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La Conquista del Perú: 21

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XX - Duelo

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La toma de la capital y la completa derrota del ejército decidió la suerte del imperio. Al asaltar Pizarro los débiles muros de Cuzco, señoreó los confines del vasto territorio de los Incas; el terror tendió sus alas sobre el Perú, el pendón de la cruz tremoló vencedor sobre las ruinas de los templos del Sol, y los súbditos de los Incas doblaron la cerviz al poder del rey de España. Cogido que fue por Pizarro el estandarte de los enemigos, el ejército se puso en fuga presurosa. Huascar seguido de una pequeña división y acompañado de los magnates del imperio se salvó entre las fragosidades de los Andes, y por largar horas la ciudad se dio al saqueo y al destrozo.

Después de haber saciado la ambición de los aventureros, Pizarro pensó en consolidar su sistema político, y en extender sus órdenes como gobernador del imperio. Los mismos decretos, la misma conducta que se observó en Cajamalca se repitieron en Cuzco; los habitantes fueron condenados a servidumbre y a renunciar a sus creencias religiosas recibiendo la salvación, y el despotismo militar, atizado por el más crudo fanatismo, formaron las bases del gobierno del Perú. Los vencedores, déspotas en todos los siglos, se han sepultado bajo los mismos escombros que su furor ha derrocado.

El lúgubre silencio de la muerte, interrumpido por los gemidos de los moribundos, y las conminaciones de los vencedores, reinaba en la ciudad y en la campiña, y Pizarro después de tres días de permanencia en Cuzco diseminó la mayor parte de su fuerza en pequeñas columnas al mando de los más valientes capitanes para que recorriesen los ámbitos del territorio, y pusiesen al corriente las comunicaciones de las órdenes de la capital. Apenas sin resistencia recorrían las comarcas los destacamentos; pequeñas hordas de peruanos huían aterrados, y en pocas semanas la dominación española se extendió todos los confines del imperio.

Ocollo, como hemos indicado, fue hecha prisionera por el capitán Soto en la retirada, pero Huascar llevó también consigo muchos prisioneros españoles que hasta entonces habían sido tratados, no como enemigos, sino como hombres que sucumbieron obedeciendo las órdenes de sus jefes; mas cuando supo las atrocidades de Cuzco, se apoderó de su pecho la desesperación, juró ante el sol hacer la guerra a muerte, y los prisioneros fueron despedazados por el furor de los vencidos. Aquellos hombres sensibles, aquellos hombres que inspirados por una religión dulce y de ternura se contentaran con vencer a sus enemigos, y lanzarlos a la otra parte de los mares, se transformaron en tigres carniceros que devoraban cuanto hallaban a su paso. Perdida su libertad y sus leyes, arruinados sus templos, amarradas a la ignominiosa argolla de la servidumbre, la sangre sólo podía saciar su venganza; al aspecto de la muerte se pintaba en su semblante la alegría, y el sepulcro era la mansión de paz de los Peruanos.

Tal sería en lo sucesivo la guerra que hiciesen los Incas; los venidos del Oriente serían el objeto de su odio implacable, la sed de venganza se transmitiría a las generaciones, y el suelo del Nuevo Mundo se enrojecería de sangre. Un pueblo que difundiendo su libertad llega a la desesperación, es un torrente furioso que arrastra tras sí la victoria. Un pueblo que pelea por su libertad y por sus preocupaciones, es invencible.

Cuando Pizarro, supo que Ocollo había sido hecha prisionera, creyó colmados todos sus ardientes deseos. Ya había domado el Perú y miraba muy cercano el triunfo de su amor; Ocollo había de ceder a sus instancias amorosas, o la voz del conquistador había de aterrar a la desdichada. Soto entró en la ciudad después de algunos días, y Ocollo sumergida en llanto, destrenzados los cabellos, se presentó ante el vencedor del imperio, y despedazada de dolor, pero con fría tranquilidad, exclamó: -Sí, Pizarro, ya sé mi suerte, no creas que débil me postraré a tus plantas, suplicando una existencia que detesto. Cuando la vida de Atahulpa exigió mi llanto, yo le derramé sobre tus plantas; ahora sólo padece Ocollo. -Pizarro, como arrebatado de frenesí, cogió del brazo a la hermosa y la separó un tanto de los españoles que la observaban. -Mira, infeliz, exclamó, mira mi poder y tiembla mi ira. Tú que amabas a Atahulpa, podrás sentir el delirio del amor. Tu hermosura, Ocollo, encendió en mi pecho una hoguera inextinguible si no consigo apagarla entre tus brazos; cede a mis halagos, tú mandarás en el imperio, y yo seré tú esclavo, y seré venturoso. -Sólo puedes hallar tu ventura entre escombros y cadáveres, ya serás feliz. -Mi alma cede también a los encantos, tú sola ahora me oyes... esta pompa de vencedor, esas montañas de oro, de trofeos, todo lo trocara por tus caricias, compadéceme y tiembla. -Estoy tranquila.

