La Conquista del Perú: 07

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La Conquista del Perú de Pablo Alonso de Avecilla


VI - Tumbez[editar]

Diestramente derramó Pizarro por Panamá y las Colonias inmediatas las inmensas riquezas que sustrajo de la capital de Coaque, y así hizo en breve concebir por todos aquellos países las más ventajosas ideas de los tesoros del Perú, y se extendió la fama, y mil aventureros de todas partes volaban ansiosos a dividir el rico botín y a saciar su codicia. Acuartelado en Tumbez esperaba la llegada de sus compañeros para emprender la conquista del imperio, y en tanto tomaba noticias de las costumbres de los peruanos, aprendía su lengua y se preparaba al triunfo.

Los peruanos no podían formar exacta idea del objeto con que los españoles ocupaban su país y se perdían en un mar de conjeturas. ¿Debieran mirar a esos extranjeros tomo seres de una naturaleza superior, que iban a castigar sus crímenes y a labrar su felicidad, o ya como enemigos de su libertad y de su reposo? Las protestas que les prodigaban los venidos del Oriente, de que habían ocupado aquel país para conducirlos al conocimiento de la verdad y a la ventura, daban alguna probabilidad a la primera opinión; pero atendidas sus violencias, su rapacidad y su conducta, no podían menos de temer de tales extranjeros. De todos modos la tranquilidad de ánimo es siempre inconciliable con la superstición y las preocupaciones. Los peruanos creían ofendido al Sol, su Dios y su padre; creían a los castellanos sus vengadores, y la turbación era necesaria.

Desde que Pizarro sentó su cuartel en Tumbez, mandó circunstanciadas noticias a Luque y Almagro acerca de las esperanzas que prometían los países de oro que ocupaba. Llenas de ambición y de fanatismo esas dos almas, se dispusieron desde luego a volar al peligro, ya para resarcir los grandes desembolsos de la expedición, ya para extender su sistema religioso, ya por eternizar sus nombres. Independientes del gobernador de la colonia, según los privilegios que Pizarro había conseguido de la corte de Madrid, obraban con toda libertad, y sus operaciones eran enérgicas y veloces. Los tesoros que los aventureros de México traían a sus hogares, las nuevas noticias de las riquezas de la costa del Perú, y la eficacia y promesa de Almagro y Luque apoyadas con el célebre nombre de Pizarro, todo, todo influía para que otros aventureros volasen a Panamá ansiosos de marchar a la rapiña.

En cortos días pudieron reunir trescientos hombres que embarcaran con precipitación para marchar a Tumbez. En dos ligeros buques se dieron a la vela de San Mateo, donde Pizarro había dejado un corto testamento. Ya práctico Almagro en aquellos mares, aunque arrostrando mil peligros, hicieron la navegación en 17 días, en que los jefes pusieron todos los medios en movimiento para avivar en sus soldados el incentivo que les devoraba; y el capitán los familiarizaba con la muerte, y el vicario hablando en nombre de Dios les prometía la gloria eterna, si perecían derribando las deidades de los inocentes adoradores del Sol.

Desembarcaron al fin en San Mateo; abrazaron tiernamente a sus compañeros, y siguieron su camino a Tumbez. Allí Pizarro los esperaba con impaciencia, porque aunque político se había desacreditado en la travesía de Coaque, atacando a los indios indefensos y cometiendo mil violencias; pero el terror que los venidos del Oriente habían inspirado a los inocentes habitantes del Nuevo Mundo, como hijos del Sol, tenía a todos los ánimos en expectación, y no se había llegado al rompimiento. Atahulpa, el monarca del Perú, estaba con un florido y brillante ejército en Cajamalca, ciudad a doce jornadas de Tumbez; pero el terror religioso y las protestas de Pizarro hacían que los mirase como entes superiores, mandados por su Dios, para castigar los crímenes de la guerra civil que había ardido en el imperio, y lejos de disponerse a atacarlos, encargaba a sus súbditos que los tratasen como enviados del Sol. Sin embargo, un momento solo pudiera arrancar de los peruanos esa triste preocupación, y los invasores pudieran verse destrozados. Sus circunstancias siempre eran críticas, y Pizarro y sus compañeros ya cedían al poderoso impulso de su avaricia y de su carácter violento, y los tesoros y los ídolos de los peruanos pudieran solo aplacar sus ansias.

