Ángel Guerra/098

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo I – El hombre nuevo

de Benito Pérez Galdós


XI[editar]

Nunca le había oído Guerra cantar en voz alta, como no fuera en los oficios. Sano y en la iglesia, nunca entonó tan bien ni con tanto brío como postrado en el lecho, medio cuerpo ya dentro de la sepultura. Fue verdadero canto de cisne. Pasó el resto de la noche inquietísimo, entre toses horribles y disneas que le ahogaban. No quería que la hermana se separase de él ni un minuto, y para suplicarle que estuviese presente, su voz tomaba tonos infantiles, quejumbrosos. Semejante transformación del carácter anunciaba una crisis nerviosa de las más profundas, y el médico lo declaró así por la mañana, con pronóstico muy poco lisonjero. Si Dios no hacía un milagro, D. Tomé sucumbiría de una tisis pulmonar galopante, y a la ciencia no le quedaba nada que prescribir, como no fuera paliativos. La exaltación afectiva marcábase más a cada instante, determinando un desusado brillar de la inteligencia. Bien pudiera decirse que le había salido imaginación, como pudiera salir un tumor. En las cavidades cerebrales debió de verificarse fenómeno parecido a la erupción volcánica, al modo que en un olvidado y frío monte se abren cráteres que vomitan fuego. Fuera de los accesos que avisaban la muerte, como delanteros o heraldos, D. Tomé no padecía físicamente, y en lo moral, el delirio de amor sobrehumano producíale delicias inefables que arrebolaban su rostro y encendían su mirar. Al contrario de lo que en las postrimerías de los tísicos suele acontecer, el capellancito no hacía proyectos de vida, sino de muerte, ni perseguía la quimera de ponerse bien. La ilusión que tenía de áureos matices sus últimos instantes era morir santamente. ¿De dónde provenían las palabras tiernas que brotaban de sus labios, de dónde las ideas luminosas que relampagueaban en su cerebro? No es fácil decirlo. Pero aquel arrebato de amor espiritual no habría sido tan vivo y ardiente sin la presencia de la hermanita del Socorro. Mirándola se quedaba como en éxtasis, y pronunciaba frases y expresiones que podrían conceptuarse dichas por un ser intruso, escondido en la caduca armazón corporal del pobre don Tomé.

«Bien veo ahora -le decía-, que somos hermanos, que nuestras almas suenan acordes. ¿Por qué no nos conocimos antes? Dios dispuso que viviéramos ignorado el uno del otro, hermanos místicos que vagan errantes por diferentes regiones, y que se juntan en el abrazo de la muerte, en ese abrazo que nos da la impresión de calor del seno de Dios nuestro Padre... Hermana Lorenza, ¡qué dicha tan grande morir en vuestros brazos! Vos deseáis morir también. ¿Cómo no, si apenas sois humana? Dios dispone que a mí se me acabe el destierro antes que a vos, porque no tengo aquí ninguna misión grande que cumplir. Mi insignificancia me redime antes que a vos vuestra grandeza. Pero se os guarda en la mansión etérea un trono de los más altos, y cuando vayáis, me encontraréis prosternado en el más bajo escalón de él.

Leré no sabía qué responderle. Semejante lenguaje no concordaba con su manera llana y natural de producirse. Sus palabras piadosas eran glosadas al instante por D. Tomé con el énfasis sermonario de que atacado estaba, como de intensa fiebre. «Mirándoos, parece que me encandilan los resplandores de la celestial Sión, esa cumbre excelsa cuya luminosa gala no es apreciable a nuestros flacos sentidos. Oyéndoos, paréceme que oigo las armonías angélicas. Miradme, sostenedme con vuestra voz mientras yo tuviere algo de vida, pues cuando os alejáis de mí, véome rodeado de tinieblas y de un silencio triste».

Gencia se apartaba llorando y decía: «¡Pero qué malito está! No habla cosa alguna al derecho». Por la tarde, la inquietud insana se había calmado, y la beatífica adoración de su enfermera presentó carácter más humano y razonable. Ya no usaba el enfático tratamiento de vos. «Hermana Lorenza -le dijo-, dichosos los enfermos que usted asiste, por que se ven tocados por esas manos divinas y alentados por ese corazón que a Dios pertenece. No sé en qué consiste que ahora, próximo a entregar mi alma a Dios, todo lo veo claro, y a usted la veo como una santa. Déjeme besar la orla de su vestido.