-Ámame, Ocollo. -Estás salpicado con la sangre de Atahulpa. -Mi patria la exigió. -Su amor manda que te aborrezca.

Pizarro, por mucho tiempo pálido, helado, víctima de la sorpresa y del furor, parecía un ser inanimado; mas cual el huracán arrebata la débil caña, así asiéndola furioso arrastró tras sí a la casta esposa hasta sus soldados. -Volad, que muere, exclamó desencajado; y tranquila Ocollo, ni un suspiro, ni una sola lágrima conturbaba su semblante. La pasión de Pizarro no era desconocida del ejército, y al mirar sus violencias, su misterioso silencio, bien pronto penetraron la causa que arrebataba la víctima al suplicio, y un sordo susurro conmovía a los aventureros. Almagro al fin, lleno de valor y de nobleza, alzó su voz al dirigirle Ocollo sus lánguidas miradas, y prorrumpió resuelto:

-No, Pizarro, no esperes arrastrar al suplicio esa cándida víctima; yo soy caballero cristiano, mi religión y mi sensibilidad mueven a un tiempo mi espada: Ocollo no morirá sin que antes midamos los aceros. -El furor brillaba en los ojos de Pizarro, la calma en el semblante de Ocollo y de Almagro, y la turbación en las actitudes de Luque y de todos los aventureros. Pizarro no acostumbrado jamás a verse desobedecido, y menos de un hombre que miraba con odio, y como su subalterno: con la rapidez del rayo tiró de su espada para arrojarse sobre el sensible caballero, y Almagro en el momento se dispuso también a la defensa. Tan noble y tan valiente guerrero contaba con secuaces en el campo, y un movimiento eléctrico se comunicó a la masa: los aceros fulminando bullían en sus vainas, y la guerra civil amenazó en un momento con todos sus horrores.

Luque, bastante político para conocer los resultados de la explosión que miraba ya estallando, tomó según costumbre la voz del cielo para desarmar las diestras. -Jesucristo os mira, hijos míos, el anatema os amenaza, suspended el furor. -Algún tanto se retrajeron los aventureros, pero los jefes estaban ya sordos a la voz del sacerdote, y en vano entre las espadas levantaba la cruz el vicario. -A la voz de Pizarro cede el universo, exclamaba el gobernador. -Almagro no le teme, contestaba su lugar teniente. -Defiéndete, malvado. -Guarda tu pecho. -Benalcázar y Soto procuraban también detener los rabiosos aceros, y Luque logró al fin que se suspendiese el duelo hasta que separados de la tropa se batiesen como caballeros.

No por el convenio se debilitaran los resentimientos, ni se disminuyera el furor. Se convino en que Ocollo quedase custodiada por veinte soldados, diez elegidos por Pizarro, y diez por Almagro, y uno y otro mandaron enjaezar sus caballos para salir al combate. La desgraciada Ocollo lloraba sin consuelo al contemplar la posición de Almagro, de su generoso defensor, y congojosa clamaba.

-No, Almagro, no expongas tu preciosa existencia por dilatar mis tormentos; la muerte es mi único consuelo, el término de mis penas: vive, generoso guerrero, vive para adorar a Coya y para labrar su ventura. -Ya no era tiempo, el honor vale más que la vida y los amores; Almagro había de vencer o ser vencido.

Ya en la tarde se reclinaba el sol en Occidente, cuando los dos guerreros acompañados de Luque, Soto, Benalcázar y toda la división española, salían briosos al combate. A corta distancia de Cuzco habían de cruzarse los aceros, y la primera vez el Nuevo Mundo gozara el agradable espectáculo de ver desgarrarse el pecho entre sí sus conquistadores, alzándose entre sus discordias el árbol de su libertad y de su independencia. Apenas hubieron llegado al sitio, se tomaron las distancias, y se desenvainaron los aceros: los pálidos rayos del expirante sol brillaban melancólicamente en las coladas, yelmos y cotas, y las lúgubres ceremonias de Luque, y el abatimiento de los observadores, realzaban el espectáculo con todo el sublime aparato de la caballería. Luque postrado en la tierra, y levantado las manos al cielo, rogaba al Dios eterno que iluminase las irritadas almas, y salvase al cristianismo, pero los guerreros se aprestaban por momentos a comenzar el combate. Sólo se esperaba la señal del acometimiento; dio Soto la señal y se lanzaron el uno contra el otro, como rabiosos tigres. Aspas de molinos impelidas del huracán parecían las espadas; su reflejo era un blanquecino relámpago que jamás desaparecía, y el rugido de las cotas asemejaba a los truenos de lejanos horizontes, que sordamente se dilatan entre fragosas sierras. Los golpes se sucedían con la velocidad del rayo, y el valor y la pericia hacían sus últimos esfuerzos. Los caballos aguijoneados por la aguda espuela, relinchaban emblanquecidos de humeante espuma, y el sol huyendo del temeroso espectáculo se sepultaba en las montañas, y sólo mandaba a la tierra un débil crepúsculo. En vano los combatientes intentaban con lo fulminantes aceros abrir paso a la muerte; las diestras desfallecían fatigadas, y las sombrar de la noche se extendían por el cielo. Los espectadores, que inmóviles habían admirado a los combatientes, dieron señal de suspender el combate, y Luque alzó la cruz entre las espadas. Entre caballeros en el siglo XVI, al suspender el duelo, desaparecían las iras, los enemigos se trocaban en compañeros que brindaban alegres en los festines hasta volver al combate, y Almagro y Pizarro eran demasiado corteses y caballeros para no obedecer a las inspiraciones de su siglo; todos se retiraron a la ciudad, y se entregaron a las delicias de un banquete entre los vítores de los soldados.

