La Conquista del Perú: 17

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La Conquista del Perú de Pablo Alonso de Avecilla


XVI - Refuerzo[editar]

Aunque cargada de laureles y de tesoros la división invasora, se hallaba empero en las más criticas circunstancias, y la conquista del Perú pudiera aun escaparse de entre sus manos. Sólo 500 aventureros habían desembarcado en San Mateo al mando de Pizarro, y los diferentes climas, y los encarnizados combates habían producido bajas de consideración entre tan cortas fuerzas.

Abrumados de tesoros, habían llenado ya su ambición en general, y a no ser los jefes, ambiciosos también de gloria, todos deseaban volver a su patria y al seno de sus familias a gozar del fruto de sus peligros y de su intrepidez. Almagro por parte siempre opuesto al despotismo de Luque y de Pizarro, tenía también secuaces en el campo, y la guerra civil amenazaba más horrores que la conquista del imperio.

Tan difíciles circunstancias no se ocultaban a Luque y Pizarro que por todos los medios imaginables procuraban sostener la ambición y el entusiasmo, pero sus esfuerzos no siempre tenían los resultados más felices. Al mismo tiempo Huascar había marchado a Cuzco con un ejército poderoso, y nuevos levantamientos de tropas hacían de día en día más respetable la conquista del imperio, por fecunda que fuese en victorias la sangre de los españoles. Pizarro con tan débiles fuerzas, si ya tenía abandonados los puntos de San Mateo y demás puertos o pueblos de la costa, no pudiera también dejar sin fuerza alguna la ciudad de Cajamalca, porque exasperados los habitantes volarían a las armas, se perdiera el fruto de sus victorias, y en caso de una derrota, no tendría un punto en que salvarse. Retirarse de Cajamalca aunque cargado de tesoros y reembarcarse para Panamá, daría muy poco honor a sus nombres, y menos lustre a las gloriosas armas españolas.

Almagro devorado de un fuego abrasador por Coya, no podía tampoco sufrir la idea de reembarcarse sin estrechar eternamente entre sus brazos a la hermosa que habiendo recibido las aguas del bautismo, nada pudiera oponerse a tan dulce himeneo. Pizarro, violento, feroz en sus pasiones, si no conocía la ternura, la dulcísima melancolía de las inspiraciones del amor, sentía una viva pasión por Ocollo, que atizada por el orgullo de conquistador, no le permitía desistir de la idea de lanzarse sobre su víctima y devorarla. Luque, que en medio de sus fanáticos delirios cifraba su salvación eterna en la conversión a la fe de los adoradores del Sol, antes prefiriera la muerte, que arriesgar su salvación abandonando la conquista del imperio.

Los aventureros, que se veían rodeados de peligros y de sepulcros, cuando tenían satisfecha su ambición, comenzaron a levantar la voz con energía para volver a Panamá, y ni Luque ni Pizarro podían hacerles tomar las armas sino para la propia defensa. La guerra ofensiva parecía haber llegado a su término, y la vida de los jefes peligró mil veces, sin que Pizarro pudiera castigar a los sediciosos. Largos días permaneció la división en Cajamalca en tan violento estado, sin que nada supiesen de la colonia, y meénos de la Metrópoli. Ni un solo español había quedado entre San Mateo, Tumbez y Cajamalca, para estar a la vista de los desembarcaderos, y guarnecer el largo camino; los Peruanos, vencidos, aun no estaban domados y difícil fuera que los invasores recibieran auxilios, y todo el valer de Pizarro y todo el fanatismo de Luque, podía apenas contener a sus aventureros.

En tan amargo estado, el sol tocaba la mitad del cielo en un sereno día, cuando Pizarro y Luque vieron brillar a lo lejos resplandor de cotas y de armas. Tal vez creyeron que ya disciplinados y armados sus enemigos, les provocaban a las armas, ¡pero cual fue su sorpresa al ver que eran españoles, que eran sus hermanos, que volaban a su ayuda! Fernando, hermano del gobernador, del jefe de los aventureros, conducía de Panamá, de Guatemala y de Nicaragua 800 aventureros sedientos de los tesoros del Perú.