En este momento llegaron a Tumbez Almagro y Luque, y olvidando sus pasados trabajos y peligros, se abandonaron a la más viva efusión de alegría, viendo cercano el momento de consumar sus deseos. Pizarro conservaba 200 soldados que con los 309 que llegaron de refuerzo, compusieron el ejército invasor que había de dominar un vasto imperio. Entre ese corto número de combatientes contaban 66 caballos y tres piezas de artillería de menor calibre, todos con armas de fuego, y todos intrépidos, todos impávidos, todos fanáticos y ambiciosos.

Pareciera que con tal débil división se emprendería en vano saquear y destruir un país adelantado en civilización, de inmenso suelo y populoso, si no recurriésemos a las fuerzas morales respectivas de los ejércitos, como ya hemos indicado. Atahulpa, tenía en Cajamalca 60.000 combatientes, bravos y aguerridos, pero sin disciplina y sin conocimientos en el arte de la guerra, y sin otras armas que simples arcos y flechas de poca consistencia, que en vano disparaban contra las armaduras y cotas de los castellanos que los hacían invulnerables; al tiempo que el sencillo lino de que se vestían los peruanos, entorpecía las tajantes puntas de los aceros europeos. Aunque los peruanos defendiendo sus hogares y su libertad, sintieran todo el valor de las inspiraciones del patriotismo,la codicia y fanatismo que ardía en los pechos europeos, los arrastraba también impávidos a la muerte. La gloria de vencedores en México inspiraba a los unos la seguridad de la victoria, al tiempo que los otros dominados de un terror religioso, creían un crimen de lesa-deidad volver sus dardos contra sus huéspedes; y al oír el mortífero estampido del cañón, cual si un rayo desatado de los cielos cayera sobre su frente, se postraban temblorosos al ronco trueno que les anunciaba la ira del Dios de la luz.

Si inmensa era la diferencia de la fuerza numérica de los ejércitos, inmensa era también la diferencia de su fuerza moral y dudosa la victoria. Unos y otros contaban con jefes guerreros y arrojados, y unos y otros héroes aspiraban a la victoria y a la inmortalidad. Atahulpa tranquilo y valeroso sabía arrostrar los peligros; Pizarro impávido y temerario se lanzaba a la muerte. Almagro en medio de su vigor sentía toda la magia de la inmortalidad: Huascar en el ruego de la juventud, educado en el campo de las lides, tenía todo el noble orgullo de un guerrero. Luque con el crucifijo en la siniestra y en la diestra la tea, arrastraba tras sí con su elocuencia a la multitud fanática, y los sacerdotes peruanos quemando la mirra en las aras de sus templos, sabían conmover el valor religioso de sus prosélitos. Tales eran los jefes y los elementos de poder de las partes beligerantes.

Cuando ya meditaban los asociados el plan de campaña, llegó a Tumbez una pomposa comisión de Atahulpa a felicitar a los venidos del Oriente, y a suplicarles que abandonasen aquellas comarcas y volviesen a sus playas. El emperador no podía disimular el terror que inspiraban pisando sus dominios. Iba por jefe de la comisión el príncipe Huascar, joven de la familia de los Incas, y en nombre de Atahulpa reconoció a los españoles por sus parientes, como hijos del Sol, y les llevó de parto del monarca frutas, granos, vasos de oro y plata y mil preciosidades de esmeraldas. Obsequiando así a los españoles querían aplacar al Sol que suponían irritado contra el Perú; todos los pueblos a porfía los colmaban de presentes, les prestaban sus servicios y llevaban su respeto hasta la adoración.