Ocollo en tanto conservaba su tranquilidad de alma en una cómoda prisión correspondiente a su alta jerarquía, pero su pecho estaba combatido de los más crueles tormentos. En medio de sus enemigos, rodeada de los matadores de Atahulpa, presenciando escenas de horror, oprimiéndola la memoria de Huascar, de Coya y del Consejo, que al fin vivían libres, ya anhelaba morir para terminar sus penas, ya le era la vida preciosa por ver la suerte de los que se salvaban en los Andes. Almagro no la abandonó; después del combate, sus primeros cuidados fueron consolarla, y al día siguiente había de volver al duelo en su defensa.

Coya, que merced a la ligereza de sus peatones supo la generosa conducta de Almagro con su tierna amiga; Coya que supo que la existencia de Almagro y de Ocollo peligraban a un tiempo, no pudiera permanecer entre los suyos sin volar a las inmediaciones de Cuzco en defensa de sus dos prendas, a costa de cualesquiera peligros. En vano el consejo se opuso a sus planes; Coya manifestó con encantos irresistibles que acompañada de pocos y ágiles guerreros hostilizaría la campiña de Cuzco, y el intrépido Huascar, ardiendo ya en sed de sangre, aprobaba el plan de Coya, en cuanto él preparaba nuevo ejército con que entrar en feroz campaña.

Los peruanos a costa de torrentes de sangre habían ido aprendiendo el arte de la guerra de los Españoles, y se habían familiarizado con el relincho de los caballos y el estampido del cañón. Con los prisioneros habían cogido algunos caballos, y Huascar y Coya hacían ya la guerra sobre los cuadrúpedos que tanto terror les inspiraron. La enamorada guerrera al frente de mil peruanos cayó sobre la campiña de Cuzco, no sólo llevada del ardiente anhelo de ver a su Almagro, sino también con el deseo de procurar la salvación de su querida Ocollo, o hallar gloriosa muerte.

Cuando Almagro supo que Coya se aproximaba a la ciudad, ya el fuego de su amor era irresistible; en medio de sus delirios creía que su amor era solo el que guiaba a la hermosa; pero bien veía por otra parte, que un formidable ejército huyó vencido al esfuerzo de los conquistadores: ¿qué pudiera prometerse Coya con mil guerreros más que una segura derrota? Huascar había dado cruel muerte a los castellanos que habían sido vencidos; Pizarro derramaba horrores en Cuzco, y en todo el imperio; sólo el negro pendón tremolaba en las playas del Mediodía, y Coya hecha prisionera expiraría entre tormentos. Ocollo no sentía ya fuerza para soportar sus penas, mil veces prefiriera la muerte a la desgracia de Coya, y Almagro aun tenía por ella que batirse.

Poco a Pizarro intimidara la fuerza que conducía Coya; un corto destacamento bastaría para vencerla; pero Luque como acostumbrado a proveer, temió de su influencia en los castellanos; ya satisfechos de tesoros, conoció lo crítico del campo español con las disensiones intestinas. Le pareció que lo que más convendría a la causa del cristianismo sería valerse de toda la influencia del sacerdocio para suspender por algunos días el duelo de los jefes y así procurar la unión, procurar que Ocollo cediera al amor de Pizarro, o preparar a Almagro un golpe a que no pudiera resistirse. Tal fue su actividad, tal el poder que sobre los fanáticos de siglo XVI ejercía el vicario, que triunfó al fin, y se suspendió por diez días el duelo.

Como la fuerza de Coya no era imponente, y apenas hostilizaba, contentándose con ocupar los montes vecinos y proteger la emigración, no se procedió tampoco con actividad a su persecución, y sólo un corto destacamento, entorpecido cuanto era posible por Almagro, cuidaba de que no bajasen a las campiñas, ni embarazasen las comunicaciones. Benalcázar mandaba el destacamento; Benalcázar, aunque ocultamente era el primero de los secuaces de Almagro, y jamás Coya peligrara.

El enamorado caballero luego que la noche extendía su negro manto, en su veloz caballo marchaba a los montes en busca de su adorada, a pesar del odio y eterna desconfianza que inspirara a sus compañeros. El violento carácter de Luque y de Pizarro no podía tolerar por más tiempo a un compañero, que lejos del cooperar a la destrucción del Nuevo Mundo, entorpecía todos sus planes y sembraba la discordia: el rompimiento era indispensable, y Almagro sería víctima de su furor porque así importaba también al trono de Castilla y a la curia romana.