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La Conquista del Perú: 09

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VIII - Ceremonia religiosa

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Los pocos nobles y cortesanos que se salvaron de la matanza y todo el ejército peruano, se encerraron en los débiles muros de Cajamalca, cuando ya la noche había tendido su negro manto. Llorando el padre al hijo, el esposo a la esposa, la virgen a su adorado, el pueblo a su monarca, lúgubres y hondos gemidos resonaban en medio del terror religioso que ocupaba al Nuevo Mundo. Los suspiros de la ciudad se confundían con los lamentos de los heridos, que expiraban en el campo del destrozo, cuando la melancólica luna siguiendo su carrera, llenaba de espanto a los inocentes adoradores del Sol. Ni los gritos de la venganza, ni las imprecaciones de la desesperación, consolaban a los afligidos en su abundoso llanto; creían obra del cielo aquel exterminio, creían a los europeos hijos del Dios de la luz, y al arrancar allá del alma sus gemidos, sólo fijaban los ojos en la tierra, y no osaban volverlos hacia el opaco firmamento.

El pueblo, los nobles, los Incas, los sacerdotes y los innumerables guerreros confundidos por las plazas y calles, estaban como petrificados en un profundo estupor, y nadie interrumpía aquel terror religioso. Ya la callada luna reclinaba en la tierra su macilenta frente y el primer albor del lucero matutino comenzaba a esclarecer el horizonte, cuando Vericochas, el sacerdote mas anciano del imperio, sin reprimir su llanto, alzó su quebrada voz y se dirigió a su pueblo: «Peruanos, el sublime Dios del día, exclamaba bañado en lloro, rompe las tinieblas de la noche y borda con su púrpura las montañas. Tal vez airado, enrojecida su faz de viva lumbre, arrastrará tras sí al ronco trueno y el fulminante rayo, y arderán los cielos. Postrémonos humildes ante su poder, bendigamos su omnipotencia e imploremos su misericordia. Corramos al sacrosanto templo, ofrezcámosle inocentes sacrificios, y aplaquemos sus iras.» Dijo y con tranquilos pasos se dirigió hacia el templo; le rodearon los sacerdotes y lo siguieron el pueblo y los guerreros.

El templo de Tajamalca, dilatado y anchuroso, contenía un inmenso pueblo. Adornado de vistosas plumas, tachonado de oro y plata, y el pavimento de preciosos mármoles, ostentaba toda la riqueza del Perú y toda la veneración religiosa de los peruanos. Una ara sencilla, pero de delicado gusto, cubría el fondo de aquel majestuoso recinto; un símbolo del Sol, colocado en medio de la ara, era la deidad a que se postraban el monarca, el pueblo y los sacerdotes, y a sus lados vestidos sencillamente, estaban los bustos de los Incas y de los ciudadanos que por sus excelsas virtudes habían llegado a la imitación de la deidad benéfica.

Apenas pisaba el templo la multitud, cuando armoniosos instrumentos anunciaron la pompa de la ceremonia religiosa, y numerosos coros saludaron al nuevo día.


Himno al sol


 

Coro 1º.

 
 ¡Oh padre del día! ¡Oh Dios de la lumbre!
 Levanta en Oriente la fúlgida faz;
 alumbra la tierra que gime en tinieblas,
 derrama tu brillo sublime deidad.
 

Coro 2º.

 
 Al raudo torrente del fuego divino
 se ahuyentan las sombras, y nace el amor;
 y el mundo se anima, y crecen las flores,
 y viste la selva su hermoso verdor.
 

Coro 1º.

 
 ¡Oh sol que sublime tocando los cielos,
 al mundo dominas, y al débil mortal;
 tú sabes que puros, sin crimen, tranquilos,
 tus hijos adoran tu fuego eternal.
 

Coro 2º.

 
 El justo bendice tu fúlgida frente,
 y mudo en tinieblas el mundo miró;
 el triste malvado buscando las sombras,
 siguiendo su crimen, tu luz detestó.
 

Coro 1º.

 
 Antorcha que eterna ardiendo en los cielos,
 al mundo prodigas ventura y quietud;
 serena luciendo consuela tu pueblo,
 no en tristes celajes ocultes tu luz.
 

Coro 2º.

 
 Si opaco tus iras anuncias al suelo
 el piélago muge con hondo furor;
 si plácido brillas derramas la calma,
 y el mar y la selva respiran amor.


