La Conquista del Perú: 14

De Wikisource, la biblioteca libre.
La Conquista del Perú de Pablo Alonso de Avecilla


XIII - Atahualpa[editar]

Rotas las hostilidades y evacuado el campo español, era la primera urgencia proceder al reparto del tesoro entre los invasores. Aquí invocamos la tolerancia de nuestros lectores, si copiamos a la letra un texto peruano hallado en el templo de Cuzco, y le recordamos de nuevo que nuestra historia se refiere al siglo XVI. Los primeros rayos del Sol se derramaban por las cimas de los Andes, y Luque revestido de los ornamentos de su Dios, celebró una solemne misa invocando el nombre de Jesús e implorando su gracia para repartir los frutos de la iniquidad. El Dios de los venidos del Oriente, es un Dios codicioso de oro en los labios de sus ministros.

Sin que sea nuestro ánimo detenernos sobre este impío texto, diremos por convenir a nuestra historia que se procedió al reparto del tesoro; que se separó cuidadosamente el quinto para el rey de España, conservándole algunas obras preciosas de manufacturas: se distribuyeron exorbitantes sumas entre Pizarro y los jefes, y aun se dieron a cada soldado diez mil pesos fuertes. No, jamás ha ofrecido la historia otro ejemplo de tan pronta fortuna adquirida por servicios militares, ni jamás tan rico botín se repartió entre tan corto ejército.

Tal vez pareciera que llenada la ambición de los aventureros solo pensaron en retirarse a su país nativo, pero Pizarro que preveyó el resultado que muy bien pudiera tener el reparto y el anterior botín, tuvo política bastante para prevenir las consecuencias. Al tiempo que les aseguraba la facilidad del triunfo, movía su ambición pintándoles los tesoros que encerrarían Cajamalca y Cuzco, cuando tan fácilmente habían reunido el del rescate de Atahulpa, y las piedras preciosas que encerrarían las montañas y arrastrarían los torrentes. Luque, infatigable, les recordaba con entusiasmo los deberes de los adoradores de Jesús, y el alma de los españoles se dilataba al contemplar que colocarían el estandarte de la cruz sobre las ruinas del imperio. El valor, la ambición, el fanatismo, el terror de la dura disciplina de Pizarro, todo contribuía a que en nada se desmembrase la corta división, y que corriesen intrépidos a la victoria.

Muchos días llevaba Pizarro en una inacción que tenía por vergonzosa, acostumbrado a eternos combates, y ansiaba el momento de esgrimir de nuevo la espada para ceñir los laureles. Por otra parte advirtieron en la ciudad cierto aspecto guerrero, y no dudaron que aun querrían intentar salvar al Inca, o llegar de todos modos al rompimiento. Los Españoles también por su parte deseaban arruinar los muros de Cajamalca, y el cráter del volcán ya retemblaba al ronco mugido del fuego que ardía en sus entrañas.

Luque, fanático curioso, mil veces aunque en vano, había expuesto al Inca las excelencias del cristianismo, y cuando ya empezó a conocer que no era posible separar a Atahulpa de sus falsas creencias e idolatría, preparaba en su mente las negras hogueras inquisitoriales en que había de entregar a Satanás aquella alma impía. Pizarro y Luque caminaban siempre unidos en los planes, porque si de caracteres heterogéneos, su temple de fibra era el mismo. El ministro de Cristo repetidas veces había instado al general a que se obligara al Inca definitivamente a que abrazara el cristianismo; y asegurados los tesoros del rescate ya nada pudiera impedir la ejecución del proyecto.

