Ángel Guerra/112

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo III – Caballería cristiana​
 de Benito Pérez Galdós


VIII[editar]

No era fácil que estos encuentros de la loba y el zorro en medio del monte se sucedieran sin el obstáculo de algún indiscreto testigo. Si no hay pared que no tenga oídos, tampoco hay soledad, por silvestre que sea, en la cual no se abran algunos ojos, y éstos fueron en aquel caso los del salvaje Tirso, que con sagacidad cinegética siguió el rastro de la moza bravía, y descubrió el enredo que entre las ortigas y malezas de la casucha se ocultaba. Pero Jusepa, a quien la pasión había dado agudezas y previsiones a prueba de cazadores, entendió al momento que la malicie del pastor había tirado de la manta, y avistándose con él en un recodo solitario, cuando volvía con las cabras, le habló resueltamente, haciendo como que le confiaba el secreto. «Es un señorón de Madrid, que se oculta porque le andan persiguiendo por esto de la libertad, de los milicianos, y por el sufragio de las ánimas universales. Cuidado como le vendes, Tirso, y si dices algo lo has de pasar mal, pero mal. Porque es gentilhombre de la boca del rey, tiene muchísimo poderío, y no la contamos, Tirso, no la contamos si se mus va la lengua. Viceversa, si te callas, tendrás todo lo que quieras. Te daré jamón».

El jamón le gustaba tanto al salvaje, que por tan exquisito manjar firmara él un pacto con el Demonio, como el que por jamones de otra clase estaba dispuesto a firmar D. Pito. «¿Me darás de anquel que tiés en la ispensa y que trasciende a las puras glorias, to guarnío de unos pelos de mieles rubias como el oro?

-Sí, jamón en dulce con huevo hilado. Todo aquel piazo grande que viste allá será para tu boca, si haces lo que te digo y callas.

Conformose el bruto, que además recibió de la moza unas perras grandes que ésta llevaba en el bolsillo, y se fue decidido a tapiar con piedra y barro la puerta cochera de su boca, no menos embelesado en su mente con la idea de mascar mieles de oro, que pudiera estarlo su señor con una visión angélica. Jusepa, en tanto, no era la misma mujer, y si alguien se hubiera cuidado de observarla, habría notado en ella radical mudanza, cierta irregularidad en su trabajo, a veces despachando las obligaciones con desusada prontitud, a veces desentendiéndose de las cosas más importantes. Pero como Cornejo apenas paraba en casa por el día, y el amo no se fijaba en tales menudencias, sólo Dios se iba enterando. Los cigarraleros de Turleque, Mateo, y aun el mismo Virones notaron, sí, que la fiera se componía y acicalaba más que antes; sus polvorosas greñas lucían peinadas y engrasadas, con alguna ondita sobre la frente, que era gran novedad. Bien ceñido el cuerpo, su mejor pedazo, parecía otro; bien lavadas cara y manos, si otras no parecían, porque la fealdad y aspereza ni Dios se las había de quitar, resultaban menos desagradables a la vista. Esto, sin contar con fregoteos menos al alcance del público fisgón. Algo había de hacer para justificar exteriormente aquello de ser arcángela.

Pero aún hubo en Jusepa transformación de calidad más noble, afectando a la esfera del sentimiento y del carácter. Hízose menos áspera, más complaciente. La que jamás acarició a un niño, y por lo común les despedía de su lado con soplamocos y refunfuños, se recreaba ya con Jesusito, besándole y estrechándole contra sí, y lo propio hacía con las demás criaturas que andaban por Guadalupe o Turleque. Iguales efusiones de cariño sentía por los viejos, asombrados de que tan pronto hubiera perdido el puerco-espín todas sus púas. A D. Pito, sin dejarle tomar las confianzas que él tomarse quería, tratábale con más miramiento, con cierta consideración filial, que el maldito viejo aprovechaba como huésped, pero no agradecía como pretendiente.

Cada día empleaba más precauciones para acercarse con cautelosa pata al refugio del zorro, impaciente ya por salir de allí; y abrirse paso entre el sinnúmero de guardias civiles que en aquellos caminos prestaban servicio. Una noche, disfrazado con gorra de pellejo que Jusepa le dio, y una manta parda, se aventuró a ir a Toledo, escurriéndose por el barranco hasta el puente, y tornando a su escondite antes de que rompiera el día. Según dijo a la tarasca, en Toledo estaba la persona que le tenía el dinero; pero no había podido encontrarla. Con esto, la moza le ofreció todo cuanto ella poseía, que no era mucho, y él hubo de aceptarlo, después de mil melindres, porque no lo tomara a desprecio. Charla que te charla, la loba llegó a insinuar al zorro ideas muy donosas, verbigracia: Su amo, el Sr. de Guerra, tenía la hormiguilla de socorrer a todos los desgraciados que quisiesen acogerse a él. El mayor gusto que se le podía dar era pedirle hospedaje, contándole alguna desgracia gorda o miseria irremediable. ¿Por qué el madrileño no se presentaba, pidiéndole asilo y amparo? Entonces viviría tan ricamente en Turleque, quizás en Guadalupe por ser persona fina, y podrían verse a todas horas. Un rato estuvo él pensando la contestación, y al fin salió con la música de que no era inválido ni pordiosero. Claro que podría pedir hospitalidad; pero al instante le conocería todo el mundo, por ser persona célebre, cuyo retrato andaba en los papeles y hasta en las cajas de cerillas. Y lo que él principalmente quería evitar era que su popular rostro le denunciara. Como en aquellas fechas ya la justicia le supondría internado en las Alemanias o en las Rusias, mejor era esperar guardando el incógnito, hasta que tuviera medios de irse a Portugal. La idea de partir para tan lejos ponía fuera de sí a la inflamada Jusepa, que con suplicantes ojos y voces de flauta ronca le rogaba que no se fuese, y él fingía acceder a las ansias de su ángel salvador, diciéndole que si no podían largarse juntos (y a esto no se determinaba la villana) se quedaría en aquellos contornos todo el tiempo que pudiese.

También del nombre y apellido trataron; y antes de declararlos a su adorada, hízose muy de rogar, aparentando recelos y vacilaciones, como si se tratara del más grave secreto. Por fin dijo llamarse D. Álvaro, y ser de una de las primeras familias de España, de los Fernández de Córdoba y Téllez Girón. Sus padres le habían hecho aprender francés y le dedicaban a la carrera diplomática (Jusepa no sabía lo que esto era); pero él desde chiquito mostró tal afición al toreo, que no le podían sujetar, y contra la voluntad de sus papás y hermanos, y de toda la grandeza, tomó la alternativa en Madrid, siendo ya un espada de los más famosos, y habiendo matado más toros que pelos tenía en la cabeza, arrancando siempre, sin haberle visto nunca las orejas al miedo. Todas estas cosas tragábaselas ella y a gloria le sabían. Las creía como artículo de fe, tales eran su ceguedad y trastorno, amén de que siempre fue persona de escasísimo despejo.


Capítulo I: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII «» Capítulo II: I - II - III - IV - V
Capítulo III: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV «» Capítulo IV: I - II - III
Capítulo V: I «» Capítulo VI: I - II - III - IV - V - VI - VII

Ángel Guerra (Primera parte) - Ángel Guerra (Segunda parte)