-Don Tomé, por Dios (Con afabilidad graciosa.) no me confunda con alabanzas tan estrepitosas. ¡Santa yo! ¿en qué lo ha conocido?

-¡Ay, no me equivoco... hermana! Sin acabar de salir de este mundo, principio a llegar al otro. Tengo la mitad de mi ser aquí, la otra mitad allá. La mitad de allá me da la penetración de las cosas humanas. No me parezco a mí mismo. Mi entendimiento siente ya las ramificaciones con la ciencia eterna. ¿Cuándo me veré enteramente libre? ¿Cuándo podré exclamar con toda mi alma: exultet iam angelica turba caelorum?

En esto, entró Guerra de la calle, y el capellán le dijo: «D. Ángel, habría sentido irme sin darle un abrazo. Es usted de los buenos. Pero aún le falta andar parte del caminito para desprenderse de algo malo que se adhiere a su costra mortal. Viva como yo en la obscuridad, en la pobreza humilde, sano de cuerpo y espíritu, sin pretender nada, en absoluta castidad, sin las sacudidas de la pasión mundana, amando sólo a Dios y la mirada siempre fija en la muerte. Así, cuando le llegue la hora, estará tan tranquilo como ahora yo lo estoy».

Guerra le abrazó conmovido, y no supo qué decirle. El consuelo vulgar de ilusionarle con la vida le pareció improcedente.

«La hermana seráfica -prosiguió D. Tomé-, queda encargada del amigo querido para encaminarle allá, y así nos juntaremos los tres en la eternidad dichosa.

Leré se apartaba para que no la viese llorar, y volvía con semblante risueño a satisfacer el ansia de oírla y verla que aquel bendito sentía, satisfacción que era como anticipado goce de la dicha celestial. Luego rezaron los tres, y por iniciativa de D. Tomé leyeron el oficio de difuntos. Alternativamente leían Leré y Ángel, y el enfermo, que se sabía de memoria casi todo el texto, cantaba de vez en cuando con entonación fervorosa algún versículo: Audivi vocem de caelo dicentem mihi: Beati mortui qui in Domino moriuntru... Requiem aeternam dona eis, Domine. Et lux perpetua luceat eis.

Temiendo fatigarle, suspendieron la lectura; pero él les incitaba a seguir, y no quería más conversación que aquella, ni otras suertes de distracción. La hermanita rezó un rato en voz baja, el rosario entre los dedos, D. Tomé le respondía sin quitar de ella los ojos. Por último rompió a cantar con exaltado acento la antífona: Vidi turbam magnam, quam dinumerare nemo poterat, ex omnibus gentibus, stantes ante thronum. Y después: ¡O quam gloriosum est regnum in quo cum Christo gaudent omnes Sancti! Amicti stolis albis sequuntur Agnum quocumque ierit. Vinieron luego los comentarios del texto, en los cuales desplegó todo su entusiasmo y exaltada facundia. Leré no le quitaba los ojos cuando el pobrecito capellán describía la turbamulta de santos en las regiones de bienaventuranza, vestidos de blanquísimos cendales, siguiendo al Cordero, al Cristo por donde quiera que iba.

Aunque el médico auguró aquella tarde que D. Tomé no llegaría al día siguiente, ello fue que pasó la noche con relativo bienestar, y la aurora le encontró como dispuesto a seguir tirando. Su propio fervor de muerte prolongaba las palpitaciones de la vida, y reanimaba el cuerpo miserable. Fue el Deán a verle y también Casado, y hallándole con bastante despejo, ordenaron que se le diera el Señor, lo que se cumplió con humilde majestad, si así puede decirse, en la tarde de aquel día. D. Tomé parecía iluminado por resplandores sobrenaturales. Su rostro no era el mismo. Su demacración le embellecía, y el gozo vivificaba sus muertas facciones. Sin haberle visto no se podría formar idea de la unción ferviente con que dijo las palabras: Domine, non sum dignus... etc.