Pizarro cuando descubrió el Perú, corrió sus costas, y se posesionó de Tumbez, mandó a su hermano a Panamá encargado de extender por todas partes las gratas nuevas que daban a la ambición un porvenir venturoso, y en los pliegos que remitía al gobierno, las riquezas se exageraban hasta lo infinito, y las colonias y la Metrópoli debían de ponerse en movimiento. Así fue en efecto; en cuanto se publicaron en Panamá los partes de Pizarro, y se extendió la nueva a las islas inmediatas, centenares de aventureros corrían a alistarse en las banderas de sus agentes; y los capitalistas adelantaban presurosos cuantiosas sumas para su equipo, seguros de ser reintegrados con ventaja. En breve tiempo pudo darse Fernando a la vela con una fuerza, en aquel tiempo respetable, y así sólo pudiera asegurarse conquista ya vacilante, en la falta de recursos que sufrían los invasores.

Difícil fuera pintar con sus propios coloridos aquel placer y aquella sorpresa que Luque y Pizarro marcaron en sus semblantes al verse reforzados con 800 combatientes. Por muchas horas duraron los no interrumpidos abrazos y sollozos, Luque levantaba las manos al cielo y bendecía su misericordia. Lejos de Pizarro la idea del temor cuando sólo con Luque meditaba sus críticas circunstancias, era demasiado intrépido, de valor bastante para no temer la muerte en medio de su arrojo, pero su muerte sería infructífera, y aumentara la osadía de sus enemigos. Si a Luque consolaba la idea de haber predicado ya el Evangelio en el Nuevo Mundo, y haber hecho centenares de neófitos, le despedazaba también la idea de no poder acabar de arrojar a Satanás del dilatado imperio. Almagro mismo, Almagro que mezclaba su llanto con el llanto de los desdichados vencidos, celebró igualmente con entusiasmo la llegada de Fernando, porque alimentaba sus esperanzas de volver a mirar a su hermosa Coya.

Si bien Fernando había penetrado con Pizarro hacia Tumbez, nada sabía de lo interior del imperio, y guiado por las noticias que los aterrados Peruanos le suministraban en las travesías, sufriendo mil privaciones y penalidades, pudo sólo llegar a Cajamalca llevado del estruendo que seguía a los movimientos de la división de Pizarro. El relato de tan complicadas y difíciles aventuras llenó a los españoles por muchas horas, así como la descripción de los combates, de las victorias de los inmensos tesoros y ruinas del imperio.

Fernando no era más que un simple conductor de las fuerzas, y en cuanto llegó a Cajamalca las entregó a Pizarro, como jefe de la conquista y gobernador de las tierras que descubriese y conquistase; Almagro era su lugarteniente, y Luque el vicario general de todo el imperio, según los superiores nombramientos de la Metrópoli.

En cuanto Pizarro se vio con un refuerzo que triplicaba las fuerzas que tenía, pensó en marchar sobre Cuzco, y acabar de un golpe la conquista del Perú. Los nuevos aventureros que habían reforzado sus líneas, si bien bisoños, y no aclimatados en el Nuevo Mundo, debieran inspirarle una confianza completa; sedientos de tesoros, fanáticos, inhumanos, todo les guiaba a la victoria, y todo los hacía dignos, campeones de Luque y de Pizarro. A pesar del rigor de la disciplina, por las razones ya indicadas, había una completa insubordinación entre los vencedores de Cajamalca, y Pizarro conoció que no le era ventajoso tener en su división soldados que no le inspirasen confianza, y que introdujesen la discordia, y publicó un bando inmediatamente para que pudiera, el que gustase, regresar a su patria en los buques que surtían en San Mateo. Así, no sólo conseguía que le siguiesen hombres decididos sino también que marchasen los aventureros a sus países, cargados de oro, la ambición concitara guerreros al Nuevo Mundo, que consolidasen más su conquista.

Doscientos hombres pidieron su licencia y marcharon a Tumbez y a San Mateo; y aun quedaron en campaña otros doscientos, que con los ochocientos que condujo Fernando formaban según el osado jefe la fuerza bastante para marchar sobre Cuzco. Preciso era dejar alguna fuerza en Cajamalca y extenderla hasta la conquista para asegurar las comunicaciones de la Metrópoli y las colonias, y asegurar a los desgraciados en las excavaciones de las minas. Cien hombres guarnecieron a Cajamalca, y otros ciento se extendieron a Tumbez y a la costa, quedando a Pizarro 800 que habían de formar el ejército o división de operaciones.

En breves días se activaron los preparativos, y provisiones, y la osada división estaba pronta a marchar sobre la capital del poderoso imperio. En las bruñidas cotas y refulgentes lanzas, brillaba el esplendor del magnífico trono de Carlos 5º y en las rugosas y melancólicas frentes se destacaba el terror del fanatismo religioso del siglo XVI con sus negros caracteres.