y ovaciones hace;
porque al que hijo de Méjico ha nacido,
no le pese jamás de haberlo sido.

Basta. Al que allí, llorando, coronamos
de frescas rosas y de verdes ramos,
ya no veremos más; ya a su despejo
escénico, a su cómico gracejo,
no temblará nuestra alma conmovida,
risa no brotará mal reprimida;
ya se borró su imagen del espejo;
ya ha caído el telón sobre su vida.

Y yo, errante poeta castellano,
brindado por el arte mejicano
con tan noble misión, su gentileza
agradezco leal, y acepto ufano.
No os cause, pues, ni celos ni extrañeza
que, español, en honor de un pueblo hermano,
venga a poner, con imparcial nobleza,
de Castro en prez, con mi última plegaria,
la última flor en su urna cineraria,
la primera corona en su cabeza.

Cumplí; vuelvo a mi sombra solitaria;
acaba mi cantar; su gloria empieza.