A la conclusión cantaba a media voz el salmo: Celestis urbs, Jerusalem -Beata pacis visio -Quae Celsa de viventibus -Saxis ad astra tolleris, etc...., llegando hasta el final sin olvidar un solo verso. Leré y Guerra no podían contener sus lágrimas. Y él les dijo: «¿A qué ese llanto, si debéis festejar mi partida y despedirme con canciones de triunfo?».

Cayó después en un colapso, del cual no creyeron que saldría; pero la vida se agarraba al cuerpo por vicio de costumbre. Lo más particular fue que hasta tuvo apetito aquella noche, y tomó algún alimento, quedándose dormido después con tranquilo sueño. Leré, rendida, se fue a descansar un rato en un cuarto próximo al de los trebejos, en el cual Gencia le había puesto un colchón sobre el duro suelo y una manta. Ángel en tanto hizo la guardia en la sala, primero leyendo o meditando, y atormentado al fin por pensamientos que le hicieron pasar horas amarguísimas, las cuales habían de ser, por razones que él mismo dirá, memorables.

A la madrugada, sintió rezongar a D. Tomé, y acudió junto al lecho. Reclamó el capellán su enfermera, sin cuya vista no podía pasarse, y Guerra le dijo que convenía no interrumpir el sueño de la pobrecita hermana, pues no podía tenerse ya de puro fatigada. Convino el enfermo en dejarla descansar, y entabló con Ángel uno de aquellos diálogos espirituales que eran como el numen sibilítico de su vida expirante.

«¡Qué feliz soy, amigo mío! ¡Ay, quién tuviera autoridad para dar a usted un consejo, en mi despedida de la existencia, al estrechar por última vez la mano de un amigo que ha sido conmigo tan bueno!

-No es preciso que usted se muera -le dijo Guerra-, para tener autoridad ante mí.

-Pues si mi palabra tiene algún valor para usted, las últimas que le digo son que persista en su idea de hacerse sacerdote, sobreponiéndose a los desfallecimientos y flaquezas que pudieran asaltarle. ¿Verdad que hay flaquezas, dudas y desmayos?

-Ya lo creo... ¡Cómo adivina usted, y qué claro lo ve todo! -dijo Guerra afligidísimo, pues aquella noche su alma se había llenado de sombras-. No merezco la benevolencia de un ser tan puro y santo. Amigo mío, soy un miserable: lo digo sin atenuación alguna, sin falsa modestia. Nada más tonto que la ilusión de querer regenerarme. Mis caídas son tremendas. La indignidad de mi ser al propio Satanás espantaría.

-¿Qué es ello? ¿Ha tenido algún mal pensamiento?

-¿Uno solo? (Golpeándose la cabeza.) Diga usted que no hay en mí pensamiento que no sea malo.

-Cuando salen víboras, se lucha con ellas y se las estrangula.

-Eso intento, eso quiero; pero... ellas son las que me estrangulan a mí.

-Encomiéndese a Dios y a la Virgen.

-Ya lo hago, hombre, ya lo hago, y... Gracias a mis esfuerzos no me he perdido aún, pero me perderé, crea usted que me perderé. Hay dentro de mí una raíz mala, que a veces parece muerta; pero está tan viva como yo, y cuando menos lo pienso, echa unos brotes que me cogen toda el alma y me la ahogan, me la envenenan.

-Ánimo, D. Ángel. No se conquista en una hora la fortaleza tremenda de uno mismo, defendida por nuestros hábitos, por nuestros apetitos que, como familiares, conocen muy bien todas las entradas y salidas.

-Pero usted, ¿cómo sabe esas cosas?

-Por experiencia propia nada sé. He sido desde chiquito un caso de hombre teórico. Mis ideas vienen de fuera, no de dentro.

-Bienaventurados los que no conocen el mal sino por lo que oyen, o por lo que les cuenta un libro.

-Al contrario, bienaventurados los que lo ven vivo, dentro o alrededor de sí, porque esos tendrán el gusto y la gloria de patearlo.

-Cuando no son pateados por él. (Con amargura.) No, amigo D. Tomé, vale más ser así, como usted; nacer inmune, nacer tibio y refractario a las pasiones.

-No, no, vale más luchar... Amigo D. Ángel, sea usted animoso; hágase fuerte. Meta en un puño a esa maldita concupiscencia, que es la que surte de condenados el Infierno.

-Lo sé ¡ay! lo sé.

