Ángel Guerra (Galdós)/099
XII
[editar]Apareció Leré, la cara risueña, fresca, recién lavada con agua fría, y sus primeras palabras fueron para informarse de cómo estaba el niño. Empleaba un tono semejante al que se emplea con las criaturas. «Bendita sea usted y benditísima la hora en que vino al mundo -le dijo D. Tomé cruzando las manos.
Púsose a rezar mientras Leré cogía la escoba para barrer la sala. No tardaron en sentir a la señora Gencia, revolviendo en el patio, y ella y Anchuras, saltando sobre montones de trapos, huesos y herrajes, subieron a ver cómo había pasado la noche el sobrinico. Quiso Gencia quitarle la escoba a la hermana; pero ésta no lo consintió. Al fin tuvo que soltarla, porque al capellán le dio una congoja tan fuerte que creyeron se quedaba en ella. La tía, que fácilmente se acobardaba, empezó a llorar como un ternero. El médico, que vino cuando D. Tomé no había salido aún de su paroxismo, mandó que trajeran la Extremaunción, y Ángel fue a avisar a San Justo. Al llegar con el cura que traía los Santos óleos, D. Tomé se había repuesto, y recibió el Sacramento en estado de completo despejo mental. Conmovedora fue la ceremonia, y admirables la serenidad y alegría con que el moribundo se dejó imponer la cristiana unción, señal de ser despachado irrevocablemente para el otro barrio.
Concluido el acto, y retirado el coadjutor de San Justo, D. Tomé se despidió de todos, haciendo a Gencia y Anchuras mil prolijas recomendaciones para que las transmitieran a la familia, y distribuyendo su peculio, consistente en setenta y dos reales y algunos céntimos, entre los parientes más pobres. Los efectos que poseía los repartió también, dando a Guerra casi todos sus libros, a Teresa Pantoja, que se apareció por allí, los acericos y un San Antonio, y a Palomeque dos mapas y el Cristo de la cruz al revés. Mandó que su ropa se repartiera entre los pobres que la quisieran, y tuvo un recuerdo de piadosa amistad para el rector del colegio en que daba lecciones, para los alumnos, para las monjitas de San Juan de la Penitencia, que seis veces al día mandaban a la portera con afectuosos recados. Quitose luego dos escapularios que tenía, y los destinó a su madre, entregándoselos a Gencia. El breviario fue para Guerra, y un librito de rezos en castellano, muy mono y con viñetas, para Leré, acompañado de dos o tres medallas y de una cruz con el corazón de Jesús en medio y un pelícano en la cabeza.
«Sería gracioso -dijo recostándose fatigado del esfuerzo de la distribución-, que listo ya para marchar, y bien despedido y encomendado, resultara que la muerte me desprecia. No, Señor mío amantísimo, no, Virgen Santa, no me digáis que tengo que vivir más. ¡Viva la muerte, y muera la vida! Pronto, pronto. Quítenme, quítenme esta putrefacta envoltura, que me pesa y me incomoda. Pase a ser propiedad de los señores gusanos; y que les aproveche. Ya no respiro más que con la cuarta parte de un pulmón; ya no sé lo que es paladar; ya no puedo mover las piernas. El oído me falta, y la vista se me enturbia. Hermana Lorenza, aunque me quede ciego y vivo, os veré, porque estampada estáis en mi alma. Muerto y renacido, allá os veré mejor, y vos me veréis a mí, porque entre uno y otro no mediarán las tinieblas de la muerte. Vos viva, morís conmigo, y yo muerto, vivo en vos, porque nuestros espíritus no reconocen distancias de tiempo ni obscuridades de espacio... Señor y Padre mío, acogedme, no me dejéis aquí... ¡Ah! por fin me lleváis, ¡oh dicha! Ya subo. ¡Qué tristes estarán allá abajo los que siguen en aquel horrible destierro, cargando un cuerpo todo miseria y necesidades asquerosas! ¡Y cómo les deben pesar aquellas carnazas, todo aquel matalotaje de piernas, brazos y estómago! Yo sí que soy feliz ahora: ya no tengo huesos, ni pulmones, ni corazón, ni nervios, ni nada de aquella piltrafería inmunda. Apenas me que da un poquillo de sesos, que se van escurriendo y dejándome limpio... Ya se acabaron los sentidos; ya no tengo tacto, ni vista, ni me moría... no me acuerdo de nada... ya no sé lo que es hambre y sed. Las últimas gotas de sangre se desprenden y caen. Las siento escaparse de mí y dejarme puro. Dentro de un momentito veré a Dios con otros ojos, con otra suerte de mirar y de ver, y por más que discurro no acierto a figurarme cómo será. Es que aún no me he desprendido de toda aquella costra grosera... Ya, ya... ya no padezco, no siento nada; ya no...
Las diez serían cuando el pobre D. Tomé, inerte en el lecho, balbucía con incierta voz aquellas descosidas expresiones. Lo que dijo después no se entendió. Eran sonidos inarticulados que se confundían con la cadencia lenta de la ya difícil respiración. La agonía fue larga, pero serena, sin sufrimiento, y expiró cuando el reloj de la Catedral cantaba con pausada retumbancia las doce.
