Ángel Guerra/100

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo II – Casado confesor y consejero

de Benito Pérez Galdós


I[editar]

Dieron tierra al inocente D. Tomé poco antes de las doce de un día espléndido, sin una nube en el Cielo, día primaveral, risueño y consolador que se metía por los poros y por los sentidos, alegrando sangre y alma, y fortificando las fuentes de la vida. Aun dentro del cementerio no resultaba triste la mañana. Cantaban los pajarillos sobre las sepulturas, y en las abiertas y vacías se colaba el sol vivificador como si de broma quisiera enterrarse. La caja que guardaba el cuerpo seco y frío de D. Tomé cayó en lo profundo silenciosa, y se agazapó allí dentro como en un nido, que había de ser eterno. Los que conocían bien al muerto se figuraban a éste gozoso en el acto de recibir encima la sábana de tierra y abrigarse con ella. No se oyeron lástimas tiernas ni suspiros hondos. El sacristán de las monjas echó de menos un ramo de azucenas en las manos yertas del difunto.

Guerra y Casado salieron. El segundo no podía estar triste, aunque las conveniencias se lo ordenaran, y la mascarilla fúnebre, de rúbrica en todo entierro, se le iba cayendo a cada paso que daba hacia la ciudad. A los doscientos pasos, ya la mascarilla se había desprendido enteramente del rostro feo, que por compensación era simpático, y fiel espejo reproductor de las alegrías de la Naturaleza. Atravesando el Campo de tiro en dirección a Merchán, entablaron un diálogo memorable del cual no conviene perder punto ni coma.

CASADO. - -¡Pobre D. Tomé, alma de Dios! Dentro de un mes, dentro de pocos días, mañana quizás, ya nadie en el mundo se acordará de él, como no sean su madre y hermanos.

GUERRA. - -Vea usted... Un ser puro, que llega a la edad viril conservándose niño, conservándose ángel, desaparece sin dejar rastro de sí, sin que la humanidad experimente la menor emoción. No hizo mal alguno, representó en la Tierra la doctrina pura de Cristo, y la Fama no se ha enterado de su existencia. Cae con menos ruido que la hoja del árbol.

CASADO. - -¿Y qué? ¿De cuándo acá los escogidos de Dios necesitan bombo de gacetilla como el que se administra a los autores de comedias, o a las señoras que dan un baile?

GUERRA. - -Se ha dicho: «Bienaventurados los pobres de espíritu...» Y yo pregunto: «¿Hay alguien, entre los que hoy se conceptúan personas superiores dentro del catolicismo, que envidie al pobre D. Tomé y que desee vivir y morir como él?» Más claro, ¿hay alguien que se proponga tomarle por modelo?

CASADO. - -En vez de hacer preguntas, amigo mío, afirme usted, propóngase tomar por modelo al susodicho D. Tomé, que de Dios goza. Por mi parte, creo que cada cual debe cultivar el bien en sí, según las condiciones de su propia naturaleza. La condición angélica no es concedida a todos, mejor dicho, hay distintos modos de ser angélico, sin fijarnos en este o el otro caso. Variadísimo es el reino de la naturaleza espiritual. Hay mamíferos, aves y moluscos. Qué ¿se ríe usted? Pues yo sostengo que nunca el caballo debe echarse a volar, y que el pájaro no debe hacer vida de ostra. Conque, a otro tema... ¿Pero ha visto qué día tan hermoso? ¡Qué bien viene la hierba, qué florido está el campo! La nostalgia de mi querida Sagra me consume ya, y, Dios me lo perdone, mal año para las señoras esas del Socorro que me tienen preso, ausente de mi afición. Si Laureano Porras sigue mejorando, con la ayuda del Señor, no es mal esquinazo el que les voy a dar el mejor día a mis ovejas provisionales.

GUERRA. - -Egoísta. ¡Y que están poco contentas las hermanas con su pastor interino!

CASADO. - -Yo también lo estoy con ellas; pero ovejas por ovejas, me divierten más las merinas. Llámeme usted egoísta: sé que lo soy. Llámeme enamorado: tengo mis amores allá, y estoy como los novios ausentes que miran a la luna. Dentro de algunos días no habrá quien me vea el pelo en esta ciudad que dicen es un tesoro de arqueología cristiana. Yo se lo regalo a los anticuarios, a los artistas españoles y extranjeros que vienen en bandadas por ahí, y me voy a mis geórgicas prácticas y reales, harto más bonitas que las que compuso el Mantuano. No quiero nada con Toledo. Harto estoy de ver curas feos y cadetes bonitos, paredones mudéjares y cresterías góticas. Con que si quiere venirse conmigo, verá qué buenos días pasamos.

GUERRA. - -No puedo. Y siento mucho que usted se me vaya, porque ahora quizás le necesite más que nunca.

CASADO. - (Con extrañeza.) -¿Para qué me necesita, voto a tal, si ya puede soltar los andadores? Ahora vamos como por carriles... (Observándole preocupado.) ¿Pero qué? ¿se tuerce la vocación? ¿Ocurren dudas, vacilaciones?... Dios nos tenga de su mano.

