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La Conquista del Perú: 08

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VII - Homenaje

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El imperio fluctuaba entre la confianza, el temor y la duda; todos los peruanos deseaban ver y admirar a los nuevos hijos del Sol, venidos del Oriente, pero un terror inexplicable los contenía dentro de los muros de Cajamalca, y no osaban llegar hasta el campo de sus huéspedes. Ya la noche había tendido su negro manto, cuando los invasores ocuparon las tiendas, y los habitantes de aquella populosa ciudad no pudieron saciar el ansia de ver ni de distinguir a los hombres que suponían de la jerarquía de los Dioses. Pero el nuevo sol empezó a esclarecer el horizonte, y las almenas y las alturas de la ciudad aparecieron cubiertas de un inmenso pueblo que fijaba asombrado sus miradas en el campo de los venidos del Oriente.

Fácil hubiera sido a Pizarro conseguir del Inca entrar en la ciudad y apoderarse de su palacio, pero le pareció mas político no exigir tal sacrificio, porque debía preferir batirse en campo descubierto, por la ventaja que le daba su caballería y artillería, que meterse en un pueblo que desconocía, donde no pudiera obrar con tanto desembarazo. Para llevar adelante sus ocultos proyectos, en aquella misma mañana despachó a Almagro, con una lucida comitiva, a que fuesen a felicitar al Inca, asegurarle de nuevo sus disposiciones pacíficas, y a suplicarle una entrevista a fin de explicarle con más extensión el objeto que traía a los hijos del Sol a su país. Su comisión fue recibida con todas las atenciones de la hospitalidad que los peruanos pudiesen emplear con mejores amigos. Atahulpa abrazó a Almagro, lo recibió con las más tiernas expresiones, y le hizo servir la mesa por príncipes de su sangre; pero no disimuló el deseo que tenía de que los españoles saliesen de su país; y para arreglarlo todo le prometió que visitaría a Pizarro en la mañana siguiente.

La decente mesa del monarca, el orden que reinaba en toda su corte, el respeto con que le hablaban y oían sus ordeñes, admiró a los españoles, que aun no habían visto en América mas que débiles caciques de errantes tribus. Pero fijaron mucho más su atención en las inmensas riquezas que con tanta profusión adornaban el palacio; los riquísimos ornamentos del Inca y de toda su corte, los vasos y vajillas de oro y plata, la multitud de utensilios de toda especie de preciosos metales, todo fue para los mensajeros un espectáculo que superaba con mucho cuantas ideas de opulencia pudiera formarse un europeo del siglo XVI.

En tanto Almagro, aunque criado en los campos de las lides, educado entre la sangre y el destrozo, no pudo ver insensible a los penetrantes encantos de la hermosa Coya, princesa de la sangre de los Incas, y tan seductora como guerrera. Vestida con una corta y airosa túnica de cándido lino, con la ajaba terciada, y en la siniestra el arco, estaba a la cabeza de los guerreros peruanos que habían salido a recibir a los enviados del campo español. Blanca como la cima de los nevados Andes, fresca como el clavel em las mañanas de mayo, esbelta y gentil como la fugitiva corza, en los 18 abriles de su edad, ondulaba su rubia cabellera a merced de los céfiros ligeros, penetraban sus miradas las férreas armaduras, y nadie se resistía a sus encantos, y todos se postraban siervos de su amor. Almagro aun joven, agraciado también por la naturaleza, sintió todo el poder de la hermosura de Coya, y allá en su pecho ardió el amor con un fuego inextinguible.

Salió al fin el mensaje de Cajamalca, y volvió al campo de Pizarro. Enardecida aun la imaginación de los mensajeros con el espectáculo de que habían sido testigos, hicieron a sus compañeros una descripción tan seductora de lo que habían visto, que Pizarro se afirmó en la resolución que ya había meditado. Sabía por lo que observó en las costumbres del Nuevo Mundo, cuan útil le sería apoderarse de la persona del Inca, y formó un plan que necesitaba tanta audacia como serenidad. Con olvido del grave carácter de que se revistió, anunciándose como embajador de un grande monarca que solicitaba la alianza del Inca; con olvido de las repetidas protestas de amistad que le había prodigado, y de los ofrecimientos que le había hecho, resolvió prevalerse de la crédula simplicidad, con que Atahulpa se fiaba en sus protestas, y apoderarse de la persona de ese príncipe en la entrevista a que le había invitado.

En la mañana del 16 de noviembre (1522), cuando debía visitarle el Inca, preparó la ejecución de su plan con tanta frialdad y con tan poco escrúpulo, como si otro día no pudiera ser su desdoro, y la mancilla de las armas de su patria. Dividió su caballería en dos alas mandadas por Soler y Benalcázar, intrépidos oficiales que cubrían los flancos de su infantería desplegada en batalla; reservó en el centro veinte de sus más arrojados compañeros que le ayudaran en la peligrosa empresa que se reservaba, colocó su artillería frente del camino por el que debía venir el Inca, y dio orden a la división de no atacar hasta que su vez diese la señal del rompimiento. ¡Imploremos el fanatismo y barbarie del siglo XVI para cubrir tanto crimen!...

Muy de mañana empezaron a salir regimientos peruanos de la ciudad, y a tenderse por la campiña, y todo el pueblo estaba en la mayor agitación, porque Atahulpa quería visitar a Pizarro con toda magnificencia. Aunque los preparativos comenzaron muy temprano, tanta era la solemnidad y la pompa, que ya terminaba la mañana y no llegaba el Inca al campo de su huésped. Impacientes los invasores temían ya alguna desconfianza de parte del emperador que frustrara sus planes, cuando apareció el inocente Inca rodeado de 500 nobles, lo más pomposamente aderezados, que marchaban al son de sencillas músicas militares, con toda la majestad del inocente orgullo. Atahulpa, sentado en un trono de oro adornado de vistosas plumas de diversos colores y cargado de piedras preciosas, iba en el centro de la corte llevado en hombros de los más nobles palaciegos y detrás le seguían lo mismo sus primeros oficiales. Cuadrillas de danzadores y bandas de músicos, precedían y animaban tan solemne acto, y la campiña cubierta de más de treinta mil soldados, prestaba la imagen del poderoso imperio.