-Paréceme que ya es de día -dijo el enfermo, variando bruscamente de ideas-. Entra la claridad del sol, de ese sol que ya no veré más, porque hoy me muero, hoy sin falta. ¿Qué quiere usted apostar? Pero valiente cuidado me da a mí de no ver esta candileja, cuando veré otras, y miles de millones mucho más resplandecientes.

-¡Y que serán bonitas! Pero a mí me da el corazón que no las verá en algún tiempo. Hoy está usted mejor.

-¿Mejor? Por dentro empezó ya la desbandada. La vida se va retirando. Ya no la siento sino en algunas partes de mi naturaleza... Y cuanto más pronto mejor. Dios que me ha hecho tantos favores dándome unas cosas y privándome de otras, me concederá una agonía fácil... (Con volubilidad.) Dígame... en confianza. Estos días pasados, cuando deliraba, ¿he dicho muchos disparates?

Guerra le tranquilizó, asegurándole no haberle oído nada que no fuera la misma discreción. «Hablaba usted de Historia».

-¡Ah! (Dándose una palmada en la frente.) Ya no me acordaba de que he sido profesor de Historia. Veo mi ser antiguo como si fuera una vida lejanísima, una vida mil años ha, con largo espacio de muerte entre ella y la actual, si es que la actual merece nombre de vida. ¿Con que hablé de Historia? Ahora recuerdo que me atormentaba la idea de numerar los Reyes de Castilla con la cifra que les correspondía como de León... Y dígame: en otro orden de cosas, ¿no disparaté? Porque la hermana Lorenza, por su bondad y su cara risueña y tranquila, me impresionó de tal modo que creo haberle echado flores, como si en mí resurgiera un ser nuevo.

-Nada le dijo usted que no pudiera decirle yo, u otro cualquiera de los que tanto la admiramos.

-Bien; me tranquilizo. Criatura sin igual es la hermana Lorenza. Yo, si pudiera, la cogería entre mis brazos, la apretaría fuerte, muy fuerte, y me la llevaría conmigo. Hágase usted cargo de la absoluta pureza de este amor, remedo del de Cristo a su esposa mística la Iglesia. Me creerá usted cuando le diga que en mí no existe ni ha existido jamás nada que ni remotamente trascienda a sensaciones de amor físico o sensual. El Señor me hizo este beneficio desde que me puso en el mundo.

-Lo creo, lo creo.

-Y soy tan puro hoy como el día que nací. Por eso, no vacilo en abrazarme con la hermana Lorenza y en regalar su oído con palabras cariñosas. El lenguaje místico se parece al que no es místico. La diferencia está en la limpieza de los labios que lo pronuncian. Los míos no articulan palabra que no se pudiera decir a la hostia consagrada. Y lo mismo que beso el ara donde consagramos el pan y el vino, besaría el rostro de la hermana Lorenza. ¿No haría usted lo mismo?

-¿Yo?... Creo que no.

-¿No lo intentará siquiera? ¿No se educará para llegar a eso?

-¡Educarme! ¿Cómo?

-Azotando la propia naturaleza con disciplina de pensamientos castos, y si es preciso punzantes. Así lo recomiendan las obras piadosas escritas por santos y sabios que fueron pecadores. Yo, como no lo he sido, repito la receta, sin añadir nada por cuenta mía. Sólo digo a usted que nunca tuve de hombre más que la apariencia, y esa no muy clara, porque un amigo mío que conmigo tenía gran confianza me dijo un día: «Tomé, ¿sabes lo que cuentan de ti los compañeros? Pues dicen que tú no eres hombre, sino una mujer disfrazada». Al oír esto, amigo D. Ángel, sentí cólera, la única vez que en mi vida la he sentido, y cierto rubor, cierta vergüenza... Me eché a llorar... Después, en distintas ocasiones de mi vida, me atormentaba la idea de que la gente creyese, como dijo aquel pícaro, que yo era mujer disfrazada de cura. Disparate, Sr. D. Ángel; pero disparate a medias, porque yo no soy mujer, pero tampoco hombre: soy un serafín... ¿Qué... no lo cree?

-¿Pues no he de creerlo?

-Quiero decir que en la tierra he sido todo lo serafín que se puede ser, o de pasta y pura calidad serafinesca


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