GUERRA. - -Ocurre algo de lo que usted dice, y algo más. Ocurre que me tengo por hombre indigno de abrazar el estado eclesiástico.

CASADO. - -¡Ay de mí! ¿tropezoncitos tenemos? Pues al caballo de buena sangre, se le tira del freno y arriba con él... Pronto, dígame qué le pasa. ¿Es cosa de conciencia?

-De conciencia.

-¿Actos o simplemente pensamientos?

-Pensamientos que no son menos graves que los actos, amigo D. Juan.

-Pues a desembuchar... Pero aguárdese un poco. Somos naturaleza flaca, y los grandes problemas morales no deben impedir que nos alimentemos. Al contrario; en cuerpos desmayados no anidarán jamás grandes resoluciones. Por consiguiente, almorzaremos, si usted no se opone a que rindamos este tributo a la vil materia. ¿Quiere hacer una cosa?

-Lo que usted disponga.

-Pues vámonos a casa del amigo Granullaque; nos meteremos en el cuartito bajo, y charlaremos allí todo cuanto nos dé la gana. ¿Conformes? Pues ahora, vaya desembuchando por el camino... ¡Ah! no olvidar que hoy es vigilia: supongo que la vil materia no se opondrá a que cumplamos con la Iglesia. Bueno: conformes también. Adelante... ¿No se atreve con el grave caso de conciencia? ¿Quiere que le haga preguntas como a los niños y a los soldados?

-No, no necesito anzuelo. Pues, verá usted. Estos días últimos... y noches, debo añadir... pasados junto al pobre D. Tomé con la hermana Lorenza...

-¡Ay, ay! D. Ángel de mi vida.

-No... no crea...

-Me asustó usted. Vamos, siga.

GUERRA. - -Pues anteanoche, sí, la noche antes de morir el capellancito, me quedé allá. Por el día vi a la hermana Lorenza y hablé con ella, sintiendo en mí la adoración respetuosa que tanto ha influido en la mudanza de mi carácter y de mis inclinaciones. Nunca me pareció tan divina, nunca tan ideal, nunca tan adornada de esa belleza mística y...

CASADO. - -Malo, malo... Esas místicas hermosuras me escaman a mí mucho, porque fácilmente se come el diablo lo místico dejando sólo lo plástico. Siempre quiebra la soga por lo más delgado.

-Cuanto ella dijo pareciome lo más hermoso, lo más sabio, lo más tierno...

-Tampoco lo tierno me gusta. Ojo con esas blanduras que...

-En resumen, que en toda aquella parte del día, no sentí ninguna turbación malsana, como no fuera un sentimiento de celos o envidia de D. Tomé, por figurarme que Lorenza le creería más cristiano a él que a mí, y le amaría más... Pasó aquel desvarío, dejándome una exaltación de piedad, un ansia vivísima de ser puro y santo como ella, una impaciencia abrasadora de entrar en la vida eclesiástica. Pero a la noche...

-Ya, ya lo veo. Que no todas las horas son iguales. El sol las trae buenas y la luna las trae detestables. No bastan a veces los mejores propósitos. Se necesita cálculo para evitar las ocasiones, y huir de las horas malignas como de trampas dispuestas por ese peine de Satanás, que es más listo, pero más listo...

-Cuando volví de cenar en mi casa, ya un poco tarde, Gencia, que estaba de guardia junto al enfermo, me alumbró al sentir mis pasos en la escalera, y después se marchó. D. Tomé descansaba. La hermana Lorenza, después de cuarenta y tantas horas de trabajo sin probar el sueño, se había echado sobre un colchón en el cuartito próximo al que llamaremos comedor, y dormía como una criatura.

-También me cargan esos cuartitos próximos. Mucho ojo con ellos. Yo suprimiría en toda casa los cuartitos mediatos e inmediatos... Y en conclusión, todo se redujo a un mal pensamiento.

-Pero tan malo, que tardaré en arrojar de mí el rastro de vergüenza que me dejó. A un hombre como usted no debo ocultarle ni el más ligero detalle de lo que en mi interior ocurría. Hablemos como penitente y confesor, y también como amigos.

CASADO. - (Al pasar por la puerta del Cristo de la Luz.) -Sí, amigo mío. Hablando con franqueza y con toda la libertad que la decencia permita, nos entenderemos mejor, y podremos analizar más claramente el caso. El lenguaje encogido y de circunloquios obscurece los asuntos. La amistad y el campechanismo saben presentarlos en su realidad sinuosa, alumbrándolos por delante y por detrás.