Anchuras y Gencia hicieron duelo estrepitoso en una tesitura que no podía durar. En la primera media hora, creyérase que perdían un hijo; en la segunda, que era sobrino el muerto; en la tercera, primo en tercer grado, ya la cuarta ya era D. Tomé pariente lejano. Retirose Leré, después de orar un buen rato de rodillas junto al cadáver, que amortajaron Ángel y Anchuras, poniéndole un hábito de San Francisco mandado por las monjas de San Juan, y encima el traje de cura. Como no tenía carnes que perder, no se desfiguró, ni parecía menos vivo en el féretro que cuando yacía durmiendo en su angosta cama. Ángel no se separó de él sino el tiempo preciso para ir a cenar a su casa.
Día fue aquel para Guerra de los más críticos de su vida, lleno de cruelísimas dudas, de abatimientos que le desplomaban el alma a los profundos abismos, de negra tristeza y de presagios horribles. Caldeada la cabeza por un continuo batallar con dos o tres ideas, salió después de anochecido, y no había llegado a San Justo, cuando apareció delante de él la visión del clérigo, su propia persona con sotana, manteo y teja. En vez de temor, como otras veces, sintió enojo de aquel encuentro, y acelerando el paso se aproximó al fantasma y le puso la mano en el hombro. Volviose la sombra, y al mirarle de cerca la faz, Ángel dio un grito de sorpresa, pues el tal no era una imagen de simple apariencia espectral, sino el propio D. Eleuterio García Virones, muy conocido en Toledo, de complexión fuerte, clerizonte llorón, estrafalario y mísero que pasaba por buen latino, y solía predicar sermones gerundianos en los pueblos de la provincia.
«Dispénseme -le dijo Guerra-. Yo creí que era...
-¿Quién?
-Un amigo mío... pero muy amigo. El andar, la estatura... vamos; que se confunde usted con...
-Celebro confundirme con sus amigos para tener el gusto, el honor... -dijo D. Eleuterio con refinada amabilidad-, de que usted me hable. ¡Ay, Sr. D. Ángel! este encuentro casual me parece a mí que es cosa de la divina Providencia. Si yo le asegurara que en el momento de sentir su mano en mi hombro, venía pensando en usted... ¿qué diría?
-Pues diría que... no diría nada.
-Pensaba en usted ahora, sí señor; recordaba que sólo una vez tuve el gusto de verle en el cuartito bajo de Granullaque, y me condolía de no tratarle más para atreverme a pedirle un favor.
-¿Un favor... a mí?
-A usted que tan grandes los hace a cuantos tienen la suerte de... Dispénseme; este encuentro providencial me produce tal trastorno...
-Explíquese mejor y dígame en qué puedo servirle.
-Pues como los tiempos están tan malos, Sr. D. Ángel, (Dándole la derecha y caracoleando a su lado con oficiosa cortesía.) he pensado que esa capellanía de monjas que ha dejado vacante el pobrecito Tomé, le vendría muy bien a un servidor. En ello venía pensando ahora, y decía: «Si ese D. Ángel Guerra me quisiese apoyar, estábamos de la otra parte. Porque él tiene gran metimiento con las monjitas de San Juan, y metimiento con el cabildo catedral, y metimiento en Palacio...»
-Calle usted, hombre, y ponga punto a esos metimientos, que sólo están en su imaginación.
-Yo sólo que me digo, y dispense. Me llamo Eleuterio Virones, muy servidor de usted. Si se digna echar un memorial por mí, y lo toma con empeño, mía es la plaza; dos mil cochinos reales al año; ya ve usted que turrón. Pero con eso y algo que saque por otro lado, nos iremos arreglando. Creen algunos que no hay más pobres que los que piden a las puertas de las iglesias, y otros andan por ahí, vestidos de paño negro, que merecen más el óbolo de las personas caritativas.
-Pues que Dios les ampare -dijo Guerra, que aquella noche no estaba en disposición de soportar tales acometidas en medio de la calle-. ¿De dónde saca usted...? Yo no puedo, no puedo...
Y se alejó rápidamente hacia la Tripería para poner punto final. Quedose el otro en medio de la plazuela de San Justo, sorprendido de las despachaderas poco urbanas del Sr. de Guerra. El cual no se había alejado cien pasos cuando sintió resquemor de conciencia por su desconsideración con aquel infelizote; y como hombre de impresiones repentinas y de cambiazos bruscos en el temperamento, volvió a la plazuela, y viendo al clérigo retirarse cabizbajo hacia la Cuesta de San Justo, le llamó con grandes voces.
«Eh! D. Eleuterio... venga acá... dispénseme... iba distraído. Yo tendré mucho gusto en servirle, sí, hombre, mucho gusto, y haré los imposibles. Si de mí dependiera, mañana mismo».
Poco faltó para que el otro le besara la mano. Fue dándole matraca hasta la calle del Locum. Cenó Ángel de prisa y corriendo, y se volvió a la guardia y vela del cadáver de su amigo, no separándose ya de allí hasta la hora del entierro, las diez de la mañana, el cual fue modestísimo, acompañado de unas veinte personas, entre las cuales descollaban el Deán, Palomeque y D. Juan Casado. Los anónimos eran dos o tres caballeros de paño pardo, naturales de Cebolla o Erustes, otros tantos compañeros de Anchuras, algún profesor del colegio en que el difunto enseñaba Historia, el sacristán y acólitos de San Juan. Pocos llegaron hasta el cementerio, entre ellos Guerra, con quien volvió su inseparable amigo Casado, platicando de cosas tan interesantes, tan íntimas, tan graves, que bien merecen ser puntualmente referidas.