En vano Huascar, en nombre de su emperador, pidió a Pizarro explicaciones satisfactorias acerca de su permanencia en Tumbez y de su conducta hostil; sólo pudo conseguir por respuesta que tenía que hacer comunicaciones verbales al emperador, de parte de su señor, el gran Rey del Oriente; y conociendo todo el poder de su ventajosa posición, Pizarro hablaba a Huascar en un tono dulce, pero profético y elevado. Aun antes que partiese mandó reunir su división e invitó al guerrero peruano a que viese la marcialidad de los vasallos del Rey de Oriente. En efecto, empezando a evolucionar los españoles, el valiente Huascar miraba con asombro la brillantez de las armas, la velocidad de los caballos, y la unidad y conformidad de los movimientos de los masas: pero a las descargas de la mosquetería y al estampido del cañón, el terror se apoderó de sus miradas, y con rudos rendimientos se despidió de Pizarro, y marchó a su corte sepultado en melancólicos presentimientos.

Pizarro no se limitó a decirle que tenía que hacer al emperador comunicaciones verbales, le había añadido que esperaba con emergencia su permiso para pasar a Cajamalca a hablarle, y que de lo contrario obraría según las instrucciones que tenía de su señor, el Rey del Oriente. Al mismo tiempo con hacer evolucionar a sus soldados a vista de Huascar, quiso asombrarle con su artillería, para que se le tuviese por el señor de los rayos, y consiguió su objeto. Llegado Huascar a la corte, expuso a Atahulpa la decidida resolución de Pizarro de pasar a Cajamalca a hablarle; lo pintó con terror el aspecto y las armas de los españoles, y le hacía formar idea del estampido del cañón, por el ronco mugido del trueno que se dilata entre las cóncavas peñas de los Andes. Huascar, el más valiente guerrero del Perú, no era sospechoso de cobardía, y estremeció a Atahulpa.

El emperador reunió los más prudentes ancianos para deliberar si romper la guerra, o continuar sobrellevando a los venidos del Oriente; pero el terror, que era común en todo el Perú y los ofrecimientos amistosos de Pizarro, les hicieron adoptar el partido de mandar nuevo mensaje a Tumbez, para que los venidos del Oriente llegasen a las murallas de Cajamalca. En efecto, una nueva comisión fue a llevar la decisión a Pizarro, y el imperio esperaba con la mayor ansiedad el desenlace de tan complicado drama. Desde luego conocieron los asociados lo respetable que las preocupaciones habían hecho su nombre, y no dudaron un momento en emprender su marcha.

Apenas rompió la aurora las tinieblas de la noche, en una mañana de Octubre 1532, cuando reunidos los españoles, celebró Luque con toda la pompa religiosa el sacrificio de la misa, y emprendió su marcha la división española. Fácil tal vez hubiera sido al ejército peruano ocupando las posiciones ventajosas que le ofrecía el camino, sorprender y destrozar a los castellanos, pero la política de Pizarro ganando la amistad del Inca, o llenándole de terror, les aseguró tan difícil travesía. Las solitarias llanuras entre Tumbez y Motupe se extienden a ochenta millas, sin hallar agua, ni árbol, ni planta, ni verdor alguno en esta terrible extensión de tostada arena, pero los infelices peruanos sirviendo de acémilas a la división, les suministraron todo lo necesario en el espantoso desierto. Desde Motupe se dirigieron por las montañas que rodean la parte baja del Perú, y pasaron por un desfiladero tan estrecho y tan inaccesible, que un corto número de soldados hubieran podido defenderle de un numeroso ejército: más por la imprudente credulidad del Inca no hallaron los expedicionarios ni el menor obstáculo, y tomaron posesión tranquilamente de un fuerte que defendía este importante paso.

Llegaron al fin a vista de Cajamalca, donde en una extensa llanura les habían preparado rústicas tiendas de campaña, abundantemente provistas de víveres en que pudiesen con comodidad entregarse al sueño y al descanso. A su llegada Atahulpa les hizo renovar sus juramentos de amistad; y les mandó nuevos presentes aun más ricos y exquisitos que los primeros, y Pizarro que ya conocía la índole y generosidad de los inocentes habitantes del Nuevo Mundo, se abandonó tranquilo al sueño y al decanso, a esperar el nuevo día para comenzar su plan de destrucción y su conquista. Los peruanos cumplirían sus juramentos porque los creían hacer a Dioses; los venidos del Oriente no se creían obligados a esa religiosidad, porque juraban a idólatras que en el siglo XVI eran monstruos detestables y maldecidos.