GUERRA. - -Corriente. Pues resultó, amigo mío, que al encontrarme allí, solo, viendo por una parte al enfermo profundamente dormido, y a la enfermera por otra, mi ser sufrió uno de esos vuelcos súbitos que a veces deciden del destino de un hombre. Todo el espiritualismo, toda la piedad, toda la ciencia religiosa de que me envanecía, salieron de mí de golpe. ¿Ve usted cómo se vacía un cántaro de agua que ponen boca abajo? Pues así me vacié yo. No quedó nada. Era ya otro hombre, el viejo, el de marras, con mis instintos brutales, animal más o menos inteligente, ciego para todo lo divino. De puntillas me acerqué al cuarto en que reposaba la hermana Lorenza, y a la escasa claridad que allí entraba de la sala, la vi... medio la veía y medio la sentía. Ya sabe usted que duermen vestidas, tan sólo aflojándose el justillo y quitándose la toca. La manta la cubría de las rodillas abajo. No me pregunte usted si había suficiente claridad en el cuarto para verla bien; yo sólo sé que la vi, y que consideré la mayor felicidad posible en este mundo y en el otro, felicidad superior a la bienaventuranza eterna, la de... (Expresábase en voz tan baja que apenas se oía.)

CASADO. - -Vaya, vaya. (Serio.) Una pérfida emboscada de ese tunante... Pero acabe usted. ¿No fue más que tentación?

GUERRA. - -Tentación horrible. Mi sangre era fuego, y al propio tiempo un frío mortal me corría por el espinazo. Mis ideas... Pero no había ideas en mí, sino un apetito primordial, paradisiaco... lo llamo así porque relaciono mi estado con el de los primeros pobladores del mundo, en la fecha remota del pecado original. ¿Qué dice usted? ¿que si me parecía hermosa? No puedo responder categóricamente. ¡Hay tantas clases de hermosura! La que yo apreciaba entonces era algo que de mi propia imaginación emanaba y a ella volvía entre llamaradas. Si en aquel momento me ofrecen lo que yo deseaba, a cambio de la bienaventuranza eterna, lo acepto sin vacilar. No me importaba una eternidad de tormentos a cambio de...

CASADO. - -¡Pues no estaba usted poco tremendo! D. Ángel, hay que domarse. De lo referido hasta ahora, deduzco que usted no podía satisfacer sus deseos sino empleando la violencia. ¿Llegó ese caso?

GUERRA. - -No... por Dios, no me suponga usted tan perverso. Hubo un instante en que medí mentalmente mi fuerza muscular... Pero aquello pasó, por fortuna mía. Lo repugnante, lo odioso y villano de tal intención se presentó a mi espíritu con tal claridad, que en este sentimiento de mi infamia me apoyé para luchar con la tentación y vencerla, como la vencí.

CASADO. - -Bien, hombre, bien. Quedando circunscripto a la esfera de las intenciones, el caso, aunque grave, no es desesperado. Tiene cura, sí señor, tiene cura... Y ahora voy a hacerle a usted una observación, no de sacerdote a penitente, sino de hombre profano a hombre corrido en estas arduas materias; y conste que aquí hablamos como amigos, en la intimidad más llana y familiar. (Parándose por centésima vez en medio de la solitaria cuesta del Cristo de la Luz.) Pues no comprendo que provoque esas insurrecciones terribles de la carne ninguna mujer del ramo de monjas, sobre todo de estas callejeras. Son por lo común tan sin gracia, cuidan tan poco de su persona, usan unos trajes tan esmeradamente apartados de todo artificio satánico, y unos zapatones tan feos, que... vamos, que no lo entiendo. Me parece que tentar en el terreno ese es ya el colmo de la travesura infernal... Claro que hay desvaríos muy extraños; pero no creí... que... vamos... hablo por apreciaciones puramente teóricas... No sé... Eso allá ustedes, los que han cursado la mundología hasta el grado de doctor.

GUERRA. - -Amigo D. Juan, imposible que un hombre aprecie con exactitud las vibraciones cerebrales y nerviosas de otro. Cada hombre es un mundo. La impulsología humana (valga la palabra) está por descubrir. Yo le concedo a usted que en la mayoría de los casos, son poco o nada tentadoras las santas mujeres que se consagran en público a la caridad, y esto, naturalmente, contribuye al prestigio de tales órdenes. Pero hay casos excepcionales, circunstancias y antecedentes personalísimos. ¿Cómo se explica usted que quien es el mismo recato, la personificación de la honestidad y de la virtud, haya provocado sin conocerlo un conflicto de conciencia como aquel en que yo me vi? Quizás por lo mismo, quizás por esa ley de maldición que ordena pisotear lo más puro y cubrirlo de lodo. Quiso valerse de mí el espíritu malo para satisfacer su eterna envidia, para escalar las regiones celestiales y profanarlas, convirtiendo los ángeles en bestias. De veras digo que si yo no creyera en el Diablo, en aquella noche tremenda le habría tenido por la cosa más real del mundo. Yo le sentía, le tenía metido dentro, y su boca era mi boca, sus nervios mis nervios, su sangre mi sangre... Por fin, lo que me salvó fue la repugnancia de apelar a la violencia y a la traición. El sentimiento del honor hizo más fuerza en mí que la moral pura. El desprecio de mí mismo me contuvo más que el temor de Dios.


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