En efecto, el mismo Luque pasó a la tienda del Inca en nombre de Pizarro, y le declaró solemnemente que si no abrazaba el cristianismo y se declaraba tributario del gran rey del Oriente, tendría que sujetarse al fallo de un consejo de guerra, que le juzgaría como hereje y como reo de lesa-majestad. Tranquilo. Atahulpa, pero enternecido, alzaba los ojos al cielo, y exclamaba doloroso, ¡Oh Dios de justicia, y así abandonarás a tu imperio, y así gemirán los justos! Luque en vano usó de las súplicas y de las amenazas; el Inca le respondía que ya sabía su suerte, que exhalaría su vida en un cadalso, pero que jamás sería traidor a su patria, ni apostataría del astro luminoso que adoraba.

Sabida por Pizarro la obstinación del Inca, que tan acorde estaba con su plan, mandó reunir los principales oficiales de su corta división, y en pleno consejo se acusó a Atahualpa de hereje y de reo de lesa-majestad. Soto, Benalcázar, Ojeda, Mendoza, Luque, Pizarro, todos, todos unánimemente condenaron a las llamas al infelice, y sólo Almagro defendía con vigor los derechos de la justicia y de la inocencia. La oposición era violenta, pero la muerte del Inca estaba decidida y cedería Almagro. Sin embargo, el poder que tenía en su pecho la justicia, y los ofrecimientos que hizo a Coya, le llevaron hasta tirar de su acero y encender la guerra civil en el campo español, porque también contaba con secuaces; pero Luque gozaba de un mágico poder sobre el alma de Almagro cuando hablaba en nombre del cielo, porque al fin era fanático como caballero del siglo XVI.

-Almagro, te decía, los juicios del Señor son incomprensibles, él lo quiere y Atahulpa terminará su existencia, si no al rigor de las armas españolas, al fuego de los rayos que fulmine sobre su cabeza. El Inca es un impío obcecado en la herejía, este vasto imperio sólo obedece las inspiraciones del espíritu maligno, y la enseña de Sión ha de tremolar en toda la tierra.

Almagro cedió al fin, el fanatismo siempre tuvo más poder que la inocencia y las virtudes; y el consejo condenó a muerte al Inca, si bien Almagro se abstuvo de votar. Pero no de lesa-majestad Atahulpa debiera terminar su existencia arcabuceado; pero Luque disputó la víctima, y creyéndose aun mayor el crimen de herejía, había de ser quemado en las hogueras inquisitoriales. En efecto, ¡qué horror! fue firmada la sentencia, -«como reo de lesa-majestad y como hereje, el Inca Atahulpa, será quemado a vista del ejército.»

Ocollo que podía entrar en las tiendas españolas para que Pizarro saciase en ella sus libidinosas miradas, era la que conservaba las comunicaciones entre Atahulpa y el consejo de Cajamalca, y la que en vano levantaba sus lamentos hasta el Sol, para salvar al Inca. Consolándose estaba en su desgracia cuando el insensible Soto fue a notificar la sentencia al monarca del Perú. ¡A quien fuera dable pintar la situación y los gemidos de los dos infortunados esposos! Tal vez la aflicción dio esfuerzo a Ocollo, y mandó a Cajamalca la infausta noticia y voló en busca de Pizarro. Postrada a sus plantas, entre un mar de llanto, le suplicaba por el Sol y por la Cruz, que compadeciera sus penas, que fuese sensible a sus tormentos, que escuchara la compasión... Pizarro empero tranquilo la levantó entre sus brazos, tú Ocollo, la dijo, tú puedes salvarle. -Es tan inextinguible, tan violento el amor que en mí encendiste, que en tú sola está su salvación. Ríndete a mis halagos... Trémula la desdichada ya miraba con indignación al héroe; ya se postraba a sus plantas, ya en profundo letargo era víctima de violentas convulsiones. Todo era en vano, Pizarro en su frenesí era insensible al lloro.

Ocollo volvió a la tienda de Atahualpa; no, le decía, ni mi amor, ni mis juramentos, ni mi Dios me permiten faltar a la fidelidad de esposa; sino rindiéndome a las bárbaras caricias de Pizarro, ya hubiera quebrantado los hierros que te oprimen. «Oh, exclamaba el inocente, y no tiemblas al pronunciar esas nefandas palabras.» -Sí, Atahulpa, llega la mano a mi pecho, verás su agitación.