El himno del Sol resonaba por las dilatadas bóvedas, y en tanto el astro luminoso brillaba ya plácido y sereno sobre el horizonte. Vericochas seguido de cuatro sacerdotes se adelantó hacia las aras de la deidad benéfica, y en vajillas de oro, y con pomposas y sencillas ceremonias ofreció a su Dios hermosos frutos en inocentes sacrificios y el pueblo doblaba su rodilla, y reinaba el más profundo silencio religioso. El sacerdote levantó después los ojos melancólicos, y el Sol brillaba en las bóvedas con plácido reflejo. «¡Oh eterno Dios, exclamó, en un tono inspirado, tu radiante lumbre colma de esperanzas a tus inocentes hijos; no cubierto de nebulosos vapores les niegues tu divina influencia, ni les anuncies tu ira.»

La religión de los peruanos, si el Sol se presentaba nublado en sus primeros albores, el Dios estaba irritado, y anunciaba su ira; si por tres días aparecía opaco, aunque después brillase puro y hermoso, anunciaba su venganza y se estremecía el imperio. Al contrario, si se presentaba sereno y brillante, todo era placer y regocijo, porque la deidad se mostraba satisfecha. Cuando los peruanos vieron brillar el Sol, sonrió su esperanza, porque no temían las iras de su Dios irritado. Empero, el horroroso destrozo de su corte, la prisión de su monarca, cuya suerte ignoraban, la idea de que los invasores fuesen seres sobrenaturales, impresión que les había causado la caballería, y la artillería, todo los abismaba en un caos insoldable y en las más melancólicas meditaciones.

Vericochas, postrado ante las aras, absorto, arrobado, permanecía por mucho tiempo en un profundo éxtasis, cuando al fin exclamó con un hondo eco que pareció arrancado del centro de su alma. «No peruanos, el crimen y la deidad son inconcebibles. Esos venidos del Oriente, no son de sangre de los Incas, ni pueden ser hijos del astro sempiterno.»

El pueblo escuchaba absorto, y el sacerdote continuó con una elocuencia inspirada. «No peruanos, el crimen y la deidad son inconcebibles. Esos desconocidos han jurado mil veces por su Dios que venían a labrar la felicidad del imperio; con mil sacros juramentos prometieron las debidas garantías a un inocente monarca, y a un sencillo pueblo, que fiados en promesas de deidades, corrieron cándidos a sus brazos, cuando ocultando pérfidos las armas destructoras, despedazaron vuestros guerreros y vuestra corte, y arrastraron a vuestro monarca por los cabellos! El Sol luce radiante, no envuelto entre vapores anuncia su ira.» Y un agitado murmullo conmovía al pueblo.

«Es verdad, aun miro los veloces monstruos atropellando nuestros guerreros; aun resuenan en mis oídos el trueno pavoroso que destrozaba nuestras líneas, pero todo puede ser obra de un espíritu maléfico, todo podrá sucumbir al querer de ese Dios que nos ilumina. Peruanos, venid, jurad ante las aras, que si el cielo nos revelase que son sus hijos, y que debemos ceder a nuestros destinos, antes regaremos con nuestra sangre las fértiles campiñas, que dejarnos arrancar nuestras leyes, nuestra libertad y nuestro culto.» Pero el pueblo helado de terror solo gemía a la voz de su adorado sacerdote.

«Y lo dudáis aun, continuaba Vericochas, yo lo oí de sus labios, venimos a inspiraros los misterios del cristianismo, a arrancaros del imperio culto del Sol, a haceros adorar a Cristo sobre la cruz, y a que reconozcáis por monarca y señor al grande Rey del Oriente.» Los nobles que rodeaban al monarca, los que pudieron oír el discurso que le dirigió Luque, habían caído en el campo al furor de sus aceros. Vericochas y Huascar eran los solos que, estando inmediatos por su nobleza, se habían salvado de la muerte, y los que oyeron con admiración la propuesta de sucumbir al monarca del Oriente, y de abandonar el sublime culto del Sol. Vericochas arrancó lágrimas del pueblo, y Huascar exclamó enajenado: «Peruanos, yo también lo escuché.» Un ronco susurro comenzó a reinar por el dilatado templo, las masas conmovidas demostraban ya su entusiasmo; y Vericochas valiéndose de todo el poder de la elocuencia hizo conocer al pueblo la necesidad de averiguar la suerte del desdichado monarca, de nombrar a Huascar general en jefe de ejército, y de atacar a los invasores, si era preciso, o cuando menos defender las murallas de Cajamalca, para salvar sus leyes, su libertad y sus templos.