Estaba el día tranquilo y sereno, y el sol radiante tocaba la mitad de su carrera. Un apacible céfiro batía mansamente las pintadas plumas, y los cándidos y ondulantes vestidos de la pomposa corte, y a los rayos del claro sol del Perú brillaban las andas de oro y las armas matadores de los invasores. Al acercarse Atahulpa al campo de Pizarro, resonaron con estruendo los roncos atambores y los bélicos clarines, y se desplegó al viento el español estandarte, ornado de la espléndida y roja cruz. Si sorprendidos miraban los peruanos el aspecto imponente de los venidos del Oriente, su faz cubierta de larga barba, y la brillantez y construcción de sus feroces armas, no menos con asombro miraban Pizarro y sus compañeros la pompa y el esplendor de la corte peruana, y la aparente disciplina de sus innumerables soldados. Empero, el trono de oro y las inmensas riquezas que les ofrecía la victoria, exaltaban demasiado su imaginación para que calcularan los peligros del rompimiento. Atahulpa llegaba en tanto al campo de sus enemigos, y decía continuamente a sus primeros oficiales: «son enviados del cielo, guardaos bien de ofenderlos.»

Apenas hubo llegado al campamento, Luque corrió hacia el Inca con un crucifijo en la siniestra, y en la diestra su breviario; y en un largo discurso, y según las negras creencias del siglo XVI expuso al monarca la doctrina de la creación, la caída del primer hombre, la encarnación de Jesucristo, la elección que Dios hizo de San Pedro para que fuera su gran vicario en la tierra, el poder de San Pedro trasmitido a los papas, y la donación que el pontífice Alejandro había hecho al rey de Castilla de todas las regiones del Nuevo Mundo. Después de haber expuesto toda esta doctrina, imitó a Atahulpa a que abrazase la religión cristiana, a que reconociese la autoridad suprema del papa, y a que se declarase tributario del rey de Castilla, como su legítimo soberano; y que si así lo hacía continuaría reinando, y el Rey su señor tomaría el Perú bajo su protección; pero que si rehusaba obedecer, si persistía en su impiedad, le declaraba la guerra, y le amenazaba con la más terrible venganza.

Poco entendió Atahulpa de ese extraño discurso, que conteniendo misterios incomprensibles y desconocidos hechos, toda la elocuencia humana no bastara a hacer formar en tan corto tiempo ideas distintas a un peruano. Empero, a las cosas más sencillas que había comprendido respondió con suma moderación; «que con el mayor placer sería amigo del rey de España, pero nunca su tributario; que era preciso que el pontífice fuera demasiado arrogante para dar tan liberalmente lo que no le pertenecía; que jamás abandonaría su religión, y que si los cristianos adoraban a su Dios muerto en la cruz él adoraba al sublime Sol que jamás moría; y preguntó al fin al vicario, dónde había aprendido lo que le había dicho de Dios y de la creación.» En este libro, respondió Luque ya enardecido, presentándole su breviario. Atahulpa tomó el libro con admiración, le miró por todas partes, le llegó a su oído, y contestó al orador, «esto me dais aquí no habla, nada dice, y lo tiró con desprecio.» Luque, furioso entonces, se volvió a sus compañeros, gritando: venganza cristianos, la palabra de Dios ha sido profanada, vengad el crimen, devorad a esos infieles.

Pizarro que apenas podía contener la impaciencia de sus soldados por lanzarse sobre las riquezas que herían sus ojos, dio la señal de ataque, y los atambores y clarines tocaron a degüello. La artillería y mosquetería hizo una descarga cerrada, cargó la caballería con sable en mano, y Pizarro con los 20 elegidos se arrojó decididamente sobre el Inca. Llenos de terror los peruanos se dieron a una fuga pavorosa; tan inexplicables les eran los caballos que los atropellaban, como el estruendo de la mosquetería y artillería que los despedazaba y abrasaba como el invisible rayo, y los invasores derramaron la sangre y el destrozo por toda la dilatada campiña. En vano sus nobles rodearon al Inca formándole una muralla con sus indefensos pechos: todos cayeron al furor del acero de Pizarro, quien arrastró al monarca por los cabellos y lo hizo prisionero, y la caballería continuó la matanza hasta acabar el día. Una multitud de príncipes de la raza de los Incas, los ministros, la flor de la nobleza, todo lo que componía la corte de Atahulpa, y cuatro mil soldados y mujeres, niños y ancianos, que habían salido a ver la brillante ceremonia, cayeron en los campos de Cajamalca al furor de los aceros; todo era muerte, desolación y espanto.

La noche tendía su lúgubre manto, y el campo enrojecido de sangre cubierto de cadáveres presentaba la escena más espantosa para la virginal América. Aun algunos invasores penetraron en la ciudad, pero solos y desunidos tuvieron que volver a sus tiendas, donde amarrado entre cadenas gemía el más infeliz de los vivientes, aquel monarca que un momento antes, rodeado de una pomposa corte, llevado en hombros de los primeros nobles del estado, parecía la imagen de los Dioses. Un silencio espantoso, interrumpido sólo por los lamentos de los heridos, reinaba en el canipo del destrozo, hasta que reunidos los invasores en sus tiendas, la crápula de la victoria empezó a atronar los ámbitos, confundiéndose con los hondos gemidos de los que expiraban.