Pero aun merezco tu amor, aun soy digna de salvarte, concede la última gracia. -Yo me rendiré al bárbaro, quebraré tus cadenas, y volaré a las cimas de los nevados Andes, y me precipitaré en las ondas, y allí sepultaré mi vergüenza, pero salvaré a Atahulpa. -¡Impía, exclamaba el Inca, y te atreves a proponerme tan negra afrenta!... Las llamas me serán un lecho de flores. Todo era llanto y dolor, pero la virtud les inspiraba tranquilidad en algunos momentos.

Pizarro, ardiendo en amor y viendo la noble arrogancia de Atahualpa, no le quedaba otro recurso que la violencia para gozar de la hermosura de Ocollo. Loco en su frenesí, burladas sus esperanzas, hubiera arrebatado a la hermosa, si Luque en nombre del cielo no le denunciara con vigor su crimen. Pero volaban los momentos y había de ejecutarse la sentencia, para desembarazarse del Inca y poder atacar a Cajamalca. Por orden de Pizarro pasó Soto a la tienda de Atahulpa para sacar a Ocollo y conducirla a la ciudad. Soto sólo la dijo que el general quería hablarla, y el Inca la recordó con firmeza los deberes sacrosantos de esposa. Cuando ya la había sacado del pabellón de Atahulpa la intimó la precisión de que marchase a la ciudad, que ya tampoco la era permitido el entrar en las tiendas de españoles. La hermosa en medio de su delirio ya quería volar de nuevo a las plantas de Pizarro, ya volar al lado de su esposo y morir en su mismo cadalso, ya prorrumpía en justas imprecaciones contra los venidos del Oriente; pero Soto insensible a los tormentos de Ocollo, la arrastró violentamente hacia Cajamalca.

Cuando Ocollo se presentó en el consejo y refirió todos los pormenores de la sentencia del Inca, la indignación y el valor brillaban en los ojos de los cándidos peruanos, y prepararse al combate, y sucumbir en el campo de batalla, o salvar al Inca, fue el grito universal que resonó en Cajamarca. Coya aun esperaba en la promesa de su Almagro, e imploraba a su nuevo Dios que fuese justo para que le amara.

En cuanto Ocollo salió de la tienda del monarca, Luque llevado de su fanatismo, creyó deber auxiliar al reo con los sacramentos cristianos, y pasó a ver al Inca. -Ha llegado el momento, le decía; tu muerte está decretada, y la sentencia es inalterable.

-Lo sé, sacerdote, estoy dispuesto, soy inocente, he sido justo y nada temo de ese radiante sol que me ilumina.

-Mil veces te he expuesto que la salvación eterna sólo se halla en el cristianismo, que el espíritu infernal te obceca en la herejía, y que el Dios verdadero te manda por mi boca que corras a sus brazos y abandones la idolatría.

-Ese sublime astro, decía mirando al Sol, es el Dios verdadero, derrama la felicidad en la tierra y da vida al universo; ése es mi Dios, y ése recibirá mi espíritu.

-Acógete a la piedad de Jesucristo.

-Tu Dios no tendrá piedad porque tú eres su sacerdote.

-¡Ay de ti Atahualpa si mueres en el pecado!

-Yo te lo suplico, Luque, marcha con tus bárbaros compañeros, di que preparen mi suplicio, pero déjame morir tranquilo, no me atormentes con tu negro fanatismo hasta cerrar mis cansados párpados.

-Morirás como hereje entre las llamas, y entre las llamas de Satanás hallarás tu eterno tormento.

-Está mi espíritu tranquilo.