El pueblo al fin en tumulto, sacudiendo algún tanto el terror que le helaba, corrió hacia las aras, y postrado ante el símbolo del Sol, todos los peruanos juraron en manos de Vericochas, no sobrevivir al intento de los invasores. Huascar, el más noble de la sangre de los Incas, el que con más derecho pudiera aspirar a ser elegido por monarca, el más valiente guerrero, fue nombrado caudillo del Perú; y por no profanar el templo con los gritos de venganza, el pueblo corrió al suntuoso pórtico; y allí Vericochas y Huascar encendían las iras, los hacían conocer que el crimen y la deidad eran inconcebibles, que los venidos del Oriente no podían ser hijos del Sol, que eran mortales y sucumbían al valor.

Reunido un consejo de ancianos deliberó detenidamente acerca de la conducta que se había de guardar con los venidos del Oriente, y del modo de hacer la guerra y prepararse con vigor a la venganza. Acordaron que pasara un mensaje al campo de Pizarro para saber de positivo la suerte del monarca, y para procurar su rescate a todo precio, si aun no había muerto; pero recordando la falta de fe de los invasores, se creyó justamente que diesen muerte a la comisión, y de ninguna manera consiguiera su objetivo. Empero, tal era el amor de los peruanos a sus Incas, tal el interés de la embajada, tal el patriotismo de aquellos inocentes habitantes, que todos se ofrecían a ir al campo de Pizarro, por segura que viesen su muerte. La prudencia del consejo no debiera permitir que compusieran la comisión los primeros personajes del imperio, mas sin embargo no pudieron resistirse a las ardientes súplicas de Ocollo y Coya.


Ocollo, la más hermosa de las concubinas de Atahulpa, la más virtuosa, la que más merecía el amor del monarca, se presentó al consejo envuelta en luto y anegada en llanto, y propuso su resolución de pasar al campo de Pizarro a saber la suerte del Inca que adoraba, y a echarse a los pies de sus opresores, si gemía entre cadenas, para conmover su compasión con su ardiente llanto. Coya, ilustre princesa de la sangre de los Incas, aquella hermosa Coya que tanto amor inspiró al gallardo y gentil Almagro, no había sido tampoco insensible a las lánguidas y penetrantes -30- miradas del guerrero español, le amaba allá en su pecho, había conocido que era amada, y anhelaba el momento de volver a mirar a su adorado.

Las dos inocentes víctimas del amor persuadieron al consejo, y se dispuso que pasaran al campo de los venidos del Oriente. Los ancianos sabían muy bien el ardiente amor de Ocollo por Atahulpa, se persuadieron que no tan fácilmente los europeos ensangrentaran sus aceros en la hermosura, y creyeron ventajoso que lo encargara del mensaje. No así opinaron de Coya, familiarizada con los peligros, valiente en las lides, diestras sus delicadas manos en dirigir las flechas, gozaba del amor del ejército, y arrostraba con ardor a la muerte a los guerreros. Ilustre por su nacimiento, adorada por sus encantos, su muerte cubriera de luto al imperio, cuando no era necesario que acompañara a Ocollo. Pero tan reiteradas y tiernas fueron sus súplicas al consejo, que ignoraba la causa que las producía, que al fin cedió, y dispuso la salida de las dos hermosas.

El sol ya tocaba en la mitad de su carrera plácido y radiante, animaba con su divina influencia a los peruanos, que vueltos algún tanto de su terror, esperaban mejor ventura según les anunciaba la deidad benéfica con su brillo. Ya los guerreros ocupando la muralla se preparaban de nuevo a caer al silbido de los rayos de los invasores, pero no era tan grande su terror porque empezaron a dudar de que fueran Dioses. El campo cubierto de cadáveres, contemplando allí destrozada toda su corte y su nobleza, presentaba la antítesis más horrorosa con el campo de Pizarro, en que reinaba la crápula y la risa. Preparado el mensaje, sumidos en melancólicos recuerdos, agitados de un turbulento mal de inquietudes, los inocentes habitantes de Cajamalca, dirigían a su Dios las mas lánguidas miradas, y las dos hermosas se preparaban a marchar al campo de los vencedores.