Marchó Luque bramando de ira, y expuso a sus compañeros la impía obstinación del Inca, sus blasfemias, sus sacrilegios y su impiedad. Todos le juraron su aborrecimiento y se prepararon las hogueras para quemar a ese perro, como decía Luque. El campo español estaba en tanto sobre las armas, pero si todos miraban con indignación la impiedad de Atahulpa, aun había sensibles y nobles Españoles que conocían la injusticia de su muerte, y Almagro contaba con secuaces.

No ignoraba Pizarro que ardía en su campo la tea de la discordia, pero cauto disimulaba y seguía constante en la ejecución de sus proyectos.

La sentencia iba ya a ejecutarse y una grande hoguera ardía a vista de Cajamarca y de los invasores, cuando cien batallones peruanos salieron rápidos y valerosos a buscar la muerte entre las armas de los venidos del Oriente, o a salvar a su infeliz y adorado monarca. Pizarro conoció el peligro y se apercibió con valor al combate. Soto con cien hombres elegidos guardaba al Inca y los tesoros, y Pizarro al frente de los 400 restantes esperaba tranquilo el desbordado torrente que le amenazaba. Algún tanto familiarizados los peruanos con la táctica y las armas de los invasores por la comunicación que con ellos habían tenido, perdida en gran parte la veneración religiosa que les inspiraron, y ardiendo en sed de venganza, el combate no podía menos de ser dudoso, sangriento y obstinado.

Cual un torrente, los Peruanos se precipitaron sobre las lanzas españolas, y aunque el fuego del cañón y de la mosquetería asolaba las líneas, caían valientes, pero no se daban a la fuga; volvían a rehacerse, cargaban de nuevo y escuchaban las órdenes del bizarro Huascar. Almagro y sus secuaces, si bien conocían que no les quedaba otro recurso que la muerte o la victoria, empero no se batían con esfuerzo, y menos inspiraban confianza a Pizarro. El combate era obstinado, los gritos de los heridos y de los acometedores, con el estruendo del cañón resonaban pavorosos; los cuatrocientos españoles eran 400 héroes, pero ya habían sucumbido algunos y estaban heridos muchos, al tiempo que los Peruanos tal vez se aumentaban con refuerzos de la ciudad. Pizarro conoció lo crítico de sus circunstancias y mandó a Soto que arcabuceara al Inca, y cargará con los cien soldados escogidos.

Tranquilo el Inca se postró de rodillas ante el sol. -«Tú lo quieres, exclamó, deidad benéfica, yo volaré a tus celestes mansiones, pero no veré la ruina o la victoria de tu imperio.» -Cayó víctima al momento del plomo ardiente, y Soto cargó con furor en el combate. Ya los Peruanos cedían, y con la llegada de los nuevos combatientes se declaró la victoria y huyeron a la ciudad.

Entre el fragor del combate, Almagro despreciando los peligros buscó ansioso a su adorada Coya para protegerla de los golpes de algún bárbaro. ¡Ah! pérfido, le dijo, cuando le vio; -Soy inocente, la repetía el guerrero, yo te adoro; y protegiéndola con su acero, en vano Coya quería dar la muerte ni recibirla.

La victoria fue al fin de Pizarro; los Peruanos se encerraron en los muros de Cajamarca, pero después de batirse con bizarría y con desesperación. El campo quedó sembrado de cadáveres indios, pero los españoles a pesar de cubrirse con sus cotas de las débiles armas de sus enemigos, padecieron también algún descalabro; siete muertos quedaron en el campo, tres fueron arrastrados prisioneros a la ciudad y muchos heridos estaban fuera de combate. El cadáver del Inca enrojecido entre su sangre no aplacó las iras del fanático Luque;aun ardía la hoguera en que había expirado y su cuerpo fue arrojado a las llamas como muerto en pecado y en herejía, e indignas sus cenizas de sepultura se dieron al viento. El Inca Atahualpa fue la primera víctima que el fanatismo del siglo XVI inmoló ante sus negras aras en las costas del mar del Sud, y con su ilustre nombre se abrió el martirologio Peruano.